Charlotte

Un quadre de Charlotte Salomon

La de Charlotte es la historia singular de una chica inmersa en la tragedia de un mal familiar, un linaje de suicidios, un rosario de muertes heredadas que le es descubierto intempestivamente, en el exilio. De luchar entre la locura que se la lleva y el deseo de arraigarse a la vida, nace su obra.

“La creación de las siguientes pinturas debe imaginarse como sigue: una persona está sentada a la orilla del mar. Está pintando. De repente, en su espíritu irrumpe un aria. Cuando empieza a tararearla se da cuenta de que el aria encaja exactamente con lo que intenta plasmar en el papel. En la cabeza se le forma un texto. Y empieza a cantar la melodía con sus palabras. Una y otra vez. Con una voz potente, hasta que la pintura parece acabada”.

Así empieza la obra de Charlotte Salomon en el mes de junio del año 1941. Dieciocho meses después abandona La Belle Aurore y se pone el camino hacia Villefranche-sur-mer; bajo el brazo lleva los 782 gouaches que ha pintado obstinadamente en la habitación del hostal francés. Ha hecho con ellos tres paquetes que legará al doctor Moridis para Ottile Moore, ahora en Lisboa esperando embarcar hacia América. Protectora y amiga hospitalaria, le ha dado refugio en la villa L’Ermitage, cerca de Niza. El doctor recuerda las palabras de Charlotte aquel día: “Es toda mi vida”, quizás otra manera de decir que la ha salvado la imaginación.

La de Charlotte es la historia singular de una chica inmersa en la tragedia de un mal familiar, un linaje de suicidios, un rosario de muertes heredadas que le es descubierto intempestivamente, en el exilio. De luchar entre la locura que se la lleva y el deseo de arraigarse a la vida, nace su obra. Uno de los gouaches esboza una joven con un lienzo en la falda. Superpuesto a la figura, leemos “Dios mío, haz que no enloquezca”. La palabra “no” (night) se encuentra en el umbral de la ventana; ya casi del lado de los muertos. La biografía de la familia, judía, burguesa, berlinesa, es también la historia política de una nación y sus parias. En esos mismos años Walter Benjamin, al que a Charlotte le gustaba leer, se arrancaba la vida en Portbou.

Un quadre de Charlotte Salomon © Charlotte Salomon

Charlotte monta escenas soñadas con recuerdos, figuras con textos y melodías para decir y dar a imaginar algo de su propia existencia. A eso lo han llamado autobiografía, pero ciertamente lo desborda. Piensa la obra como si fuese un teatro. La organiza en tres actos, presenta a los personajes principales –inspirados en la vida real, con pseudónimos–, dibuja las escenas, las sitúa, escribe los textos, indica los tonos y las letras de algunas canciones. A veces es narradora, otras protagonista o espectadora: “He sido todos los personajes de mi obra”, escribe en una carta posterior. “He aprendido a seguir todos los caminos. Es así como me he convertido en mí misma.” Todo se juega en este movimiento imaginativo que le permite desplazar y reformular constantemente el punto de vista.

Otra refugiada, Hannah Arendt, solía citar las palabras de Dinesen “todas las penas pueden soportarse si las ponemos en una historia o explicamos una historia sobre ellas”. Debe ser que el poder del relato tiene que ver con eso: la sospecha de comprender o suponerle un sentido a todo ellos. Gouache tras gouache, acompañamos la formación de una subjetividad, descentrada y frágil. Le pondrá fin el anonimato del sistema concentracionario. El 10 de octubre de 1943 es asesinada en Auschwitz la prisionera número 5571. Poco antes un transporte había abandonado el campo francés de Drancy con Charlotte y su abuelo materno. Ella tenía veintiséis años y estaba embarazada.

Es precisamente en el acto central donde todo estalla. Las escenas detalladas del prólogo se convierten en trazos cada vez más abstractos, pinceladas rápidas y libres, etéreos. Las palabras invaden progresivamente las láminas y las formas se multiplican en repeticiones obsesivas, hileras de caras y de manos, cuerpos como delfines llevados por la corriente. En el prólogo, la superposición de textos y pintura venía dada por páginas transparentes adosadas a los cuadros. Como si fuesen caligramas, algunos textos exponen las figuras integrándose en el dibujo, se apoyan en él. Me estremezco ante los versos de la canción “Te trenzamos una corona virginal con seda violeta” repasando, por encima del calco, el cuerpo dislocado de la madre muerta.

Un quadre de Charlotte Salomon © Charlotte Salomon

Poco a poco, la artista abandona las transparencias y garabatea los textos directamente sobre la pintura. En el epílogo, están omnipresentes. Diríamos que empujan a las imágenes hacia el reverso del cuadro. Es un frenesí de colores, azul, amarillo y rojo. Imagino que los cuerpos larguiruchos se yerguen para transformarse en letras, y que estas podrían convertirse en cuerpos al leerlas. ¿O tal vez tendríamos que cantarlas? Quizás convendría avanzar en la exposición entonando los diálogos entre dientes y tarareando las melodías, como hace Charlotte.

Ahora la obra se cierra con una muchacha a la orilla del mar. Es el alter ego de la artista. Nos da la espalda y pasa el pincel por una tela transparente; vemos a través del azul del agua, el naranja de las piernas, el gris de la tierra en la que se sienta. El dibujo coincide con la naturaleza, es la última ventana, el último umbral. Sobre la piel, tres palabras tatuadas: ¿Vida? ¿O teatro?

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