La niña de la calle que se convirtió en artista

Lita Cabellut

Quienes la conocen de cerca dicen que verla crear es en sí mismo una obra de arte. Ya sea una instalación floral, una gran tela o una performance para sus experimentos de videoarte. Su estudio es el escenario de mil batallas creativas, en el que corre la pintura como si fuera agua y los andamios son tan imprescindibles como los pinceles o las cámaras. Esta mujer morena, de larga y rebelde cabellera, casi siempre vestida de negro y con los pies descalzos es Lita Cabellut, una artista volcánica que ha sabido encontrar en la transgresión y la superación de los límites un estilo propio en que mezcla pintura al fresco y fotografía para mostrar, más allá de la realidad que expresa, los mundos interiores. Y también las contradicciones de nuestro tiempo y las marcas que deja la vida, porque Lita Cabellut reúne en su biografía los registros más agudos de un abanico de emociones que van del dolor y la humillación al éxtasis.

Nació en 1961 y hasta los doce años fue una niña de la calle. No conoció a su padre. Su madre era una gitana que vivía en los contornos de la prostitución y que la abandonó muy pronto. Su único anclaje familiar era una abuela que apenas conseguía lo suficiente para sobrevivir, de manera que el hogar de Lita fueron las calles del Raval, y, su familia, las gentes del submundo canalla del barrio más degradado de la ciudad portuaria que era Barcelona. Cuando tenía diez años murió su abuela y fue a parar a un orfanato. Pero su suerte cambió radicalmente dos años después, cuando fue adoptada por una familia con recursos. El cielo azul se abrió entonces para ella y surgió la artista. La familia adoptiva la apoyó con la formación y los estudios de arte que necesitaba. Su primera exposición fue en el Ayuntamiento de Mataró, cuando aún no había cumplido los diecisiete, pero el gran salto lo dio cuando a los diecinueve se matriculó en la Rietveld Academie de Ámsterdam, ciudad en la que, con cincuenta y siete años, sigue viviendo y creando.

Tanto en su página web como en el encabezamiento de su cuenta de Twitter, allí donde uno se autodefine para los demás, usted dice: “I am more than a painter, I am a storyteller”. Más que una pintora, es una narradora. ¿Qué quiere decir con esa frase?

Siempre me he planteado cuál es el deber de un artista y siempre he pensado, o por lo menos es el yugo que yo me he puesto, que los artistas tenemos el deber de enseñar lo que está pasando a nuestro alrededor. Somos los altavoces de lo que ocurre y nos alimentamos de lo cercano. El artista no recorre mundos, no está out of the box, el artista está in the box, de lo contrario pierde la conexión con la matriz universal de lo colectivo, lo auténtico.

Pero usted pinta sobre todo retratos y personajes, muchos de ellos femeninos. En la retrospectiva que acabamos de ver en la Fundació Vila Casas de Barcelona esos rostros nos interpelan con una intensidad a veces sobrecogedora. ¿Utiliza el rostro de otros para mostrar sus propias emociones?

Absolutamente. Porque, de alguna manera, cuando pintas retratos pintas a la humanidad a través de una persona, pero la pintas también a través de ti. Yo no soy una retratista, yo intento ser solidaria con todos los sentimientos que en este mundo hay, y que tienen que ver contigo y conmigo, con todo lo que nos rodea. Lo que te pasa a ti me importa a mí, y lo que me pasa a mí espero que te importe a ti. Hoy justamente, en un acto, una niña me preguntaba por qué pinto mujeres. Pues pinto mujeres porque es lo que más conozco, a lo que yo más me parezco. Y pinto al ser humano porque me ayuda a entenderme a mí misma y en todos los aspectos del ser humano puedo reconocerme. Cuando pinté La trilogía de la duda, que para mí era la dictadura, la víctima y la ignorancia, me decía: “Las tres soy yo”.

Esos trazos de un rojo intenso, esas gruesas pinceladas negras que se sobreponen a la imagen, ¿representan el dolor de las mujeres?

