Seres vulnerables, vidas vulnerabilizadas

Il·lustració © Sonia Alins

La cultura industrial en Occidente ha conseguido en los últimos siglos importantes logros, como la cura de muchas enfermedades antes mortales o el aumento significativo de la esperanza de vida. El problema es que la economía no ha tenido en cuenta los límites del planeta. Si nada cambia, la vida de muchas personas está en riesgo, precisamente la de aquellas que menos han contribuido a crear el problema.

Orgullosa de sus logros, nuestra sociedad se autodenomina “sociedad del conocimiento”. Sin embargo, en las últimas décadas la actividad humana ha superado la biocapacidad de la Tierra y se están alterando los procesos dinámicos de la biosfera, obligando a que todas las especies vivas se adapten velozmente o sucumban. A la vez, se profundizan las desigualdades humanas en todos los ejes de dominación y muchas personas se hunden en la soledad y el desamparo. Parece que el conocimiento del que tan orgullosas estamos no nos pone a salvo de nosotras mismas, al menos no a todas.

La vida humana transcurre inserta en un medio natural del que formamos parte, que tiene límites físicos y se autoorganiza en ciclos naturales y cadenas tróficas para poder mantenerse y perdurar. Como todas las especie vivas, para existir y reproducirnos dependemos de una naturaleza que nos proporciona aire, agua, alimentos, materiales, energía, etc. Somos, por tanto, naturaleza, seres ecodependientes sujetos a los límites físicos del planeta que habitamos. Pero, además, tenemos una segunda dependencia material que viene dada por el hecho insoslayable de vivir encarnados en cuerpos que nacen, enferman, envejecen y tienen necesidades diferentes. Nuestros cuerpos, vulnerables y finitos, solo pueden sobrevivir dentro de un espacio de relaciones que garanticen cuidados y atenciones a lo largo de toda la vida. Por ello, decimos que los seres humanos somos interdependientes. La vida de cada uno de nosotros en solitario es inviable.

No existen, por tanto, personas completamente autónomas y otras que, anómalamente no lo son. La vulnerabilidad, los límites y las relaciones de eco e interdependencia son rasgos ineludibles para todas las personas. Para que la vida se reproduzca cotidiana y generacionalmente hace falta sostener la existencia humana intencionalmente.

Reducir la incertidumbre

A lo largo de la historia, las sociedades se han organizado para minimizar la vulnerabilidad y generar ciertos grados de seguridad que permitiesen reducir la incertidumbre. La cultura industrial en Occidente ha conseguido en los últimos siglos importantes logros: curas de muchas enfermedades antes mortales, aumento significativo de la esperanza de vida, acceso más sencillo a alimentos y bienes de consumo… El problema es que el metabolismo económico establecido no ha tenido en cuenta los límites del planeta ni la necesidad de cuidados y el resultado es que la calidad de vida se ha obtenido a costa de agotar parcialmente los minerales, modificar los equilibrios climáticos, empobrecer a las personas que viven en los lugares utilizados como grandes minas y vertederos, explotar el trabajo oculto de cuidados, realizado mayoritariamente por mujeres, y poner en riesgo la vida de otras especies y la de las generaciones futuras.

La triple palanca que conforman el capitalismo, la tecnociencia a su servicio y la disponibilidad de energía fósil, ha permitido que la economía, la política y la cultura se hayan constituido como si “flotasen” por encima y por fuera de la naturaleza y de los cuerpos; como si el planeta Tierra no tuviese límites y los seres humanos y su tecnología pudiesen controlarlo a su voluntad, invisibilizando y relegando a espacios marginales y no prioritarios la cíclica tarea de cuidar y regenerar cotidiana y generacionalmente la vida humana. Después de unas cuantas décadas funcionando con esta lógica, nos encontramos con unas sociedades que dejan de organizarse en función de las necesidades y la contingencia de las vidas concretas. De este modo, los riesgos y la vulnerabilidad se amplifican.

Los últimos informes sobre cambio climático señalan que, de no hacer nada, la vida de muchas personas está en riesgo, precisamente la de aquellas que menos han contribuido a crear el problema. Es imposible seguir ocultando los signos de agotamiento de energía y materiales que se encuentran en el origen de las guerras formales y no formales actuales; se están incrementando las migraciones forzosas sin que la comunidad política internacional esté actuando de forma solidaria, más bien todo lo contrario. Se aceleran las desigualdades en todos los ejes de dominación —género, clase, procedencia o edad— y las dinámicas que expulsan a las personas a los márgenes o de la propia vida, mientras que sectores privilegiados retuercen la legalidad o la vulneran para blindar la seguridad de su posición.

La crisis se manifiesta también como una crisis de cuidados. En las sociedades patriarcales, quienes se han ocupado mayoritariamente del trabajo de atención y cuidado a necesidades de los cuerpos vulnerables, son mayoritariamente las mujeres, porque ese es el rol que les impone la división sexual del trabajo. Esta ocupación se realiza en el espacio privado e invisible de los hogares, organizado por las reglas de institución familiar o resuelto a partir del trabajo precario de las mujeres, en gran parte migrantes que vienen de los mismos lugares que las materias primas que sostienen las economías “ricas”.

