El fin de la era de la abundancia

Il·lustració. ©David Sierra

El modelo económico, social y político, construido a lo largo de los últimos 150 años, sencillamente, no puede continuar por razones físicas, geológicas y medioambientales. En consecuencia, el reto de nuestro tiempo es imaginar un futuro distinto. Es necesario reducir los consumos energéticos globales hasta un nivel que sea lo más sostenible posible y revertir el crecimiento económico, al menos tal y como lo hemos conocido y medido hasta ahora.

“La idea de que el futuro será diferente del pasado repugna tanto a nuestros modos convencionales de pensar y comportarnos que la mayoría de nosotros, en la práctica, nos resistimos a actuar”. J. M. Keynes (1937)

Meses atrás, el enfant terrible del G7, Emmanuel Macron, advertía a los ciudadanos franceses del “fin de la abundancia y la despreocupación”, les decía que “ya no podemos dar por buenas suposiciones anteriores” y añadía que “nos encontramos en un punto de inflexión” en el cual “el deber de los gobernantes es hablar a la población con franqueza y claridad, sin catastrofismos”. Aun así, ni él ni ningún otro gobierno han seguido este consejo, y han adjudicado a la guerra de Ucrania todos los males y las penurias energéticas que sufrimos, como si esta guerra no fuera una expresión más del punto de inflexión en el que nos encontramos.

El silencio sepulcral con el que fueron recibidas las palabras de Macron, y su olvido posterior, no son sino una muestra más de que, en los círculos de poder económico y político, no se quiere aceptar ni se quiere transmitir a la población una verdad tan sencilla como desgarradora: el modelo económico, social y político construido a lo largo de los últimos 150 años, sencillamente, no puede continuar, por razones físicas, geológicas y medioambientales. En consecuencia, el reto de nuestro tiempo es imaginar un futuro diferente del pasado vivido, en el que la obsesión por el crecimiento económico, continuado y perenne, deje de ser el objetivo social por excelencia, compartido por casi todo el espectro ideológico.

Los economistas convencionales todavía intentan aplicar esta receta, la de “hacer el pastel más grande”, con el propósito de esquivar el problema social fundamental: la distribución justa y equitativa de los frutos del trabajo colectivo. Una receta que ciertamente ha funcionado, si dejamos a un lado las grandes desigualdades sociales que se han producido entre países y dentro de la población de cada país. Ahora que cada vez cuesta más hacer crecer el pastel, se deberá revisar también toda la teoría económica de la era de la abundancia, porque esta teoría nunca ha tenido en cuenta que la energía y los recursos materiales son limitados.

La energía es el motor de la economía

No hay forma posible de obtener materias primas y transformarlas en bienes y servicios sin consumo energético. La humanidad, desde sus orígenes hasta hace casi 150 años, siempre había vivido de lo que podía aprovechar en forma de cosechas y rebaños, leña, molinos de agua o de viento, animales de tiro y transporte marítimo o fluvial, aprovechando las corrientes de aire, y también, no lo olvidemos, la esclavitud humana. Eran las únicas fuentes de energía disponibles, que pudieron llegar a mantener a una población humana de unos pocos cientos de millones en todo el planeta en el transcurso de decenas de miles de años.

Todo esto cambió a mediados del siglo xix con el descubrimiento de los combustibles fósiles, primero el carbón, seguido del petróleo y del gas natural, y, recientemente, de la energía nuclear, que también necesita minerales primigenios. Es evidente que el aprovechamiento de estos recursos naturales fue posible gracias a los avances científicos y tecnológicos, pero estos avances solo pudieron aparecer cuando el excedente energético generó unas clases sociales liberadas de los trabajos manuales de supervivencia. Este círculo virtuoso energía-conocimiento es el que ha generado el crecimiento exponencial que se ve en cualquier gráfica de población mundial o de consumo energético y, en última instancia, de crecimiento demográfico y económico de los últimos 200 años. La energía es, pues, el combustible y la sangre que da vida a la economía de nuestras sociedades.

