La tetera de porcelana

Il·lustració © Nicolás Aznárez

Todo ocurrió durante la semana del Mobile World Congress. Nora limpiaba la habitación 606 cuando vio la tetera de porcelana sobre el escritorio, a modo de pisapapeles de un montón de documentos escritos en chino, o eso creía.

Imitaba la forma de un dragón, la boquilla representaba la cabeza y el asa, la cola. Le supo mal que la tetera estuviese tan sucia de polvo, parecía cara. Había escuchado que el boom de ese año era el de la cerámica inteligente. Macetas que te enviaban el PH de la tierra de tus plantas al reloj, etcétera. ¿Era un ejemplar de muestra que se habían olvidado en la modorra del jet lag? Intentó limpiarla con máximo cuidado en el lavamanos del baño. La tapa no se podía abrir. Frotaba y frotaba, y el polvillo ceniciento que la cubría no desaparecía. De repente, oscuridad completa. ¿Un apagón general? ¿Una ceguera sobrevenida?

“Pide un deseo”, dijo una voz.

Por un momento pensó que se había desmayado y que deliraba. Pero cuando la luz regresó vio que no, que seguía de pie frente al lavamanos con la tetera entre sus dedos. “Cobrar más, si puede ser”, eso es lo que, en plena alucinación, le respondió por dentro a la voz. Enjugó la tetera y la devolvió a su sitio. Se puso una juanola bajo la lengua y siguió con su ruta de habitaciones.

El martes, cuando no eran ni las siete de la mañana, recibió una llamada del gerente. “¡Ven ya, hazme el favor!”. Ninguna de las kellys se había presentado a trabajar, no podían ni localizarlas. “¿Esto qué es, otra de vuestras huelgas?”. Nora tuvo que hacerse cargo de todas las habitaciones del hotel. Ni cambiaba las sábanas, solo las alisaba y se llevaba la basura más visible. A las seis, cuando aún no había terminado la cuarta planta, el gerente le dijo que se diera prisa, que los asistentes del congreso no tardarían en llegar y que “necesitaban” encontrarse con las habitaciones limpias.

El miércoles estaba muerta. Había dormido apenas cuatro horas por culpa del dolor en las lumbares, pero sobre todo por el de las rodillas. En el hotel se encontró con el mismo panorama que el día anterior. El gerente había intentado contactar con otras empresas de limpieza, pero era como si hubieran liquidado a todas las kellys de la corona metropolitana. Cuando Nora le dijo que no estaba dispuesta a pasar por lo mismo que el día anterior, el gerente le dijo: “Te triplicaré el sueldo”.

Nora limpiaba con la cabeza bullendo de pensamientos. ¿Eso era... el deseo cumplido? ¿De qué le servía cobrar el triple si a finales de semana, a ese ritmo, habría muerto de agotamiento?

Cuando llegó a la 606, ahogando la sensación de ridículo, se llevó la tetera al baño y repitió el mismo ritual del lunes. Chorro de agua, frota que frota, y a ver qué pasa. La oscuridad le cayó encima. Otro desmayo. La misma voz andrógina: “Pide un deseo”. Nora, sin dudarlo, dijo por dentro: “Que vuelvan mis compañeras, me da igual dónde estén, pero que vuelvan todas”.

Ese día terminó a las diez de la noche. Y ni rastro de sus compañeras.

Una tetera. Con forma de dragón. Ridícula.

El jueves tuvo que ir en taxi al hotel. No se veía capaz ni de caminar hasta el metro. “¿Alguien?”, pidió, suplicando, al recepcionista. “Nadie”. Todo el trabajo para ella sola, otra vez.

Nora bajó al vestuario y se puso a duras penas el uniforme. Se quedó quieta con un brazo de la bata puesto. Había escuchado un estruendo en el piso de arriba. Puso la oreja: pasos apresurados escaleras abajo. Uno de los botones del hotel cruzó el vestuario con la cara cubierta de sangre. “¡Huye!”. Cuando Nora escuchó los alaridos que resonaban por el hueco de la escalera echó a correr tras el botones, hacia la salida de emergencia.

La calle era un caos. Sus compañeras habían vuelto, todas uniformadas con la bata azul cielo, pero ahora completamente ensangrentada. Se arrojaban al cuello de los peatones y, solo con las uñas, los abrían en canal. Vaciaban cuencas, arrancaban cabezas y seccionaban extremidades con una furia ciega, imparable. La guardia urbana disparaba a las kellys enloquecidas, pero las balas les hacían el mismo efecto que un perdigón. Para entrar en el hotel, Nora tuvo que esquivar cadáveres y coches estampándose contra los edificios. El bar se había incendiado. Los sesos del recepcionista estaban desperdigados sobre el mostrador. Unas kellys se peleaban por las entrañas del gerente. En ese momento se dio cuenta de que tenían la piel extraña, como podrida. Fue dando grandes zancadas hasta la 606. La tetera...

Cuando oscureció, la voz del dragón le dijo: “Piénsate bien este deseo, será el último que podrás pedir”.

Il·lustració © Nicolás Aznárez © Nicolás Aznárez

La luz regresó y Nora dejó la tetera en el lavamanos. Sacó la cabeza por la ventana para comprobar si... Se metió unas cuantas juanolas en la boca.

Un grupo de kellys agujereaba el techo de un autobús a puñetazos, se colaba en su interior y las ventanas se volvían opacas de la sangre y las vísceras de los cuerpos estallando. La Gran Via convertida en un cementerio de vehículos humeantes y de cuerpos descuartizados; las alcantarillas incapaces de absorber la riada de sangre.

Nora, desde la ventana, se puso dos dedos bajo la lengua negra y silbó. Todas las kellys se detuvieron en seco y se giraron hacia ella.

Pues sí, la tetera había cumplido su último deseo.

Señaló hacia la Fira. Empezarían la conquista por el Mobile World Congress.

  • Tsunami. Albert PijuanAngle, 2020
  • El franctirador. Albert PijuanAngle, 2014

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