Democracia, soberanía y territorio: cuadrando el círculo

Il·lustració. © Susana Blasco / Descalza

¿De qué manera se relacionan entre sí democracia, soberanía y territorio? La titularidad y el ejercicio de la soberanía hacen posible la preservación de la democracia, a costa de someterla a inevitables limitaciones: no se pueden fundar nuevos Estados cada fin de semana. Para evitar que las identidades jueguen un papel desestabilizador en las democracias constitucionales, es preciso contenerlas mediante el diseño cuidadoso de las instituciones.

Estamos tan acostumbrados a vivir en sociedades organizadas por un Estado, que rara vez nos cuestionamos su existencia o reparamos en los rasgos que lo definen. Acaso los más definitorios sean el control relativo que el poder público ejerce sobre un territorio —donde reclama con éxito el monopolio de la violencia y la promulgación de normas vinculantes— y la exitosa reclamación de obediencia política que dirige a los individuos que transforma en ciudadanos. A su vez, la adhesión de estos últimos al Estado suele basarse en el soporte que proporciona la nación, a cuyos miembros termina por atribuirse —tras el declive de las monarquías absolutistas— la titularidad de la soberanía. Pero Rousseau se equivocaba: la soberanía solo puede ejercerse por delegación. Esta tarea corresponderá a los representantes elegidos por sufragio, así como a los funcionarios y agentes de la Administración pública.

Ocurre que la soberanía no es lo que era: aquel concepto semiolvidado de la antigua Roma que el pensador francés Jean Bodin definió en el siglo xvi como “poder absoluto y perpetuo de una república”, identificándose esta última por entonces con la figura del rey, está lejos de representar en nuestros días una potencia política semejante. Bien es verdad que tampoco aquellos monarcas mandaban tanto, como sabe cualquier lector de Shakespeare; los medios con que contaban para realizar su voluntad, por lo demás, eran demasiado rudimentarios: compárese la información que atesora hoy el régimen chino sobre cada uno de sus ciudadanos con lo que de ellos sabía el imperial Felipe II. Esta impotencia relativa de la política se ha ido agravando a medida que las sociedades se hacían más complejas e interdependientes; no basta así con querer un fin —por ejemplo, suprimir las crisis económicas o eliminar el racismo—, sino que es necesario acertar con las decisiones que se adoptan para alcanzarlo. A menudo, ni siquiera eso es suficiente: la realidad es una escuela de decepciones.

Eso explica que la vieja soberanía estatal consagrada en el Tratado de Westfalia, que reconocía la independencia de los Estados para dirigir la sociedad sobre la que recaía su dominio territorial, se haya resquebrajado desde entonces. Han surgido organizaciones internacionales, se han firmado tratados de cooperación e incluso se ha creado una entidad supranacional tan peculiar como la Unión Europea, cuyos miembros ceden parte de su soberanía (según el Tribunal de Justicia Europeo) o simplemente ejercen conjuntamente ciertos poderes públicos (lectura del Tribunal Constitucional alemán). ¿Y qué decir de la presión que son capaces de ejercer los mercados o de la hibridación cultural que internet viene a acelerar? Ya hemos visto con el Brexit cuán fútiles son las llamadas a “recuperar el control” en una sociedad globalizada, donde idealizar la vieja soberanía solo sirve para debilitar la que humanamente es posible ejercer.

La soberanía y el poder público

Tal como ha señalado Dieter Grimm, la pérdida del monopolio del poder público por parte de los Estados en el orden poswestfaliano no se ha visto sin embargo acompañada de su adquisición por parte de ninguna organización supranacional: no hay, ni quizá haya nunca, un Estado global. Si queremos seguir usando el concepto de soberanía, conviene separarlo de la plena posesión del poder público. Para Grimm, su función más importante es hoy “la protección de la autodeterminación democrática de una sociedad políticamente unida en relación con el orden que mejor le convenga”. O sea: la soberanía protege a las sociedades de toda injerencia exterior, facilitando su autodeterminación interior. Y ello, sea cual sea el poder —militar, económico, cultural— de que goza cada unidad soberana: Malta puede menos que Francia, pero Francia no lo puede todo. Por lo demás, la soberanía hay que saber defenderla; como atestigua la invasión rusa de Ucrania, proclamarse soberano no es suficiente. De ahí que los europeos estén meditando si no deberían ganar autonomía estratégica, en lugar de depender de la voluntad norteamericana de defenderlos ante las amenazas militares exteriores.

Si sumamos a lo anterior que las democracias constitucionales fijan límites legales a la acción del Estado, cabe concluir que ya no existe la soberanía en el sentido clásico del término. Hay más bien “competencias” repartidas con arreglo a criterios funcionales: legislativas, ejecutivas y judiciales. Y es que una cosa es la posesión del poder y otra, su ejercicio: de la soberanía es titular el pueblo de la nación, pero su ejercicio se delega con arreglo a límites prefijados. No hay que confundir al pueblo sociológico con el pueblo soberano; este último es una abstracción que se manifiesta en los momentos constituyentes y luego permanece latente: ni la más concurrida de las manifestaciones populares puede considerarse una expresión de este. Por eso hay constituciones perfectamente legítimas que los ciudadanos no han refrendado mediante su voto, como es el caso de la alemana.

