“La pandemia nos ha hecho ver que los humanos compartimos el aire y la saliva, que estamos todos unidos”

Daniel Gamper

Retrat de Daniel Gamper. © Clara Soler Chopo

Daniel Gamper iba para científico, pero la lectura de Jean Jacques Rousseau hizo que se decantara por la filosofía. Ha vivido siempre en Sant Cugat, hasta que hace diez años decidió trasladarse a Barcelona con su familia. En su casa se hablaba mucho de su bisabuelo, Joan Gamper, a quien conocían como “l'avi” (el abuelo), y se respiraba Barça por todas partes. Más que como filósofo, le gusta definirse como profesor de filosofía, y da clases, ahora virtuales por la pandemia, en la UAB. Su especialidad, la filosofía política, lo ha llevado a reflexionar acerca de conceptos como la democracia y la religión. También ha traducido obras de Nietzsche, Scheler o Habermas. Con Las mejores palabras. De la libre expresión ganó el premio Anagrama de Ensayo 2019.

Daniel Gamper (Barcelona, 1969) es profesor de Filosofía Moral y Política en la Universidad Autónoma de Barcelona y colabora habitualmente en medios de comunicación como el diario Ara o La Vanguardia. Su investigación se ha centrado en los ámbitos de la democracia, la política y la religión. Ha publicado múltiples artículos académicos en torno al papel de las religiones en las sociedades democráticas. Una parte de estas reflexiones las encontramos recogidas en el libro Laicidad europea. Apuntes de una filosofía política postsecular (Bellaterra, 2016). También ha reflexionado a propósito de conceptos como la tolerancia y los límites del liberalismo y ha traducido a autores de referencia como Nietzsche, Scheler o Habermas. En colaboración con el CCCB, ha entrevistado a pensadores como Zygmunt Bauman, John Gray o Michael Walzer para la colección Dixit (editorial Katz y CCCB). Su último libro, Las mejores palabras. De la libre expresión, ganó el premio Anagrama de Ensayo 2019.

¿Recuerda el momento en que decidió dedicarse al mundo de las ideas y ser filósofo? No es la típica cosa a la que un niño quiera dedicarse…

A los 16 años, todo es muy azaroso. En mi caso, hacía ciencias puras y en tercero de BUP leímos el libro de Rousseau Discurso sobre la desigualdad entre los hombres, y vi que en la filosofía los problemas no tenían solo una respuesta correcta. Eso me fascinó. Y con cierta inconsciencia, dejé de querer estudiar química y quise hacer filosofía, aunque no tenía ni idea de qué era la filosofía. Aunque tampoco es que ahora lo tenga muy claro… [Ríe].

En cualquier caso, una vez la tomó, no rectificó su decisión.

No, el primer año lo pasé muy bien y estudié con un entusiasmo bestial. Pero ahora mismo tampoco me considero filósofo, soy profesor de filosofía. Filósofo es una palabra muy fuerte.

¿Cómo se lo tomaron en casa?

Bien. Demasiado bien, incluso. Respetaron mi decisión porque les parecía que tenía las cosas muy claras, pero en realidad ni tenía ni idea… [Ríe].

El ambiente familiar en el que creció, ¿podría considerarse intelectual o propicio para la cultura? ¿Qué libros había en la biblioteca familiar?

En casa había libros. Mi madre y mi padre siempre estaban leyendo. Mi padre era aficionado a la novela bélica y a los ensayos sobre la Segunda Guerra Mundial, supongo que por una cuestión generacional, ya que durante la Guerra Civil, cuando era niño, estuvo en Alemania. Mi madre leía de todo: best-sellers, novela romántica y también negra. Y de ellos se me quedó ese gesto de que, cuando tienes un rato, coges un libro. Pero no era un ambiente especialmente intelectual, Mi padre todavía me dice: “Eso que escribes debe de estar muy bien, ¡pero no entiendo nada!”.

¿Recuerda algún libro que lo marcara especialmente de pequeño?

Yo leía Los Cinco, Tintín en cómic, Los Hollister. En el colegio nos hacían leer mucho, y además nos mandaban leer el diario, lo cual me educó mucho. Cada día le tocaba a uno leer las noticias de la prensa, y era un ejercicio muy interesante.

¿A qué colegio fue?

