No mojarás

Ilustración © Cinta Fosch

Tenía la sal prohibida, pero con la puta no puta se permitía una excepción. Ahora bien, se la concedía cada día y Anselm ya peinaba canas como para ir de pelagatos que se lo juega todo al mismo palo de la baraja. Aunque para él, ni acelerador ni racha: desde que lo habían prejubilado una década atrás, sentía que las horas transitaban a un ritmo penitenciario, con el modesto impulso de un pastel de gelatina.

No es que echara de menos pelar cables en la nave de Telefónica, agrupando los rojos con los rojos y los verdes con los verdes hasta no saber si lo amenazaba la vista cansada o el daltonismo, sino que, simplemente, en su casa, no lo dejaban hacer nada. Ni alisar los pliegues de los manteles: tan solo quietud y silencio, como en uno de esos cuarteles militares que hoy en día se hacen llamar museos de arte moderno. Para la mujer no mujer había un mandato inapelable: que cuando el reloj de pared de madera tocara la una y media, se lo encontrara con el trasero pegado a la silla de la mesa del comedor. Con la cabeza tiesa como la escayola y la mirada fija en el gotelé. A la espera del plato de verdura hervida con un chorrito de aceite de oliva virgen que solo podía servirle ella porque con la salud no se puede hacer el tonto, pero como a ti te gusta hacértelo… El resto del día, Anselm se desesperaba como un mocoso castigado a contar estrellas: leía la cartelera, calibraba la fuerza de palanca aplicada al cortaúñas y, si la soledad le era excesivamente indigesta, bajaba a estirar las piernas. Pero cuando daba un paso, se afligía: entre semana, la Barceloneta se transformaba en un juego de luces y sombras sobre fachadas de terracota; era cruzar el desierto asfaltado de la plaza del Poeta Boscà y lo inundaba la tristeza de quien no yacía en el nicho, en la residencia, que lo hijos te quitan las perras y corren a vivir su vida.

Ilustración © Cinta Fosch Ilustración © Cinta Fosch 

Salvo que existiera un motivo irrebatible como el advenimiento del diluvio universal o un dispositivo policial ordenando por megafonía que EVERYBODY OFF THE FLOOR, WE REPEAT, EVERYBODY OFF THE FLOOR PLEASE, el encuentro iba más o menos así: hacia las diez, la mujer no mujer salía por el portal del número 7 de Vila Joiosa y se dirigía hacia els Fruits de la Terra, en la calle de Andrea Dòria, donde compraba lo estrictamente necesario para infligir, sin piedad, la condena de tener que almorzar exactamente lo mismo de lunes a viernes. Anselm se esperaba los cinco minutos de rigor antes de echar campanas al vuelo, y bajaba por las escaleras del bloque; con los ojos ensangrentados del Cristo del dormitorio clavados en la nuca y un poco demasiado apresurado según lo que le había prescrito el médico de turno. Andaba hasta Felícia Fuster i Viladecans, 13, y llamaba al 1.º 2.ª, donde vivía la puta no puta en un piso con la nevera llena de imanes de resorts de costa edificada y un balcón con una barandilla cubierta por cagadas de paloma y vistas a La Fraternitat. Y allí sucedía lo que tenía que suceder. Que no se trataba de nada sexualmente escandaloso, porque la mujer no mujer le repetía día tras día también que el corazón, ¡Anselm!, ¡el corazón!, que no quiero quedarme aquí más sola que la una. Pero, por suerte, la puta no puta, en cuestiones de placer, era de las que sabía sacar sangre de un cuerpo muerto: masajito en los talones, lametón en el lóbulo de la oreja o refrote de pestañas, y Anselm ya eyaculaba. Obviamente, sin querer. Se limpiaba y, al terminar, bajaban —primero uno, luego la otra— al Pontevendra; huían del Electricitat, La Cova Fumada y derivados: por culpa del peregrinaje de tanta gente perfumada habían subido los precios una burrada y no, que no les vinieran con el temita del alquiler, que todo el mundo estaba al corriente de los locales de herencia familiar. Llegaban a duras penas y el camarero ya sabía que Vichy, café solo y bomba para compartir. Y que él invitaba. No es que la quisiera comprar; más bien, creía que debía cuidarla. De jóvenes, los de la pandilla se reían porque su madre era una madame de Robadors de las que cortaba el bacalao como ya les hubiese gustado a muchos: se la encontraban por el paseo Marítim y la increpaban con un ¿qué, buscando marineros al cante de la almeja? Pero ella, ni caso; si para poder deambular tenía que aceptar a quien la había parido, lo asumiría sin necesidad de esconderse bajo un corte de pelo radical.

