“Rendirse a la tecnología es convertir en prescindible el oficio de escritor”

Enrique Vila-Matas

 © Manuel Medir

Enrique Vila-Matas (Barcelona, 1949) ha creado un universo literario propio. Su escritura capta y universaliza, desde la subjetividad, el aire atribulado de su época. Lo demuestra que sea uno de los autores más traducidos y prestigiados internacionalmente. En 1973, debutó con Mujer ante el espejo contemplando el paisaje, en la editorial recién creada por Beatriz de Moura y Oscar Tusquets. Cincuenta años después, Vila-Matas vuelve a colocarse ante el espejo, contemplando a Vila-Matas: “Quizás lo más atractivo del ejercicio de la literatura en nuestros días está en el hecho maravilloso de que el lenguaje no es algo que reproduce la realidad, sino que la construye y la deconstruye, la hace y la deshace desde una inevitable subjetividad”.

Hace 50 años publicó su primer libro. Pero, como a usted no le gustan los números redondos, ¿cuándo adquirió conciencia de escritor?

Debió pasarme inadvertido el momento, tal vez por haber empezado a escribir sin uso de razón. O no, espere. Hubo una época en la que percibí que un día podría sentirme escritor. Ya andaba por el cuarto libro publicado, Nunca voy al cine, escrito en casa de Paco Monge en Mallorca. Mientras componía en una mesa camilla los relatos, era consciente de que un día, unos cuantos años más adelante, quizás podría mejorarlos. Y, mire, no hace nada. Una noche del pasado abril, alguien se interesó por saber en qué momento me había sentido escritor. Me cogió por sorpresa y le di cuatro o cinco respuestas distintas que no me convencieron nada, porque sentirme escritor, lo que se dice sentirme escritor, eso no creo que me haya sucedido nunca. Sería incluso un tanto extravagante que me hubiera ocurrido teniendo en cuenta que Kafka, por ejemplo, dijo que su escritura, su obra, no estaba ahí más que para conducir a la búsqueda de la obra.

En aquellos años su pasión era el cine. ¿Qué lo decantó por la literatura?

Uf, solo sé que, a los catorce años, de tanto ver cine “no apto para menores” en el Texas de la calle de Bailén, escribí una breve novelita policiaca en la que enfrentaba al Bien con el Mal. El inicio de la acción lo extraje del arranque de El halcón maltés, el primer film de John Huston. Un detective privado recibe en mitad de la noche una llamada telefónica y, enseguida, una enmarañada trama se pone en marcha. El Bien era uno de los hermanos de mi madre, y el Mal, otro de ellos. La titulé Sus dos tíos y pasaba en el Congo occidental. Mi tío, el supuestamente canalla de mi librito, quedó deprimido al leerme. Días después, fui obligado, por imperativo familiar, a estudiar Derecho, que no me interesaba nada. En compensación por mi disgusto, se me permitió inscribirme en la Escuela de Periodismo por las tardes. No perdí, pues, el hilo de la escritura.

¿Es usted el Vila-Matas que organizó un festival en el que debutó Pau Riba?

En primero de Periodismo fui elegido delegado de cultura. Creí que estaba obligado a organizar algo y se me ocurrió montar un concurso de cantautores catalanes de mi generación. Lo llamamos Festival, como si fuera el de Benidorm. Entre los jóvenes estaba Pau Riba, artista entonces muy incipiente, el Pau de antes de viajar a Formentera. Por votación popular fue el vencedor, y hubo escándalo por el pelo largo y el modo de vestirse (ahora nos parecería un gentleman), y, sobre todo, por las letras. Recuerdo al profesor Carlos Nadal, destacado periodista de La Vanguardia, preguntándome cómo era posible que el nieto de Carles Riba escribiera aquellas letras tan absurdas. A la siguiente edición del Festival, se presentó un entonces completamente desconocido Sisa, y no solo se llevó el primer premio, sino que deslumbró a todos.

¿Cómo era aquella Barcelona de los años setenta?

Mi impresión es que, en aquellos días, algo muy potente, como surgido del fantasma del Mayo del 68, del que en realidad nadie sabía nada, se estaba despertando y poniendo en marcha.

¿Cómo la ve medio siglo después?

Barcelona ha cambiado mucho, y el mundo, también. En una novela sobre la desmemoria de Europa, una enloquecida y genial obra búlgara que acabo de leer, Las tempestálidas, de Gueorgui Gospodínov, hay una clínica en Zúrich para enfermos de alzhéimer cuyas instalaciones reproducen las distintas décadas del siglo xx al detalle, lo que permite a los pacientes regresar al escenario de los años de su plenitud. En esa clínica suiza, cada país de la Unión Europea elige su década preferida, aquella de la que mejor recuerdo alcanza a tener.

¿Qué años elegiría usted?

Si me invitaran a escoger los mejores años de Barcelona, me quedaría con la etapa que va de 1977 (el mundo del pintor Ocaña y la sublevación de las Ramblas como imagen nuclear de aquella gran explosión de libertad) hasta mayo de 1980, cuando llega Pujol. Era una Barcelona poderosa, ya mucho antes de que los Manolos cantaran aquello de que “Barcelona tiene poder, su paseo de Gràcia es su poder”. Ahora ese paseo es un bulevar cursi para turistas de los restos del Titanic, un paseo que ha perdido su encanto y acoge firmas de moda que imitan nombres de supositorios.

