Espiritualidad: más allá de las modas

Il·lustració. © Sandra Rilova

La religión retrocede mientras crece la espiritualidad. Este es un fenómeno que las ciencias sociales no habían previsto y que las encuestas reflejan: un 48,1% de la población mayor de edad se identifica como “persona espiritual” sin vincularse a una tradición religiosa, simplemente como una forma de subjetividad trascendente desligada de las estructuras institucionales clásicas. El impulso de la espiritualidad ha sido algo inesperado.

El porcentaje de personas que se declaran religiosas en Cataluña ha disminuido de manera sostenida en las últimas décadas, y no parece tener freno. Pero no pasa lo mismo con la espiritualidad: crecen las personas que se sienten identificadas con ella.[1] No es un fenómeno exclusivo de Cataluña, ya que una encuesta reciente ponía de manifiesto que también en Estados Unidos se está produciendo algo similar: disminuye notablemente, y año tras año, el porcentaje de personas que se identifican con la religión, mientras aumenta la cantidad de aquellos que se inclinan por la espiritualidad.[2]

Las ciencias sociales no habían previsto esta deriva. La teoría de la secularización auguraba que la modernidad implicaba, inevitablemente y de manera irreversible, el fin de la religión; se afirmaba que la quiebra de las confesiones religiosas tradicionales tendría como consecuencia el incremento del ateísmo. El impulso que ha tomado la espiritualidad como movimiento, y como categoría de identificación, ha sido algo inesperado. Es más, décadas atrás, era casi inconcebible pensar la espiritualidad fuera de las tradiciones religiosas, debido a que espiritualidad y religión eran dos caras de una misma moneda. La espiritualidad se reconocía como algo perteneciente, o que se desarrollaba, en el seno de una tradición religiosa. Pero hoy no. O no siempre.

¿Espirituales pero no religiosos?

Según el Barómetre sobre la religiositat i la gestió de la seva diversitat (Generalitat de Cataluña, 2020), un 48,1% de la población mayor de edad se identifica como “persona espiritual”. Un análisis algo más preciso al respecto nos revela algunos elementos interesantes, como que una mayoría se identifica como espiritual pero no religiosa (59,4%). La consideración de espiritual, por tanto, no siempre lleva implícita la vinculación con una tradición religiosa, sino que emerge como una forma de subjetividad trascendente desvinculada de las estructuras institucionales clásicas. Ahora bien, por otro lado, hay un porcentaje importante de población que sigue declarándose religiosa y espiritual a la vez, y que no vive con incompatibilidad ambas cuestiones. Es la espiritualidad la que se cultiva en relación, y en comunión, con la pertenencia a una tradición religiosa.

Si nos fijamos en aquellos que se definen como “no espirituales”, es evidente que tampoco son un grupo homogéneo. Hay un 33,6% que dicen que no son ni espirituales ni religiosos, y estos son el perfil que más se ajusta a la etiqueta del ateísmo, que crece de forma lenta pero constante. Sin embargo, un 13,8% de la población afirma que no se considera espiritual pero sí religiosa. A primera vista, este dato podría resultar paradójico. ¿Es posible ser religioso sin ser espiritual? ¿Se puede ser miembro de una confesión religiosa sin practicar su espiritualidad? En nuestra sociedad cada vez hay más personas que creen que sí, y esta es una tendencia creciente en Europa. Se habla de procesos de culturización de la religión, en que el vínculo con la religiosidad se construye a través de la identificación con la comunidad cultural, con su historia, y no tanto con la espiritualidad o la ortodoxia religiosa. La socióloga francesa Hervieu-Léger acuñó el concepto “belonging without believing” [creer sin pertenecer] para caracterizar este fenómeno, el de las personas que se dicen cristianas, musulmanas o judías, pero que pocas veces ponen los pies en un templo religioso u observan los preceptos religiosos.

¿De qué hablamos cuando hablamos de espiritualidad?

En medio de este escenario de transformación se hace difícil entrever a qué nos referimos exactamente cuando hablamos de espiritualidad. La pregunta no es banal, y tampoco tiene una respuesta fácil.

