“Por el corazón se trastoca la mente del espectador”

Carme Portaceli

Retrat de Carme Portaceli. © Clara Soler Chopo

Carme Portaceli será la próxima directora del Teatre Nacional de Catalunya, convirtiéndose así en la primera mujer que dirige la institución desde su fundación. En octubre de este año se incorpora al equipo del TNC para empezar a preparar la programación de la temporada 2021-22. Su trayectoria, sus producciones
y su buena gestión al frente del Teatro Español de Madrid la avalan al afrontar este nuevo reto.
El teatro en el que cree Portaceli habla de las personas, de los miedos y de las angustias, y busca crear ilusión y esperanza. Su propósito es un TNC hospitalario, que acoja a todo el mundo: desde quienes ya lo han respaldado y lo han hecho crecer, hasta los artistas que nunca han trabajado en él y el público que aún no lo ha descubierto.

Carme Portaceli (Valencia, 1957) fundó la Factoria Escènica Internacional en 2006, un espacio de investigación y desarrollo para la creación de espectáculos y actividades paralelas que ayuden a contextualizar y a situar al espectador en una actitud activa. A lo largo de su dilatada trayectoria, ha dirigido tanto obras de autores clásicos universales como Shakespeare, Gorki, Bertolt Bercht o García Lorca como de dramaturgos europeos contemporáneos, como Bernand-Marie Koltès, Heiner Müller o Thomas Bernhard. También adaptaciones de clásicos como Mrs. Dalloway de Virginia Woolf o Frankenstein de Mary Shelley, esta última una producción con la que agotó entradas en la Sala Gran del Teatre Nacional. Portaceli se ha encargado de la dirección escénica de la obra L’enigma di Lea, de Benet Casablancas, en el Gran Teatre del Liceu. Su último espectáculo, No passa cada dia que algú ens necessiti (de fet, no és gens habitual que algú ens necessiti) se ha estrenado en el Festival Grec 2020.

¿Quién la llevó al teatro por primera vez? ¿Tiene un primer recuerdo teatral?

No demasiado. Mi primera influencia teatral fue mi cuñada Teresa Lozano, la esposa de mi hermano mayor. Ella hacía teatro y eso fue lo que me llevó directamente al mundo del teatro.

Me gustaría empezar hablando un poco de su familia.

Vengo de una familia de clase social más bien alta. Una familia en la que todos han estudiado una carrera y muchos son médicos. En broma, muchas veces me llaman “doctora Portaceli”. Tengo dos hermanos mayores, yo fui la esperada hija que vino mucho después. Uno es arquitecto y, el otro, médico. Como decía, una familia de carreras.

¿Tuvo una educación muy artística?

No he tenido una educación convencional. Mi madre, que era una mujer convencional, educada convencionalmente, era muy ambiciosa con sus hijos. Por ejemplo, a mí, con doce años, me mandaron a Londres durante tres meses con una familia para que aprendiera inglés. Más adelante me enviaron con otra familia a Dublín, y luego fui a Londres a la universidad. Mi madre pensaba que era una forma de educarme y ponerme en el nivel en el que debía estar, y de conocer la libertad.

¿Y qué impacto le produjo esta libertad?

Recuerdo, en la primera vez en Londres, el impacto de ver, todos mezclados, a negros, indios, chinos. Yo venía de un lugar en el que todos éramos iguales, tanto si era en Barcelona como en Valencia, porque yo pasaba mi vida entre estas dos ciudades. Y recuerdo que pensé: “Esto es el mundo, de donde yo vengo no es el mundo”. Y esa fue más o menos mi educación.

¿Su primer colegio estaba en Valencia?

Retrat de Carme Portaceli. © Clara Soler Chopo Retrato de Carme Portaceli. © Clara Soler Chopo

Primero fui a un colegio en Valencia, pero soy de familia materna catalana y de muy joven ya me vine a vivir a Barcelona. Mi hermano vino a estudiar arquitectura en Barcelona y desde siempre fue donde yo quería vivir, porque era un lugar en el que se respetaba mi lengua y mi cultura, que en Valencia no se respetaban tanto en ese momento.

Entonces, ¿quién le enseñó a escribir en catalán?

De pequeña, en mi colegio de Valencia no te enseñaban catalán, pero yo lo estudiaba en casa. Aún recuerdo que con doce años ya fui a la librería de Eliseu Climent, la 3 i 4, famosa porque la extrema derecha la incendiaba dos o tres veces al año. Fui a pedir una gramática para aprender catalán, ya que sabía hablarlo pero nadie me enseñaba su gramática, y en el colegio estaba prohibido.