Era principios de julio, y Anselm se negaba a prescindir de los pantalones de pinzas por más que lo incomodara el periné aceitoso. La puta no puta abrió la puerta y se espatarraron directamente en el sofá. Ella le sirvió un vaso de agua y le puso el ventilador al lado. ¿Mejor? Sí, pero no lo parecía. Le secuestró el brazo y se lo recorrió con las puntas de los dedos: arriba y abajo, arriba y abajo. Se quedaron un rato sin decir ni mu, adormilados y saboreando el poco airecillo que los atrapaba hasta que ella le soltó un ¿qué, bajamos? Y bajaron. Cuando el camarero los distinguió bajo el rótulo, les indicó la mesa del rincón: estaréis más frescos. Y Vichy, café solo y bomba para compartir. Esa mañana, Anselm pellizcaba el rebozado con el tenedor y el ánimo mustio, sin la fuerza para que se le escapara ni un uf, qué calor más insoportable. La puta no puta lo inspeccionaba tímidamente: nunca hablaban de qué les preocupaba por el riesgo de eclipsar aquel espacio de fingida ingenuidad, pero la desasosegaba que hubiese algún motivo más que el cambio de estación. De hecho, eran como dos adolescentes: no porque desprendieran fogosidad por las esquinas, sino por la carga simbólica de los gestos más sutiles. Quizá, pensaba la puta no puta, había llegado la hora de admitir que no solo le hacía gracia, sino que también lo quería. Como el pedagogo a la niña que nació con mono de caballo o la magistrada al violador de ocurrencias tan ingeniosas. Anselm se dio cuenta de aquella vigilancia bienintencionada y le sonrió, con cierto nerviosismo delator: él tampoco lo podía negar. Entonces, la puta no puta de repente lo vio claro: una capa de alioli había quedado amarrada en una ala del bigote. Y olvidándose de dónde estaban, de quiénes eran y de qué no serían nunca se aproximó para limpiársela con el pulgar. Con un gesto desacelerado; con la conciencia de estar rozando con la palma, tangente, unos labios vetados por el excesivo bochorno de cerca del mar.

Se impregnaba esa mezcla de espesura filamentosa, tesorera, la puta no puta, cuando vio a la mujer de Anselm al otro lado del ventanal: se había despertado con la urgencia de llevar el edredón a la tintorería de Safareigs. Antes de que pudiera retirar la mano, aparecía por la puerta con dos bolsas a cuestas rebosantes de zanahorias, judías tiernas, patatas, cebollas y un manojo de perejil fresco; de una de las bolsas, como una espada lista para ser desenvainada, sobresalía una barra de pan. La mujer no mujer asaltó el medio metro cuadrado donde estaban sentados, petrificados como estatuas de la Rambla, y empezó a pegar a la amante de su marido a golpes de barra rústica y a los gritos de ¡qué haces aquí, con esta fresca, desgraciado! La puta no puta se cubría el cráneo testimoniando, de reojo, como pequeñas rocas de meteorito harinosas caían disparadas sobre las baldosas cubiertas de cáscaras de cacahuete mientras la otra, al borde del infarto, bramaba ¡a partir de ahora, no te moverás ni un palmo de mi lado, pedazo de animal! ¡Pichabrava! Hasta que se produjo la última estocada: un golpe seco en la coronilla de raíces tan bien teñidas, Anselm alejándose con pasos de claqué, quién sabe si para siempre jamás, el sonido sordo tras la bomba atómica. Instantes después y por sorpresa, que es como suele ocurrir, a la puta no puta se le apareció la señal irónica de toda la situación: un cuscurro bordeándole la sandalia. Lo recogió, lo sopló mientras contaba hasta tres porque a saber quién había pisado qué y lo mojó en la salsa que quedaba en el plato. Y, antes de comérselo sin pensárselo dos veces, lo contempló y se reconoció, victoriosa: tú no serás la mujer, pero ella, por lo menos, no disfrutará de este último bocado.

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