“Cuando me han hecho daño, no he puesto la otra mejilla”

Luis Cabrera

Retrat de Luis Cabrera. © Martí Petit

Gracias a su tenacidad, su rebeldía personal y su carácter indomable, Luis Cabrera (Arbuniel, Jaén, 1954) ha ido trenzando una trayectoria vital desbordantemente rica que ahora explica en su libro de memorias La vida no regalada (Roca Editorial). Una novela biográfica en la que Lorenzo Almendro, su alter ego, rescata al niño humillado que corretea con trajes estrafalarios por un pueblo de la sierra de Jaén, del que su familia “arrancará” a los nueve años; al adolescente imberbe e intrépido que se involucra en la lucha antifranquista y los movimientos vecinales en el barrio de Verdum; al buscavidas que recorre Europa como músico callejero o al visionario que funda el Taller de Músics.

Nunca ha dejado de ser aquel que fue. Es autor de los ensayos Els altres andalusos y Catalunya serà impura o no serà, y a lo largo de la charla da rienda suelta a una prodigiosa torrentera de ideas y vivencias, historias jugosas y reflexiones inteligentes.

“Vine a este mundo para dejar huella”, escribe al final del libro. ¿Desde el primer momento tenía claro lo que quería hacer y lo ha hecho?

Desde que nací las circunstancias me han sido adversas. Mi familia era muy pobre, muy humilde, pero mi madre sabía coser. Había hecho un curso de patronaje por correo, y con un simple retal nos confeccionaba unos trajes a mi hermana y a mí que, no veas, no los llevaban ni los ricos. Y eso, en Arbuniel, el pequeño pueblo de Jaén donde me crié hasta los nueve años, chocaba y generaba muchas envidias. Yo es que además era un niño muy fino, muy delgado, con unos ojos verdes que llamaban mucho la atención. Parecía una niña y se reían de mí, me humillaban. Pero yo sabía que no era una niña y durante mucho tiempo tuve que luchar contra ese estigma. Los chavales me perseguían y me gritaban: “¡niña, niña!”. También me pusieron el mote de “Torero”.

¿Porque era muy echao pa’lante?

No, por culpa de un traje rojo que me había hecho mi madre, con las solapas de piel negra, un chalequillo a juego y zapatos de charol. Yo debía tener siete años y, claro, sales a la calle con esa pinta…

 ¿Y usted cómo lo vivía?

Mal, muy mal. Lo que pasa es que la bondad y la maldad son dos caras de una misma moneda. Era espabilado, aprendía rápido, y todos aquellos chicos mayores que me machacaban venían luego a pedirme que les ayudara a hacer los deberes. Les decía que sí, que vale, pero los engañaba para que al día siguiente el maestro les diera leña. Era mi venganza, salía ahí mi parte malvada. Creo que es en ese momento cuando empieza a forjarse en mí una personalidad dual que he tenido que ir puliendo, administrando y gestionando con los años. Al final ha ganado la bondad. Pero cuando me han hecho daño, no he puesto la otra mejilla. Me pegaban en la calle y, cuando llegaba a casa, mi madre me daba unas palizas tremendas utilizando incluso sus zapatos de tacón, porque era muy presumida. Me atizaba por todo. Por haberme metido en el río a coger cangrejos o por romper las bambas jugando a fútbol. Por lo que fuera, ella todo lo solucionaba así.

¿Ha llegado a entenderla, a perdonarla?

No, ahora tiene 94 años y ya veremos… Pero ha habido épocas en que era imposible.

Ante esa situación de hostigamiento, dejar el pueblo y venir a Barcelona podría parecer una liberación para un niño de nueve años. Sin embargo, describe la partida familiar en un camión cargado de camas con una imagen dolorosa: “sentado sobre los colchones en sentido contrario a la marcha”.

Yo no quería salir de allí, para mí aquello era un destierro. Creo que es hora ya que de que hablemos de destierro. En el caso de los padres, de los adultos, se puede hablar de inmigración, pero a los hijos de aquellas personas que tuvieron que salir por cuestiones políticas, sociales o económicas, literalmente nos arrancaron de nuestras vidas. Y eso produce un desgarro. Y de ahí seguramente viene esa determinación por superarme, por dejar huella.

¿Qué impresión le produjo aquella Barcelona de bloques de cemento que veía desde el barrio de Verdum?

