La cultura de la cancelación, ¿un peligro para la libertad de expresión?

Espoleada por las redes sociales, la cultura de la cancelación se está abriendo camino. En su nombre se cancelan obras, opiniones e, incluso, personas. Los que la defienden dicen que es un modo de dar voz a las minorías postergadas y de limitar lo inaceptable. Por contra, sus críticos alertan del peligro que supone para la libertad de expresión. Nueve voces de la cultura, la universidad y el pensamiento opinan sobre este fenómeno, entre las que se incluyen dos testimonios que la han vivido en primera persona.

De primeras, cancelación es un término extraño. Procede del inglés, ya que lo que actualmente se conoce como cultura de la cancelación se inicia en Estados Unidos, que aún exporta sus dinámicas al resto del mundo. Cancelling viene del verbo to cancel, que significa suspender, anular o neutralizar. La novedad es que, tradicionalmente, se cancelaban las citas o los conciertos y ahora se cancela también a las personas. En los últimos años, este neologismo se ha introducido en nuestras vidas, en gran parte gracias al poder de las redes sociales.

La Encyclopaedia Britannica describe la cancelación como “el acto de quitar el apoyo a los individuos y a su trabajo, a causa de una opinión o acción que resultan inaceptables para quienes han llamado a la cancelación”. Las redes sociales, añade esta fuente, son el primer paso para “magnificar el conocimiento público de la ofensa percibida”; el lugar desde donde la campaña de cancelación se expande. Esta campaña puede tomar “diferentes formas”, incluyendo la presión para suspender las apariciones públicas del objeto de la cancelación o, en el caso de empresas o entidades, la organización de boicots.

Wikipedia explica que el término cultura de la cancelación comenzó a utilizarse en 2015, aunque esta forma de intervención ya estuvo presente en las primeras fases del nazismo en Alemania. Como señala la antropóloga Silvia Carrasco, “la cancelación es lo primero que hacen los fascistas”, por lo que no sorprende que estos se encuentren en sus orígenes. Sin embargo, como también apunta el filósofo Norbert Bilbeny, la de la cancelación es una actitud que se va repitiendo, y adopta diferentes formas a lo largo de la historia. Sus partidarios argumentan que es un instrumento para dar fuerza a las minorías, una vía para que los menos poderosos reclamen la rendición de cuentas cuando la justicia falla. La consideran también un medio para provocar el cambio social y ejercer el derecho legítimo a la crítica y al cuestionamiento.

Para los críticos, en cambio, este cuestionamiento corre el peligro de convertirse en acoso. La cancelación, señalan, genera bullying, y puede incitar a la violencia y a amenazas peores que la ofensa original que la ha provocado. Puede convertir internet en un tribunal descontrolado, donde no se promueve el cambio social, sino la intolerancia y la exclusión de quien no comulga con determinadas ideas. ¿Es aceptable cancelar, porque hay cosas que se consideran inadmisibles? ¿O se trata de una forma de censura? Frente a la cancelación, ¿es posible un debate de ideas? ¿La cancelación tiene ideología? ¿Habría que separar siempre al artista de su obra? A estas y otras cuestiones han contestado las nueve personas que participan en el debate.

Gonzalo Torné 
Autor del ensayo La cancelación y sus enemigos (Anagrama)

La censura ha existido siempre, ya sea ejercida por el Estado, por la Iglesia o por las academias. Lo novedoso es que ha habido una multiplicación de la crítica que viene desde abajo: millones de personas pueden hoy expresar su opinión sobre cualquier fenómeno artístico, social o político gracias a un instrumento nuevo: la red. Yo lo interpreto como una “emancipación de las audiencias” o una multiplicación de los puntos de vista críticos.

Y, sí, hay una cultura de la cancelación, pero también en sentido inverso: personas que ocupan espacios de opinión de prestigio —una tribuna de un diario o una tertulia televisiva— usan el término para desarticular sus efectos. Se muestran como víctimas porque se ven sometidas a una valoración pública sobre su obra o sus discursos. Quienes tenían el monopolio de la opinión hoy son cuestionados por gente individual o por minorías, más o menos organizadas.

Para mitigar estas críticas que vienen de abajo, han convertido la cultura de la cancelación en una cortina de humo ideológica. Casi nunca verás a las personas que se quejan de ello referirse a la privación del derecho a reírse de la autoridad, a la ley mordaza o a las injurias a la Corona.

¿Hay que separar al autor de la obra? Si Shakespeare hubiese sido un caníbal, me daría igual, porque los textos ya son míos, son muy importantes para mí. Pero si un autor contemporáneo me cae mal, no lo voy a leer. Cada uno tiene que hacerse su norma. Parece que estemos buscando que alguien nos diga lo que tenemos que pensar.