Yo no pienso en dolor, felicidad, bienestar o malestar. Intento no juzgar el estado de la vida. Simplemente lo reflejo. Lo que ahí muestro es algo que ya no podemos cambiar. Sería una ilusión pensar que esa mujer que sufre se va a liberar, que ese hombre prepotente va a tener otras actitudes. La vida es una gran dictadora. Y dentro de esa dictadura, tenemos que encontrar la manera de llevar los yugos y los contratiempos de modo positivo. A veces hay que aceptar cosas para poder cambiarlas desde muy, muy adentro.

¿Está hablando de su propia vida? ¿Hasta qué punto la ha volcado en su obra?

Sí, toda, toda, la he volcado toda. Mi propia experiencia ha sido sufrir y ganar, victoria y derrota, orgullo y humillación. Todo lo conozco y todo lo encuentro necesario para mi obra, y te diré que todo me gusta, porque, sin una cosa, no existe la otra. No podría sentirme ahora tan orgullosa de cosas que creo que, como persona, he logrado sin haber entendido ni sentido antes el dolor de la humillación. Yo no digo que haya que aprender a palos; los palos y las humillaciones sobran, el dolor sobra; pero pensar que podemos prescindir de eso es una ilusión, porque la vida no nos da solo una paleta con una única gama de colores. Nos da una paleta muy variada.

La suya no fue una paleta afortunada. Nació muy pobre, en una ciudad gris, en un tiempo miserable. ¿Cómo recuerda su infancia en Barcelona?

Yo siempre digo que un niño de la calle sufre mucho menos que quien lo observa. Mucho menos. Porque los niños de la calle no están preocupados por lo que deberían tener y no tienen, por el derecho que no les reconocen, por lo que les falta o se les niega. Están ocupados en sobrevivir, en pasárselo bien, en encontrar la manera de superar el día sin demasiadas catástrofes ni demasiadas patadas y, si es posible, con el estómago lleno. Esos mocos que tanto nos chocan, o esos pies descalzos, a los niños de la calle no nos molestan. Forman parte de nuestro estado natural. Yo todavía prefiero andar sin zapatos. Me gusta caminar descalza, es mucho más cómodo. Pero cuando miramos a esos niños, nuestra empatía condicionada nos impide aceptar que los momentos muy malos tienen también su parte suave, positiva…

Esa manera de verlo revela que haber sido una niña de la calle le ha dado también mucha resiliencia.

Sí, y además los niños de la calle son muy solidarios unos con otros, y aprendemos a tener victorias. Si un día conseguimos algún logro, somos héroes, y esa sensación de héroe es un regalo inmenso que nos ayuda a tener un carácter más atrevido, más seguro y despierto.

¿Cuándo y cómo cambió su suerte?

En el momento en que la ética ajena se preocupó por mí. Fue gracias a una familia catalana que me adoptó, una mujer valiente que a sus cincuenta y seis años me quiso ayudar a desviar el rumbo de mi futuro. A ella le debo y le agradezco todas las posibilidades de desarrollo que he tenido a lo largo de mi vida, y a mis dos hermanas (adoptivas), que dejaron espacio para una niña muy rebelde e inquieta.

¿Cómo fue el encuentro con su nueva familia?

Hubo mucha ternura y mucha buena voluntad. Pero no entro en detalles porque esta familia es algo muy privado mío. Eso no lo comparto con el mundo. Hay cosas que tenemos que proteger con papel de oro, y esta es una de ellas.

¿Cómo descubrió su potencial artístico?

Mi madre (adoptiva) me llevó al Museo del Prado, y de ella cogida de la mano me encontré de golpe con lo más grande, con lo que más me ha impactado en la vida: el espíritu del arte. Ella se tomó muy en serio mi reacción, le dije que quería aprender a pintar, y así fue como empecé.

