Centre Cívic Baró de Viver

Fotos: Elisenda Pons i Nando Cruz

Centre Cívic Baró de Viver

C/ Quito, 8 (Baró de Viver)

Concert de Nakany Kanté

Fiestón mandinga en Baró de Viver

En Baró de Viver parecen vivir ajenos al procés. Cuesta divisar banderas en los balcones; españolas o catalanas. Ni siquiera hay carteles en las paredes. Bueno, sí, uno de la campaña de la CUP por la remunicipalización del agua. Son las ocho de la tarde y apenas hay comercios abiertos más allá del colmado Sabor del Mundo y algún que otro bar. Por la calle Caracas, tres chavales conversan sobre el examen de verbos irregulares. Un hombre vuelve a casa con una estufa catalítica. Un atronador merengue del colombiano Grupo Bip suena en un coche.

Estamos en la última frontera de Barcelona, un barrio de viviendas baratas arrinconado entre el Nus de la Trinitat, el río Besòs, las vías del tren y el polígono de naves industriales donde años después se instalaría el centro comercial La Maquinista. En el centro de este gueto urbanístico se inauguró en 2015 el Centre Cívic Baró de Viver, un inmenso y acristalado equipamiento público.

Hoy hay concierto en el centro cívico. Lo saben dos chavales que juegan en el parque de enfrente y lo saben las cuatro abuelas que recogen sus bolsos en la diáfana sala de lectura y juego. Lo sabe medio barrio porque el programa incluye un pase del grupo de percusiones Sambaró, formado por vecinos y vecinas de entre 10 y 60 años. Los percusionistas salen a la plaza a aporrear tambores y cajas al ritmo de una batucada y conforme regresan al edificio reciben las felicitaciones y palmadas de sus familiares y amigos.

La parada de Alencop

En el vestíbulo, los trabajadores de la cooperativa de chatarreros africanos Alencop han montado una parada informativa aprovechando que hoy actúa la cantante guineana Nakany Kanté y que ellos desguazan el material en un local muy cercano, en el barrio de Bon Pastor. Las trabajadoras del centro cívico reparten información sobre las próximas actividades del centro. Días atrás hubo una jornada de bufanding solidario. En diciembre habrá un espectáculo circense con arena.

En la sala del concierto les esperan tres músicos africanos que han dirigido esta semana un taller de percusión. Todos juntos arman una exhibición de polirritmia que asombra y enorgullece al vecindario. Un hombre canario está visiblemente entusiasmado. Quiere más. No lo tenía previsto, pero se quedará al concierto. Entre el público hay currantes aún con pantalones y chaqueta de bandas fosforescentes. También, varias madres gitanas. Hay un hombre con impecable camisa blanca arremangada y un gigante reloj de pulsera. Por supuesto, también están las abuelas del salón de lectura, que, según explican, cada quince días vienen al baile. Y muchos niños y niñas que se han adueñado de la primera hilera de sillas.

El balafón de Ibrahim

Antes de que empiece el concierto, una mujer con camiseta de los Ramones recuerda que la comisión de fiestas vende refrescos y patatas fritas. Latas, a un euro. Habrá que ir a por las sillas apiladas en la pared. Hoy hay más personas que sillas. Personas y sillas están a punto de quedar hipnotizadas por las melodías que Ibrahim Diakité extraerá del balafón. Diakité lo hace sonar como lluvia dulce y fina que te masajea el cráneo tras una semana de trabajo. Y esa lluvia te cala imperceptiblemente.

Nakany se ha presentado con una alineación curiosa: balafón, percusión, bajo, bailarina y la guitarra acústica que toca ella misma. No hay batería ni guitarra eléctrica. Es un formato semiacústico, pero su pop mandinga suena igualmente contagioso y consistente. “Esta canción se titula ‘Kitibana’ y significa ‘Se acabó el juicio'”, anuncia. “¡Díselo a Rajoy! ¡Y a Puigdemont!”, exclama el canario al fondo de la sala. “Esta es ‘N’dakan’. Significa ‘Mi destino'”, informa ahora la guineana. “¿Qué?”, pregunta una niña en primera fila. Será un concierto interactivo y complicado.

Las percusiones de Omar Ngom invitan al baile mientras el cosquilleo del balafón masajea la imaginación. Nakany habla de lo que más le molesta: la desigualdad entre hombres y mujeres. El público rompe a aplaudir. Ahora presenta ‘Farafina’. Es el nombre que tenía el continente africano en lengua mandinga antes de que el hombre blanco lo rebautizara como África. “¡Farafina!”, gritan al unísono las ocho niñas de primera fila que han decidido aprenderse cada palabra que les descubre Nakany. Una de ellas aplaudirá a rabiar cuando Nakany presente otra canción en la que denuncia el abandono de niños en África.

El club de las preguntonas

“¿Ahora que tocarás?”. “¿Cuando se acaba?”. “¿Ahora cantas sola?”. Las niñas acribillan a Nakany a preguntas entre canción y canción. “¡Hoy hay muchos periodistas aquí!”, exclama ella. Pero no, no son periodistas. Los periodistas no bailan. Y menos, en primera fila. En cambio el club de las preguntonas, sí. Una de ellas, en concreto, se acaba de quitar el jersey y está inventando coreografías afroflamencas que compiten con las de la bailarina senegalesa Mami Mbenge.

Esto ya no hay quien lo pare. Las sonrisas de satisfacción abundan entre los asistentes, ya sean responsables del centro cívico, habituales del espacio o curiosos que han entrado atraídos por la batucada de Sambaró. Todos coinciden en que ha sido una gran idea venir hoy. Son las nueve y media y abuelas siguen ahí, encantadas de la vida. Ah, y aquel hombre de camisa blanca y aparatoso reloj de pulsera se ha levantado para bailar junto al escenario. ¡Descalzo!

Los tambores hablan

En la recta final del concierto se produce un hecho que pasará desapercibido al 99% de asistentes. Omar percute el tambor sabar con un ritmo muy concreto y su primo Pape, que está sentado entre el público, se levanta y sube a la tarima a tocar con él. Omar lo ha llamado a través del tambor del mismo modo que su padre lo llamaba a él cuando, en su Senegal natal, quería que volviese a casa.

Con Pape reforzando la percusión, Nakany y Mami danzan con aún más frenesí. Las niñas de Baró de Viver se dejan llevar por la música y se inventan coreografías que toman algo de África y bastante de cosecha propia. Una de ellas mueve la cadera como Nakany, pero voltea el cuello para que su melena en cola de caballo gire aflamencadamente alrededor de la cabeza. “Un aplauso para las niñas”, pide Kanté. Acabarán todas bailando sobre el escenario.

Las abuelas, en pie, aplauden a rabiar. El vecino canario sigue ahí. No se ha movido del fondo de la sala en toda la noche. “Te lo digo de verdad, me ha gustado”, insiste una y otra vez, sorprendido y satisfecho. Su amigo añade un dato revelador: “Mira si me ha gustado, que no he salido ni a fumar”. El balafón de Ibrahim, el bajo de Vicente, las percusiones de Omar y Pape, las danzas de Mami y la voz de Nakany bien pudieran servir hasta para curar la adicción al tabaco.

(Publicat el 12 de novembre de 2017)