¿Y en lo literario?

Los monumentales cambios no puedo desligarlos de mi vida personal, en la que la literatura juega un papel central. Y, al resultarme difícil desligarlos, diría que, tras un medio siglo muy movido, solo queda en pie para mí la zona alta del paseo de Sant Joan, todavía hoy clavada en mi memoria. En parte, por La calle Rimbaud, que es el único de mis textos que habla de mi infancia y uno de los que más aprecio, quizás porque lo siento rabiosamente mío, del mismo modo que percibo con claridad que es indestructible de tan profundamente auténtico que es. Lo asocio a aquella recomendación de Hemingway para jóvenes principiantes en una famosa entrevista publicada en 1954 por The Paris Review: “Todo lo que tienes que hacer es escribir una frase verdadera. Escribe la frase más verdadera que puedas… y luego continúa desde allí”.

¿Qué ve Vila-Matas ante el espejo, contemplando a aquel Vila-Matas?

Por suerte para mí, no todo tiempo pasado fue mejor. En contra de lo que muchos suponen, nuestra era es una época fascinante para el ejercicio de la literatura. Quizás lo más atractivo de ello, en nuestros días —aunque hablemos siempre de que esta ha de sortear su propia desaparición, la muerte del autor, del texto y del lenguaje—, está en el hecho maravilloso de que el lenguaje no es algo que reproduce la realidad, sino que la construye y la deconstruye, la hace y la deshace desde una inevitable subjetividad. Y esto creo que nos sitúa frente a un mundo de posibilidades extremas, infinito.

Claro que, últimamente, la tan traída y llevada inteligencia artificial ha complicado aún más el papel futuro de los escritores. Pero eso, desde que leí a Tom McCarthy diciendo algo sobre el asunto, ya lo tenía yo previsto y no me alarma en absoluto. Al contrario, me anima a continuar, sabiendo que voy hacia el silencio, lo cual significa para mí tener que atravesar territorio sioux, un camino en el fondo apasionante, por alejado que esté de aquel entorno cultural en el que crecí y que buscaba la innovación permanente.

Si ha desaparecido aquel entorno cultural que buscaba la innovación permanente, ¿se siente usted ahora más en soledad? ¿Ha experimentado en algún momento esa angustia de la originalidad de la que hablaba Harold Bloom?

Ninguna angustia. Me siento acompañado por autores contemporáneos que percibo cercanos. Resistir es lo que vengo haciendo desde niño, desde que, día a día, logro abrir los ojos y me pregunto qué voy a hacer en las siguientes horas. Y, como le decía, desde que leí a Tom McCarthy, ya tenía más que previsto ese papel tan complicado que les espera a los escritores.

No me alarma en absoluto y hasta lo anuncio en las primeras páginas de mi novela Montevideo, donde distingo para los próximos tiempos cinco tendencias narrativas dominantes: la de quienes no tienen nada que contar; la de quienes deliberadamente no narran nada; la de quienes no lo cuentan todo; la de quienes esperan que Dios algún día lo cuente todo, incluido por qué es tan imperfecto; y la de quienes se han rendido al poder de la tecnología, que parece estar transcribiéndolo y registrándolo todo y, por tanto, convirtiendo en prescindible el oficio de escritor.

¿Prescindible?

El adjetivo prescindible puede causar un lógico temor, pero no le prestaría tanta atención. Si nuestro clima actual es fascinante para la literatura es porque, si lo observamos bien, veremos que, de alguna forma, todo se está convirtiendo en escritura. Edward Snowden, como le comentaba el otro día McCarthy a Antonio Lozano, nos ha ayudado decisivamente a tomar conciencia de ello: paseamos por una calle y queda rastro de nuestro paso por allí en algún ordenador que reposa en una cripta en medio del desierto de Nevada. La cuestión política crucial es casi una cuestión propia de la literatura: ¿qué es lo que queda registrado y quién tiene acceso a leerlo? En esta época, la escritura y la lectura han visto reforzado su papel. Claro que alguien dirá: “Oh, pero, por otro lado, vamos hacia la desaparición de la literatura”. Bueno, pero de eso trata toda la obra, por ejemplo, de Samuel Beckett. Y ya no digamos la de Blanchot, mi admirado Blanchot, que insinuó que la idea de escribir era absurda, que uno debería aspirar al silencio. “Queda poco por decir”, escribió Beckett. “¿Cómo haremos para desaparecer?”, preguntó Blanchot. Cada día sabemos más sobre cómo lo haremos para desaparecer. Para desaparecer, escribiremos. “Se escribe para ver morir una mosca”, decía Marguerite Duras.