Al Tagore de Sant Cugar, un colegio catalanista que luego desapareció. Y en primero de BUP un profesor leyó un día un cuento de Cortázar, La señorita Cora, en clase. Y fue magnífico, maravilloso. Entonces empecé a leer a los autores sudamericanos, Cortázar, Borges, porque tenía un amigo argentino que me hacía de guía de lectura, y luego los europeos. No fue hasta mucho más tarde que empecé a leer literatura catalana y en catalán. Y cuando leo las Memòries de Segarra con 35 años pienso: ¡qué maravilla entenderlo perfectamente! Todos los referentes, la lengua… Porque, si no, siempre estás salvando distancias culturales y lingüísticas…

Hablando de distancias culturales: ¿qué peso ha tenido su apellido en su vida? Ser bisnieto del fundador de lBarça debe marcar de alguna manera…

Sí, hay mucha gente con quien básicamente solo hablo de fútbol. Hablo de fútbol mucho más de lo que me gustaría. Veo el fútbol como una cosa muy tribal: me gusta hablar de él con gente que es del Barça y que piensa exactamente lo mismo que yo. [Ríe].

Ja, ja, ja. ¿No le gusta el contraste de ideas en el fútbol?

No, no hay contraste de ideas, hay una ortodoxia, la conocemos unos cuantos y yo hablo con estos. Pero vaya, es un apellido que te abre muchas puertas, porque el Barça pesa mucho.

¿Cuándo toma consciencia de que es bisnieto del fundador del Barça?

En mi casa, se hablaba bastante de él. Lo llamábamos “l'avi” porque era el abuelo de mi padre. Mi padre no lo conoció porque murió joven, en 1929. Mi padre ahora tiene 86 años. Nació en 1933. No iba mucho al campo, dejó de ir después de Kubala porque el fútbol que le gustaba era el de esa época, cuando se jugaba con cinco delanteros. Pero sí íbamos al Trofeo Gamper y a algún partido, donde tuve alguna especie de epifanía.

¿Y cómo se vivía el fútbol en su casa?

Yo lo que recuerdo es que cuando había un penalti contra el Barça, mi padre se iba al dormitorio y ya no salía. [Ríe]. Porque el culé auténtico no ve nunca el Barça; después habla de él, eso sí, y lo critica mucho. Pero no lo ve.

Daniel Gamper i David Miró durant l'entrevista.© Clara Soler Chopo Daniel Gamper y David Miró durante la entrevista. © Clara Soler Chopo

¿Qué le ha parecido todo lo que ha rodeado a la muerte de Maradona?

Yo me formé en el fútbol con Maradona. Empecé con Schuster en el estadio, y cuando llegó Maradona fui a ver todos los partidos. Estuve el día que Goikoetxea lo lesionó, en la final del Bernabéu donde se pegaron con los del Athletic de Bilbao, en la final de Zaragoza que ganaron contra el Madrid con aquel gol de Marcos al final del partido… Aquel fue para mí el partido definitivo en el que entendí que el fútbol era muy guay… Pero la reacción con Maradona… Ya sé que en el fútbol es “Dios”, pero me parece que hacemos el ridículo cuando sacamos el deporte del ámbito tribal y empezamos a darle más significado del que tiene.

Usted escribió un artículo sobre el Nápoles y Maradona en la revista Panenka.

Sí, ambos estaban predestinados a encontrarse. Nápoles y Maradona son iguales, y aquella conjunción creó un fenómeno estratosférico que aquí no se podría haber dado en ningún caso. Mi mujer es napolitana y pude hacer un reportaje sobre todas las capillitas y lugares de culto a Maradona que hay en Nápoles. Debajo de la casa de mi mujer, por ejemplo, hay un bar donde dicen que tienen un cabello de Maradona y la gente va a verlo. Y el icono de Maradona es fantástico porque era muy fotogénico, eso dicen los expertos en imagen. Maradona es mucho más fotogénico que Messi.

¿Este tipo de personas se expresa mejor a través del fútbol que con las palabras?

No creo que cuando jueguen se estén expresando, es otra cosa. Ni siquiera lo controlan. El futbolista no sabe qué hace ni cómo lo hace, simplemente, le sale. Es como un acontecimiento, y él es como un instrumento a través del que sucede. Pasa con Messi, de quien soy devoto.

