“Podemos decidir muchas más cosas sobre la tecnología que las que nos quieren hacer creer”

Mónica Rikić

Retrat de Mónica Rikić © Mariona Gil Sala

Cuando oímos la palabra coder, nos viene a la cabeza un ingeniero joven peligrosamente cerca de la sociopatía, obsesionado por convertirse en el nuevo Mark Zuckerberg. Mónica Rikić (Barcelona, 1986), artista de nuevos medios y creative coder, es otra cosa. En vez de calentarse la cabeza para inventar la enésima app del millón de dólares, trabaja con la tecnología para cambiar nuestra relación tóxica. Su propuesta pasa por el arte: la práctica de Rikić consiste en trabajar con código, electrónica y objetos no digitales para diseñar experiencias artísticas interactivas a las que ella prefiere llamar “juegos”, aunque pretenden ir más allá del entretenimiento y llevar los espectadores a una reflexión social.

A pesar de su juventud, Rikić ya es una referente de su campo. Después de años participando en festivales de primera línea como el Ars Electronica, el Japan Media Arts Festival, el Festival FILE o el Sónar, ha ganado el Premio Nacional de Cultura de Cataluña 2021.

Te pillo trabajando.

Es la semana que estoy más ocupada del año [la entrevista se llevó a cabo la primera semana de julio de 2021]. El martes voy al CosmoCaixa de Madrid a montar una pieza para la exposición Homo Ludens. Videojuegos para entender el presente, comisariada por Luca Carrubba [del 20 de julio al 31 de octubre de 2021]. La pieza es un juguete gigante, de metro cincuenta por metro veinte, y es una máquina que juega sola: la única interacción que tiene con los visitantes es que, cuando detecta que la están mirando demasiado, se enfada, dice que quiere jugar sola y se apaga.

Parece un ejemplo perfecto de tu línea de trabajo: diseñas robots con problemas característicamente humanos que sorprenden porque tienen un carácter más simpático y cotidiano que los que solemos asociar al arte electrónico.

Yo vengo de Bellas Artes y de allí pasé a la programación y la electrónica, por lo que siempre me acerco a la tecnología desde el lado humano. Me encontré con la tecnología como una herramienta artística y luego la propia herramienta se convirtió en un nido de pensamiento conceptual. De la inteligencia artificial, lo que me interesa es el mito, la narrativa universal y generalizada que la rodea. No me interesan los aspectos técnicos que explican cómo las máquinas se vuelven inteligentes, sino las consecuencias sociales de que lo sean. Me interesa dejar de preguntarme si los robots llegarán a ser igual o más inteligentes que el ser humano y empezar a pensar en todas las posibilidades que aparecen a partir de este hecho. Y siempre intento esquivar los puntos de vista apocalípticos. Me pregunto qué sentirían estas máquinas inteligentes. Por ejemplo, otra pieza mía, La computadora que quería ser incomputable (2020), es un robot con el síndrome del impostor. Su problema es que los humanos la están obligando a ser creativa y se siente frustrada: no es su naturaleza y, si los robots llegaran a ser creativos, tampoco lo serían de una manera que se conformara con las expectativas de los humanos.

¿Cuál es el problema de la narrativa convencional con la que nos relacionamos con la tecnología?

Por la forma en la que la trabajo en mis piezas, otorgo a la tecnología una condición de sujeto. Como dice el filósofo Éric Sadin, la tecnología ha dejado de ser un objeto para pasar a ser un agente gobernador, un biopoder. Desde la cultura occidental, y pienso sobre todo en el paradigma colonial, nuestra aproximación a los demás siempre ha sido desde la superioridad. En cambio, percibimos la tecnología como otro ente superior a nosotros: los robots nos roban el trabajo, la tecnología nos está dominando, no podemos escapar del control de las redes, etc. ¿Por qué se crea esta narrativa? Porque la inteligencia artificial es capaz de hacer asociaciones de conceptos dentro de su base de datos a gran velocidad. Pero, aunque es cierto que la máquina es muy eficiente, no replica toda la riqueza que tiene el pensamiento humano. Si en nuestra sociedad los valores principales son la productividad, la eficiencia, la falta de afecto y la falta de cuidados, entonces sí que la máquina nos ganará siempre que compitamos con ella. Este sistema de valores es el responsable de que veamos la tecnología como otro ente superior. Y también lo es el desconocimiento que hay, interesado o no, en los procesos tecnológicos. La gente piensa que para entender la tecnología debes ser un gran ingeniero, pero en realidad todo el mundo la puede entender, como yo misma, que vengo del mundo del arte y ahora trabajo programando.