 © Manuel Medir © Manuel Medir

La poesía primero, el teatro después y la novela a partir del siglo xix marcaron las sensibilidades de sus épocas. Hoy el arte y la literatura, en general, parecen haberse quedado en segundo plano, en favor de los relatos filmados o de la música. Su escritura es intraspasable al lenguaje cinematográfico, a no ser que el director fuera David Lynch o Béla Tarr. En su último libro, Montevideo, dinamitadas las convenciones del género, ha conseguido que la escritura respire como un ser vivo. Si está de acuerdo, ¿es lo que pretendía?

Me di cuenta de que era lo que andaba buscando cuando, a la salida del hospital Clínic, empecé a corregir, de forma cada día más sorprendentemente entusiasta, el tímido borrador inicial de Montevideo. Ese borrador lo había terminado antes de entrar, en diciembre de 2021, en el hospital, para recibir un trasplante de riñón, donado más que generosamente por Paula, por mi queridísima, desde hace tantos años, Paula. Al corregir, al reescribir, me desconcertaba aquel entusiasmo creciente, pues no lo había experimentado nunca, aunque, claro, continuaba corrigiendo y ampliando detalles (algo también raro en mí, que siempre he escrito deprisa). Y, a medida que seguía con el nuevo Montevideo, iba viendo cómo, de forma paralela, tanto el autor como la obra respiraban, en efecto, cada vez más vivos.

Es posible que la casi imperceptible leve mejora diaria de salud influyera en la creciente atracción que sentía por el borrador que estaba modificando y que, a veces, como mi cuerpo, parecía avanzar y mejorar solo. Hacia las páginas finales, después de escapar del infierno de Bogotá (situado en una habitación del Beaubourg de París con vistas a la ciudad suiza de San Galo), escribía emocionado, y por eso entré lateralmente en el tema de la elevación: “Te has convertido en los últimos tiempos en un escritor al que las cosas le pasan de verdad. Ojalá comprendas que tu destino es el de un hombre que debería ya estar deseando elevarse, renacer, volver a ser. Te lo repito: elevarse. En tus manos está tu destino, la llave de la puerta nueva”.

Esto nos lleva al eterno debate de las ficciones de la realidad y la realidad de las ficciones. Usted aborda cuestiones esenciales de nuestra época, la crisis de identidad, el multiverso de realidades, la desmemoria, la pulsión de la muerte, la sospecha de que un poder ajeno a ti dirige tu vida (¿el algoritmo?, ¿el inconsciente?) con más profundidad que el realismo narrativo, que desconoce lo que escapa a la realidad óptica. ¿Qué opina?

Me lleva a recordar a Nietzsche, mire por dónde. Me viene a la memoria aquello que él gritaba con lucidez terminal desde su ventana de Turín: que para ser realmente contemporáneo hay que ser intempestivo, ligeramente inactual. Yo creo que, desde siempre, he tratado de serlo, extemporáneo. Y más ahora, cuando algunos se preguntan si desaparecerán las obras “difíciles” en un mundo editorial que teme arruinarse con lo “experimental”. “Por qué citas tanto”, me preguntan a veces. Pues en parte, digo, para ayudar a mantener, como sea, el nexo de unión con los logros y las lecciones de la historia de la literatura universal.

Algunos de sus autores de referencia son inseparables de sus ciudades. Borges, Buenos Aires; Kafka, Praga; Joyce, Dublín… Usted ha difuminado el lugar desde donde escribe, sin que tampoco sea un no-lugar, sino que ha creado una zona propia. ¿Cómo describiría la zona cero Vila-Matas?

Sin dejar nunca de estar en Barcelona, escribí Montevideo como si me encontrara en París. No fue algo deliberado. Simplemente, mi mente no se movió de allí, pero esto lo vi cuando el libro ya estaba terminado. Con todo, en la última página, Barcelona no está precisamente ausente. En cuanto a mi zona cero, no sabría qué decirle, no soy bueno para las descripciones y, además, sospecho que hace mucho frío allí.

¿Podría dibujar el mapa de su Barcelona sentimental?

Es un viaje vertical, de norte a sur de la ciudad. Un trayecto en el que, para poder pasar por el paseo de Sant Joan, me las arreglo siempre muy bien. Voy hasta la misma zona en la que, en una verbena de San Juan, el llamado Pijoaparte surgió de las sombras de su barrio y bajó caminando por la carretera del Carmel. Y desde allí desciendo hasta las inevitables Ramblas, que un día lo fueron todo para mí. Eran tiempos en los que una gente brutalmente local constituía su único espectáculo, un gran río de humanidad y de locura que bajaba hasta el mar, como aún puede verse en la gran ciudad de Nápoles.

Ha elegido la Escuela Industrial de la calle del Comte d’Urgell para la sesión fotográfica. ¿Por algún motivo concreto?

Porque está cerca de mi casa y el arquitecto que la creó fue nada menos que Rafael Guastavino, quien, muchos años después, construyó la gran bóveda de la Grand Central Station. De modo que la Escola es mi conexión personal, glamurosa, con Nueva York. Para fotografías, va sobrada de decorados de todo tipo, algunos incluso futuristas, pues Guastavino tenía un punto genial… Claro que también lo tenía como estafador. Más motivos para haberla elegido: la fotogenia de la Escola me la descubrió Philipp Engel, el día que me citó bajo su reloj. “¿Qué reloj?”, pregunté.

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