¿Y con qué edad aterrizó en Barcelona?

A los diecisiete años vine a estudiar Historia del Arte en la Universidad de Barcelona, y cuando ya estaba terminando la carrera entré en el Institut del Teatre y empecé a dirigir con unos cursos que había de dirección de actores para cámara, porque a mí me gustaba mucho el cine. Y con esa experiencia vi que el teatro era lo que más me interesaba del mundo y empecé a trabajar de ayudante de dirección. He tenido el gran privilegio de aprender dirección junto a Fabià Puigserver y Lluís Pasqual, que han sido mis maestros.

¿Qué aprendió de Fabià Puigserver?

Él me decía que el teatro era una forma de vivir, y cuando me lo decía, yo no lo entendía. Ahora sí lo entiendo. Es una forma de hacer introspección hacia dentro y de ver el mundo desde un lugar. Siempre me decía algo muy bonito: “Portaceli, si tú quieres hacer creer que un elefante vuela en el escenario, si lo haces bien, la gente se lo creerá”, y es cierto. Se trata de entender esta capacidad de abstracción que tiene nuestro oficio y cómo de la nada vas creando con las palabras, entendiendo adónde van las palabras. Lo que más he aprendido de Fabià y también de Lluís Pasqual es que, en el teatro, la m y la a no hacen “ma”. Cuando mis alumnos tienen que decir una frase como “te quiero”, dicen directamente “te quiero”, pero yo les pregunto, “¿por qué te quiero?”. Puede que se lo digas a alguien porque estás a punto de matarlo o de suicidarte, porque no lo quieres, porque acabas de engañarle… La clave está en desde dónde se dicen las cosas, en saber con qué tono deben decirse para que lleguen al corazón. Por el corazón se trastoca la mente del espectador.

También se ha formado en el extranjero.

Sí, luego me concedieron una beca y me fui a París. Allí hice una asistencia con Antoine Vitez, un hombre de una cultura extraordinaria, el último humanista. Tal vez no hiciera el teatro que me hubiese gustado hacer, pero sí aprendí de él el respeto por el texto. Hicimos Electra, y con una libertad sin límites. Entendí que el teatro clásico se puede hacer de una forma moderna si eres capaz de coger su esencia. Años más tarde, cuando hice l'Auca del señor Esteve en el Teatre Nacional, el bisnieto de Santiago Rusiñol vino emocionado tras la función y me dijo: “Hemos llorado, hemos reído y solo puedo pensar que si mi bisabuelo estuviera aquí, diría que esta es su obra en el siglo XXI”. No se debe temer a los clásicos y siempre hay que acercarse a ellos con un respecto total, pero los tienes que llevar a nuestra visión, porque es la que tenemos, no tenemos otra.

También conoció a Bernard-Marie Koltès, uno de los autores que la ha marcado y de quien ha montado cuatro otras. ¿Cómo era como persona?

Era muy vital, aunque yo lo conocí cuando empezaba a estar enfermo y no sabían qué tenía. Me regaló los derechos de su obra Combate de negro y de perros. Cuando volví a Barcelona la monté en el Espai B del Mercat de les Flors. Hasta entonces, nadie había hecho teatro allí, yo lo abrí como sala de teatro. Entonces, un día vino Fabià a ver el ensayo. Le acababan de denegar la plaza de toros de la plaza Espanya y descubrió aquel espacio. Koltès quería venir a Barcelona a ver el estreno, que fue el 27 o 28 de septiembre de 1988, pero no pudo porque estrenaba Regreso al desierto en París el mismo día. Y a los pocos meses, falleció.

Carme Portaceli al davant de l'entrada principal del Teatre Nacional de Catalunya. © Clara Soler Chopo Carme Portaceli frente a la entrada principal del Teatre Nacional de Catalunya. © Clara Soler Chopo

A lo largo de su carrera, ha estrenado a autores germánicos como Marius von Mayenburg, Botho Strauss, Heiner Müller, Elfriede Jelinek o Thomas Bernhard. ¿De dónde le viene este afán por los autores alemanes?

He tenido un gran afán, pero ahora ya no tanto. A mí lo que me gustaba era su libertad. Siempre tienen una gran libertad en el momento de hacer las cosas y de explicarlas como las explican. Ahora no estoy tan cerca de esta tendencia, aunque sigue interesándome. Ahora en nuestro país están pasando cosas muy bonitas desde el punto de vista de la dramaturgia, hay gente extraordinaria que debe tener la oportunidad de seguir creciendo. Por mi relación con mis colegas europeos, me interesa mucho lo que está ocurriendo en algunas zonas de Italia, en Portugal… Empiezan a surgir movimientos que me atraen muchísimo.

