El espíritu, un intangible emergente

Il·lustració. © Sandra Rilova

En el actual contexto de pluralidad cultural y religiosa estamos asistiendo a algo imprevisto: se está produciendo un resurgimiento de la dimensión espiritual. A medida que vamos madurando, también maduran nuestras imágenes e ideas, así como la relación con la ultimidad o la trascendencia. La pregunta es: ¿qué pueden aportar las religiones a este nuevo paradigma?

Un emerger inesperado

Asistimos a un fenómeno que ni los mejores analistas del siglo pasado habían previsto: está produciéndose un resurgimiento de la dimensión espiritual en un contexto de pluralidad cultural y religiosa. La muerte de Dios preconizada por los grandes filósofos del siglo xx no se ha producido, sino que se ha dado una mutación de determinadas ideas sobre Dios. Ya lo dijo Rainer Maria Rilke: “A pesar nuestro, Dios madura”.[1] No es que Dios madure, lo que madura son nuestras imágenes, las ideas y la relación con la ultimidad o la trascendencia a medida que vamos madurando nosotros. La pregunta es: ¿qué pueden aportar las religiones a este nuevo paradigma?

La espiritualidad, una vía para aprender a fluir

Al inicio del milenio, el filósofo polaco Zygmunt Bauman hizo un diagnóstico severo de la sociedad contemporánea identificándola como modernidad líquida.[2] Consideraba que las identidades actuales se parecen a la costra de la lava que se endurece y vuelve a fundirse continuamente, cambiando de forma sin parar. Las identidades parecen estables desde fuera, pero en realidad son sumamente frágiles y están sometidas a un desgarro constante. La identidad no tiene ningún soporte externo, cada uno debe forjarse provisionalmente la suya para sobrevivir. Según los planteamientos de Bauman, el valor que impera en la modernidad líquida es la necesidad de hacerse con una identidad flexible y versátil para enfrentarse a las distintas mutaciones que el sujeto debe sufrir y asumir a lo largo de su vida, sin que exista ningún núcleo consistente sobre el que enraizarse y vertebrarse. Hasta aquí el análisis de Bauman. Sin embargo, esta liquidez puede leerse de una forma muy distinta: como la capacidad de fluir entre dogmas, rigideces e identidades blindadas que han encarcelado la creatividad de lo que llamamos espíritu, que significa ‘aire’, ‘viento’, ‘aliento’, ‘flujo’. Tal vez actualmente nuestra cultura es el medio propicio para abrirse de una nueva manera a lo intangible que las religiones del pasado cultivaron, pero con unos códigos que ya no son los nuestros. La cultura actual nos predispone para la dimensión espiritual más que en un entorno fijo donde todo estaba establecido de antemano.

Las múltiples perspectivas desde las cuales nos acercamos hoy a lo que convencionalmente denominamos Dios suponen el desmembramiento de un mundo cerrado y monolítico, y de una mentalidad vertical y lineal que daba mucha seguridad pero también encarcelaba y excluía muchos ámbitos de la realidad. La irrupción de tantas cosmovisiones posibles y tan diversos accesos a lo sagrado supone la caída de seguridades y certezas para vivir en estado de apertura. Ante las grandes verdades religiosas o ideológicas de antaño, aparecen aproximaciones que no pretenden conquistar la totalidad, pero sí que buscan ser integrales. Esto no conduce a un relativismo corrosivo, sino que abre a una nueva forma de concebir la vida como indagación constante, como desplazamiento continuo, tal y como han señalado los místicos de todos los tiempos. Tenemos que indagar en qué consiste este paradigma emergente que no parte de los referentes que lo han constituido hasta ahora.

[1] Rainer Maria Rilke, El libro de horas. Hyperion, Madrid, 2005 (p. 39).

[2] Cf. Zygmunt Bauman, Modernidad líquida. Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires, 1999.

Un estado de modificación continua

El cruce de confluencias en el que nos encontramos es el resultado de la superposición, yuxtaposición y simultaneidad de procesos personales y colectivos, internos y externos a la vez, a escala local y escala mundial. El increíble flujo de información al que estamos sometidos crea un estado de modificación continua, un cambio de estatus del saber; pone forma (in-forma) allá donde antes no había habido contorno. El universo se construye permanentemente gracias a un aumento constante de información y nuestra cultura internauta, junto con el desarrollo de los medios de comunicación y de transporte, es vehiculadora de este impulso creador que contiene una dimensión transcendente, aunque [aún] no se explicite.

Todo ello comporta una nueva forma de relacionarse con la dimensión espiritual o intangible del ser humano. El ateísmo combativo y beligerante del siglo pasado da paso a una generación que, más que considerarse atea, se considera ateísta, en el sentido de que no cree en un Dios personal, pero está abierta a considerar una dimensión interior o espiritual que no puede o no quiere nombrar para no encasillarla de nuevo. Ha aparecido el pluriteísmo, que es distinto del politeísmo. Este consiste en la creencia en varios dioses, o en el hecho de idolatrar aquello que es relativo, de absolutizar lo efímero y de sacralizar lo banal, mientras que el pluriteísmo se refiere a las diversas formas de acercarse a lo trascendente, consecuencia de la multirreligiosidad y de la pluralidad de cosmovisiones, resultado de la convivencia planetaria en la que nos hallamos. Al mismo tiempo, asistimos a un renacer de la búsqueda espiritual a menudo al margen de las religiones milenarias, fenómeno que se denomina espiritualidad sin religión. Asimismo, cabe mencionar manifestaciones de conservadurismo religioso y los fundamentalismos, atrincheramientos cognitivos y afectivos más o menos defensivos y ofensivos, como consecuencia de unas identidades que se sienten amenazadas. Son reacciones inevitables ante un ciclo de la humanidad que se acaba y otro que empieza.