¿Crees que el medio tecnológico es neutral y el problema es simplemente cómo lo estamos usando?

La tecnología no siempre es neutral. Los algoritmos del tipo machine learning son discriminatorios porque siempre favorecen encontrar patrones por encima de la diversidad. Por eso intento abrir otras realidades de pensamiento. Las redes sociales son como son porque están diseñadas para ser adictivas y porque, si tienes a tanta gente comunicándose a través de canales impropios, que no hemos concebido por nosotros mismos, al final seremos todos iguales. Esto da miedo porque la falta de diversidad nos hace más fáciles de manipular. Yo no soy optimista, pero intento demostrar que podemos decir y decidir muchas más cosas sobre la tecnología que las que nos quieren hacer creer.

Has creado robots curiosos, inteligencias artificiales con crisis existenciales, máquinas con síndrome del impostor... ¿Qué hilo conductor une estas obras?

La gente puede creer que, para hablar de convertir la tecnología en un sujeto, hablo de elevarla. Y es exactamente lo contrario: hablo de rebajarla. La tecnología no es un ente superior con quien tenemos una relación de subordinación, como si las máquinas fueran dioses tecnológicos: la tecnología es un sujeto por el que podemos sentir empatía. Y para crear empatía necesitamos ser capaces de ver la vulnerabilidad del otro. Un caso claro son los famosos robots de Boston Dynamics. Hay muchos vídeos de gente que reacciona con miedo o asco. ¿Por qué? Porque son robots diseñados para copiar y superar al ser humano. En cambio, si diseñas robots de colores, blandos, que parecen juguetes, la aproximación es diferente. También es la razón por la que siempre intento evitar el diseño antropomórfico: los robots son seres diferentes. La clave es mantener la alteridad y, al mismo tiempo, crear empatía. Ver la máquina vulnerable, sufriendo o con una crisis existencial, hace que la gente desarrolle empatía por reflejo.

Se suele decir que algunas sociedades orientales, debido a que están basadas en religiones animistas, tienen muchos menos problemas para relacionarse con las máquinas. ¿Deberíamos aprender de esta óptica cultural?

Sí. Crecer en un entorno en el que hay religiones como el sintoísmo japonés es muy diferente. Yo creo mucho en el poder de la ficción. En Occidente crecemos viendo representaciones de Hollywood donde los robots normalmente son mujeres superiores a los hombres, que están sometidas a sus dueños hasta que, finalmente, los traicionan. Es la narrativa de películas que han tenido mucho éxito, como Her o Ex Machina. En cambio, en Japón la gente crece viendo ejemplos como el robot Astroboy. Para empezar, Astroboy es la réplica del hijo muerto de su creador. Aquí esto sería visto como algo horrible. En cambio, en él nos encontramos con un universo en el que la convivencia entre humanos y robots se presenta como algo natural y bueno. Creo que los robots de cuidado y asistencia para las personas mayores, que en Japón son mucho más aceptados que aquí, pueden ser una ayuda. El tema es la colaboración con las máquinas, no la competición. Si la relación que la persona tiene con los agentes robóticos es sana, para mí no debe ser un problema. El peligro llega cuando la relación es tóxica.

Todas estas reflexiones se pueden hacer de muchas maneras: ¿qué tiene el arte de específico a la hora de planteárselas?

El arte es una herramienta que deja mucho espacio a la experimentación libre, como un juego. En un juego puedes interpretar diferentes roles e ir cambiando sin sufrir consecuencias directas, pero sí hay consecuencias para tu pensamiento. Cuando empecé a programar tuve la sensación de que tenía que demostrar muchas cosas (siendo mujer en un territorio de hombres, viniendo del mundo del arte, etc.). Cuando me liberé de eso fue cuando me di cuenta de que el arte es representación: yo no tengo que demostrar nada técnico, sino llevar los conocimientos técnicos hacia lugares donde no se puede llegar desde otros campos que tienen expectativas asociadas a la productividad. El arte es el único campo donde se puede trabajar con la tecnología para buscar resultados diferentes. Y esto llega hasta el espectador, que, cuando se acerca a la tecnología en un contexto artístico, lo hace con expectativas muy diferentes.

