'Cruising'

Uf, cómo cansa subir a pata todo el trayecto, ¿no?

Te imagino en el momento de venir para acá, a Montjuïc, a la montaña de Miró y de la Font del Gat y del cruising, a plena luz del día. Se te hacía la boca agua solo de pensar en lo que te esperaba. Porque ambos sabemos que a ti te encanta dejarte caer por aquí. Estar aquí, tan solo eso; ver qué hay, quién hay, qué te cuentan los individuos con los que te topas semana sí semana también. A veces me pregunto si nos saludaríamos, si nos encontrásemos en un sitio que no fuera este… Mejor ni lo pienso.

Uf…

Según de dónde vengas no lo parece, pero en Montjuïc puedes encontrar de todo. A un lado están los museos, y la avenida, y un barrio a un lado y al otro un cementerio que da al mar; solo he estado una vez allí, y la verdad es que no volvería. No hay más que huesos, pero no huesos a medio roer, huesos de esos que “aún mira” y que se pueden echar a la olla, no, huesos resecos. La avenida, en cambio, está plagada de turistas, personas que visten colores llamativos y que, como nosotros, esquivan a los coches y el hedor de los contenedores y de las papeleras. Aquí a menudo se celebran fiestas, y como no vive mucha gente se pueden permitir dejar la basura más tiempo que en otros sitios de la ciudad. A mí, como comprenderás, eso no es lo que más me molesta. Lo que me inquieta más es el olor a crema solar, o de sobaco, o de pies, que desprenden los turistas a su paso, como las babas alargadas de las babosas.

Uf, es que no los soporto…

Después, está el bosque, esa gran mancha verde en la cima de la montaña. Hay pinos, y palmeras, y plátanos de sombra. También hay asfalto, pero aquí arriba no molesta tanto como en la ciudad, cerca de casa. Aquí el asfalto es tímido, pudoroso, como si se avergonzase de pisar la tierra en un sitio donde la tierra lo domina todo. Y no es que yo sea especialmente ecologista, de hecho, no tengo muy claro lo que significa esto de ser ecologista, pero yo me meo en el asfalto, hago un pis y lo marco cuando sé que no me mira nadie, no tanto para decir “este sitio es mío”, sino por esa llamada de la naturaleza que no sabes por qué, pero que se te presenta en el momento menos esperado, el menos previsto, el menos pensado, estés en la cama o en la playa o en el bosque, como hace un rato. Como cuando te he visto.

Uf, cuando te he visto…

Te he atisbado de lejos, entre los matojos, y no te he visto entero, pero enseguida he sabido que tú eras tú. Estabas incorporado hacia delante, en una postura que en otra situación me hubiese parecido forzada, o extraña, o rígida, pero poco después he recordado que aquí casi todo es posible. ¿Qué hacías? Estabas solo, y decididamente muy guapo. Llevabas el arnés. No nos andamos con chiquitas, me he dicho. Y ya me gusta que lo des todo en nuestro primer encuentro. Me excitan los extremos, y aun así me ha parecido tierno mirarte y pensar “este tiene que ser mío”, sin que tú imaginaras siquiera que desde el fondo del camino yo te observaba. Eras, a efectos prácticos, inofensivo. Me he sentido poderoso, y admitiré que también un poco satisfecho, como si lo que tenía que venir a continuación no importase tanto como aquel instante de picardía.

Uf.

Te has dado la vuelta y me has visto. No sé si han sido segundos o una eternidad, pero cuando al fin hemos coincidido he notado como un relámpago conectaba nuestras miradas. Y yo he hecho un esfuerzo para no bajártela, la mirada, para que vieras que sí, que sí, que sí, que te había estado observando y que te quería.

Il·lustració. ©David Sierra

Uf, ¡sí!

De entrada, no pensaba que te atreverías a venir. He creído que serías de los que mucho ladran, pero poco muerden. Un pobre infeliz. Un pobre diablo con pedigrí que se moriría de vergüenza si los de casa se enterasen de adónde va a pasear los sábados a mediodía. O que quizá te decidirías, te me acercarías, intercambiaríamos algo de saliva o un olfateo furtivo entre tantos y tantos ojos escondidos en el sotobosque, y que a la mínima me dirías que estás aquí, pero que tienes un amo y que no le gusta que te acerques a nadie que no sea él. Y yo lo respeto, ¿eh? Cada cual tiene sus manías, pero es que yo ahora mismo siento que mi manía eres tú. ¿Me entiendes?

Uf, es que cómo me gustas.

Pensaba que me cortarías, pero no. Ha sido lanzarme y tú dejarte ir: he pensado que lo primero que quería hacer era olfatearte. Apropiarme de este olor que te intuía en el punto exacto en el que el tronco se separa de las extremidades, y que es tan intenso. Este olor que desprendes, rotundo, de pelo por todas partes. Ya sabes que donde hay pelo… O bien el olor de tu boca, que es un olor que casi tiene un sabor y que es como la hierba, de color verde. Y el olor de las orejas, el de la barbilla, el de las mejillas, el olor de la entrepierna…

Uf, qué entrepierna.

No me has dicho nada. Tú vigilabas, tímido pero diligente, que nadie nos espiase tras las matas. De entrada, la zona parecía tranquila, pero en sitios así quién podría asegurarlo… El vuelo de algún pájaro desperdigado rompía a ratos ese silencio de pequeños movimientos de insectos, desplazamientos lejanos de gente, sirenas lejanas de barcos, que sonaban amortiguadas, como un anuncio en la televisión cuando estás en el patio. Ruiditos mínimos que ni tú ni yo podíamos percibir a no ser que nos fijáramos expresamente, con espíritu explorador.

Y yo te exploraba, por supuesto que te exploraba… Uf.

No me han hecho falta palabras para convencerte: de olerte he pasado a lamer. Y tú te dejabas, no veas cómo te dejabas, y ha sido en ese instante cuando se me ha ocurrido la idea de que hurgar entre los lugares más recónditos de tu cuerpo es una buena forma de aprender quién eres, de conocerte más allá de un nombre, de un juego, de dónde vives, de tu comida favorita o de si eres más de playa o de montaña. ¿A quién le importa un nombre o una dirección en un contexto como este? Yo pensaba y no pensaba en el gustillo, en lamerte así, en sentir que muchas veces oler, sorber, chupar, mirarse, también es un camino que conduce hacia el mundo perverso de las jerarquías, y yo era tu amo, y tú me obedecías, me pertenecías, me hacías caso, y parecía que nada ni nadie podía romper nuestra intimidad forzada bajo la sombra y este sol de julio, rodando por la hierba. Y una humedad gustosa me impregnaba las axilas y las junturas de las piernas…

—¡Trasto!

“¿Cómo?”, me he preguntado. Ha sido como si cayera. He mirado a ambos lados y no he visto a nadie. Trasto… ¿Es que te llamas así? ¿Y a santo de qué me tendría que interesar tu nombre? Yo no quería hacerme preguntas, quería constatar tu cuerpo, pero por más que lo intentase alguien te buscaba y había decidido que podía interrumpirnos. Te has paralizado como se paralizan los cachorros cuando la madre los agarra del pescuezo, para protegerlos… No he querido insistir.

—Trasto, ¡ven aquí! —Ha vuelto a decir la voz—. Ya basta, deja de hacer amiguitos.

Segundos después, la he visto: sobre la colina, calzada con chirucas, era tu dueña. Una mujer de mediana edad que se parecía mucho a la que un día tuve.

Antes de que te atara el arnés a la correa he pensado que un día me gustaría mucho morderte a fondo los muslos.

©Sebastià Portell

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