La energía, el vector de cambio de las ciudades en el siglo XXI

Il·lustració. ©David Sierra

La ciudad, como gran devoradora de energía producida fuera de su territorio, está abocada a una transición energética que permita su descarbonización. El primer puntal es el cambio de modelo de movilidad hacia un sistema de vehículo eléctrico compartido. Pero es necesario, además, modificar el consumo energético de los edificios y relegar el gas a un papel marginal como proveedor de calor. Las soluciones pasan por un despliegue masivo de la fotovoltaica en los tejados y, sobre todo, de los sistemas de aerotermia, que serían posibles con propuestas de economía de escala como las comunidades ciudadanas de energía (CCE), figura ya recogida en una directiva europea.

Ciudad y energía. Este ha sido un binomio de dos factores que, desde que el tiempo es tiempo, nunca han ido de la mano. Las ciudades siempre han sido agujeros que devoraban la energía producida fuera. Desde los cereales traídos de Egipto a la antigua Roma, pasando por el Londres industrial, que consumía el carbón extraído de las minas de toda Inglaterra y generaba graves problemas de calidad del aire en pleno siglo xix, hasta las ciudades contemporáneas que consumen energía traída de todas partes para hacer funcionar las calefacciones o garantizar la movilidad. Las ciudades, sinónimo de civilización y cultura, son también la expresión de la distancia entre la biosfera y la humanidad, con su capacidad para engullir recursos naturales. La pregunta que debemos hacernos es si la ciudad podría convertirse en un espacio físico de reencuentro con la naturaleza. Más allá de la necesidad de ganar espacios para el ocio y la introducción de la biodiversidad, ¿podría ser capaz de generar su propia energía para funcionar?

En el siglo xx, la transición energética no formaba parte de la agenda municipal, porque no era un reto que se pudiera afrontar. Se disponía de recursos, pensamiento y propuestas para las políticas educativas y culturales, y se pensaba y repensaba el modelo urbanístico. Pero ahora deben tener también una estrategia de transición energética, porque el escenario climático lo exige (las ciudades generan el 70% de las emisiones de gases de efecto invernadero (GEI)), y, por primera vez, pueden abastecerse a sí mismas de una parte importante de la energía que consumen. No toda ni en todo momento, pero sí en una proporción relevante.

Lo primero que hay que tener presente es que la movilidad consume una gran cantidad de energía y genera la mayor parte de las emisiones que se producen en la ciudad. De acuerdo con el estudio Ciudades energéticamente sostenibles: la transición energética urbana a 2030, publicado por Deloitte en marzo de 2019, en una ciudad mediterránea como Barcelona, el 62% de los GEI provienen de la movilidad, mientras que el consumo energético se distribuye en un 40% en movilidad y un 60% en el sector residencial.

La conclusión es bastante evidente: no es posible la descarbonización de la ciudad sin una estrategia valiente a favor de la pacificación del tráfico, extendiendo el verde a la trama urbana y, a la vez, estableciendo propuestas de acceso a la ciudad que permitan la entrada y salida de forma sostenible. A estas medidas hay que sumar una propuesta que articule un cambio cultural necesario respecto al uso del vehículo privado. A lo largo del siglo xx, las sociedades occidentales han asociado una pretendida libertad con el hecho de disponer de un coche en propiedad. Estos vehículos, que solo se utilizan un 2% del tiempo, ocupan el 70% del espacio público. Pero la realidad es que los habitantes de las grandes ciudades no necesitan un coche para su día a día, sino solo para momentos puntuales.

Es necesario, por tanto, el despliegue masivo de una propuesta que permita pasar de la cultura de la propiedad a la del servicio, donde el vehículo privado se utilice como un medio que se devuelve una vez terminada la necesidad. Sin duda, este modelo supondría un uso más intensivo del vehículo y una menor ocupación del espacio público, y debería estar vinculado a un sistema de movilidad eléctrica compartida. La lucha por las supermanzanas y por un cambio de modelo de ciudad es, por encima de todo, una batalla cultural; para hacerla posible es determinante mejorar las calles y los barrios que la protagonizan. Debe ir acompañada de una propuesta que permita pasar de la cultura de la propiedad del vehículo a la propuesta del servicio del vehículo.

El despliegue fotovoltaico en los tejados

El otro elemento a destacar es el consumo energético de los edificios. Las ciudades necesitan electricidad, que hasta ahora se ha traído de fuera, y gas para calentar los hogares y hacer funcionar las industrias. Esta fuente representa más de un tercio del consumo energético en el sector residencial, dato que evidencia que es necesario reducir su consumo y que hay que transitar hacia un escenario de electrificación que elimine el gas de los hogares. Hoy, la mayor eficiencia viene de la mano de opciones como las bombas de calor y frío, y la aerotermia. A su vez, en el escenario de cambio climático, el confort térmico estará destinado cada vez más a superar las olas de calor, con una mayor necesidad de proporcionar frío, y a mejorar los aislamientos para hacer frente a las altas temperaturas.

