Lo de los demás

Ilustración ©Rebeka Elizegi

Cuando llega a casa son las ocho y media de la tarde. Deja las bolsas de la frutería (manija larga con filigrana modernista de hierro, qué porosidad, qué maravilla, que clac más sonoro al cerrarla. Qué tacto) en el suelo de la entrada y mira a su alrededor. No hay nada que le impida ver el balcón del comedor desde este extremo del piso donde está el recibidor. Ni paredes, ni tabiques, ni puertas.

Todo su apartamento y los de sus vecinos, más allá, puestos a la vista, encendiendo con sus luces de salas de estar y cocinas el cielo de Sant Pere. Envolviéndolo todo, el halo rosado del sol que debe de ponerse por Collserola.

Cada día, lo mismo. Ahora es cuando repasa el recorrido de las horas previas. Recuerda, una por una, todas las puertas que ha abierto y cerrado esa tarde y se imagina colocándolas una tras otra, como un continuo de filtros que le esconden todo lo que este piso de un solo ambiente se empecina en mostrarle. Cuando llegó al barrio quedaban más tiendas con puertas y asideros, pomos, asas, mangos o manijas por abrir. Ahora solo tiene tres alrededor de su casa. El resto de los establecimientos se abren de forma automática, o peor: se dejan entreabiertos siempre, como si nos hicieran un favor.

No sabría decir cuándo empezó a hacer esto. Las primeras veces fueron fortuitas, como sucede siempre con lo que acaba siendo una adicción. Se detenía frente a un escaparate que la atraía, decidía entrar a echar un vistazo y, cuando abría la puerta, siempre había una dependienta que se dirigía a ella. Y eso solo le ocurría cuando tenía que hacer ese gesto de girar el pomo o la manija, de empujar el mango o el asidero. ¿Te puedo ayudar?, ¿Qué te pongo, corazón? Y ella, con su tímido Nada, solo estoy mirando, cortaba la conversación, pero ya se le había instalado algo de calor en el cuerpo, que antes de entrar no sentía. Ahora, según el día, alargaba la conversación: preguntaba por el género de una pieza de ropa, si encogía tras el primer lavado, si ese objeto era hecho a mano y quién lo hacía y dónde. Todo por mantenerse en la atmósfera que habían creado, de repente, en aquellos espacios reducidos que eran las tiendas que mantenían esos pomos, manijas, mangos, asas y asideros.

Ilustración ©Rebeka Elizegi Ilustración ©Rebeka Elizegi

Hay días en que necesita las puertas, aunque intuye que lo que necesita también son las preguntas, y no suele bastarle con las tres que quedan cerca de su casa. Si ha sido un día especialmente flojo, camina hasta cruzar la Diagonal y arriba, persiguiendo barrios en los que aún resisten los comercios tradicionales mezclados con tiendas pop-up que revalorizan estos elementos que la obsesionan. El fenómeno de los pomos y cerrojos y mangos y asideros y asas tiene la virtud de convivir en los distritos o en las calles que están en los extremos en la distribución de la renta disponible en los hogares per cápita de la ciudad. Unos aún no han podido permitirse mecanizar el paso, los otros buscan diferenciarse del anonimato que provoca esta evolución. Y de por medio todo está repleto de cristales que se abren solos, que no necesitan tacto, mecanismos que provocan que no tengamos que esforzarnos, ni hacer ruido, ni notarnos, ni saludar, lo que viene a decir que tienen una completa indiferencia hacia nosotros.

Esta tarde he empezado en Sarrià y he ido bajando hasta casa. Colmados tradicionales (manija fija de latón dorado y campanilla detrás), bodegas todavía con las barricas originales (puerta cuatro dedos abierta, pero compensado con unos engranajes secos que van muy duros), bajando en diagonal hasta el Eixample, donde desaparecen, y hasta su barrio, Sant Pere, donde vuelven a resurgir. Ha pasado por las tres que le quedan cerca de casa, a pesar de tener que dar una vuelta para poder llegar hasta ellas: la pastelería de la calle de la Princesa, la frutería de la esquina de Sant Pere Més Baix y el bar Andorra. Puertas de vidrio, pesadas y gruesas, que requieren la fuerza de medio cuerpo para abrir (qué gustazo sentir la oposición del hierro o la madera contra la piel, el chirrido afilado, el orgasmo del clac del cierre, exacto y perfecto, entre el cerrojo y el marco, cuando la sueltas). Barreras que te obligan a hacerte un hueco, a tener presencia, predisposición y voluntad de habitar ese espacio que guardan.

Ella sueña con muros, ladrillos, tabiques, mamparas, incluso. Con murallas, muros y baluartes y portadas. Imagina cómo sería entrar y salir de las habitaciones, separar los espacios, los olores. Poner límites. No entiende la afición por los lofts inmensos del Poblenou, querer pagar precios elevados por los antiguos talleres de un solo ambiente con ascensores de montacargas, sin rincones en los que esconderse de los de casa ni de los de fuera, ni de una misma, casi.

Ahora, en su cabeza y frente al ventanal de su balcón, colocaría todas las puertas que ha cruzado esta tarde. Las alinearía todas ante ella, en este único ambiente sin barreras ni límites, si las tuviera. Pero no. Toda su vida, y, por tanto, la de los demás, está expuesta en este “único ambiente, loft, apartamento” en medio de Sant Pere. “Vistas espectaculares de la plaza de Sant Agustí Vell”, destacaban. “Así no tienes que estar separada de los invitados, mientras haces la cena y ellos están en la sala”. Lo que no le dijeron es que los únicos huéspedes que tendría serían los vecinos que también viven en pisos sin compartimentos y que se le ponen a la vista como una extensión más de su comedor. Y, claro, la ve. A pesar de todas las puertas que ha puesto con los ojos cerrados. A pesar de querer habitar el piso sin tener que ver. A pesar de querer arrancarse los ojos. Ve a la vecina.

Se da prisa por cerrar los postigos de las ventanas y quitarse a la vieja desdentada que sorbe la cuchara de dentro de su piso, pero la madera está hinchada por la humedad y los años y no cierra bien, y la luz y la imagen, y la mujer y la sopa siguen colándose por el vacío entre las lamas. Cuando no lo soporta más, se hace un ovillo en el rincón ciego, un ángulo muerto de su piso junto al balcón que queda escondido desde el otro lado. Un escondite desde el que ella tampoco puede ver nada. Aunque sabe que sigue allí. Una mujer sola, una sopa y un yogur, un piso sin más muebles que un sofá de tres plazas y un televisor con anuncios ruidosos y colores estridentes. Querría poner barreras y no puede. Ser ciega, si fuera necesario. Sin puertas ni paredes no se puede esconder de la pobreza de los demás, que también es la suya y la persigue, recordándole que ya no puede pagarse tabiques ni pisos de más de una habitación.

Decide bajar a la calle y buscar el calor, que a esas horas solo puede ser en el Andorra. Desde que pisa los adoquines ya sabe lo que la espera: el asa inmensa que ocupa toda la anchura del cristal (el color dorado gastado de los bordes). La abre con parsimonia y se sienta en la barra. La camarera hace justo media hora que se ha despedido de ella, en su paso por el recorrido de puertas de la tarde, y ahora solo hace una afirmación con un deje de interrogante al final: “¿Una caña?”, como si fuera una bebida más de las que ya ha consumido antes. Se la deja sobre el mostrador y se marcha a servir a los demás. Ella da breves sorbos a la cerveza y la sigue de reojo. Reconoce lo que veían los ojos de la camarera mientras se la servía: puede ver cómo desearía arrancárselos para no ver la soledad que ve en ella.

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