Hay quienes conciben la espiritualidad como la vertiente “buena” de la religión, lo que queda después del naufragio; la religión despojada de la institución, de los dogmas, de las jerarquías. La religión en estado puro, sin la contaminación institucional que reproduce los vicios, y los males, de una sociedad corrompida. Esta definición puede resultar atractiva a primera vista y nos ofrece pistas para pensar la espiritualidad, pero sociológicamente es poco consistente. La espiritualidad es hija de su tiempo, no es una forma “pura” que se desarrolla ajena al contexto económico, social, cultural y político en que se encuentra. Entender el surgimiento de la espiritualidad como categoría nos obliga, también, a comprender el contexto histórico y social que la ha hecho posible.

Una mirada histórica de amplio alcance, como la que desarrolla el filósofo canadiense Charles Taylor, nos permite trazar los orígenes del crecimiento de la espiritualidad en la sociedad contemporánea. En su obra La era secular (Gedisa, 2015), Taylor expone el proceso por el que el individuo se va desvinculando de los dioses y de la necesidad de un referente de autoridad externo. La expansión de la ciencia es clave en este escenario. El ser humano, y ya no Dios, pasa a ser la medida de todas las cosas. El individuo gana autonomía, y la búsqueda de trascendencia y de sentido adquiere preeminencia. La verdad deja de ubicarse fuera del individuo y es el yo subjetivo lo que se convierte en brújula de esta espiritualidad emergente. Desde esta perspectiva macrohistórica, el crecimiento de la espiritualidad se vincula al advenimiento de la era secular y al surgimiento del sujeto autónomo moderno.

Otro sociólogo, Peter Berger, nos da más pistas para entender el fenómeno de la espiritualidad. Berger afirma que, en la contemporaneidad, las instituciones religiosas han perdido plausibilidad: ya no damos por sentada su existencia, ni sentimos la obligación de vincularnos a ellas. El individuo puede decidir unirse a una comunidad religiosa, a una confesión, pero también puede decidir no hacerlo. Y es en este gesto, en la posibilidad de decidir, en la necesidad de decidir, donde radica la semilla de la secularización. Es también en este contexto donde nace la posibilidad de una espiritualidad desvinculada de las instituciones tradicionales. El individuo se siente legitimado para articular una narrativa espiritual propia y para buscar, explorar y escoger entre formas diferentes, y técnicas varias, de búsqueda de trascendencia. El repertorio es amplio, y los procesos de globalización no han hecho sino acentuar la disponibilidad de mensajes, técnicas y símbolos espirituales al alcance de todos nosotros.

Ahora bien, reconocer que el individuo gana autonomía para construir su vida espiritual, para buscar el sentido trascendente a su existencia, no nos debe sumir en el espejismo de una espiritualidad libre de influencias sociales, culturales, políticas o económicas, y emancipada de toda forma de autoridad. Al contrario, el surgimiento y la expansión de la espiritualidad evolucionan en diálogo con las transformaciones sociales, económicas, culturales y políticas que se producen en nuestra sociedad.

De la contracultura al mindfulness: el papel de la espiritualidad en un contexto neoliberal

La socióloga británica Linda Woodhead sitúa en los años setenta el inicio de la expansión de la espiritualidad desvinculada de las religiones tradicionales. Ella nos dice que es a través de los movimientos contraculturales y la apertura occidental a las religiones orientales que la espiritualidad empieza a cobrar fuerza en Europa y en Estados Unidos. Inicialmente es una espiritualidad que se vehicula a través de comunidades heterogéneas pequeñas y dispersas, desde centros de terapias alternativas hasta comunidades hippies o grupos de espiritualidad pagana. Linda Woodhead la llama “espiritualidad holística” con la voluntad de enfatizar la visión articulada entre el cuerpo, la mente y el espíritu que generalmente promulga. Al inicio, es una forma de espiritualidad que crece al margen de la religión oficial y que se populariza especialmente en zonas urbanas y entre mujeres de clase media.

