Riesgos globales, desafíos locales. Las ciudades, más allá del coronavirus

Il·lustració © Laura Borràs Dalmau

Uno de los atractivos de la vida urbana es la proximidad, la cercanía, la vida compartida por mucha gente a poca distancia. Pero la crisis de la COVID-19 ha puesto en entredicho precisamente esta razón de ser de las ciudades, que a partir de ahora se verán obligadas también a repensar su dinámica económica, laboral y social, así como su estructura urbana.

Al escribir estas líneas, a finales de abril de 2020, son aún muchas las incertidumbres sobre lo que nos depara el futuro tras la epidemia de COVID-19. Entre las pocas certezas que van afirmándose destaca la necesidad de mantener la llamada “distancia social” mientras no se disponga de la vacuna que permita evitar nuevas oleadas de contagios. Esta situación contrasta con el razonamiento sobre el que históricamente se han ido construyendo y modulando las ciudades. La proximidad, la cercanía, la vida compartida por mucha gente a poca distancia han sido siempre los grandes atractivos, si no los principales, de la vida urbana. Así que no resulta extraño que muchas miradas se hayan dirigido hacia las ciudades para calibrar su capacidad de resistir y mantener su fuerte reclamo en una época en la que los riesgos globales no dejan de aumentar.

A los pocos días de iniciarse la expansión de la pandemia en Estados Unidos, ya hubo quien pronosticó el fin de Nueva York[1], el paradigma de ciudad global. Densidad urbana, alto porcentaje de residentes procedentes de todo el mundo, mucho turismo y el envejecimiento de la población eran características que destacaban en casos como los de Nueva York, Milán, Madrid o Barcelona. Ciudades densas, muy conectadas con la economía global. Pero también es cierto que otras ciudades con características similares, como Hong Kong o Singapur, no han tenido los mismos problemas con la pandemia. Por otro lado, las imágenes de las calles que antes estaban densamente pobladas y notablemente cargadas de polución y que ahora están vacías[2], tranquilas y con el aire más limpio que nunca, forman parte del debate sobre los efectos secundarios de la pandemia en el futuro de las ciudades.

Los pros y los contras de la densidad

Es bien sabido que las ciudades han estado siempre en el ojo del huracán de las epidemias. Tenemos constancia de ello en la Grecia antigua, en la Edad Media, en el Londres del siglo xix, con los efectos de la gripe de 1918 o con lo que sucedió con el ébola en las ciudades subsaharianas. En todos los casos, los impactos de las epidemias en las ciudades fueron muy significativos, como lo son ahora los de la crisis del coronavirus. Como decíamos, la densidad de personas, actividades, movimientos y oportunidades han sido y son el gran atractivo de las urbes, pero son también su principal talón de Aquiles en lo que a la transmisión de enfermedades se refiere.

Richard Sennet, en su último libro, Construir y habitar[3], sitúa a Joseph Bazalgette, el ingeniero responsable del sistema de saneamiento del Londres del siglo xix, como uno de los grandes artífices del concepto de ciudad tal como hoy lo entendemos, junto con Ildefons Cerdà (Barcelona), Frederick L. Olmsted (Nueva York) o Georges-Eugène Haussmann (París). La gran ventaja que supone la densidad desde el punto de vista medioambiental, al reducir costes y efectos nocivos del transporte y al evitar (entre otras cosas) el sprawl (o derroche de suelo), podría tener efectos negativos desde el punto de vista sanitario, ya que dificulta el confinamiento y la posibilidad de asegurar la distancia entre personas. Lo que sería bueno para la salud (más extensión de la mancha urbana, evitando concentración en altura), no lo sería para la emergencia climática (uso intensivo del suelo, más problemas de conectividad, dificultades en cuanto a la provisión de servicios y la gestión de residuos). El reto está en buscar dinámicas de esponjamiento urbano y generar espacios de mayor habitabilidad y menor contaminación (como los que se plantean con las superilles en Barcelona), con mayores facilidades para la movilidad en bicicleta o fórmulas de transporte compartido. Se trata de buscar soluciones[4] que incorporen tanto el punto de vista ambiental como el de la prevención sanitaria.

Estamos viendo también ahora las ventajas (y las limitaciones) del trabajo a distancia, que puede hacer menos necesario tanto vivir en el meollo de las ciudades como moverse dentro de ellas. Pero eso exige reforzar tecnológicamente la urbe y democratizar el acceso y la conectividad, lo cual también puede acabar siendo beneficioso en múltiples aspectos de la vida urbana (la salud individual y colectiva, principalmente), como lo fue en su momento la red de saneamiento, que impulsó el crecimiento de las ciudades en el siglo xx.

