Triunfo

Il·lustració. © Susana Blasco / Descalza

Hoy la luna me guiña el ojo y parece un globo que cuelga del Arco de Triunfo y hace que la avenida Lluís Companys se vea más vacía, irreal. Apresuro el paso y noto cómo las bragas me rozan las medias. Las he escogido a conciencia después de desayunar, son de la segunda fila del cajón de la mesita de noche. La primera hilera está reservada a las bragas de algodón; la segunda, a las “sexies”. A Alex le han encantado.

Los talones repican sobre el asfalto y dan un pellizco a la calma de esta hora. Al ritmo del soldado, que avanza y nunca recula, me gusta admirar mi Arco. Me encanta volver tarde a casa y saborear la noche, cuando nacen las intimidades. Y es siempre en este punto cuando giro la cabeza para comprobar que está ahí, que el arco de tonos rojizos sigue en el mismo lugar. Para mí no es solo un monumento en la calle; necesito observarlo, recordarme que el triunfo está cada vez más cerca.

Las pequeñas batallas, las que libro en el juzgado, en el despacho con los clientes o con el CEO son las que me acercan a este triunfo. Y sé que toda victoria comienza mucho antes: al preverme vencedora. Cada mañana me maquillo frente al espejo con la precisión de un cirujano. Y hoy lo he hecho con más cuidado. Mi ropa también muestra la actitud ganadora, llena de colores y prendas elegantes, con banda sonora propia, porque el blanco es de los que rinden y el negro, de los que abandonan. Porque la ropa, los zapatos, son sentimientos. Nos compramos algo para cubrirlos o mostrarlos.

Los días de juicio tienen un aliciente especial: es un combate en el que se juegan meses de trabajo. Hoy me olía que ganaría el caso, como de costumbre, pero no se canta victoria antes de tiempo; ya lo decía mi abuela Cecilia. Iba con el tiempo justo, los documentos cuidadosamente guardados en la maleta y preparada para encarar la lucha con una blusa naranja dentro de la falda verde albahaca ceñida por la cintura. ¡Me he esmerado para estar perfecta! Y es que, si lo que ves por fuera es impecable, ¿no es un reflejo de lo que hay dentro?

Il·lustració. © Susana Blasco / Descalza Ilustración. © Susana Blasco / Descalza

He cogido el taxi y me ha dejado en una esquina del edificio de la Ciudad de la Justicia, pido el tique de la carrera (por algo trabajo en una multinacional que me lo paga todo) y salgo del coche. Me veo reflejada en un vitral enorme; me acerco, no me da tiempo de ir al lavabo y aprovecho el reflejo del cristal para comprobar que la máscara de pestañas no se me haya corrido, y me añado iluminador junto al lagrimal. Me repaso las cejas con los dedos: pulcra.

Y entonces me doy cuenta de que detrás de la construcción de cristal dos ojos me miran desde el otro lado de la vitrina. Me fijo: una sonrisa pegada a un hombre que ronda la treintena me mira desafiante; me saluda y me invita a entrar. Me ajusto la falda y se me escapa la risa; me giro y me voy. Y cuando estoy haciendo la cola en el control de seguridad para entrar al edificio del juzgado, la sonrisa de detrás del cristal me toca el brazo derecho.

—¿Un café o un vermouth?

—Ahora no tengo tiempo, quizás cuando termine el juicio.

Tiene los ojos de color azul ceniza.

Después del control, cojo el reloj y la maleta. Entonces he sabido quién defiende a la parte contraria: veo a Recasens junto a la máquina de café, o, mejor dicho, del dispensador de laxante, como lo llamamos en el despacho. Recasens introduce dos monedas para coger esa agua ennegrecida y me saluda. Va a ser más fácil de lo que pensaba. ¿Quién se fija en los de la segunda fila?

Blancas juegan y blancas pierden. Gano.