¿Y cómo va detectando este talento en el extranjero?

Lo he visto liderando Between Lands, un proyecto europeo que está destinado a trabajar por la defensa de la cultura y de la Europa de las culturas y todos los valores que ello supone. Lo seguiré impulsando desde el Teatre Nacional de Catalunya.

¿Pretende Between Lands promover el intercambio de las obras de un país con otro?

Sí, pero que viajen no desde un punto de vista comercial, como un simple intercambio de cromos, sino yendo más allá. Debemos poner sobre la mesa los temas fundamentales que nos interesan. Durante el confinamiento, he estado hablando y discutiendo con otros directores qué papel debe jugar la cultura como servicio público hoy día. Y estoy también lo digo porque seré directora del Teatre Nacional de Catalunya y lo he sido del Teatro Español. Lo que debes hacer es crear ilusión, confianza y esperanza por la cultura, y ese es nuestro servicio. ¿Y cómo debes hacerlo? Pues poniendo sobre la mesa temas fundamentales. ¿De qué habla el teatro? De nosotros, de nuestros miedos, de las cosas que nos angustian, que nos llenan o que nos generan incertidumbre, como el momento que estamos viviendo… El teatro no habla de zombis, sino del ser humano y de su interior. Debemos poner en común estos temas fundamentales entre los seis países que participan en el programa Between Lands. Tenemos que ver cómo hacer una programación conjunta, de forma que un espectador pueda tener un “bono de viaje” y que, si nos ponemos a hablar de fronteras, pueda ir a ver obras sobre fronteras en Bélgica, Francia, Portugal, Catalunya…

Entonces, no se trata tanto de que los espectáculos giren, sino de que exista un diálogo entre producciones…

Sobre todo, que exista un diálogo entre producciones y dramaturgos. Por ejemplo, que trabajen en una producción francesa un dramaturgo de allí y otro de aquí, en una obra que hable sobre fronteras o cualquier temática que nos interese, siempre defendiendo la cultura codo con codo frente a unas cuestiones políticas que hemos dejado un poco abandonadas.

El teatro no se puede desvincular del todo de la política. Dentro de la nueva función que ejercerá en un teatro público, ¿cómo cree que puede integrar esta dimensión política del teatro en una institución de alcance nacional y en un contexto político tan complicado?

Estoy segura de que no tendré ningún problema, porque lo que creo que debo hacer en un teatro nacional es que sea un teatro para todos. Por tanto, la hospitalidad debe ser nuestra línea de conducta. Esta será nuestra gran política, mantener todo el público que existe en el TNC y que ha mantenido este teatro año tras año. Pero, al mismo tiempo, debemos abrir las puertas. El TNC debe ofrecer una vía de entrada para artistas que no han trabajado nunca en él y también atraer a un público más abierto a nuevas franjas de edad, sin condicionantes de clase ni de género.

Usted será la primera mujer en dirigir el Teatre Nacional. Hasta la fecha, ninguna dramaturga catalana viva ha estrenado ninguna obra en la Sala Gran, quizá ya va tocando…

Conmigo no habrá ningún problema. Lo tengo en mente y lo llevo en los genes. No hacen falta explicaciones, un teatro es el espejo del mundo y en el mundo hay hombre y mujeres y, por lo tanto, en el teatro tiene que haber lo mismo.

Uno de los grandes quebraderos de cabeza de cualquier director del TNC ha sido llenar la descomunal Sala Gran. Usted demostró con Frankenstein que es capaz de llenar las 800 butacas. No se puede hacer un montaje demasiado intimista, porque hay que llegar al espectador de la última fila y para lograrlo hacen falta ingredientes épicos y una cierta expansión.

Carme Portaceli asseguda al pati de butaques de la Sala Gran del TNC. © Clara Soler Chopo Carme Portaceli sentada en el patio de butacas de la Sala Gran del TNC. © Clara Soler Chopo

Debe haber expansión, sí, pero yo creo que es una cuestión interior. Como dramaturgo, debes estar preparado para llegar al corazón de la gente desde el tuyo. Debes tener una historia vital, y algunos jóvenes ya la tienen, pero creo que se va ganando con la edad. Si esta historia vital ya está en camino, hay que acompañarla para que con el tiempo el dramaturgo pueda dar ese salto. Tengo un proyecto, que aún no puedo explicar, que pretende ayudar a preparar a los dramaturgos para la Sala Gran.

Quiere decir que se debe acompañar a los dramaturgos antes de lanzarlos a los leones.