Reforzar el gobierno metropolitano

¿Qué efectos generará la crisis de la COVID-19 en las ciudades?[5] En Barcelona, un primer aprendizaje es que necesitamos reforzar el gobierno metropolitano. Y es necesario por todas las razones antes expuestas y porque se ha puesto de manifiesto que, entre los gobiernos estatal y catalán, y el conjunto de la conurbación metropolitana, se necesitan goznes, bisagras que en momentos de crisis aseguren una capacidad de gobierno eficaz. Lo que ya tenemos en el ámbito del transporte o de los residuos (ahora se ha demostrado lo importante que es tener este dispositivo supralocal funcionando a pleno rendimiento), hemos de tenerlo en otros campos como el de la salud, los servicios sociales o la seguridad. Así lo ponen de relieve las buenas prácticas que pueden extraerse de la colaboración interinstitucional en la puesta en marcha de operativos


[1]  Joel Kotkin, “The end of New York”, Tablet, 7-03-2020.

[2]  Allison Arieff, “The Magic of Empty Streets”, NYT, 8-04-2020.

[3] Richard Sennett, Construir y habitar. Ética para las ciudades, Anagrama, Barcelona, 2019 (versión catalana, Arcadia, Barcelona, 2019).

[5] Richard Florida-Steven Pedigo, “How our cities can reopen after the Covid-19 pandemic”, Brookings Institution, 27-03-2020.

Il·lustració © Laura Borràs Dalmau

En efecto, una de las múltiples derivadas de esta situación de emergencia es que ha obligado a los gobiernos a trabajar más desde el problema que desde las competencias, más desde la colaboración y la proximidad que desde la jerarquía y la distancia (cuando, precisamente, el escenario natural de las administraciones públicas es el de la estructura piramidal con una distribución clara de competencias). Atravesamos situaciones en las que ya no vale decir aquello de “haremos una comisión”. El problema es el que manda, y las soluciones que se barajen tienen que estar directamente conectadas a este. Es muy distinto ver la coordinación o las alternativas a pie de calle y en el propio meollo del problema que pensarlo en la atalaya desde donde cada organización o departamento acostumbra a relacionarse con la realidad. Lo que se gana en perspectiva desde la lejanía se pierde en concreción. Los cantos recentralizadores que ahora se oyen están, en este sentido, profundamente equivocados.

Por otra parte, parece evidente que la movilidad global va a verse cuestionada seriamente, y con ella la hiperactividad de los grandes hubs aeroportuarios. Las medidas de seguridad que se tomaron tras los atentados del 11S ahora se incrementarán con controles de temperatura, certificados de inmunidad reconocidos internacionalmente, equipos de protección personal, distancias en los accesos y reducción del aforo en los aviones. Otros protocolos parecidos pueden trasladarse a los trenes y al transporte público en general. Las actividades comerciales, culturales, deportivas y turísticas que supongan aglomeraciones de personas deberán asimismo modularse con arreglo a las exigencias de salud que vayan prescribiéndose. En cada caso deberán combinarse distintos parámetros: los propios de las autoridades sanitarias; la voluntad por parte del público a seguir las indicaciones en relación con los objetivos del acto (el equilibrio entre los incentivos para asistir y los desincentivos por la cantidad de cautelas a tomar); y la capacidad logística de que dispongan las entidades, empresas o instituciones que organicen la actividad.

Las ciudades se verán obligadas también a repensar su dinámica económica, laboral y social, así como su estructura urbana. Lo que estos días es un experimento de teletrabajo a gran escala puede acabar transformando las ciudades y sus conexiones con el entorno metropolitano. A medida que se invierta más en la conectividad de todas las actividades, se verá reducido el atractivo potencial de la densidad como factor de innovación. A pesar de ello, las ciudades punteras en conocimiento, ciencia e innovación tecnológica mantendrán sin duda todo su atractivo, aunque deberá repensarse la vigencia de sus líneas de investigación y la conveniencia de buscar nuevos mecanismos de coproducción y de corresponsabilidad en la relación entre los proyectos empresariales y las dinámicas de inversión pública[1].

La significación que están teniendo en el momento actual los servicios de primera línea (enfermería, emergencia, alimentación, limpieza, asistencia) precisa ser reconocida no solo simbólicamente, sino laboralmente. Hemos de afrontar urgentemente los límites evidentes que tienen las instituciones[2] de acogida de personas mayores buscando fórmulas que permitan a los ancianos seguir viviendo en sus casas y en entornos sociales y valorando la lógica de los cuidados, que precisa una puesta al día. Lo mismo sucede con las graves carencias en la provisión de productos básicos y en la red de alimentación de proximidad, que ha puesto de manifiesto la dependencia que tienen las ciudades. La diversificación de las actividades económicas (con mayor presencia de industria tecnológicamente avanzada) y la incorporación de espacios de producción de proximidad (de productos básicos, especialmente alimentarios) que reduzcan la dependencia exterior son planteamientos que deben reconsiderarse tras esta situación excepcional.