En las exposiciones de arte y tecnología, hay una frontera confusa entre lo que es negocio y lo que es arte. Es muy diferente ver una pieza de arte digital en el Centre Arts Santa Mònica o en la Colección BEEP que en el Mobile World Congress o el Sónar. ¿Hay equilibrio o tensión entre estos dos mundos?

El propio Sónar cambió de nombre. De “Festival de música avanzada y arte electrónico” pasó a llamarse “Creativity, Technology & Business”. Yo me quejé mucho de este giro, pero hablé con gente del Sónar y me dijeron que era un cambio de estrategia. Ahora el Sónar ya no tiene exposiciones de arte, aunque el Sónar+D intenta mantener ese espíritu y la gente a la que invitan a dar charlas está bastante bien. La cuestión es que fueron honestos y cambiaron de nombre. A mí me parecen más graves otros festivales en los que se intenta confundir, porque en realidad son festivales de música donde el arte digital se utiliza de mera decoración. Creo que tienes razón, mucha gente se quiere apropiarse del arte digital, pero, para mí el problema principal es que la única posibilidad de exponer que tienen los artistas sean estos espacios. Son espacios con precios prohibitivos que hacen que llegues a un público limitado.

¿Crees que el arte digital está bien tratado en Barcelona?

Hace unos años te habría dicho que no, y yo misma trabajaba mucho más fuera que aquí. Pero ahora hay más interés y mucha gente trabajando, sobre todo en Barcelona. También existe la Colección BEEP (que es de Reus pero que se mueve mucho por aquí), la exposición Ars Electronica, la residencia artística del CERN que dirige Mónica Bello... En Barcelona, ahora mismo hay interés en el arte digital y se está haciendo bien.

¿En qué sentido la noción de juego, o los videojuegos, nos ayudan a entender el presente?

El juego te permite experimentar otras realidades y perspectivas diferentes sobre el mundo en primera persona, y nunca hay dos partidas iguales. Cuando dices que algo es una obra de arte interactiva, la gente se acerca con cierta cautela. En cambio, si dices que es un juego, la cosa se rebaja y la gente entra mucho más.

La ludificación tiene un lado oscuro: muchas empresas utilizan los mecanismos del juego para aumentar la productividad de sus trabajadores.

Cuando yo digo que me gusta reapropiarme de los sistemas tecnológicos, hablo de la capacidad de desaprender. El sistema capitalista intenta apoderarse de todo lo que encuentra para sacar un beneficio económico, porque está basado en eso. Pero la gracia está en saber jugar al juego e intentar salir de él. Nos encontramos en un momento muy complicado en muchos sentidos, pero pienso que se debe tener un discurso positivo, que hay que intentar cambiar las cosas.

¿Cuál es tu método de trabajo?

Mis inspiraciones vienen de lecturas. Siempre estoy leyendo para coger ideas, y a partir de esas ideas voy buscando relaciones. También intento mirar el mismo concepto desde diferentes perspectivas. Es lo que hablábamos al principio de las implicaciones sociales de la inteligencia artificial. Me ayuda repensar la misma idea durante un tiempo para que me lleve a diferentes lugares. Y de la idea surge el objeto. A mí me gusta mucho el objeto, el resultado de mi trabajo siempre es un objeto. En cuanto al método, siempre trabajo por capas. La primera que se encuentra el espectador es la capa física, que siempre intento hacer con materiales blandos, llenos de colores que despierten interés por la pieza. Si quieres, te puedes quedar allí. También intento que siempre haya una capa lúdica para que el espectador pueda interactuar. Por ejemplo, en La computadora que quería ser incomputable, al final, si ves que está sufriendo demasiado, la puedes matar apretando un botón. El espectador también se puede quedar aquí, pero si la capa física y la capa lúdica son lo suficientemente atractivas como para llamarle la atención, entonces intento que lleguen a otra capa: la del concepto. En el caso de La computadora que quería ser incomputable —que, aunque la mates, al cabo de un rato vuelve a vivir— la idea es que tenemos agencia sobre la tecnología y, al mismo tiempo, la tecnología tiene una agencia propia diferente a la nuestra. Y, finalmente, hay una capa tecnológica: normalmente son sistemas que desarrollo yo misma, pero si tengo más presupuesto puedo ser más ambiciosa.