© Pilar Liberal © Pilar Liberal

Gregorio Luri
Escritor, filósofo y maestro

Veo con cierta perplejidad una necesidad de coartar la libertad de expresión del otro. La condición de víctima ha adquirido una categoría hasta ahora impensable; el mundo se está poblando de “ofendiditos”. Impera lo que se llama la razón victimológica: si no te presentas como una víctima, parece que no tienes dignidad.

¿Hay cosas que no son admisibles? A mí, por ejemplo, me repatean los negacionistas del Holocausto, pero me parece que hay que responderles con argumentos, no tapándoles la boca. Aunque me parezca terrible lo que dicen, creo que hay que discutir y replicar. Además, cuando una sociedad se blinda para no oír opiniones discordantes, se está impidiendo a sí misma fortalecer sus argumentos.

Me parece gravísimo que, en las universidades, se estén poniendo cortapisas a la libertad de expresión. Las ideas más contrarias, insisto, hay que discutirlas. Pero, a veces lo que ocurre es que, frente a la evidente barbaridad de lo que dicen algunos, no nos encontramos en condiciones de argumentar. Es decir: no estamos en situación de defender lo que parece evidente. Por lo tanto, si el wokismo [que significa estar alerta o vigilante] nos sirve para proporcionar argumentos que reafirmen nuestras evidencias, aquello en lo que creemos, bienvenido sea.

Pero, para mí, la cuestión más importante no es el wokismo, sino el hecho de que todos tengamos interiorizada una censura, es decir, unos límites sobre lo que puede decirse. Esa interiorización del límite es el problema. La cultura de la cancelación nos provoca una autocensura.

© Frank Díaz © Frank Díaz

Marta Pontnou
Asesora de imagen, escritora y articulista

No creo que cancelar sea una moda, ni tampoco que sea más de izquierdas, sino que ahora somos más conscientes de que hay cosas que hacen daño. Por eso, ante la pregunta de si es necesaria una cancelación frente a ciertas ideas, comportamientos u opiniones, respondo que sí.

A mí no me vale el argumento de que “el artista se ha de desligar de su obra”, sobre todo en comportamientos que sean racistas, homófobos y machistas. Otra cosa sería el humor, pero cuando hablamos de grandes obras y grandes artistas, sí que se deben poder revisar. Cada persona puede tener las ideas que quiera, pero en el momento en que se expresan y su autor pasa a ser un personaje público, un referente, se han de poder cancelar si es necesario.

Un comportamiento erróneo ha de tener consecuencias. No puedes entrar en una oficina y decir “estás gorda, me caes fatal, bollera asquerosa” y seguir haciendo tu trabajo, sin esperar consecuencias. Si lo trasladamos al mundo artístico, es lo mismo. No puedes ser acusado de abusador o acosador, como Plácido Domingo, y que la gente vaya a tu espectáculo y se ponga de pie a aplaudirte. Porque detrás de ese triunfo hay alguien que se siente víctima de acoso o abuso. Otro ejemplo claro para mí es el de Woody Allen: hay muchas versiones, pero desde mi punto de vista, lo que hizo fue un abuso de poder con una persona a la que llevaba 36 años de diferencia.

Darles premios y dejarles actuar supone blanquear sus conductas. Mientras que, si los cancelamos, si creamos una opinión sobre lo que esa persona ha hecho, estamos diciendo que los actos tienen consecuencias y que no se puede decir y hacer lo que se quiera por el hecho de ser un artista. Por lo tanto, sí a la cancelación.

 © Guillaume Houzeaux © Guillaume Houzeaux

Carmen Domingo
Filóloga y ensayista, autora de Cancelado. El nuevo Macartismo

Los hechos que son inadmisibles, como los delitos de odio o el racismo, ya están penalizados en la legislación. De lo que se trataría es de tener un debate de ideas, pero la izquierda posmoderna lo impide. Y eso que la derecha también cancela. En parte porque se lo hemos puesto en bandeja: si tú quemas libros de la feminista Amelia Valcárcel, como está sucediendo, ¿cómo no va a prohibir Ron DeSantis los libros LGTBI? Existe el discurso de la superioridad moral de la izquierda, pero es un absurdo: no hay superioridad moral de nadie.

La cancelación no se puede regular. Se pueden reglamentar los delitos, pero si pretendes hacerlo con la cancelación, estás regulando la libertad de expresión.