Ocurre que las competencias del poder público pueden organizarse de distintas maneras en el interior de los Estados. También territorialmente: hay quien opta por un diseño centralizado (Francia) y quien prefiere la descentralización (Alemania o España). Siendo democráticos, todos ellos contemplan el “derecho de autodeterminación”, en el sentido en que lo entiende la legislación internacional. ¡Incluso los centralistas! Lo que cuenta es que los ciudadanos tengan derechos políticos y puedan participar en la fijación del rumbo de su comunidad política. Desde este punto de vista, no habría conflicto entre democracia, soberanía y territorio: existen Estados soberanos que ejercen su dominio sobre un territorio delimitado por su constitución y que, además, se organizan internamente de manera democrática. Y así como la soberanía es indisponible, por ser el elemento que permite la autodeterminación democrática, su delimitación territorial tampoco está abierta a negociación.

La amenaza interna a la soberanía de los Estados

Pese a ello, la soberanía sigue siendo objeto de conflicto en el interior de los Estados liberales contemporáneos. El resurgir de los nacionalismos en las últimas décadas ha conducido a muchos movimientos políticos subestatales a desafiar la soberanía del Estado, reclamando una mayor autonomía política o el derecho a tener su propio Estado. Hay pensadores que defienden incluso la necesidad de avanzar hacia una cosoberanía entre los Estados y sus presuntas naciones interiores. Ahora bien: que la soberanía se organice con arreglo a los patrones del liberalismo constitucional significa que la disputa política no puede tener a la soberanía por objeto. Esta ha sido reformulada y, si tomamos como referencia su versión clásica, desmantelada. Se tratará, en todo caso, de poner en cuestión el modo en que la soberanía está organizada interiormente, por ejemplo, en lo tocante al reparto de poderes entre distintas instituciones o niveles territoriales. Pero la soberanía, en cuanto tal, no puede compartirse: es imposible que nos representen dos sistemas de normas que deban estar vigentes en el mismo lugar y sean recíprocamente independientes; como nos enseñó el eminente jurista austríaco Hans Kelsen, eso atentaría contra la unicidad del sistema normativo. Distinto es que los poderes soberanos puedan ser ejercidos de tal o cual manera, de acuerdo con un reparto territorial o funcional particular.

Aquí es donde puede surgir la tensión entre soberanía y nación: quienes se sienten parte de eso que dan en llamarse naciones sin Estado entienden que la soberanía no puede sostenerse sobre la nación. ¿Acaso el mismo territorio no les alberga a ellos, convencidos de pertenecer a una nación distinta? Pero hablar de naciones sin Estado confunde más que aclara: si dijéramos que solo es nación quien tiene un Estado, el panorama se simplificaría considerablemente. Dentro de esa nación, naturalmente, habrá sensibilidades o creencias particularistas que pueden ser acomodadas (España) o ignoradas (Francia). Desde el punto de vista prescriptivo, la distribución territorial del poder parece aconsejable: reconocer la diversidad interior de las naciones modernas conduce de manera natural a sistemas federales o cuasifederales donde las partes del sistema gozan de autonomía para decidir dentro de lo que se fije como su ámbito de decisión.

Sin embargo, una distribución viable del poder territorial exige que las partes sean leales al todo: ya que no podemos evitar que las identidades jueguen un papel en la vida política de las democracias constitucionales, es preciso contener su potencial desestabilizador mediante el diseño riguroso de las instituciones y la exigencia de esa Bundestreue o lealtad federal sin la que ningún Estado descentralizado puede sobrevivir a largo plazo. El problema es obvio: el nacionalismo no se caracteriza por su lealtad al conjunto, y cuando gana poder despliega políticas de nacionalización destinadas a incrementar la insatisfacción con el conjunto, por lo general mediante una astuta combinación del victimismo y la supresión del pluralismo.

¿Y entonces? Este conflicto solo puede resolverse mediante un pacto recíproco de frustraciones asumidas: igual que el viejo Estado absolutista hubo de reconvertirse en Estado constitucional, y terminó aceptando que había de distribuir el poder en su interior, los beneficiarios de ese proceso habrían de asumir que no existe el derecho a la autodeterminación en una democracia y dedicarse en cambio a aprovechar los recursos de que disponen —que suelen ser abundantes— para realizar su identidad sin molestar a nadie, respetando en todo caso los derechos de aquellos ciudadanos que no se adhieren a la ideología nacionalista. De lo contrario, se estará poniendo la identidad colectiva por encima de la democracia; en el bien entendido de que hablamos de una democracia liberal dedicada a la protección del individuo y no de las colectividades.

 

Referencias bibliográficas

Abellán, J. Democracia. Conceptos políticos fundamentales. Alianza, Madrid, 2011.
Bodin, J. Los seis libros de la República. Tecnos, Madrid, 2006.
Constant, B. Principios de política aplicables a todos los gobiernos. Katz, Buenos Aires, 2010.
Dahl, R. La democracia. Ariel, Barcelona, 2012.
Grimm, D. Sovereignty. The Origin and Future of a Political and Legal Concept. Columbia University Press, Nueva York, 2015.
Máiz, R. Nacionalismo y federalismo. Una aproximación desde la teoría política. Siglo XXI, Madrid, 2018.

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  • Antropoceno. La política en la era humanaTaurus, 2018

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