¿Se han encontrado alguna vez?

Una vez le hice entrega del Trofeo Gamper. Supongo que está acostumbrado a que lo miren de una manera determinada y, por eso, te mira fijamente a los ojos, de forma que tú te sientes querido por él, como si hubiese una conexión. Le dije que gracias, que es lo único que se le puede decir.

Actualmente, usted es profesor de Filosofía Moral y Política en la UAB. ¿Cómo da las clases? ¿Virtuales?

Sí, pero ni ellos están a gusto, ni yo tampoco. No es una experiencia docente satisfactoria. No sabes si te escuchan o no porque no los ves, tienen la pantalla apagada. En clase puedes ver quién está atento y quién no, si siguen el hilo, y puedes gritar o reñirlos, pero ahora no. También los compadezco a ellos.

¿Cómo vivió los meses de confinamiento más duros, de marzo y abril?

Encerradísimo en casa con la familia. Logramos estar muy bien porque nos preparamos y seguimos una rutina, haciendo ejercicio, etcétera. El único que, de vez en cuando, perdía los estribos y el buen humor era yo. Sin mí, seguro que habrían estado mejor. [Ríe].

La pandemia ha llevado a las instituciones democráticas a imponer unas restricciones de derechos muy importantes con el argumento de que es la única forma de frenar el virus. ¿Cómo ha visto este choque entre libertad individual y seguridad colectiva?

Poco después de empezar el confinamiento, dejé de informarme. Los primeros diez días leía de todo, incluso un amigo me pasaba periódicos extranjeros, pero de pronto paré y leí a Tolstoi. Me protegí un poco de toda esta información y decidí no reflexionar demasiado. Si lees el libro de Foucault Vigilar y castigar, no hay gran diferencia con lo que sucedió. El sueño de la utopía autoritaria, realizado: las calles vacías, todo el mundo en casa. Se puede leer así, pero también a través de esta especie de solidaridad paradójica, ese cuidémonos, pero sin espacio público, porque lo solidario era no acercarse al prójimo. No creo que sea especialmente excepcional, porque ha habido otras pandemias. Leí el Diario del año de la peste, de Daniel Dafoe, pero paré porque no quería obsesionarme.

Por primera vez, hemos visto a las administraciones desbordadas, incapaces de dar respuesta a la crisis. ¿Cree que esto tendrá algún impacto a largo plazo?

Por un lado, ha habido una obediencia muy clara. Si ejercer el poder significa lograr que la gente haga algo que preferiría no hacer, se ha ejercido muy bien. Después es inevitable equivocarse, y mucho, en esta situación. No hay nadie que no se haya equivocado. Lo demuestra el hecho de que no es una situación que se pueda resolver de una forma que digas: qué bien lo ha hecho este gobierno. Los únicos que lo hicieron bien fueron los chinos, al menos pueden venderlo así, aunque, como son opacos, no se sabe del todo. Pero es evidente que, cuanto más autoritario seas y menos libertades reconozcas a la gente, más fácil será gestionar una crisis como esta.

Esa es otra paradoja, ¿no? Que la mejor manera de afrontar la pandemia sea con un sistema autoritario…

Es que la mejor forma de ordenar una sociedad es mediante la represión, las armas y el poder autoritario. La democracia es desorden, es conflicto, es discrepancia. Y hemos decidido vivir en ella porque valoramos las libertades individuales, pero no porque valoremos el orden.

Ha habido un cierto discurso entorno a que los científicos debían dirigir la crisis, pero ellos no pueden decidirlo todo, ¿no? También hay decisiones que son políticas. Por ejemplo, el grado de mortalidad que estamos dispuestos a asumir por no destruir la economía.

Obviamente, los políticos no pueden descargar la decisión en los científicos. En una tecnocracia, esto se soluciona mejor, porque los gobiernos técnicos pueden tomar decisiones que los otros no pueden. Cuando [Mario] Monti decide alargar la edad de jubilación en Italia, puede hacerlo porque nadie lo ha escogido ni piensa presentarse a las elecciones, aunque al final sí se presentó. En una democracia, los técnicos, los científicos, deben ser asesores, pero no pueden ser los que toman las decisiones. Y la habilidad de los políticos está en saber escoger a sus asesores. En esta situación, el político debe escoger de qué forma quiere equivocarse. Y se equivocará menos el que cree menos daño, pero el daño no lo veremos hasta dentro de muchos años. Porque hasta dentro de muchos años no veremos si, por ejemplo, se ha incrementado la mortalidad a causa de la pobreza.