Eran calles llenas de tierra y piedras con desniveles y campos repletos de escombros. No entendía nada. Aquellos bloques de cinco plantas de la calle Cuartel Simancas, donde vivíamos, eran como gigantes terroríficos. Me preguntaba: ¿qué hago yo aquí? Los chavales, muchos de mi pueblo e incluso algunos familiares que habían traído consigo su rabia, me seguían arreando, me dejaban de lado. Recuerdo que hice dos amigos, Braulio, un cubano que había venido a vivir con unos familiares gallegos, y Joan Sans Villena, un catalán que vivía en una planta baja con huerto trasero que me recordaba a las casas del pueblo. Me había llamado la atención porque su madre se asomaba a la puerta y decía: “Joan, vine a dinar”. La mía, desde el tercero cuarta, gritaba: “Luis, sube a comer”. Y yo pensé, “este es el mío, el diferente”, igual que el cubano, que además sabía gallego. Y así surge mi interés por aprender catalán.

¿En qué momento muere aquel niño tímido y asustadizo y nace el Luis Cabrera rebelde y tenaz que conocemos hoy?

Retrat de Luis Cabrera. © Martí Petit © Martí Petit

Eso se lo debo a mi padre, a quien dedico el libro. Era un hombre tan bueno que por no herir no hablaba, con lo cual el mando de la casa lo llevaba mi madre. Ella no dejaba nunca de pincharle. “Trabajas en la metalúrgica, pero te pasas los fines de semana en casa mano sobre mano sin hacer nada”, le decía. Y venga, y venga... Hasta que un día se fue a Santa Coloma a casa de un paisano que tenía un bar, El Descosío, para pedirle trabajo. No solía beber, pero aquel día volvió borracho. Subió las escaleras a gatas y una vez despejado me llamó y me dijo: “Luis, a veces uno se tiene que emborrachar para hacer aquello que sobrio no es capaz de hacer. Me tienes que jurar una cosa. Que le vas a pegar una paliza hasta sacarle sangre al primero de la pandilla que te falte al respeto. Yo estaré en la ventana mirando”. Es lo que hice, y a partir de ese momento me dejaron más o menos en paz. Y es en ese instante, con trece años, al ser capaz de afrontar algo que hasta entonces no había podido ni siquiera plantearme, cuando nace Luis Cabrera.

Y se convierte en un adulto de la noche a la mañana.

A los catorce años acabo los estudios primarios y empiezo a trabajar en una bodega, luego de camarero en un bar en Horta. De ahí salto al textil y más tarde yo creo que me convierto en el primer mensajero que hubo en Barcelona. Con una Mobylette me dedico a repartir fotos de bodas, bautizos y comuniones, cobro facturas en colmados de L’Eixample y reparto el diario deportivo 4-2-4, del Grupo Mundo. Le cogí gusto a la vida de autónomo, la libertad de horarios, y nunca más volví a trabajar para otro. Siempre me he buscado la vida por mi cuenta y riesgo.

Un día, con dieciséis años, escucha a Morente en el programa “Romero y su tocadiscos flamenco” y aquello da un vuelco a su vida.

Sonaba “Sentado sobre los muertos”, de Miguel Hernández, que acaba: “Varios tragos es la vida y un solo trago es la muerte” (canta). Entré en shock. Cuando escucho esa voz, esos giros y ese texto, me digo: “yo tengo que conocer a ese hombre”. Había empezado ya a frecuentar los sótanos de la parroquia de San Sebastián, que daba cobijo a toda la clandestinidad de la zona, y también me encargaba de la comisión de Cultura de la Asociación de Vecinos de Verdum. Les propongo crear la Peña Flamenca Enrique Morente.

Se va a Madrid a conocer al maestro y vive una noche iniciática.

Me presento en Radio Juventud y le pido el teléfono a Ricardo Romero, que me advierte: “ten cuidado, porque Morente es rojo”. Lo llamé y quedamos en una cafetería de la Gran Vía. Estaba con Pansequito y el Indio Gitano. Le divirtió la idea, imagínate, yo era un completo imberbe. Luego nos fuimos a cenar y acabamos en una especie de discoteca donde se reunían los gitanos que controlaban la prostitución de medio pelo alto. Iban a aquel antro de madrugada, a hacer cuentas. Y allí estaba Camarón. Veo como Enrique y él se abrazan, eran como hermanos. Y yo, siguiendo el consejo de Enrique, que me había dicho que si quería ser aceptado en el mundo flamenco tenía que hacer lo que viera que hacía todo el mundo, empiezo a beber whiskies y a fumar chocolate. No veas, yo era virgen en esas cosas, pero me apunto a todo. Horas después, Morente y Camarón se enredan en un mano a mano por fandangos y aquello fue la locura. Y por primera vez escucho en boca de alguno de aquellos gitanos la palabra duende. A la salida, dando tumbos en la calle, le pregunté a Enrique que qué era eso. “Mira, Luis, el duende son dos borrachos por la calle buscando un coche que no encuentran”. Y ahí empecé a entender el sentido del humor, la socarronería, la inteligencia y la gracia de una persona que ha sido mi hermano y mi maestro.