Las energías denominadas renovables en realidad no lo son, porque, si bien la energía que viene del sol sí lo es (al menos hasta que el astro se extinga), no lo son los elementos de captación que permiten convertir esta energía gratuita en energía utilizable, ya sean los aerogeneradores, las células fotovoltaicas, los concentradores solares o las turbinas hidráulicas, que necesitan materiales cada vez más escasos. Sin embargo, los avances científicos y tecnológicos alcanzados, y que muy probablemente continuarán, no pueden cambiar las leyes básicas que gobiernan el universo en el que vivimos y que nos marcan los límites de lo que es físicamente posible: fundamentalmente, las leyes de la termodinámica.

Y estas leyes básicas tienen tres principios fundamentales. En primer lugar, la energía no se crea ni destruye, solo se transforma. En segundo lugar, cualquier transformación energética implica una pérdida de energía útil. Y, por último, la cantidad de energía útil en un sistema cerrado, como es la Tierra, disminuye a lo largo del tiempo hasta agotarse. Estas leyes también gobiernan el cambio climático, la otra cara del dilema energético en el que nos encontramos. La energía fósil es energía solar captada por organismos vivos y almacenada en tiempos geológicamente remotos: una gran herencia de la que han disfrutado las generaciones actuales y precedentes, y que se está dilapidando a gran velocidad, como si el mañana y las generaciones futuras no importaran.

Cuando se queman los combustibles fósiles, devolvemos a la atmósfera el dióxido de carbono extraído en tiempos remotos, lo que causa un incremento de la temperatura del planeta por el efecto invernadero. Pero, es más, incluso si llegáramos a encontrar una fuente energética que no generara ningún tipo de emisiones ni de efecto invernadero, también aumentaría la temperatura del planeta, porque cualquier energía generada en el planeta, sea por el medio que sea, se debe acabar radiando al espacio exterior en forma de calor, y eso implica un aumento de la temperatura del planeta. Si se incrementara de forma continuada el consumo energético anual en un 2%, por ejemplo, al cabo de unos pocos siglos la superficie terrestre y los océanos hervirían. Son cálculos estrictamente científicos.

Ante este dilema, se puede plantear el futuro de dos formas. Si necesitamos cada vez más energía para hacer crecer la economía y el nivel de vida de la humanidad, ¿de dónde se sacará? O, alternativamente, nos podemos preguntar: con la cantidad de energía de la que podemos disponer razonablemente, ¿cómo nos organizamos social, política y económicamente para vivir dignamente dentro de los límites a los que estamos sometidos? La primera formulación, más pronto que tarde, no tiene solución porque el mundo es finito. La segunda sí tiene solución, por mucho que pueda no gustar, tanto en el ámbito individual como social, porque supone un cambio tan radical en la forma en que hemos pensado hasta ahora el futuro que, como decía Keynes, nos resistimos a aceptarlo y a actuar en consecuencia.

Il·lustració. ©David Sierra Ilustración. ©David Sierra

La solución a la segunda pregunta es sencilla: debemos reducir los consumos energéticos globales hasta un nivel que sea lo más sostenible posible en el tiempo; un nivel que vendrá determinado por los avances técnicos que, en cada momento, seamos capaces de llevar a la práctica. En la situación actual esto implica reducir, hasta revertir, el crecimiento económico, al menos tal y como lo hemos conocido y medido hasta ahora. El decrecimiento es el nombre que se utiliza para esta solución, un nombre que repugna al mundo económico y político, en general, porque supone dar la vuelta a todos los esquemas mentales adquiridos y practicados durante décadas o siglos.