¿El balance de la gestión que se está llevando a cabo ahora no se podrá hacer del todo hasta dentro de cinco o diez años?

Sí, dentro de diez o quince años empezaremos a tener estadísticas fiables de todo lo que ha ocurrido. Mientras, habrá elecciones y gobiernos que caerán. Pero debemos tener en cuenta que la gente vota por emociones y sensaciones, y no tanto porque tengamos una idea clara sobre lo que ha sucedido.

Donald Trump ha estado a punto de ganar las elecciones con una gestión muy cuestionable de la pandemia en Estados Unidos.

Daniel Gamper amb mascareta. © Clara Soler Chopo Daniel Gamper con mascarilla. © Clara Soler Chopo

Si la gestión es cuestionable o exitosa también dependerá de la forma de informarse de la gente, de la capacidad de los medios de hacer llegar información verdadera. Tengamos en cuenta que Trump, más que emitir fake news, denunciaba que lo que decían los medios eran noticias falsas, de forma que desprestigiaba al gremio periodístico y creaba la sospecha de que cualquier noticia puede ser falsa o cierta. Por eso, aunque tengas unas estadísticas que demuestren que la gestión ha sido nefasta, ellos dirán que son “hechos alternativos”.

En su libro Las mejores palabras. De la libre expresión (premio Anagrama de Ensayo 2019), escribe: “Se ha consolidado una nueva libertad, la de afirmar y negar simultáneamente la misma cosa, la de contradecirse y decir cualquier cosa”. ¿Ya no podemos fiarnos ni de las palabras? ¿No hay forma de discernir qué es verdad y qué no?

Bueno, lo que decía Platón ya era esto: vosotros enseñáis a la gente a hablar sobre cualquier cosa, con independencia de si es cierto o falso, porque de lo que se trata es de persuadir. Eso forma parte de la política, lo dice también Hannah Arendt. La verdad y la política son dos campos del conocimiento distintos, dos epistemes distintas. La primera dice si llueve o no llueve, son hechos determinables, mientras que la política se mueve en el ámbito de la persuasión, de la retórica, de la sofística… un poco en el todo vale.

Pero el ciudadano debería disponer de una mínima verdad compartida para poder tomar buenas decisiones políticas, ¿no?

Es probable que las redes sociales hayan agravado la creación de burbujas en las que cada uno escucha lo que lo reafirma en sus propias ideas. Eso lo explica muy bien Habermas en Historia y crítica de la opinión pública. En las cafeterías se empiezan a discutir asuntos nacionales y luego los diarios crean una conversación, pero la conversación presupone la existencia de algo en común, aunque solo sea la voluntad de entenderse, pero también la existencia de un espacio compartido, de problemas comunes. Hoy en día no hay conversación, hay una olla de grillos, hay monólogos, gritos, imágenes, emoticonos, signos exclamativos que sugieren mucho pero que no acaban de decir casi nada. Y eso lo hemos visto durante el procés en Cataluña: el poder de las imágenes para inclinar la opinión pública hacia un lado u otro.

En este caso, una misma imagen se descodificaba de forma distinta para unos y otros. Las imágenes de las cargas del 1-O, por ejemplo.

Sí, te decían: mira esta foto. No basta con mirar la foto, quiero que me la interpretes. Eso de que una imagen vale más que mil palabras no es cierto.

Donde unos veían represión, otros veían un levantamiento tumultuoso.

Sí, pero tendría que verse qué paso el día antes. ¿Y el año antes? Esa imagen, sin interpretación, no es nada. Es un estímulo como cuando vas leyendo el timeline de Twitter, que estás siendo atravesado por emociones muy potentes: te indignas, te entristeces, te alegras. Lo ves en el tren, cómo la gente va sonriendo, cómo le va cambiando la cara. Y al final quedas te quedas como molesto. ¿Qué me ha pasado en estos veinte minutos? Pues me ha pasado de todo. Me he entristecido y me he indignada, y además he contribuido al entristecimiento y a la indignación de otros porque he hecho retuits y likes. ¡Buf! ¡Quiero la vida normal!