¿Y ahí deja de ser “Torero” para convertirse en “El Drogas”?

Empiezan a llamarme así cuando entro en Bandera Roja, un lío en el que me meto por afinidad con dos chavales de mi edad, Fernando Pindado, El Tati, y Francisco Martínez Chapo. En ese tiempo venía a la peña con su gente El Pitus, uno de los líderes de Nou Barris, que se hacían sus canutos… La gente mayor pasaba del tema, pero yo no. Y por eso lo de “El Drogas”. En los setenta, ser del PSUC en Nou Barris era ser de derechas. Pero yo siempre tuve una contradicción entre marxistas y libertarios, hasta que un día unos viejos cenetistas, gente culta, me hicieron ver que me estaban utilizando para tirar octavillas que escribían otros, cuando yo seguramente las podría escribir mejor.

Pero la policía le pilla infraganti, y cumple los dieciocho años en La Modelo, por rumbas.

A un chaval de diecisiete años, que debería ser delito, le encargan que lleve todo tipo de artefactos, pinchos, cadenas, tuberías de plomo, para armar a los piquetes de defensa en una manifestación de apoyo a una huelga general en Ferrol. Ese era yo. Apareció un zeta y me llevó a la comisaría de Via Laietana. De buenas a primeras me dan dos bofetadas, porque son más humillantes que los puñetazos, y a mí no se me ocurre otra cosa que preguntarles si eran catalanes. Empieza el lío. Me atan a una cadena y empiezan a darme empujones, llegan los insultos, los escupitajos… Así durante tres días, y yo venga a insistir con el catalán. Me salía de una forma natural. Quería ponerlos nerviosos, provocarlos, porque me acordaba de lo que me había dicho mi padre. Si me hacía pequeño, estaba perdido, pensaba. Luego ingresé en La Modelo y allí me salvó que, en lugar de estar con los presos políticos, conecté con delincuentes de poca monta que conocía del barrio y que me protegieron del grupo de los duros. Organizamos incluso una farra para celebrar el cumpleaños, con un pastel que consiguió hacerme llegar mi abuela. Aparecieron guitarras, apareció chocolate, y cantamos por rumbas a Camarón, a Bambino, a Los Chichos... Estuve unos pocos días. Un año después de la salida, me liberé del yugo del comunismo, porque para mí fue un yugo.

Aunque antes de entrar en prisión ya había ensayado un nuevo estilo libertario viajando por Europa como músico callejero.

Quería ver cómo se vivía en los países democráticos. Con tres compañeros de la peña recorrimos prácticamente toda Europa en seis meses. Morcillo hacía de palmero, Lázaro tocaba la guitarra, la Conchi bailaba y yo cantaba. Ganamos mucho dinero actuando por las plazas. En la del Louvre fue brutal, nunca he tenido tantas cámaras grabando. El cuartel general lo teníamos en la ciudad libre de Christiania, en Copenhague, donde había duchas y dormitorios comunitarios que me sirvieron para aprender mucho de técnicas amatorias… Pero mi obsesión era saber quién mandaba en aquella comuna, hasta que di con tres profesores universitarios que eran los que movían los hilos. Luego nos fuimos a Estocolmo y la cosa se complicó. Hacía frío, la gente no se paraba en la calle, y tuvimos que buscarnos la vida en plan pillastres, robando en los supermercados y marchándonos sin pagar de los restaurantes. Y nos pillaron, claro.

De aquella estancia en Christiania se trajo El libro rojo de los escolares, un libro que resultaría decisivo en el nuevo giro que años más tarde tomaría su vida.

