Barbara Ann

Fotos: Luay Albasha i Nando Cruz

Barbara Ann

C/ Taquígraf Garriga, 163 (Les Corts)

Concerts de Banana Cósmica i Nestter Donuts

El rocanrol murió y les da igual

La calle de Taquígraf Garriga está desierta, oscura y muerta. La lluvia es lo único que comparte con su paralela, Déu i Mata, a la que va a parar buena parte de la gente que sale de comprar en L’Illa Diagonal. Nunca pasa nada en la calle de Taquígraf Garriga cuando anochece, pero hoy se oyen atronadores guitarrazos cada vez que se abre la puerta del Barbara Ann, un bar musical que nació en 1988 y sobrevive como buenamente puede lejos de las zonas de ocio nocturno de Barcelona.

Son las ocho y la gente va llegando con cuentagotas. Aforo: treinta y cinco personas. Óscar, el camarero, los saluda a casi todos por su nombre. Es clientela habitual. En las paredes hay pósters de los Stooges, de los Byrds y de Pete Townshend arreándole a los amplificadores. También hay fotos de James Brown, de Marc Bolan, del patriarca del rock’n’roll Chuck Berry y del patriarca de la fotografía rock barcelonesa Flowers. Las repisas están decoradas con portadas de singles de los Creation, los Cynics, los Ramones… Cuando suena ‘A question of temperature’ de los Balloon Farm, algunos ladean la cabeza en señal de aprobación. La máquina de palomitas trabaja a pleno rendimiento. El bar entero huele a palomitas.

Economía asfixiada

Hoy hay concierto en el Barbara Ann. Y no uno, sino dos: Banana Cósmica, de Granada, y Nestter Donuts, de Alicante. Las entradas cuestan seis euros, así que ninguno se llevará ni cien euros de taquilla. Como en tantísimos locales de conciertos de pequeño formato, la economía del Barbara Ann no es sumergida sino asfixiada. Aun así, y en tan precarias condiciones, aquí han actuado los ingleses Cyanide Pills, los australianos Sweet Jane, los noruegos Yum Yums y héroes mods locales como los hermanos Gil de Brighton 64, los Colajet Set de Felipe Fresón y Los Canguros. En este escenario, han tocado hasta los californianos The Rubinoos. ¡Tres veces! Cuando interpretan aquí su célebre ‘Rock’n’roll is dead’ en el Barbara Ann, el estribillo resuena con un orgullo especial.

Este bar de Les Corts ha cambiado de dueños tres veces. Hoy lo regenta un comité de crisis formado en el 2016 por siete clientes. Entre ellos hay músicos de The Excitements y Suzy & los Quattro. “Es nuestro bar. Había que salvarlo como fuera”, dicen. El objetivo era mantenerlo abierto y no perder demasiado dinero. Desde que apenas hay conciertos de rock en la sala Bikini, no reciben público de paso. Otro mazazo, más simbólico, fue la avería del pinball. Ante la posibilidad de comprar otro, el veredicto del antiguo dueño fue: “O el pinball de los Who o ninguno”. También ha desaparecido el emblemático futbolín. En su lugar está el escenario y allí, Banana Cósmica a punto de empezar a tocar.

Banana Cósmica es un hombre-orquesta de rock garajero que patea el bombo con el pie derecho, el charles con el izquierdo y toca la guitarra. Pegado a la alfombra con cinta adhesiva, lleva quince pedales de efectos. También ha enganchado a un pie de micro un miniteclado de juguete. Con este formato low cost de licántropo solitario, despacha un atronador y frenético pase de rock troglodita que estremece a los singles de vinilo que penden del techo. En 25 minutos acabará empapado en sudor. El olor a palomitas se va difuminando.

La intención del Barbara Ann es montar un par de conciertos al mes. Algunos, a la hora del vermut, para que los mods y rockers de la ciudad, hermanados aquí contra ese enemigo común que es el moderno, puedan acudir con su prole. La taquilla, una cajita metálica de Lucky Strike, se va llenando de billetes de cinco euros y monedas de un euro. Sigue entrando público al bar. Se roza el sold out. Más de un tercio de asistentes son mujeres. Casi todos están más cerca de los 40 años que de los 30. Al fondo del bar, o sea, a siete pasos del escenario, dos rockers más jóvenes sonríen con cara de ‘tío, estamos en el lugar adecuado’.

Mono de leopardo

Un tipo sube a la barra para colocar una videocámara en el estante de botellas que roza el techo. Es Nestter Donuts, la segunda banda de una sola persona programada esta noche. El tipo saldrá del lavabo enfundado en un mono de leopardo del que asoma su mata pectoral y un chalequillo negro con flecos que caen por la espalda. De esa guisa trepa a la repisa que separa el escenario de la pista y abre fuego con un punteo de guitarra torero que arranca los primeros aullidos del personal. “¿Qué hora es?”, pregunta al fotógrafo de este diario. Son las 21.36 y en el Barbara Ann todos los conciertos terminan a las diez para evitar conflictos con el vecindario, de modo que hay que espabilar.

El tipo suena como un miembro de los Trashmen abducido y abandonado en la N-332, en algún punto entre Alicante y El Campello. Eructos y riffs. Aullidos y patadas al bombo. Historias sobre arañas venenosas y epilepsia eléctrica. “¡Joder, el puto cable!”, exclama cuando de tanto moverse y sacudir la guitarra, se le desenchufa. Un luchador enmascarado la coge y se la lleva al lavabo para afinarla. El público baila desenfrenadamente puliendo así las baldosas blancas del local. Pronto será el propio Nestter, enajenado y tumbado en el suelo, quien pula las baldosas con su espalda mientras el personal celebra su gesta.

“Esta canción se titula ‘Asesinato yugular'”, proclama. Y dicho esto, hinca sus colmillos en el cuello de una espectadora, que ríe y sigue bailando. Ahora el alicantino puntea el himno del PP con su guitarra. El público maúlla en celo el ‘Meowww del gato’. Es una canción de Nestter. La pista está enferma. Hay pogos y carcajadas. Dos tipos se pelean con el cordón separador de la barra, que parece haber cobrado vida. Una mujer monta a lomos de un hombre. Otro tipo sube al escenario y escancia cerveza sobre la boca sedienta de Nestter. Y el guitarrista, saciado y feliz, trepa de nuevo a la repisa y lanza un puñado de donuts de chocolate a su fiel público.

En media hora, el Barbara Ann volverá a parecer un bar musical perdido en el tiempo, de esos que no saben o no quieren saber que el rocanrol murió. Pero ahora mismo, mientras Nestter regala un último bis y el camarero friega el suelo para que nadie resbale con los restos de chocolate, la gente baila, bebe y ríe ajena al qué se lleva este año. En la calle, cinco puertas más allá, hay una tienda de compra-venta de sellos y monedas. Un hombre coloca los cartones y un colchón para dormir otra noche bajo los soportales de Taquígraf Garriga.

(Publicat el 14 de gener de 2018)