Temporal bestial frente al mar
El jueves cayó tal tromba de agua que los turistas recorrían las inmediaciones del Port Olímpic montados en sus segways y con capelina encarnada. Como Caperucitas Rojas del futuro. Todas las terrazas cubiertas del Moll de Mestral estaban vacías. En las pantallas gigantes, vídeos de reggaeton y retransmisión del Inglaterra-Bélgica. Una chica francesa decidió caminar descalza sobre la lluvia. Pasó por delante del bar Australian, del Soda Lounge Club, del Studio 39, del Burguer Bus, del cabaret turco Rotana, de la sala de conciertos Monasterio y siguió en dirección a quién sabe qué local de la zona.
Un momento. ¿La sala Monasterio? ¿La que estaba en la Barceloneta, bajo los soportales del paseo de Isabel II, junto al restaurante Set Portes? Sí, la misma. Hace cuatro años la familia Vidal-Quadras, propietaria del edificio, decidió guapear la zona a pulso, lo cual implicaba que la sala debía dejar de programar rock, punk, blues y demás estilos sucios. La nueva ley era: solo jazz y gospel. A Juanjo Balsera, jefe del local, le entraron todos los picores. Pero cuando ya se veía venir la desaparición de otra sala de conciertos, esta, después de once años de actividad, la Monasterio anunció su traslado al Port Olímpic. Y así es como, contra todo pronóstico, nacía un club de rock, rhythm & blues, metal y lo que haga falta entre yates, veleros, restaurantes y discotecas para turistas.
Todo a 5 euros
Un puñado de personas espera para entrar en la sala Monasterio. Con esas camisetas negras, esas barbas, esas melenas y esos tatuajes, parecen piratas de la taberna más canalla del puerto. Sin embargo, son clientes de una sala de conciertos que los guardias de seguridad y la gente que vive en los barcos han apodado La Isla pues, a diferencia de la mayoría de locales de la zona, aquí la clientela se comporta bien y nunca hay peleas. Y precisamente el negocio menos conflictivo del Moll de Mestral está a punto de acoger un cartel imbatible: tres de los grupos más atronadores, abrasivos, veloces y excitantes de esta ciudad por solo cinco euros. Es decir, por lo mismo que cuesta medio litro de cerveza en un festival moderniqui.
El primer grupo, Enamorados, ha amasado un espléndido lote de cortes frenéticos y apasionados. No echan el freno ni cuando se funden todos los focos del escenario y les falla el micro. En la sensacional ‘Mi agujero’ recuerdan a Los Bichos. En otras recorren altivos y a todo trapo el filo que separa a Burning y los Heartbreakers de Johnny Thunders. El cantante se rocía el pelo con la cerveza que no le entra en el gaznate y dedica ‘La misma piel’ a su padre, hoy presente. Da gusto ver grupos tan bien plantados sobre una tarima; tan determinados.
Tras ellos llegan Ósserp. Otros cuatro, esta vez volcados sobre un death metal con trazas de grindcore. Ha dejado de llover, pero ellos traen su propia tormenta. El estruendo es tal que se puede seguir el concierto desde la calle. Si te sitúas en primera fila, sales con las cejas fritas. Pero, claro, es el único modo de ver su lista de canciones impresa con tipografía metalera. Y de escuchar los improperios que les lanzan sus amigos. “¡No tan rápido!”, exclama uno de ellos. Y de percibir el entusiasmo de esos cuatro adolescentes que, abrazados en fila, agitan sus cuatro cabezas como posesos.
Los conciertos apenas duran 25 minutos. Y al acabar, el público sale con su cerveza a tomar el aire y charlar. Ninguna sala de conciertos de Barcelona puede ofrecer algo así: una zona de descompresión con vistas al puerto en la que, además, no molestas al vecindario. Lo normal en esta ciudad es que los seguratas de las salas te empujen educadamente para que te largues lo antes posible. Lo que parecía una condena para la sala Monasterio, su exilio al Port Olímpic, ha acabado siendo un alivio. Eso sí, el alquiler del local es mucho más alto que el de su antigua ubicación y para que cuadren los números la Monasterio ha de funcionar también como discoteca.
Sellos y tatuajes
El público vuelve a entrar para el tercer y último pase. Todos tienen la muñeca sellada para certificar que han pagado su entrada. Los dos tipos que controlan la puerta sonríen cada vez que han de rebuscar en el brazo de algún espectador una zona sin tatuar para colocarle el sello tintado y que quede mínimamente visible. Esos dos tipos de la puerta son los que han organizado el concierto desde La Cova, una tienda de camisetas punk de Sants que además es un taller de serigrafía y un estudio de tatuajes. Y también son dos de los integrantes del tercer grupo, Una Bèstia Incontrolable. La autogestión conlleva estas contrariedades. Se impone cambio de guardia.
Una vez más, el local del número 30 del Moll de Mestral se transforma en una cripta consagrada a la catarsis sónica. “No, no hi ha esperança! No, no hi ha esperança!”, berrea ya el cantante. Sí, dos de los tres grupos de esta noche se expresan en catalán; paradojas del metal y de las políticas culturales. El batería luce camiseta de Los Chichos y aporrea los tambores como el chamán de una tribu. Cuando termina, se levanta del taburete, cruza los brazos y mira al cielo reclamando una ayuda divina con sonrisa cómplice. Está emulando la satánica estampa de Diablo Armando Maradona en el Argentina-Nigeria.
“La violència la dicten ells: és el seu nou món”, reza la última canción de Una Bèstia Incontrolable. Es la enésima letanía metálica de este aquelarre en el epicentro de esta Barcelona de franquicias y alienación turística. La noche no ha terminado para quien no lo desee. Por megafonía ya suena música enlatada: ‘Me pica un huevo’, de Siniestro Total. Esta taberna rockera del Port Olímpic tiene otra costumbre: no solo no echan al público sino que tampoco echan a los grupos del camerino cuando acaba el concierto. Quizá por ello, ya tienen todos los jueves, viernes y sábados reservados hasta final de año.
La sala de conciertos, como lugar de encuentro; no, como establecimiento de consumo musical.
(Publicat l’1 de juliol de 2028)