En su obra se ve enseguida que quien maneja la paleta es una mujer apasionada, fuerte, con un volcán interior de vivencias que proyectar sobre el lienzo…

Sí, pero no me fío de mi memoria. Me fío sobre todo de mi corazón y de mi intuición. Ellos me guían para llevar la vida con mucha positividad y tratar de comprender cosas que no podía entender cuando era pequeña. Lo que sí sé es que todo lo que me ha tocado vivir, todo, lo acepto. No me refiero a aceptar de una manera sumisa… Aceptar por efecto de una derrota es muy triste, y a quien lo hace acabas acompañándole al cementerio. Pero cuando aceptas que las cosas pasan porque tienen que pasar, que no eres tú la única víctima de una determinada circunstancia, sino que son miles y miles los que la viven igual que tú, beben la misma agua, pasan el mismo frío y andan con los pies descalzos como tú, entonces entras en un estado de conciencia colectiva, y eso es lo que te hace fuerte.

En el Raval todavía hay mucha gente como su abuela, que lo pasa mal. ¿Se acuerda de ella?

Todas las personas que me han emocionado o me han impactado positivamente de algún modo no solo las recuerdo, sino que hago esfuerzos por seguir recordándolas. En cambio, en relación con toda la gente que me ha hecho daño o con todo aquello que no me ha gustado, también hago un esfuerzo, pero para olvidarlos. Porque no me sirven.

Y porque queriendo recordar lo que te hace daño acabas haciéndote daño a ti misma, ¿no?

Así es, pero esta es una actitud que hay que trabajarla, ¿eh? Para sanarse, para cuidarse, para ser respetada y querida, hay que trabajarlo, hay que hacer ejercicios de olvidar, de perdonar, de entender; y, si no lo entiendes, aun así hay que intentar olvidar.

¿Y qué hacemos con las injusticias?

La injusticia es algo tremendo. Es fruto de la ignorancia, es absurda, tonta, simple, macabra, oscura… Y es débil. Todo eso estorba. Cuando la gente usa el conocimiento y la ética, que es algo que hay que estudiar y practicar, hay menos injusticia. Por eso es tan importante que en las escuelas se estudie filosofía. Sin filosofía, sin ética, la injusticia va a tener más oportunidades de llenar páginas negras de catástrofes, cuando lo que necesitamos son páginas blancas de poesía, de ideas, de pensamiento. Ahora la injusticia está creciendo y eso es muy peligroso. La ignorancia y el populismo patriótico, que quiere atar al mundo con fronteras, es la combinación perfecta para que se prenda fuego. Y se está prendiendo.

¿Le preocupa la evolución política en Europa?

Me preocupa que cada cincuenta años repitamos la misma historia, los mismos errores. Nuestra mente tiene una evolución muy lenta, y las soluciones a los problemas también son demasiado lentas.

Resulta escalofriante oír al ministro italiano del Interior, Matteo Salvini, hablar con tanto desprecio de los inmigrantes o de los gitanos. En 2011 recibió usted el Premio de Cultura Gitana por su esfuerzo en favor de esta comunidad. ¿Le ofende Salvini?

Muchísimo, muchísimo. Pero al hacerlo no está ofendiendo, maltratando y discriminando solo al pueblo gitano; ofende y maltrata a todos. Que alguien hable así de un grupo humano me parece un acto de violencia hacia la humanidad en general. Si se hubiera referido así a los suecos o los finlandeses, me hubiera dolido igual. No es aceptable que un ministro siembre racismo y radicalismo de esta manera. Este señor tendría que estar en la cárcel por eso.

¿Por qué cree que esas ideas tienen apoyo electoral?

Porque nos falla la base, lo que debería ser nuestro compás, la ética. Necesitamos líderes espirituales, inteligentes y sabios, que nos recuerden lo importante que es ser buena persona. Pero es complicado porque el capitalismo se ha tragado muchos de los valores que pensábamos que eran intocables, que estaban ahí para siempre. Los valores son como un árbol, que si no tiene luz ni alimento, se ahoga. Y ahora es la ética la que se nos ahoga.