Herederos del legado espiritual de la humanidad

Ha llegado la hora de heredar el legado espiritual de la humanidad. Podemos agrupar las tradiciones religiosas en tres grandes constelaciones: las religiones abrahámicas o teístas, las religiones oceánicas u orientales, y las religiones aborígenes o teocósmicas. Cada una posee una excelencia, y esta es el don más preciado que pueden ofrecer a las demás.

Las tres religiones abrahámicas o teístas conciben a Dios como el Totalmente-Otro, la relación con el cual produce la conciencia del yo, ya que es en esta relación donde la condición humana toma la máxima conciencia de su dignidad. El vehículo fundamental es la palabra, por lo que las tres tradiciones son conocidas también como las religiones del Libro. Biblia significa precisamente eso, ‘libros’, que son portadores de una Palabra revelada, a cuya escucha el ser humano crece. Más particularmente, en Israel la revelación se hace pueblo, en el cristianismo se hace rostro y en el islam se hace recitación (que es lo que significa Corán).

En las religiones oceánicas el acento está puesto en la conciencia de la Totalidad, donde el yo se disuelve para abrirse a esta inmensidad de que formamos parte y de la que en ningún momento estamos separados. Su vehículo es el silencio. Más concretamente, lo propio del hinduismo es la identificación del espíritu individual (atman) con el Ser Absoluto (brahmán); lo propio del budismo es la identificación con la Vacuidad fértil que posibilita todas las formas, y el propio taoísmo es la capacidad de fluir en todas las situaciones porque la propia realidad es este Flujo (Tao).

Para las tradiciones aborígenes, la experiencia de lo Sagrado es inseparable de su vínculo con la tierra; de aquí brota el instinto de reverencia por la naturaleza tan necesario para nuestra civilización. Su vehículo por excelencia son los rituales de restitución.

Il·lustració. © Sandra Rilova © Sandra Rilova

Estas tres constelaciones están en relación con lo que el pensador Raimon Panikkar acuñó en el término de realidad cosmoteándrica para expresar la inseparabilidad de la dimensión trascendente, humana y cósmica.[1] Toda la realidad contiene estas tres dimensiones, y cada religión llega a la totalidad a través de un acento determinado. Podemos decir que las religiones aborígenes acceden a ella preeminentemente por la dimensión cósmica, con una particular sensibilidad por la relación con la naturaleza y lo que ella nos da; las religiones abrahámicas ponen el acento en la dimensión comunitaria y, por tanto, en las relaciones interhumanas, y las religiones orientales cultivan particularmente la dimensión interior, de lo que se deriva una relación más desprendida con el mundo material. A estas tres constelaciones debemos añadir la mentalidad secular, que no deja de ser una religación más con la realidad.

Hoy somos más conscientes que nunca de la coexistencia de estas cuatro aproximaciones y de la necesidad de coinspirar conjuntamente para resolver los grandes retos que tenemos como civilización y como especie.

[1] Cf. Raimon Panikkar, Visió trinitària i cosmoteàndrica: Déu, home, cosmos. Col·lecció “Opera Omnia”, vol. VIII, Fragmenta, Barcelona, 2011.

La triple apertura

Forma parte de este nuevo paradigma la conciencia de la interrelación de todo con todo y de todos con todos. De ahí nace una comprensión integral de la realidad, lo que comporta una actitud de apertura y de escucha para vivir con calidad y disponibilidad cada momento. A través del camino específico que cada uno elija para cultivar esta disposición, lo que hay que tener presente es en qué medida nos ayuda a mantenernos abiertos a las tres dimensiones constitutivas de la realidad.

En primer lugar, hacia lo trascendente, sea como sea que llamen a la instancia primera y última que sostiene el fondo de la realidad, el Ser-más-allá-de-todo y, a la vez, el Ser-más-acá-de-todo. La progresiva apertura al Misterio conlleva el progresivo respeto por los diferentes caminos que se adentran en él. Esto abre la vía mística. En segundo lugar, hacia la comunidad humana, creciente en una sensibilidad ética cada vez mayor. Nuestro mundo globalizado requiere conocimientos de la compleja sociedad en la que vivimos para promover varias formas de solidaridad y para alcanzar el cambio social. No se nos permite la ingenuidad. Eso abre la vía ética. Y, por último, hacia el respeto y la veneración por la tierra. El antropocentrismo de la civilización occidental ha llevado a un grave colapso en relación con la naturaleza y sus recursos. La espiritualidad emergente señala de muchas formas la necesidad de restablecer los vínculos con la tierra. Eso abre la vía ecológica.

Esta aproximación integral —cosmoteándrica— a la realidad es una característica de nuestro tiempo en la que convergen múltiples perspectivas y disciplinas. Todos los accesos son necesarios para abrirnos al misterio de la existencia y cuidar de la vida, cuyo fondo se manifiesta de múltiples formas y no se agota en ninguna interpretación.

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