En principio creo que se les debe acompañar, y no soy nadie para decir quién vendrá y quién no, pero sí puedes intuir qué personas pueden tener más predisposición para romper ese techo de cristal y llegar a las 800 butacas. Y se las puede preparar con ejercicios, para que vayan haciendo ese camino hasta desembocar un día en la Sala Gran.

¿Cómo cree que se podría rejuvenecer el público del TNC?

Tengo muchos proyectos e iniciativas que salen del teatro hacia fuera. Iremos a barrios a trabajar con adolescentes. Y haremos lecturas de obras por encargo que hablen de la invisibilidad de las mujeres, por ejemplo. Si te acercas a estos nuevos públicos, después son ellos quienes vienen a verte. En este sentido, la experiencia del Teatro Español ha sido extraordinaria.

Hábleme de esta experiencia.

La llamábamos “Lectura del español en los barrios”. Hacíamos lecturas teatrales los fines de semana en centros cívicos o bibliotecas de barrio. Se creaban unas sinergias extraordinarias con la gente que participaba.

Que luego se reflejaron en la cifra de ocupación del Teatro Español...

Cuando entré, la media de ocupación del Teatro Español era del 28%. En cinco meses logré aumentarla al 67% del cómputo total de ocupación, y terminé con un 80%. Luego me echaron.

¿La echaron por motivos políticos?

Yo tenía un contrato de tres años, prorrogables a tres más, un contrato habitual. Y me comunicaron por teléfono que no seguiría tras los primeros tres años. Eso sí, me respetaron la última temporada.

¿Entonces no incumplieron el contrato, sino que sencillamente no lo renovaron?

En mi caso había dos ciclos y no se renovó. Es lo mismo que decir que me echaron. Pero bueno, eso es lo que ocurrió, y acabamos con un 80% de ocupación, una buena cifra teniendo en cuenta que en el Teatro Español hay unas sesenta butacas de visibilidad reducida.

Usted que ha trabajado en Madrid y ha podido comparar lo que se hace allí con lo que se hace aquí, ¿hay tanta diferencia entre la cultura teatral de una y otra ciudad?

Hace años sí la había, pero yo creo que ahora ya no. En Madrid hay salas alternativas y un panorama teatral interesante, más que hace unos años.

De Madrid nos llegan sobre todo musicales, un producto de gran inversión, muy diferente.

Sí, es como si dijéramos el teatro de la Gran Vía, que es una cosa completamente distinta, como aquí el Paral·lel cuando existía el Paral·lel.

Reculando un poco, me gustaría que me hablase de la Factoria Escènica Internacional (FEI) que fundó y de la que ha sido directora artística. La FEI arrancó en 2006 con la producción de L’agressor, de Thomas Jonigk.

Igual que en casi todos mis proyectos, el sentido de la FEI era reunir a una serie de artistas (de la música, el teatro, el movimiento), que es lo que a mí me gusta hacer, para que pudiéramos compartir una serie de proyectos y que la gestión fue de la mano de la ceración desde el primer día. Éramos Dani Nel·lo, Marta Carrasco y yo misma, entre otros. En ese momento, la Factoria fue pionera de muchas cosas. Coprodujimos por primera vez con el TNC, con el Teatre Lluire, con el Grec… Era una empresa privada pequeña y empezaba a hacer este tipo de producciones, que entonces no eran habituales. Ahora, es de lo más normal. Ensayábamos en la Nau Ivanow, que era un espacio que había descubierto cuando preparaba las funciones de Gènova, un espectáculo producido para el Fòrum de les Cultures en 2004, que incorporaba música en directo, y donde ensayaba hasta horas en que molestábamos a los vecinos. Entonces buscamos la posibilidad de cambiar de lugar y nos dijeron que alguien tenía una nave en Sagrera, y fuimos allí de casualidad, nos quedamos a ensañar y me encantó. Me pareció como una especie de nave alemana, parecía que estabas en Berlín, y pregunté si les importaría que nos estableciéramos allí. Allí mismo representamos L’agressor pensando que no vendría nadie, y llenamos la sala.

Y en estos momentos, ¿la Factoria se encuentra en pausa?

Yo dejé la FEI cuando empecé a trabajar en el Teatro Español. Me podría haber quedado por el tipo de contrato que tenía, pero me pareció que aunque era legal, no era bonito.

En cualquier caso, si repasamos todas sus producciones, ha conservado esta voluntad de riesgo, de hacer teatro experimental, de buscar nuevas fronteras…

Eso es lo que hago. Francamente, creo que es lo que hacemos la mayoría de los artistas: buscas un lenguaje propio que te satisfaga, que te permita explicar lo que quieres decir y que llegue directo al corazón. Y eso es lo que he hecho desde el principio, empecé a trabajar la música en vivo y el movimiento en escena, y eso me ha llevado a investigar mucho el tipo de lenguaje en un espacio escenográfico más conceptual y abstracto. Se trata de que de la nada vaya saliendo la situación y todo se vaya transformando.