En la serie “Blind Mirror” aparece el capitalismo como un personaje endiosado, frío y arrogante, ¿por qué lo pintó así?

Porque el capitalismo es como los viejos señores feudales, aquellos señores de la guerra que iban delante y arrastraban al pueblo con ellos, decididos a morir por algo que en realidad solo era un interés familiar y personal. Una posición, un título, una comarca que defender. Esto es hoy también el capitalismo y puede ser tan arrogante, frío y despiadado que es capaz de arrasar todo lo que nos importa. Pero eso no tiene nada que ver con la gente que tiene dinero. Hay muchísima gente que tiene muchísimo dinero, y no se comportan como capitalistas.

¿Cómo se define ideológicamente?

“Blind Mirror”, 2015. Capitalista

Como una humanista. La gente con la que me gusta estar, la que me conmueve, la gente con la que me entiendo y me entiende, es gente que se considera humanista: son pensadores, poetas, artistas…

A la hora de transmitir valores a sus hijos, ¿qué referentes les señaló?

“Disturbance”, 2016. Gitana 2

¿Referentes? Qué difícil… Intenté que fueran diversos, pero sí recuerdo que insistí mucho en que leyeran a Jiddu Krishnamurti. Es un filósofo indio que se crio en Inglaterra, y escribió muchos libros sobre espiritualidad. El filósofo del alma, le llamaban. En sus textos no había nada de religión, él solo habla de valores humanos. Recuerdo que, cuando mis hijos cumplieron trece o catorce años y empezaron a dar bandazos, les decía: por favor, por favor, léete esto, no lo vas a entender, o quizás no te interese, pero hazlo por mí… Y es curioso, porque ahora que tienen veinticuatro, veintinueve y treinta años, a veces, cuando estamos juntos, aún lo recuerdan. Uno de mis hijos, que ha estudiado ciencias políticas y antropología en Oxford, hace poco me decía: “Todo aquello que me hiciste leer me ha servido luego tanto…”

¿Cree que hay una necesidad de buscar ese lado más espiritual?

No es que lo crea, es que lo veo. Estoy rodeada de gente joven, y veo que cada vez les sirven menos nuestros patrones. Todo lo que en nuestra cultura tiene un valor, el éxito económico, por ejemplo, ya no les sirve. Y veo en ellos un germen de esperanza. El germen es esa juventud que se da cuenta de que todo lo que nosotros hemos construido, lo que con tanta codicia hemos ido almacenando y que nos ahoga y nos quita espacio para movernos, todo esto, no sirve para nada. Esta nueva generación ya está desordenando la casa. Y eso es muy bueno.

En la serie “Disturbance” muestra usted que la existencia exterior y el estado interior no siempre coinciden. En otras, como en “Black Tulip”, el tiempo aparece como un elemento extraño, porque pasado y presente se confunden de una manera inquietante…

“Disturbance”, 2016. Gitana 1

Es curioso que me pregunte por esto, porque ahora estoy precisamente trabajando en un tema que tiene que ver con el paso del tiempo. Hoy mismo estaba escribiendo un texto en el que explico que estoy rompiendo el pasado con mis propias manos. Estoy volviendo a cuadros que pinté hace diez años para transformarlos, y los transformo rompiéndolos.

¿Rompiéndolos?

Cuando se cuestiona qué son el pasado, el presente y el futuro, el artista tiene que elevarse. Ha de tratar de ir al espacio donde no existe el tiempo.

Pero no entiendo que tenga que destruir una obra que ha sido la expresión de ese elevarse en un momento dado.