Aunque se aceptara el concepto, un cambio de esta naturaleza no puede sino plantear una serie de cuestiones que no son fáciles de resolver. Por ejemplo, ¿quién debe decrecer? ¿Los países que aún no han alcanzado niveles de vida dignos también deben decrecer como nosotros? ¿Debe decrecer también la población mundial? En los países más ricos, ¿cómo se compensarán los efectos sobre el paro y la marginación social, que, en el sistema económico actual, conlleva toda contracción económica? En los países más pobres, ¿cómo se conseguirán reducir las tasas de natalidad que forman parte de su bagaje cultural, de modo que se pueda crecer económicamente hasta niveles de vida dignos? Para resolver todas estas cuestiones, es necesario desarrollar una nueva economía política1 que una los aspectos económicos al cambio social, y sobre todo hay que redefinir qué entendemos por progreso y por progresismo2.

¿Qué es, hoy, el progreso?

La idea de progreso es tan vieja como la civilización humana. Sin embargo, no siempre se ha interpretado de la misma forma, y el vínculo entre progreso y crecimiento económico es relativamente reciente. Para Platón, por ejemplo, el progreso era un proceso continuo que mejoraba la condición humana desde su estado natural hacia niveles más elevados de cultura, organización económica y estructura política, en la búsqueda de un estadio ideal. Bacon, considerado precursor de la idea moderna de progreso, creía que el conocimiento debía servir para aumentar la felicidad humana y, por tanto, los nuevos conocimientos y las nuevas invenciones debían ser útiles para la realización de las aspiraciones humanas. Voltaire no veía el progreso unido a las satisfacciones materiales sino al desarrollo de la mente humana, que se materializaba con la ciencia y las artes.

Para los clásicos, el progreso era el cultivo de las capacidades intelectuales humanas y no tanto un progreso exclusivamente material. Todo esto cambió con la interpretación que se hizo de la obra de Adam Smith, La riqueza de las naciones (1776), olvidando lo que el mismo autor había escrito anteriormente en Teoría de los sentimientos morales (1759), donde defendía que la verdadera satisfacción humana no depende tanto de la satisfacción individual como del bienestar general de la sociedad en su conjunto.

¿Y qué interpretación se puede hacer ahora, viendo que las ideas económicas modernas, lejos de llevarnos a la satisfacción individual y social, han generado sociedades individualistas y desiguales? ¿Sociedades donde unos pocos tienen de todo y más, mientras la gran mayoría lucha por escalar peldaños económicos, pensando que “tanto tienes, tanto vales”, mientras una gran parte de esta sociedad está excluida de cualquier posibilidad de realizarse intelectualmente? Ahora nos damos cuenta de que, por el camino de la acumulación de riqueza material y monetaria, se ha destruido el planeta y se ha puesto en riesgo la posibilidad de que generaciones futuras puedan disfrutar de vidas dignas y avanzar en la satisfacción de sus aspiraciones en la búsqueda de la verdadera condición humana.

Por paradójico que pueda parecer, progresar hoy significa retroceder en el tiempo, hasta los orígenes de la Ilustración, y releer e interpretar bien toda la obra de Adam Smith, porque sus ideas no eran solo económicas, sino que estaban impregnadas de filosofía moral y de los principios de justicia social, tolerancia y convivencia. Deben servir para entender el mundo en el que vivimos, el lugar que ocupamos en él, el propósito de nuestras vidas y la responsabilidad que tenemos para con los demás.

1 Parrique, T. The political economy of degrowth. Tesis doctoral, Universidad de Clermont de Auvernia, Universidad de Estocolmo, ICTA-UAB, 2019. http://ow.ly/2RPP50LCnnt

Chertkovskaya, E., Paulsson A. y Barca, S. Towards a Political Economy of Degrowth (Transforming Capitalism). Rowman & Littlefield, 2019.

2 Maxton, G. The End of Progress: How Modern Economics Has Failed Us. John Wiley & Sons, 2011.

Publicaciones recomendadas

  • El espejismo nuclearNúria Almirón y Marcel Coderch. Los libros del lince, 2008

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