Pero la pregunta que debemos hacernos es si nuestras ciudades pueden pasar de un escenario de absoluta dependencia energética a un marco en que el despliegue de renovables sea masivo. Es en este marco donde debemos decir que necesitamos protagonizar un cambio en la fisonomía de los tejados y de parte de los espacios públicos. Hoy, el kWh más barato es de origen renovable y, en particular, fotovoltaico. El marco normativo de referencia (RD 244/2019) permitió realizar autoconsumo compartido por red de baja o media tensión, dentro de un radio de 500 metros entre la instalación y los puntos de consumo. El Consejo de Ministros lo amplió después a 1.000 metros y el pasado noviembre la ministra Teresa Ribera anunció que se extendería a dos kilómetros. Así, se aproxima a normativas más avanzadas, como la de Portugal, donde el autoconsumo compartido podrá tener un radio de dos kilómetros en baja tensión, cuatro en media tensión y hasta veinte en muy alta tensión.

Este autoconsumo compartido significa que no se paga o que se pagan menos cargos y peajes. Pero lo que representa es que, a más energía suministrada de proximidad, menos pérdidas se producen en la distribución de la electricidad. El marco normativo es relevante, porque este escenario debería comprometernos a movilizar todos los tejados aptos, especialmente los de gran volumen, para conseguir la máxima producción en horario solar. Hoy, pensar en el autoconsumo como un ejercicio individual lleva a una situación en la que solo aquellos que tienen los mejores tejados (normalmente, las clases altas) pueden desplegar la energía que necesitan. Es, por tanto, una responsabilidad del conjunto de la ciudadanía realizar un despliegue masivo de la fotovoltaica en los tejados de la ciudad, empezando por los públicos, siguiendo por espacios públicos donde pueda producirse y, además, dar sombra, y terminando por los tejados del sector industrial y logístico. El detalle de la distancia es relevante, ya que en radios amplios permitiría la interacción entre la ciudad y los ámbitos industriales y logísticos. Estos segundos, con mayor consumo de lunes a viernes, tienen una extraordinaria complementariedad con el ámbito residencial, que registra mayores consumos durante los fines de semana.

El despliegue fotovoltaico también tiene otro factor determinante: la educación energética. Es decir, una mayor conciencia de lo que cuesta la producción de un kWh. La digitalización y desplazar al máximo los consumos hacia las horas de producción autoconsumida nos introducen en una cultura donde el mejor kWh es aquel que no se consume, y el siguiente mejor kWh es el que tiene un origen renovable, abriendo la puerta a la electrificación de lo que consume más energía en un hogar: el clima.

Il·lustració. ©David Sierra Ilustración. ©David Sierra

Este despliegue masivo de las renovables en la ciudad también es importante para poder articular un pacto con el territorio. La transición hacia un modelo basado en las renovables tiene la virtud de una mayor soberanía energética, pero ¿qué representa su despliegue sobre el terreno? En Cataluña, el 63% de la población vive en un 7% del territorio. Y, más allá de la necesidad de reducir el consumo, es materialmente imposible que este país metropolitano se autosuministre. Para hacer posible este pacto, es necesario que la metrópolis desarrolle su potencial renovable con toda la amplitud mientras, en paralelo, se realiza una propuesta de despliegue territorial.

Otras herramientas de transición

Por último, cabe pensar también en las figuras que pueden protagonizar esta transición en la ciudad. La directiva europea sobre el mercado interior de electricidad ha propuesto la creación de un nuevo actor energético, las comunidades ciudadanas de energía (CCE), que estarían formadas por la ciudadanía, entes locales y pymes, y en las que podrían participar grandes empresas siempre que no tengan un control efectivo sobre ellas. Los beneficios deben repercutir en las socias y los socios, y en el territorio donde se despliegan. Que la directiva y la figura sean tan innovadoras no es casual. Se ha entendido que, para protagonizar la transición energética, es necesario que se recupere un factor de confianza entre consumidores y energía, que se ha roto radicalmente en los últimos años.

Las CCE pueden ser la herramienta sobre la que se aglutine esta transición energética en las ciudades; la clara ventaja que tiene esta figura es que le han reservado todos los papeles en el sector energético: generación, comercialización, agregación e incluso podría operar en la distribución. En este contexto, el autoconsumo compartido de la comunidad energética es mucho más que eso: si realmente se desea que desempeñe un papel determinante en el escenario de transición energética, es necesario que estas comunidades tengan dimensión y fuerza, que no sean pequeños “falansterios” que interactúen con un grupo reducido de ciudadanos concienciados, sino que adopten la dimensión de barrio, distrito o ciudad.

Es en la agenda de estas comunidades donde se debería realizar un auténtico avance de la transición energética de las ciudades. Sin duda, es necesaria una instalación masiva de la fotovoltaica en los tejados urbanos, pero no solo eso. Hoy, las ciudades mediterráneas tienen el reto de relegar el gas a un papel marginal como proveedor de calor en los hogares. Además, para realizar un despliegue masivo de la aerotermia, necesitamos propuestas que, con economía de escala, permitan bajar precios y, a su vez, adquieran una dimensión de comunidades de vecinos. Esta medida no solo es relevante en términos de descarbonizar y abaratar la factura energética, sino que también es especialmente significativa a la hora de convertir en inercias térmicas de frío o calor los momentos de producción fotovoltaica cercana. Las comunidades energéticas del ámbito metropolitano son el mejor instrumento para protagonizar el pacto con el territorio, donde habrá que realizar una compra agregada de energía renovable, especialmente eólica, que permita proveerse de electricidad renovable fuera del horario solar.

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