¿Una ciudad sin lengua?

Establecimiento de la Dreta de l’Eixample rotulado en inglés con una deliberada mezcla idiomática. © Frederic Camallonga

Con el nuevo siglo, la capital de Cataluña ha empezado a perder aparatosamente el rasgo más definitorio de su identidad propia: la lengua. Expulsada progresivamente del espacio público (a menudo con una hostilidad inaudita desde el franquismo) y ausente de la mayoría de las manifestaciones de la economía global, se resguarda cada día más en las catacumbas de ciertos ámbitos privados, de alto valor simbólico pero escasa eficacia comunicativa. El mundo vuelve a la oralidad, y vivir en catalán en Barcelona es ya una quimera.

En La terra dura, Anna Punsoda construye el relato de la comarca de La Segarra partiendo de la constatación de que “la gente es muy reticente a los cambios”, mentalidad atávica que ha condicionado, para bien y para mal, el presente de una de las comarcas más rurales del país. En las metrópolis pasa lo contrario: son motor de cambio, también para bien y para mal. En cuanto a lo primero, la conversión de Barcelona en polis global seguramente ha contentado a cierta gente acaudalada; en cuanto a lo segundo, los que pretendemos vivir la catalanidad con normalidad no estamos para nada contentos. Al contrario. Estamos cabreados.

El impulso olímpico puso las condiciones para fraguarse la tormenta perfecta: la matraca de mensajes institucionales (“Barcelona en constante transformación”), el éxito del programa Erasmus, la universalización de internet, el aprendizaje “obligatorio” de idiomas (que, en realidad, quiere decir de inglés)… Terreno adobado para la expansión de las lenguas hegemónicas.

El “renacimiento” de Barcelona tras el blanco y negro del franquismo oculta una paradoja. En palabras del lingüista Rudolf Ortega, “vuelve con fuerza el concepto novecentista de Cataluña ciudad, que postula un país con una macrocefalia en Barcelona y el área metropolitana que irradia actividad económica, iniciativa política y contenido cultural”. Pero, a diferencia de la época de la Mancomunidad, ahora el precio a pagar por esta gran operación de supuesta modernización era mucho más alto: renunciar a la identidad secular. La barretina es incompatible con el big-burger, y la diversidad, uno de los grandes pilares de la vida moderna, siempre juega a favor de los más fuertes. El célebre (y cínico) lema “Be local, be global” es sencillamente inaplicable a Barcelona, porque para apropiarse de la supuesta diversidad primero deberíamos habernos apropiado de la diversidad anterior (terceras, ¡y hasta cuartas!, generaciones de emigración española aún monolingües); sesenta años de trabajo que no se hizo y que ahora, con el volumen inasimilable de nueva inmigración, ya no se podrá hacer.

Unos niños juegan al pillapilla. Cada vez más, el catalán desaparece de los patios de las escuelas. © Imatges Barcelona / Martí Petit Unos niños juegan al pillapilla. Cada vez más, el catalán desaparece de los patios de las escuelas. © Imatges Barcelona / Martí Petit

Un indicador muy visible de que se trata de una transformación de fondo (equiparable, salvando las distancias, a la quema de selfactinas de la Revolución Industrial) es el espectacular aumento del número de quejas por parte de catalanohablantes (tanto residentes como visitantes): el médico me ha hecho hablar en español, en el restaurante no tenían la carta en catalán, al repartidor le he tenido que repetir tres veces el DNI, las cuidadoras de la residencia no entienden a mi madre (¿recordáis el último artículo de Carme Junyent?)… El grosor creciente del Informe de Discriminacions Lingüístiques que publica Plataforma per la Llengua evidencia, cada día más, la falacia del bilingüismo estratégico: el rey de la “pacífica convivencia entre lenguas” va desnudo. Hay conflicto lingüístico, y siempre perdemos los mismos. El bilingüismo está mostrando finalmente el verdadero peligro que implica, y que los expertos han intentado denunciar durante los últimos treinta años: que no es una situación estable, sino una etapa de sustitución lingüística. Y en Barcelona (en el espacio público, sí, pero también en el privado, en las comunicaciones corporativas, en el etiquetado, en la cultura de masas, en la oferta audiovisual…) es donde se ve de una forma más cruel.