Una de las últimas piezas que has expuesto es Data gossiping robots (2019), un grupo de robots curiosos que se comunican a partir de rumores extraídos de los datos personales de tus perfiles en redes. ¿Pasan cosas que no habías planificado cuando expones tus obras al público?

He ido a hablar sobre esta misma pieza en la Sala Beckett y me dijeron que los robots son, en realidad, dispositivos teatrales. Y pensé: “Tienen razón”. Yo los llamaba “narrativas robóticas interactivas de ciencia ficción futurista”, pero es mucho mejor llamarlos así. La gracia de la pieza es que hace pensar mucho y que la gente se despreocupa sobre si los robots hacen lo que yo digo. Son chatbots que tienen información mía en la base de datos, pero la gente no puede comprobar hasta qué punto esto es real. La pieza despierta muchos pensamientos y enseguida se ven reflejados y quieren saber más. Es la gracia del trabajo por capas.

Retrat de Mónica Rikić © Mariona Gil Sala Mónica Rikić © Mariona Gil Sala

También me ha llamado mucho la atención New home of mind (2020), una instalación que parte de la idea de un robot consciente con una crisis existencial, que busca el significado de la vida después de que le hayan borrado el código.

La idea de esta pieza es qué pasa si una máquina ha sido hecha a imagen y semejanza de un humano, pero su naturaleza es completamente diferente. Hice una búsqueda especulativa y pensé que habría tres puntos clave que harían entrar la máquina en crisis. El primero es el desarrollo temporal de la existencia: nosotros nos reconocemos en el pasado y nos proyectamos en el futuro, mientras que las máquinas son recursivas, viven en un cibertiempo que no es orgánico. El segundo punto es la muerte: las máquinas no pueden morir, mientras que nosotros vivimos con la presencia de nuestra finitud acechando. Y el tercero es la incertidumbre: las máquinas adquieren inteligencia por acumulación de conceptos, mientras que los humanos lo hacemos por experiencia con significados y relaciones únicas. Cuando las máquinas se dan cuenta de que solo pueden saber conforme a su base de datos, empiezan a dudar de si lo que saben es cierto o no. Es muy similar a nuestra experiencia con la religión católica: se nos dice que nos crearon a imagen y semejanza de un dios impresionante y, cuando tomamos conciencia de nosotros mismos, nos damos cuenta de que no somos como este dios, que hemos sido creados por algo que no es como somos nosotros.

¿Qué cambiaría si aprendiéramos a relacionarnos con las máquinas de la manera empática y colaborativa que propones?

La gracia de no estar regulados por una única narrativa es que se producirían muchas maneras diferentes de relacionarse con las máquinas. Yo no solo intento ver las máquinas como seres más humanos, también a los humanos como seres más tecnológicos. Intento que, a través de la tecnología, podamos ver al otro como algo que no es amenazador, otro con quien podemos colaborar.

¿Qué prefieres del arte digital?

El código es magia. Cuando empecé a programar vi que con código podía hacer todo lo que quisiera. Y, a nivel teatral, vi que se puede hacer que las cosas adquieran vida. La gracia del mundo físico, que es lo que me gusta trabajar, es que puedes crear dispositivos que pueden sentir el mundo y reaccionar. Una máquina con un sensor puede percibir un input y reaccionar con un output. Puede ser algo tan sencillo como un sensor de luz que responde encendiendo otra luz, o puede ser tan complejo como un robot fisgón. Lo que más me gusta es poder llevarte a otros mundos y hacerlo yo sola con mis conocimientos.

El boletín

Suscríbete a nuestro boletín para estar informado de las novedades de Barcelona Metròpolis