Retrat de Luis Cabrera. © Martí Petit © Martí Petit

La peña flamenca, a la que venían a dar charlas gente como Pasqual Maragall o Josep Maria Balcells, se disuelve en 1978. Habían aparecido por allí unos tipos entre los que estaba Joaquín Gambín, El Grillo, que en realidad eran chivatos de la policía y querían captar jovencitos para la FAI. Cuatro chavales se involucraron y luego fueron detenidos por su implicación en el caso Scala. Muchos socios se dieron de baja en masa y aquello fue el fin de la peña. Yo había conocido poco antes a Fernando H. Les, que tenía una distribuidora editorial, Distribuciones Epicuro, que llevaba el fondo de Castellote Editor. Y se nos ocurrió traducir del danés El libro rojo de los escolares, que nos habían dado los popes de Christiania. Tiramos 200000 ejemplares y se vendía a 50 pesetas. Llevábamos cajas y cajas a los quioscos de La Rambla, que se vaciaban en cuestión de días. Empezaron a pedirnos de librerías de toda España y esta vez también nos pillaron.

En el local de la calle Requesens, en el Raval, donde tenía la distribuidora, funda poco después el Taller de Músics, una escuela que conectaba el flamenco con el jazz. Por allí han pasado Mayte Martín, Miguel Poveda, Chicuelo, Rosalía… Hoy forma parte de la normalidad, pero en aquel entonces su pretensión de enseñar flamenco en una escuela era poco menos que un anatema.

Yo nunca me he creído ese rollo de la sangre. Si un flamenco nace en la selva rodeado de animales, no aprende ni a hablar, por muy gitano que sea. Como mucho imitará los sonidos de un tigre, de los árboles o de la lluvia. Si naces en una familia donde se canta y se baila, imitas a tus mayores, cantas y bailas, pero de ahí a ser profesional hay un mundo. El flamenco tiene un código tan complejo como el de la música clásica, y la gracia es que, al igual que el jazz, nace de las clases pobres, gente analfabeta que crea unos códigos muy bestias en armonía y ritmo. Eso tiene mucho valor, es un patrimonio enorme.

En la novela explica que consiguió desplazar el tráfico de heroína del Raval gracias a Camarón. ¿Sucedió realmente así?

Totalmente. En la zona había un problema grave con la droga, habían muerto cerca de cuarenta jóvenes y la policía no hacía nada. Me entero de que encima de donde está ahora el JazzSí vivía un antiguo macarra, personaje siniestro y oscuro, que llevaba pistola. Imaginé que él debía saber quién controlaba el tema de la heroína y fui a preguntarle, porque aquello tenía que acabar. “¿Tú conoces a Camarón?”, me preguntó. “Sí, le conozco”. “Pues si logras que conozca al capo que controla la heroína, se acabó la droga en esta zona”. A través de un enfermero de Can Ruti los puse en contacto, quedaron en un bar, se hicieron fotos, y al cabo de tres días prácticamente habían desparecido todos los peones de la droga de los alrededores del Taller de Músics. Al capo, un gitano barrigudo y corpulento, lo encontraron muerto un mes y medio después en su casa, rodeado de botellas de whisky, heroína y papelinas de coca. La farra se le había ido de las manos.

¿Usted le tiene miedo a algo?

A nada. Solo los ignorantes no tenemos miedo.

Al final siempre sale a flote, pero parece como si toda su vida hubiera sido un nadar a contracorriente. Pide en matrimonio a la hija de un gitano, y este no se lo pone fácil.

Él se había casado con una paya y no permitía que yo me casara con su hija, así que lo que hicimos fue escaparnos y no aparecimos hasta seis meses después. Con mi mujer, y también con mis suegros, participamos en las luchas vecinales en Roquetes, secuestrando autobuses para que alargaran su trayecto hasta el final de las calles más empinadas. Luego vino el desengaño de la mitificación de la clase obrera. Con mi mujer nos repartíamos las tareas domésticas; yo también lavaba, fregaba o salía a la terracilla común a tender la ropa. Y empezaron a llamarme maricón. Aquello no iba conmigo, me di cuenta de que tenía que salir del gueto. Una cosa era luchar por que el barrio tuviera unas condiciones dignas, y otra, las cuestiones de índole personal, que aquellos trabajadores no entendían. Y nos fuimos a vivir a Gràcia.

En su último concierto en El Molino, un mes antes de morir, en 2010, Enrique Morente dedicó una soleá a su amigo Luis, del que dijo: “No he conocido a nadie que haya sido capaz de hacerse más enemigos en tan poco tiempo”. ¿Tiene más enemigos que amigos?

Sí, claro. Un amigo puede ser tu peor enemigo porque sabe de ti más que el resto.

Llibre

  • La vida no regaladaRoca Editorial, 2021

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