La precariedad es la falta de estabilidad o seguridad, es la extensión y amplificación de la vulnerabilidad y el abandono ante ella. La vida de muchos seres humanos es cada vez más precaria. La vulnerabilidad se transforma en desgracia cuando se destruye lo necesario para la vida y se dinamitan los lazos y vínculos sociales que permiten que unos nos hagamos cargo de otros recíprocamente.

El concepto de seguridad

Seguridad es una de las palabras más escuchadas en los discursos de los poderes políticos y económicos. Seguridad frente el terrorismo y los fanatismos religiosos; las migraciones, no como un problema político y ético, sino como una amenaza para los lugares de privilegio; seguridad para los inversores y los negocios; compañías aseguradoras para todo... Es preciso disputar y darle la vuelta al concepto de seguridad.

No hay economía, ni vida, ni seguridad posible al margen de lo que proporciona la Tierra, pero la dinámica expansiva de la acumulación capitalista ha convertido la economía en una especie de aparato digestivo, que devora recursos finitos y excreta residuos a una velocidad tan grande que ha terminado por translimitar la biocapacidad del planeta. Lo hace, además, de una forma muy desigual. Las economías “avanzadas” no se sostienen con los recursos que hay en sus propios territorios, sino que se mantienen sobre la extracción y el saqueo de los territorios de otros pueblos, en los que la vida se transforma en precaria e insegura.

Construir vidas seguras para las mayorías sociales requiere la transformación radical de un metabolismo que potencia el crecimiento de los agregados monetarios y esconde el agotamiento y deterioro de las bases materiales y la explotación del trabajo —realizado fundamentalmente por mujeres— de sostener la vida, mientras el sistema la ataca. Si queremos perdurar, la economía y la política tienen que poner la seguridad de las vidas concretas y cotidianas como una prioridad. No la seguridad de las inversiones, ni la de los negocios. No la seguridad concebida como el blindaje de las élites ni como el aislamiento de la miseria. El camino que va desde la fantasía patriarcal de la individualidad hacia una imaginación ecofeminista inserta en la naturaleza y en los cuerpos, presenta una serie de condiciones irrenunciables que obligan a trastocar los mitos y ficciones a los que nos hemos referido anteriormente y sobre los que se construye el relato cultural de nuestras sociedades.

Los límites físicos del planeta

La primera condición tiene que ver con asumir la inevitable reducción de la esfera material de la economía. No es tanto un principio como un dato de partida. Los propios límites físicos del planeta obligan a ello. Se decrecerá materialmente por las buenas —es decir de forma planificada y justa— o por las malas —de modo abrupto, injusto y violento. Si asumimos el inevitable ajuste a los límites del planeta, resulta obvia la obligación de asumir que las sociedades tienen que ser forzosamente más austeras en el uso de materiales y generación de residuos, basarse en las energías renovables y limpias, y articularse en la cercanía; de ese modo cerrarán los ciclos, conservarán la diversidad y tendrán que ser mucho, mucho más lentas.

La segunda condición tiene que ver con la interdependencia. Habitualmente, el concepto de dependencia se suele asociar a la crianza, a la atención de personas enfermas o con alguna diversidad funcional. Sin embargo, como hemos visto, la dependencia no es algo específico de determinados grupos de población, sino que es tan inherente a la condición humana como el nacimiento y la muerte. Es la representación de nuestra vulnerabilidad. Aceptar la interdependencia supone que la sociedad en su conjunto tiene que hacerse responsable del bienestar y de la reproducción social. Solo en sociedades donde los trabajos de cuidados no estén determinados por sexo, género, raza o clase, puede tener sentido el ideal de igualdad o justicia social. Ello obliga a ampliar la noción de trabajo y a reorganizarlo, de forma que se repartan las obligaciones que comporta ser especie y tener cuerpo.

Una tercera condición es el reparto de la riqueza. Si tenemos un planeta con recursos limitados, parcialmente degradados y decrecientes, la única posibilidad de justicia es la distribución de la riqueza. Luchar contra la pobreza es luchar contra la excesiva riqueza. La reconversión de la economía bajo esta lógica implicará dar respuesta a tres preguntas que se hace la economía feminista: ¿qué necesidades hay que satisfacer para todas las personas? ¿Cuáles son las producciones necesarias para que se puedan satisfacer esas necesidades? ¿Cuáles son los trabajos socialmente necesarios para lograr esas producciones?

El metabolismo social resultante de resolver de forma justa estas tres preguntas es el que puede permitir recomponer los lazos rotos con la naturaleza y entre las personas. La transformación no es solo económica, requiere aprender a vivir de forma más austera en lo material, obviamente con justicia. Supone aprender a vivir situando el mantenimiento de las vidas, vidas buenas para todas, como prioridad de la organización social.

Publicaciones recomendadas

  • La vida en el centro. Voces y relatos ecofeministas. Yayo Herrero, Marta Pascual y María González Reyes. Libros en accción, 2018
  • PetróleoEmilio Santiago Muíño, Yayo Herrero y Jorge Riechmann. Arcadia, 2018
  • Cambiar las gafas para mirar el mundo. Una nueva cultura de la sostenibilidad. Yayo Herrero, Fernando Cembranos and Marta Pascual (coord.). Libros en accción, 2015

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