El ojo ciego, 2018

Pues cuando lo vea lo va a entender. La destrucción es tan lírica, tan poética, que ya no es destrucción. Y ahí entenderá que en la vida se pueden ver las cosas como destrucción, como tragedia, como frustración…, o como un proceso. Un proceso en el que, aunque no lo entiendas, todo tiene sentido. He llamado a este trabajo El ojo ciego y va sobre los emigrantes, la ignorancia y las cosas que no queremos ver. Son ocho ojos que hice siete años atrás. He roto la mitad y los he juntado con la mitad conservada. Ahí es donde se junta el pasado y el presente. El futuro es el proceso. El concepto del paso del tiempo es tan grande que, para poder entender esa grandeza, necesitamos habitaciones cerradas con ventanitas pequeñas que nos enmarquen el paisaje.

En cambio las ventanas que usted pinta son enormes. ¿Por qué ha elegido expresarse en formatos tan grandes?

Pues ahora trabajo en formatos muy, muy pequeños. Estos ojos de los que te hablo son muy chiquititos. Pero sí, he trabajado siempre en formatos muy grandes por mi manera expansiva de ser. Yo soy exagerada, soy de gesto grande y pinto en grande porque me falta espacio para moverme en el lienzo, porque siempre me he querido meter en el lienzo pero no sabía cómo, y usando lienzos grandes me metía mejor. Ahora que ya me he hecho mayor y tengo muchos años de experiencia, me he dado cuenta de que el lienzo pequeñito tiene el mismo espacio que el lienzo grande. Que lo monumental está en el alma, y no en lo que vemos.

Sin embargo, no me imagino los portentosos retratos de Camarón en formato pequeño. No causarían la misma impresión.

Frida-Kahlo, 2016

Claro, porque Camarón era tan grande que necesitaba ese formato. Mis hijos me habían preguntado muchas veces: “Mamá, ¿cuándo vas a pintar a Camarón?” Y yo les respondía: “Cuando sepa pintar lo grande que era”. Cuando por fin lo hice, estaba tan emocionada que lloraba. Esos cuadros son para mí tan importantes que no los vendo. Esas piezas son mis piezas.

Y luego está Frida. La gran y doliente Frida Kahlo.

Pues lo mismo, con Frida me pasó igual que con Camarón. Mis asistentes me decían: “Lita, tienes que parar, tienes que dejar a Frida”. Pero yo no podía dejarla, no podía acabar la serie, me era imposible, me había convertido en su esclava absoluta. La admiraba tanto, ansiaba tanto meterme en su piel, me parecía de una valentía tan extrema… Y no solo por ser una mujer que sabe llevar el dolor, que sabe transformar lo áspero en bello, lo doloroso en plácido. No. También por la valentía de intentar cambiar al hombre latino y ayudarle a percibir, a entender y a querer a la mujer de manera diferente.

Lo intentó, pero la verdad es que no tuvo mucho éxito. Al menos con Diego Rivera, su marido.

Claro, pero ¿cómo iba a tener éxito si una mujer así aterroriza a los hombres? Si eres inteligente ya les das miedo, y si eres guapa, entonces salen corriendo. Hay muy pocos hombres que puedan aceptar una fuerza, un espíritu tan libre, tan grande como Frida. Después de los años ochenta seguramente ya son algunos más, porque los hombres se han hecho un poco más sabios y ya empiezan a aceptar que este tipo de mujeres no son tigresas que se los vayan a comer.

Y también empiezan a surgir otros conceptos de masculinidad. ¿Cómo ve a los hombres ahora?

Desorientados. Fuertes como siempre. Algunos tímidos y otros agresivos. Amorosos. Indispensables… Y pegajosos.

¿Pegajosos?

Sí, porque son así, se quedan ahí pegados, con las mismas tendencias, las mismas frustraciones. Los hombres, como las mujeres, necesitan cambiar, liberarse de tanto sentimentalismo barato. Mira a los jóvenes, chicos y chicas, qué libres son. Ellos no tienen prejuicios. Los de mi generación, en cambio, arrastramos unos zapatos cargados de prejuicios.

Muchos no saben que a las mujeres, en general, les gustan hombres más femeninos.

