El milagro

Il·lustració. © Margarita Castaño

Fue Cosme quien me dijo que el piso era un milagro. Y que el precio era inverosímil, como la vista, que tenía una terraza desde donde tanto veías el mar como la montaña o un cielo que parecía puesto expresamente para ti, con nubes y azul de celofán por encima de la plaza de Molina, ya sabes, con los ferrocarriles muy cerca entre las calles elegantes llenas de hospitales privados y cafeterías monas.

Yo llevaba meses buscando algo que se ajustara a mi nuevo salario; quería dar el paso del piso compartido a vivir solo, y poder hacer la mía, por fin, después de ya más de una década de esperar turno para poner una lavadora, o hacer cola, en el pasillo, para ducharme en un lavabo lleno de pelos y vapor con olor de champú anticaspa.

Y fue Cosme quien me dijo que tenía un amigo que tenía un primo que había dejado a una novia que tenía una hermanastra que sabía que el piso quedaba libre mañana mismo, pero que se tenía que hacer rápido, ya sabes cómo funcionan estas cosas: un buen piso de alquiler va cazado, es el animal mitológico barcelonés por excelencia. Por aquel precio todo lo que podría encontrar —era consciente de ello— sería un estudio de veinte metros en Sants o un piso de dos habitaciones en L’Hospitalet, y no quería marcharme de Barcelona, que era como admitir que había fracasado. Y no; me habían subido el sueldo, en la oficina, aunque trabajaba más horas y también algún sábado —pero bah. Así que me presento y el señor de la portería me dice que es el dueño del piso, o que él administra la finca y cobra y que solo verme ya sabía que yo sería el inquilino ideal.

El hombrecillo tenía calva y un parecido preocupante con alguien que no recuerdas pero sabes que conoces, y te lo miras empequeñeciendo los ojos y medio escuchándolo porque el parecido ha conseguido enturbiar cualquier otra cosa que no sea probar de recordar dónde has visto antes aquella cara. Y habla, y lo explica así, y te lo explico a ti, escúchalo como lo escuchaba yo aquella mañana cuando me abre la puerta del piso, un ático, obviamente, y me dice:

         —Luz no falta porque llega la primera aquí arriba, y enseguida el piso se despierta, y eso es el recibidor, que nos recibe y nos da la bienvenida.

         Y te juro que fue como si el piso, de algún modo, hablara, porque oigo una voz así, como de mujer afónica y desdentada, que me dice bienvenido, y ya tendría que haber dicho que no me interesaba.

         —Aquí se come muy bien —dijo el hombrecillo mostrándome la cocina americana, con dos taburetes de bar y unas lámparas magníficas—, la tranquilidad se vive y te transforma porque el autobús, por ejemplo, buenas comunicaciones, un cine de estrenos al lado, el ascensor te lleva a tu sitio y después tú, con un poco de esfuerzo, solo tienes que dejarte llevar hacia el dormitorio, y el lavabo tiene una buena bañera, mire, la caldera es nueva. Toque el agua y lo verá. Agua real y calentita. Quiero cobrar el día primero de mes, sin falta o problemas y tal.

Considerablemente contento, pues, me mudo una semana después, justo después de estampar una firma y sin ni que me pidiera fianza. Y sí, que el piso es magnífico, y está amueblado, y es silencioso, y amplio, y yo que no salía del asombro de la suerte que había tenido.

Il·lustració. © Margarita Castaño Ilustración. © Margarita Castaño

Una cena con los amigos —sí—: hay que ver qué pisazo, qué vistas, Toni, qué comedor y qué lujo de bañera. Y yo que pensaba, aquí hay gato encerrado, y literalmente lo buscaba, al gato, por todas partes, horas y horas dando vueltas por el piso, un gato blanco en forma de hongos bajo la pila, o un gato azul porque había escapes de gas o de lluvia, goteras cuando llovía, pero llegaron las tormentas de septiembre y nada: el agua que oía en los cristales lo hacía todo todavía más reconfortante. De noche me desvelaba maravillado de estar allí, sin que el techo me hubiera caído encima de la tapa de los sesos. Incluso cuando me iba a trabajar lo hacía temiendo que pasaría algo: habría ladrones, u ocupas, que me habrían cogido la ropa, el ordenador o la comida de la nevera. Total, que no me lo creía.

Y sí, me empecé a volver loco: hacía que todo el mundo viniera a casa, para mostrarles el piso. Y así, incluso una noche, en un bar de Gràcia, conocí a una chica, Mireia, y le dije que viniera a casa al primer gin-tonic, que le quería mostrar cómo se veía la ciudad desde mi terraza de cincuenta metros. Y ella que sí, chico, que te veo venir, y debió pensar que quería llevármela a la cama pero no, lo que quería de verdad era mostrarle el parqué y las luces del pasillo y cómo brillaba, todo, y el mármol de la cocina, y los grifos. Y sí, yo creo que fue eso, porque poco después nos enrollamos, y entonces, mientras ella dormía, me desvelé y la miro y pienso, ha sido el piso, porque yo no, la verdad es que yo nunca había conocido a una mujer y la primera noche, etcétera. Pero no fue cosa de una noche, no, que dos semanas después decidimos que viviríamos juntos, en el piso, claro está, y tres meses después que nos casaríamos. Y todo eso no sé si fue culpa del piso o del amor, o de la felicidad de vivir allí, que hace hacer estas cosas.

Y al primer hijo le pusimos Cosme, y el día que soplábamos las velas recibo el aviso de que se acababa el contrato, y que si queríamos renovar teníamos que pagar el doble, y nos tuvimos que marchar, con mucha pena, y ahora esperamos una niña. Nos convenía algo más amplio y fuera de la ciudad, que todo son estrecheces y humos, y muy contentos de habernos ido a Viladecans, es media horita en coche hasta el trabajo.

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