Nueve meses de vacío
The Void debe ser el local de conciertos con peor suerte de Europa. Abrió en el centro de L’Hospitalet el 4 de marzo y a los diez días ya tuvo que cerrar. Desde entonces, el vacío a que hace referencia su anglófilo nombre ha sido literal: nueve meses cerrado por la pandemia. Una silenciosa eternidad que se quebró el sábado con el primero de los cuatro conciertos que programa el ciclo Sala L’H organizado por ASACC y apoyado económicamente por el ayuntamiento.
Al mediodía, la terraza del vecino bar Cal Cabut funcionaba a pleno rendimiento. En la pizarra de sugerencias, rabo de toro y pies de cerdo. El Pica Tapas no ofertaba material de tal calibre, pero tenía algo mejor: sol directo en sus mesas. Con un plan así, ¿quién se metería en un local oscuro a ver un concierto? ¡Pues una treintena de personas! Actuaban Atomizador y Tirana, proyectos unipersonales del subsuelo madrileño y catalán con pocos pero fieles seguidores. Y la cola en la puerta era más voluminosa que la del Bonpreu de la esquina. “¡La segunda vez que nos vemos en pandemia!”, exclamaban dos amigos.
Las cenizas del Depo
En realidad, el local de la calle Santa Ana no es tan nuevo. En 1985 se inauguró como Depósito Legal y durante décadas fue la ratonera preferida de la parroquia indie. Allí empezó a pinchar hace ya 35 años DJ Amable, motor de la escena de clubs de L’Hospitalet que con el tiempo se mudaría a Zeleste. Del Depo se ha escrito hasta una historia oral: ‘This is Depo’. El bar cerró en 2018, pero un año después DJ Amable lo reflotó con otro nombre. Una etapa fallida tras la cual nacería The Void. Fue en el peor mes del siglo XXI para abrir un negocio.
¿Y quién tuvo el honor de desprecintar el escenario que hay al final de la barra tras nueve meses de silencio? Fue el madrileño José de Miguel, suerte de escarabajo que lleva desde finales de los 90 recorriendo las catacumbas del underground estatal con grupos de post-hardcore, punk histérico y tropicalismo atroz. En una entrevista para el fanzine Shookdown resumía la insólita evolución que le ha llevado a centrarse en la composición de estratosféricas miniaturas de tacto acústico: “Atomizador es un proyecto que sólo quiere volar”. Y ante la imposibilidad de tocar en Madrid, donde los bares están abiertos pero la actividad musical está bajo mínimos, tomó un pasaje a L’Hospitalet de ida y vuelta.
Sin laúd, pero con una guitarra eléctrica que le permitía expandir su efervescente sonido por la sala, Atomizador derramó su ración de haikus onomatopéicos: composiciones preñadas de saturación y multiplicación de efectos tan cerca del canto gregoriano como del punk digital. Olas de ecos que te llevan de los Apalaches a Timbuctú y versiones de Daniel Johnston, Pink Floyd y John Cale que constatan su condición de insólito artesano del origami sonoro. Al final del concierto se le acercó un chaval para llevarse varios ejemplares de sus vinilos y ponerlos a la venta en la distribuidora de Dinamo DIY Espai, en el barrio de la Prosperitat. Los escarabajos voladores saben donde guardar sus huevas.
Jengibre y cicuta
Y tras el miniaturismo alucinógeno de Atomizador, caída en picado y batacazo contra el cemento gentileza de Tirana. Olivia Mateu, miembro del colectivo Hijauh USB ahora instalado en el Espai Zowie, es también una de las impulsoras de The Void y alma de tan incomodante proyecto. Porque lo de Tirana son himnos de trastero con humedades. Canciones de jengibre y cicuta que a menudo hielan la sangre. Y cual ahijada de Regina Spektor y La Estrella de David, fue mecanografiando las melodías de esos valses acatarrados con una mano en el teclado con un adhesivo de Barcelona ‘92) y la otra sobre la rodilla. “Si toso es porque soy fumadora”, aclaró a quienes temieran pillar el covid por su culpa.
En su pase, de apenas media hora, tan breve y nutritivo como el de Atomizador, se repitió la escena de prácticamente cada concierto. Canciones que se quiebran a la mitad y hay que volver a tocar desde el principio o retomar a medio recorrido. Estos días los músicos andan muy desentrenados, sí, pero el público está más motivado y es más comprensivo. Al final, hasta le arrancaron una canción cuya letra casi ni recordaba. “Solsticio de invierno, no me sienta bien”, cantó ella. “Luego se me pasa y ya estoy bien”, gritaron unos cuantos.
Y así fue como un escenario que nació muerto resucitó tras nueve meses de vacío. Fue un mediodía de invierno, un sábado de confinamiento perimetral hackeado con canciones de ensueño y pesadilla. Impactantes, todas. “¿Cuántos sois de L’Hospitalet?”, preguntó Olivia. Y la mayoría se echaron a reír.
En la calle aún brillaba el sol. En el interior de The Void, un poco, también.