Recasens me invita a tomar una copa en el hotel de al lado. Justo cuando el camarero nos trae la segunda copa, me dice:

—No me mires tan fijamente, que tus ojos… tienen un no sé qué.

Era la primera vez que olía la duda en una frase suya. En los juzgados es de los que van a matar.

—¿Qué es lo que tienen? ¿Desde cuándo tienes miedo?

—Siempre he pensado que tienen un no sé qué. Desde la primera vez que te he visto en un juicio, hace años que nos conocemos. Sabía que llegarías lejos. Fallé. Aún estás más allá.

—Hay mujeres que pasan media vida deseando lo que no tienen. A mí no me gusta perder el tiempo. Con lo que tengo voy de sobra a donde quiero.

Recasens da el último trago, largo y seco, y dice que se fumará un cigarrillo mientras sube a casa.

Vuelvo al lugar en el que el taxi me ha dejado antes del dictamen y la sonrisa de ojos azul ceniza me está esperando. Nos dirigimos al bar Almirall de la calle Joaquim Costa. Una vez allí me pido una cerveza y Alex, así se llama, un whisky solo. Nos sentamos en la parte de delante, donde impera todavía casi intacto el aire del modernismo catalán.

Me dejo el pelo al aire. Es entonces cuando sé que interpretaré a la chica rubia de Match Point. Me voy al lavabo, me coloco el pelo detrás de la oreja y me pinto un lunar como Scarlett Johansson. Y, como ella, interpretaré el papel de la mujer inalcanzable y escurridiza.

De la cerveza al gin-tonic; del gin-tonic a casa de Alex, que vive en una octava planta con vistas a la playa de la Mar Bella; el lugar preferido para vivir de los guiris. El loft de Alex huele a bambú, y los sofás de piel roja dan un aire kitsch a la sala. Un cuadro de unos soldados de la Guerra Civil española preside la estancia.

Mientras prepara el gin-tonic con todos los artefactos que todo guiri de bien tiene en casa para sentirse más de aquí, voy al lavabo y aprovecho para mirar qué hay dentro de los muebles: colonia Jean Paul Gaultier, desodorante Axe y máquina de afeitar Philips. Un hombre estándar, seguramente como el polvo que estamos a punto de echar. Me pinto los labios de color velvet y me vuelvo a dibujar el ligero lunar en la comisura de los labios, entre el pómulo derecho y la nariz, para ponerme más en el papel de Scarlett.

La disputa ahora tiene lugar entre las sábanas y la piel rugosa de Alex, que se va volviendo más suave por los gemidos. Me visto mientras Alex me pide que no me vaya, que no podrá vivir sin mi lunar.

—Dame tu teléfono.

Se lo dicto y cambio los tres últimos dígitos. Cierro la puerta y me voy. Se ha hecho tarde.

Me gusta interpretar otras vidas, me gusta jugar a ser otras personas, y por eso interpreto papeles durante breves instantes. ¿El próximo tal vez sea el de Midnight in Paris?

El día que te enamoras, redescubres la ciudad y conoces rincones que nunca habías visto, escondrijos que se tiñen de amor en dos minutos. Y cuando lo dejas, la ciudad se vuelve arrugada, deformada. Pero esto no va de amor ni nada que se le parezca, esto va de victorias, de la sensación de vencer que se te queda en los labios. De estar en la cúspide y de no caer; de no quedar atrapado en una vida mediocre en la que todo esté previsto. Una vida sin premios, sin juego.

Ahora, el Arco de Triunfo ya me da la espalda y estoy frente a mi portería. Abro la bolsa y saco las llaves mientras aprovecho el espejo de la entrada para pintarme los labios de color cereza. Me sonrío: dos victorias en un día. Subo las escaleras, nunca cojo el ascensor, me gusta que mis zapatos resuenen por toda la escalera. Llego a la segunda planta: veo como la luz se escapa por debajo de la puerta del piso. Josep todavía me espera despierto.

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