Y no, no todo el debate de la cancelación se focaliza en lo trans. Hay bastantes más temas. El de la víctima, por ejemplo, que es muy potente. ¿Cómo vas a decir algo malo de una víctima? Esta estrategia la ha seguido estupendamente la derecha, cuando, por ejemplo, a Isabel Díaz Ayuso se la cuestionó por favorecer a su hermano, se hizo la víctima (“Se meten con una mujer…”) y el tema se olvidó. Ella es un ejemplo de alguien con poder que usó la victimización para defenderse. Donald Trump también lo hace y, en parte por eso, no se le puede echar de Twitter.

Lo que sí se ha de hacer es educar para que se sepa que es un mentiroso, que hace barbaridades, pero cancelarlo… no funciona. Lo que funciona es la educación.

 © Miquel González de la Fuente © Miquel González de la Fuente

Luis Solano
Editor, fundador de Libros del Asteroide

Lo positivo de la reciente cultura de la cancelación es que cale en la sociedad la idea de que no hay por qué soportar determinados abusos, y denunciarlos si se producen. Pero una sociedad democrática y madura debería tener los mecanismos para identificar los comportamientos inadmisibles y las víctimas deberían poder denunciarlos. Convertir las denuncias en un señalamiento público y llevar a la cancelación de determinadas personas no me parece el comportamiento más democrático.

Aunque respondía más bien a intereses comerciales, fue llamativo el caso del escritor Roald Dahl y la pretensión de reescribir algunos de sus libros para eliminar determinadas expresiones. Este tipo de actuaciones infantilizan al lector, al asumir que no es capaz de leer con espíritu crítico. El mal, el dolor, la injusticia o la discriminación son fundamentales en la experiencia humana. Eliminarlos de la representación que hagamos de la realidad no hará que desaparezcan de ella. Juzgar comportamientos del pasado a partir de valores del presente es simplista, además de naíf. Antes de lanzar cualquier piedra habría que reflexionar sobre cómo nos juzgarán a nosotros las generaciones futuras. Eso no quiere decir que no podamos interpretar el pasado. La cuestión no debería ser si cancelamos, por ejemplo, a Picasso. La cuestión es cómo explicamos su figura y entender también que la existencia humana es compleja y que uno puede ser un genio y, a la vez, un miserable.

Juana Gallego
Periodista, escritora y profesora titular de la UAB

Estoy completamente en contra de la cultura de la cancelación. Yo misma he sido víctima de un grupo de alumnas que decían —sin saber de lo que iba a hablar— que lo que yo planteaba en clase no podía discutirse. Y ante mi respuesta: “¿Por qué no vamos a poder discutir conceptos que todavía no están asentados, como la doctrina queer sobre la identidad de género?”, fui cancelada por la propia universidad. No solamente de la clase, sino del máster que fundé. La cuestión de la cancelación es preocupante, sobre todo en la universidad, porque este ha sido tradicionalmente el espacio para debatir las ideas. Ahora hay alumnos para quienes la mera discusión de sus ideas es considerada “un ataque”. También se esgrime el argumento de que cualquier cosa que incomode a los estudiantes puede provocar que la clase no sea un “espacio seguro” y, por tanto, no se puede ni siquiera abordar. Eso significa, absolutamente, la muerte del pensamiento crítico.

Otro de los argumentos de la corriente woke, que nos dice que hay que estar alerta frente a aquellas posturas que puedan ofender a algunos colectivos, es que se actúa en defensa de las minorías. Sin embargo, lo que veo es que algunas minorías están imponiendo su pensamiento.

¿Se puede regular la cancelación? Yo diría que el único límite a la libertad de cátedra son aquellas cuestiones científicas e históricamente irrefutables. Como que la tierra es redonda o que seis millones de judíos fueron exterminados. También es muy diferente que se cancele a alguien por lo que piensa que por lo que ha hecho. En los casos de acoso o abuso sexual que espoleó el movimiento #MeToo, estaríamos hablando de delitos y eso es diferente. No es cancelar por gusto: es hacer justicia respecto a personas que han tenido mucho poder.

© Frank Díaz © Frank Díaz

Anna Manso
Escritora y articulista

La primera vez que escuché el término cultura de la cancelación pensé: “¿De qué hablan?”. Entendí que era aquello de siempre, que consiste en que cuando alguien hace o dice algo que no está bien, hay gente que propone un boicot. Se han hecho boicots a marcas, a personas, ¡a países! Y nadie hablaba de cancelar. Así que creo que la cultura de la cancelación no existe. Existe el derecho legítimo a la crítica y al cuestionamiento (otra cosa sería el acoso) dentro de la absoluta libertad de expresión. Hay unos que la ejercen desde una posición de poder y otros, desde la base, mediante campañas en Twitter. Para mí, esto es una forma de que las minorías se hagan oír.