Sí, claro, porque la feminidad es inteligente, es humana. Las mujeres somos más pacientes y pensamos más en los otros por el simple hecho de que somos madres. Estamos hechas para sentir el dolor y las necesidades ajenas. A los hombres les cuesta desarrollar esa sensibilidad.

Hubo un tiempo en que el feminismo arremetió contra la maternidad, porque era la soga que ataba a la mujer a la pata de la mesa, a los roles de sumisión y dependencia. ¿Debemos revisar lo que significa la maternidad?

Como todo, cuando hay que romper moldes hay que ser agresivo y también fuerte, y resulta tan doloroso hacerlo que a veces también rompemos cosas que son necesarias. Esas feministas lo hicieron por la necesidad de cambio. Pero la maternidad es una cosa maravillosa. Yo soy muy maternal, muy cuidadora, y no creo que eso vaya contra el feminismo. El feminismo tiene que ver con la libertad de hacer lo que te da la gana con la gente que quieres. Lo que ocurre es que aún hay muchos tabúes, como el tabú de la mujer sola.

Y, sin embargo, cada vez son más.

Yo llevo muchos años sola. Y cuando me preguntan: “¿No tienes pareja? ¿Prefieres vivir sola?”, respondo: “A ver, ¿tú le preguntarías a alguien que vive en pareja cómo es que vive con otra persona, y si prefiere vivir acompañada?” Estar sola es una opción. Si te sirve para tener más tiempo para tus pasiones, o porque no has encontrado la pareja ideal que respete todas esas cosas que te hacen feliz, o por cualquier otra razón, es una opción muy cómoda. Hoy las mujeres no necesitamos económicamente al hombre, nos hemos hecho muy independientes, y eso es muy bueno. Podemos decidir y si estamos con alguien, lo hacemos por voluntad propia, no por un yugo económico.

¿Visita a menudo Barcelona?

Sí, me gusta mucho, intento hacerlo tres o cuatro veces al año. Barcelona es mi infancia, soy yo, es la ciudad donde no me pierdo, conozco sus rincones, su luz, su olor. Es algo que has mamado y lo llevas en los genes. En todas las ciudades puedo estar cómoda, pero en Barcelona estoy en casa.

Pero ha decidido vivir en el norte, que es muy diferente.

Vine a estudiar y luego tuve hijos aquí. La vida te retiene a veces en lugares que no imaginabas, y lo mismo que te retiene a veces te expulsa, eso nunca lo sabes. Podría ser que acabara viviendo en Barcelona. O en el Ampurdán, que es un sitio maravilloso.

Su proyección como artista se ha producido casi como una eclosión. En pocos años ha creado una gran cantidad de obra y ha expuesto en todo el mundo. ¿Está preparada para el gran éxito?

Es que creo que el gran éxito no existe. En esto yo soy o demasiado ignorante o demasiado realista. Para mí, el gran éxito es el día a día en mi casa, en el estudio, cuando consigo algo. No se puede imaginar lo que significa para mí conseguir crear algo que estaba persiguiendo. Si en ese momento me avisan de que se está quemando el coche, les respondo que no importa. Cuando vives esos éxitos, varias veces al año, varias veces al mes, se hace pequeñiiiito tener dinero, ser popular, conseguir estar en un museo o en otro… Mi gran éxito tiene que venir todavía, y a lo mejor me llega a partir de los ochenta años, si tengo suerte y he pintado mucho y logro algo que merezca esa expresión. Pero, de momento, mi gran éxito consiste en estar viva, en haber sobrevivido a una infancia muy difícil, en haber sido madre, en querer a mis hijos con locura y en haber logrado respetarlos y que ellos me respeten. Todo esto sí que me parece un gran éxito.

Publicaciones recomendadas

  • Lita Cabellut. RetrospectivaFundació Vila Casas, 2018
  • Antes de que venga la noche. Javier Santiso, Lita Cabellut. La Cama Sol, 2018

El boletín

Suscríbete a nuestro boletín para estar informado de las novedades de Barcelona Metròpolis