[1]  Mariana Mazzucato “The Covid-19 crisis is a chance to do capitalism differently”, The Guardian, 18-03-2020.

[2] “Ante la crisis del covid-19: una oportunidad de un mundo mejor”, declaración en favor de un necesario cambio en el modelo de cuidados de larga duración de nuestro país.

 

Impacto desigual

El impacto de la crisis de la COVID-19 no se ha distribuido de manera equitativa[1] en el conjunto de las ciudades. Aparentemente, estábamos ante un virus “democrático” en el sentido de que podía afectar por igual a personas de toda condición, edad, género o lugar de residencia. En la práctica, y tras varias semanas de evolución de la pandemia y de confinamiento, tenemos sobrados datos sobre la incidencia desigual de la crisis del coronavirus. Los impactos de la enfermedad han sido superiores entre las personas mayores, en aquellos núcleos familiares que viven en condiciones de estrechez, entre quienes desempeñan profesiones u oficios que requieren mayor contacto social o entre los ciudadanos que se han visto obligados a trabajar, pese a la pandemia, a causa de su especialidad. Conviene repensar la relación entre el espacio privado y el espacio público en las ciudades. Las fórmulas que se están aplicando en algunas para limitar la sobreocupación del espacio urbano por parte de los coches, como las superilles de Barcelona, pueden jugar un papel clave en este propósito.


[1] Oriol Nel·lo, “La ciudad y la plaga”, eldiario.es, 31-03-2020; Richard Florida, “The Coronavirus Class Divide in Cities”, CityLab, 7-04-2020.

Los efectos colaterales de la crisis sanitaria, como la pérdida de trabajo, el cierre de escuelas o la ruptura de lazos de proximidad, han provocado mayor precariedad y han generado más problemas de subsistencia básica a personas con trabajos peor remunerados, sin estatuto legal consolidado o en condiciones de conectividad digital inexistentes o muy frágiles. La multiplicidad de este tipo de factores en una misma persona o colectivo provoca, como sabemos, situaciones de mayor exclusión social y vulnerabilidad. Son situaciones que, además, no permiten respuestas segmentadas, ya que requieren abordajes complejos y personalizados. De ahí la importancia de proyectos de inversión multifactorial, como el Plan de Barrios en Barcelona, que permiten abordajes integrales para evitar que las desigualdades aumenten y generen mayores brechas vitales.

Las fases posteriores a la crisis, de “desescalada” o “desconfinamiento”, también pondrán a prueba a las ciudades. Si no ha sido fácil conseguir un más que notable seguimiento de las recomendaciones de salud para enfrentarse a la pandemia, puede ser tanto o más difícil conseguir que vuelvan a ponerse en marcha equipamientos, comercios, centros educativos o espacios públicos de todo tipo, atendiendo a sus peculiaridades, a los tipos de actividad, a los públicos a los que se dirigen, etcétera. Por otro lado, otro interrogante que debemos plantearnos es si las ya citadas ventajas en términos de movilidad y de calidad ambiental de las ciudades a las que ha obligado la situación de emergencia podrán mantenerse de alguna manera. Parece claro que esta crisis nos muestra los errores cometidos al separar naturaleza y cultura[1], favoreciendo la hegemonía de los imaginarios urbanos como sinónimo de innovación y progreso y minusvalorando la importancia de mantener equilibrios básicos entre ciudad y hábitat. En este sentido, como en tantos otros, nos queda el interrogante de saber si la “nueva normalidad” tras la crisis de la COVID-19 irá en el sentido de la resiliencia (manteniendo nuestras pautas y maneras de hacer, a pesar del choque producido) o si a resultas de la pandemia y de su brutal impacto en la “normalidad” conseguiremos romper con rutinas y hábitos, lo que nos permitiría mejorar nuestras condiciones de vida urbana y afrontar mejor las inevitables crisis a las que nos enfrentaremos.

La crisis del coronavirus está siendo demasiado costosa en vidas y penalidades como para hablar de ella como una oportunidad. Pero sí que puede permitir desvelar las cosas en las que merece la pena persistir, y la ciudad es una de ellas. Lugares en los que la proximidad, la vecindad entre extraños, la posibilidad de vivir juntos, de tener nuestra propia autonomía y de ser reconocidos en nuestra diversidad, mantienen toda su fuerza y atractivo. Las ciudades abiertas son, y deben seguir siendo, una expresión de vida concentrada.


[1]  Entrevista a Damien Deville, Le Vent se Leve, 16-04-2020.

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