¿Tiene redes sociales?

Tengo Twitter, pero lo uso solo un poco cuando quiero difundir algo que he hecho. Y no lo tengo en el teléfono. Solo lo miro en el ordenador una hora al día. Creo que lo mejor sería no tenerlo, pero también me gusta ver que hay alguien que me escucha.

Eso le pasa a todo el mundo, ¿no? Hay un cierto exhibicionismo y también la necesidad de sentirse reconocido por los demás.

Sí, sí, lo que pasa es que yo me ando con muchísimo cuidado. El otro día estaba con mi hijo y le dije: “Va, voy a tuitear esto que he publicado en el ARA, pero acompañado de un texto”. Y él: “Uy, pues a ver cuándo acabas”. Yo puedo estar 45 minutos para decidir esa frase, porque no sé escribir en un tuit, soy incapaz. Quiero tener en cuenta tantos factores, cómo se interpretará esto o lo otro, lo pienso tanto, que al final no escribo casi nunca.

¿Cómo ha vivido la experiencia de una ciudad sin turistas, una ciudad en la que, por primera vez, se podían oír las campanas de una iglesia, el canto de los pájaros o incluso el silencio?

Bueno, yo soy de Sant Cugat y vivo en Barcelona desde hace diez años. Siempre he venido a pasear, me gusta pasear por Barcelona. No veo la ciudad como alguien de aquí, sino que aún la miro con cierto estupor y como si estuviera de visita. Pero preocupa, porque se ha apostado fuertemente por el turismo, no sé qué ha llevado a que esta ciudad dependa tanto de estos ingresos, no sé si ha sido una decisión consciente o si simplemente ha pasado. Yo no quiero hacer el discurso romántico de “la ciudad para los barceloneses”. Obviamente, me gusta más pasear por la Rambla ahora que antes. De hecho, antes ni siquiera ibas, y ahora resulta que es bonita y ni te acordabas. Tampoco es que sea espectacular, está muy bien, pero detrás de todos los locales cerrados, las persianas bajadas, hay pobreza, malestar social… Si te lo juegas todo a una carta como la del turismo, luego se demuestra la fragilidad del modelo, porque en cualquier momento puede suceder la catástrofe.

¿Es esta la gran lección de la pandemia para usted? ¿La fragilidad de la existencia humana?

La idea es la interdependencia. ¿De qué nos hemos dado cuenta? Pues de que compartimos la saliva, y no hace falta morrearse con alguien para ello. Compartimos el aire y compartimos la saliva, estamos todos unidos, nos necesitamos unos a otros, no estamos solos. La idea de Hobbes es falsa. Lo explicó muy bien Judith Butler en el CCCB: cómo se le ocurre a alguien explicar que el mundo es un lugar en el que hay unos señores que se detestan los unos a los otros y que todos compiten por lo mismo. Estos señores, de niños, tuvieron a alguien que los cuidó. Esa es la relación principal. La del sálvese quien pueda o del todos contra todos es una descripción errónea. No es que sea éticamente indeseable, es que no es verdad. Y la pandemia demuestra que compartimos el mismo destino, del mismo modo que compartimos la saliva o esas gotitas de los aerosoles. Resulta que vas al súper y cuando sales llevas una parte microscópica de la señora que estaba en el otro pasillo. Estamos entrelazados. Y eso hará que, cuando esto se acabe, mucha gente siga llevando mascarilla porque dirá que no quiere compartir su saliva con los demás.

¿Usted se quitará la mascarilla?

¡El día que nos digan que nos la podemos quitar, lo haré, evidentemente! Es que es muy incómoda, es desagradable. Yo no sé cómo es tu cara. Nos hemos conocido así, y a ella también [Clara Soler, la fotógrafa], nos despediremos así y no tengo ni idea de cómo es vuestra cara. Y últimamente he hecho amigos a quienes no reconocería sin la mascarilla.

  • Las mejores palabras. De la libre expresiónAnagrama, 2019
  • Laicidad europea. Apuntes de filosofía política postsecularEdicions Bellaterra, 2016

El boletín

Suscríbete a nuestro boletín para estar informado de las novedades de Barcelona Metròpolis