Carme Portaceli davant unes portes amb un cartell que diu "Respostes i incerteses". © Clara Soler Chopo Carme Portaceli frente a unas puertas con un cartel que reza "Respostes i incerteses". © Clara Soler Chopo

La palabra nos permite construir mundos en escena en un espacio abstracto, pero también es cierto que últimamente hemos visto una irrupción del mundo audiovisual en los escenarios. ¿Cree que el abuso de las pantallas podría arrinconar a la palabra?

Es cierto que yo también utilizo mucho el audiovisual desde que hice Gènova en 2004, en un momento en el que todavía no se utilizaba demasiado. Me serví de ello como un recurso más para llegar al corazón y explicar cosas con las imágenes. Pero no creo que el audiovisual esté reñido con la esencia del teatro, que es la palabra, porque la palabra es desde donde creas el mundo.

De hecho, en su último espectáculo, estrenado en el Festival Grec este verano pasado, la palabra reina por encima de todo. Y pide al espectador una escucha muy atenta, porque es un collage de textos, entre los cuales se encuentra una larga entrevista al filósofo coreano Byung-Chul Han publicada en El País.

Sí, pero eran fragmentos muy pequeños y quedaba muy claro lo que dice Byung-Chul Han. Vivimos en la era de la comunicación y durante el confinamiento hemos estado todo el día hiperconectados vía Zoom, Skype o WhatsApp, pero de pronto nos damos cuenta de que no creamos comunidad. ¿Qué pasa con los rituales, que son los que crean comunidad, y por qué no los estamos celebrando? Y nosotros sabemos de qué hablamos, porque vivimos en un país en el que no se ha enterrado bien a los muertos de una parte de la guerra. Sabemos muy bien lo grave que es saltarse los rituales. Y después Han aún decía otra cosa interesante que solo apuntamos, y que es toda esta teoría de la autenticidad: ahora resulta que debemos ser auténticos, debemos decir lo que sentimos o pensamos, lo que nos viene a la boca y nos da la gana. En cambio, Han defiende que hay ciertas normas de convivencia y que no podemos decir lo primero que nos pasa por la cabeza. Y a eso lo llaman sinceridad o autenticidad, pero es todo lo contrario. El ego siempre se halla en el centro de todo esto, como si lo que tú piensas fuera muy importante; y no lo es, muchas veces es mejor ahorrártelo y no hacer daño. Mi amiga Pepa López siempre me dice: “Hay que reservar la sinceridad para lo bueno, no para lo malo”.

Ahora que hablamos de rituales, el teatro es uno de ellos, y durante el confinamiento ha habido la tentación de hacer teatro virtual. En su última temporada al frente del TNC, Xavier Albertí incorpora al espectador en línea. ¿Cree usted que el streaming puede sustituir a las artes escénicas en vivo? ¿No cree que la presencialidad forma parte del ritual del teatro y que es insustituible?

Es insustituible porque la presencialidad es lo que crea comunidad. La esencia del teatro es esta comunidad, y también es la esencia de la comunidad humana. Lo que nos hace estar preparados para la convivencia y la tolerancia es sentarnos juntos mientras vemos lo mismo, y latir juntos, y luego ya hablaremos de si te gusta o no te gusta, porque eso no es lo más importante. Lo más importante es asistir juntos a una situación y latir y respirar juntos. Yo siempre les digo a mis alumnos: “No me interesa qué piensas, ni si te ha gustado o no”; lo importante es que me digas qué pensabas mientras estabas en el teatro, y a partir de ahí podemos hablar. No doy clase para saber si te ha gustado o no, no podemos ser siempre tan importantes.

¿Hay algo que tema en esta nueva etapa que inicia?

Ahora mismo, no. Conozco muy bien a la gente que trabaja en el Teatre Nacional y no son de los que sueltan el lápiz a las cinco de la tarde. A mí me gusta trabajar en equipo, escuchar, discutir y aglutinar a la gente. El TNC tiene los mejore equipos técnicos, gente inteligente con muchas ganas de hacer cosas, y tenemos que ponernos al día con aspectos como la tecnología y el inglés. Quizá soy muy ingenua y me toparé con todos los problemas del mundo, como en todos los teatros públicos, pero creo que entro a trabajar con un equipo de profesionales de primera, y eso me da confianza.

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