Il·lustració. © Sandra Rilova © Sandra Rilova

Los sociólogos Galen Watts y Dick Houtman remarcan que, a pesar de la heterogeneidad de esta espiritualidad emergente, podemos distinguir tres características que atraviesan la mayoría de sus expresiones: una ontología religiosa de la inmanencia, basada en la idea de lo sagrado como una experiencia impersonal y siempre presente; una epistemología de la experiencia que otorga a la experiencia personal, al mundo sensorial, preeminencia al alcanzar la trascendencia, y la idea de la salvación a través del contacto con el “yo auténtico”, un yo interior que es el custodio de una sabiduría ancestral. Estas creencias, nos dirán, se vehiculan y dialogan con tradiciones filosóficas y espirituales diferentes, y cristalizan en prácticas espirituales concretas que van desde el reiki hasta los rituales chamánicos, la meditación cristiana o las constelaciones familiares, por nombrar solo algunas.

A partir de principios del siglo xxi, esta espiritualidad toma un nuevo impulso y gana popularidad. Pierde su carácter contracultural y adquiere visibilidad en el espacio público. El auge de lo que la socióloga Eva Illouz llama “ethos terapéutico”, es decir, la creciente centralidad de la salud emocional y la exigencia de realización personal le dan impulso. La espiritualidad se convierte en un recurso al alcance del individuo para construir su identidad y para gestionar la incertidumbre en la sociedad del riesgo. La literatura de autoayuda, los retiros de yoga o los cursos de mindfulness son algunas de las muestras más conocidas de esta espiritualidad en busca del bienestar emocional. Son muchos los que consideran que esta forma de espiritualidad potencia la adaptación dócil a un neoliberalismo cada vez más feroz, y facilita la construcción de sujetos dispuestos a resignarse a las exigencias del contexto. Seguramente es cierto. Pero no es inevitable.

El sociólogo alemán Hartmut Rosa dice que lo que caracteriza a nuestra sociedad es la aceleración en la que nos encontramos inmersos. Una aceleración que se expresa tanto de manera externa, con la constricción del tiempo en la sociedad contemporánea, como con una dimensión interna, con la interiorización de la presión del tiempo. Las experiencias de trascendencia ganan relevancia, según Rosa, porque se convierten en una forma de detener momentáneamente el tiempo, de domesticar la exigencia de la aceleración y trascender la cotidianidad. Las experiencias espirituales pueden ser pausas, un punto y seguido, una manera de tomar fuerzas para seguir en este mundo tan exigente. Pero también pueden ser el comienzo de una transformación más profunda, de larga duración y que deje huella.

Sea como sea, y más allá del veredicto moral que queramos otorgar a esta nueva espiritualidad, lo que resulta indiscutible desde el punto de vista sociológico es que hoy la espiritualidad no la podemos definir en singular. Es, más bien, una matriz plural configurada a partir de diferentes narrativas filosóficas, técnicas espirituales y experiencias de trascendencia que los individuos combinan de maneras diversas, según sus necesidades específicas y también de su capital cultural y social.

 

Bibliografía

Berger, P. L. The Many Altars of Modernity. De Gruyter, 2014.

Estruch, J. Entendre les religions. Una perspectiva sociològica. Editorial Mediterrània, 2015.

Hervieu-Léger, D. y Solana, M. La religión, hilo de memoria. Herder, 2005.

Heelas, P., Woodhead, L., Seel, B., Tusting, K. y Szerszynski, B. The Spiritual Revolution: Why Religion Is Giving Way to Spirituality. Blackwell, Oxford, 2005.

Illouz, E. La salvación del alma moderna: terapia, emociones y la cultura de la autoayuda. Katz Editores, 2005.

Rosa, H. Social Acceleration. Columbia University Press, 2013.

Taylor, C. La era secular: tomo II (vol. 2). Editorial Gedisa, 2015.

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  • El protestantisme a la ciutat de Barcelona. Retrat d’un col·lectiu heterogeni. Maria de Mar Griera i Llonch. Ajuntament de Barcelona, 2018
  • Pluralisme confessional a CatalunyaMaria de Mar Griera i Llonch. Angle Editorial, 2012
  • Diversitat religiosa i món localMaria de Mar Griera i Llonch. Diputació de Barcelona, 2011

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