¿Cómo se puede hablar de una cultura de la cancelación cuando ha habido casos de hombres, blancos, con comportamientos delictivos, sobre todo hacia las mujeres, y no les ha sucedido nada? Woody Allen continúa haciendo películas. Plácido Domingo, cantando. En mi opinión, si estamos hablando de delitos, que un señor no vuelva a trabajar, aunque su arte sea maravilloso, me parece perfecto.

Respecto a los libros infantiles y lo políticamente correcto, no me parece nada bien reescribir a Roald Dahl o que una escuela retire todos los cuentos tradicionales de su biblioteca. Si esto se generalizara, ¡no se podría leer nada! No debemos infantilizar a los niños, se les han de dar argumentos para que entiendan el contexto. Ya habrá nuevos libros; las personas que escribimos ahora tenemos la responsabilidad de adoptar esta nueva sensibilidad.

Silvia Carrasco
Profesora titular de Antropología en la Universitat Autònoma de Barcelona

Coordiné una investigación que se publicó en 2022 con el título La coeducación secuestrada (Octaedro), que era una crítica a la penetración de las ideas transgénero en la educación. Su presentación fue boicoteada repetidas veces por amenazas de transactivistas. Tampoco pudimos presentar en Barcelona otro libro, Nadie nace en un cuerpo equivocado, de José Errasti y Marino Pérez; la librería tuvo que cerrar y los Mossos nos escoltaron. La universidad está llena de pintadas donde me llaman tránsfoba y ha habido grupos de estudiantes que intentan que mi libro se retire de la biblioteca y que a las profesoras calificadas como tránsfobas se nos impida dar clase.

Hemos sufrido un historial de presiones insoportable, ¿y qué es lo que más duele? El silencio absoluto de los medios de comunicación. Hay una línea hegemónica de pensamiento único y esto es una situación del todo antidemocrática.

Yo he publicado un libro, un informe. Si no gusta, nadie está obligado a comprarlo. Se puede escribir un artículo crítico, pero ¿no dejar hablar e, incluso, agredir? Cancelar es lo primero que hacen los fascistas: decidir quién puede y quién no puede hablar. Y expresar libremente las opiniones es el primer principio democrático. Recordemos a Voltaire: “Discrepo rotundamente de lo que opinas, pero daría mi vida para que pudieras expresarlo”. Lo dijo en el siglo xviii y estamos en el xxi. Las minorías no necesitan comportarse de forma antidemocrática para hacerse valer, hay suficientes mecanismos para que puedan reivindicar y denunciar.

Norbert Bilbeny
Filósofo y escritor, catedrático de Ética en la Universidad de Barcelona

La de la cancelación es una actitud que se va repitiendo a lo largo de la historia. Lo de borrar aquello que no gusta o no conviene ha ocurrido siempre. Los grupos de poder —o que aspiran al poder— suelen proceder a cancelar aquello que no les interesa para que no se tenga en cuenta. Ha pasado tanto en las insurrecciones reaccionarias como en las progresistas. No hay ninguna ideología del espectro político de la que se pueda decir que cancela más que otra: ¡todas cancelan!

Si se dicen cosas consideradas inadmisibles, obviamente, no hay que exaltarlas, pero tampoco ignorarlas: precisamente porque las cosas que son inadmisibles se han de recordar, no ignorar. Tanto en lo admisible como en lo inadmisible, siempre es necesario un debate: el conocimiento y el reconocimiento de lo que pasó. Si no lo hacemos y lo ignoramos, vamos en contra del conocimiento y de la cultura, que —no lo olvidemos— viene de cultivo, de cultivarse.

A mi entender la cancelación implica, primero, una actitud sectaria: “Eso no me interesa, no me gusta, va contra mí… ¡Fuera!”. Segundo, una inseguridad de la razón para poner las cosas en su lugar. Y, por último, algo que es propio de nuestro tiempo, implica sentirse culpable o, al contrario, sentirse víctima. En la cancelación se dan tanto la culpabilización como la victimización: hicimos daño o nos hicieron daño. Es la ley del péndulo la que nos hace proceder a cancelar.

Evidentemente, hubo negreros en Catalunya, pero ahora hay quien, por ser nieto o bisnieto de negrero, se siente culpable o es culpabilizado. En este caso, creo que la reparación, la compensación por los males producidos, está bien. Pero eso no es cancelación, es reconocimiento y reparación.

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