Demografía y norma de convergencia
En 2008 ya sonaban los primeros avisos serios que alertaban del cambio demográfico de la capital, cuando la Encuesta de usos lingüísticos de la población que publica la Generalitat ya recogió el descenso porcentual de población catalanohablante a consecuencia del aumento de residentes comunitarios y extracomunitarios. La traducción de este vuelco poblacional en el comportamiento lingüístico se ha ido haciendo más evidente en cada nueva encuesta: “Només un 5% dels joves fan servir el català” (betevé, noviembre de 2022), “El català no és la llengua habitual dels joves en cap districte de la ciutat” (Nació Digital, julio de 2023), “El 53% dels barcelonins fan servir poc o mai el català” (El Punt Avui, noviembre de 2023), “L’ús del català entre els joves no passa del 25% a la meitat dels districtes de Barcelona” (Ara, noviembre de 2023). Se marchan jóvenes recién licenciados, una franja de predominio catalanohablante, llega mano de obra no cualificada.

En los países receptores que cuentan con una lengua predominante indiscutida (sea protegida oficialmente —Francia— o sin necesidad de protección —Reino Unido—), la renovación demográfica no suele comportar cambios en este sentido, porque las dinámicas de integración garantizan la absorción lingüística de los forasteros en un máximo de dos generaciones, si no en una (pensad en los casos de Argentina, en la primera mitad del siglo xx, o de Alemania, en el último cuarto); en Barcelona, en cambio, sí. La doble oficialidad descaradamente asimétrica y la funesta, suicida, norma de convergencia (concepto sociolingüístico que describe el hábito de los hablantes de lenguas subordinadas a dirigirse a los desconocidos en la dominante) se traduce en la adopción casi exclusiva del español, como lengua de socialización, por parte de los recién llegados; mientras que en lugares como Solsona u Olot, a pesar de que la sumisión lingüística es idéntica, se bilingüizan más de dos tercios de los inmigrantes africanos, asiáticos y latinoamericanos, en la Ciudad Condal apenas llegan al 6%. Y, atención, al español como lengua de socialización con los autóctonos y también entre las diversas comunidades: un punto esencial. Seguramente este es el dato que permite intuir más claramente el futuro: teniendo en cuenta que la próxima generación de nacidos en Cataluña ya será en más de un 30% hija de la nueva inmigración (e irá en aumento), no hace falta ser un lince para ver qué presencia le espera a la lengua catalana.

“Seguirá habiendo espacios socioculturales y catalanocéntricos (no en balde se trata de un colectivo arraigado y bien organizado), pero inevitablemente minoritarios y, por ahora, con una escasa capacidad de atracción fuera de sus círculos habituales”. Son palabras del abogado y estudioso Quim Gonter, que lo remata con esta profecía para mediados-finales de siglo: “En este marco, es esperable que se genere un gran espacio central, un punto de encuentro entre todas las comunidades que viven en Cataluña, que se expresará masivamente en español y con marcos referenciales, audiovisuales y culturales del mundo hispano, con ciertos toques de catalanidad”.

Es decir, trasladado al ámbito social, lo que en el cultural ha significado el reguetón, una máquina de fabricar identidad hispana que ha absorbido a cientos de miles de jóvenes de hogares catalanes. No en vano ha sido promulgada por la industria a niveles nunca vistos: se trata de crear clientela y asalariados baratos a la vez. Vulgarización, semialfabetización, instintos primarios, ausencia de capacidad crítica: el empleado infrapagado perfecto. ¿Demostración? En el área metropolitana, la gran Barcelona, es donde se detectó en primer lugar (gracias a avisos de padres recogidos en el informe de Plataforma per la Llengua de 2018) un fenómeno que augura un giro radical: niños y niñas de hogares catalanes comunicándose entre ellos en español. Reguetonización de la socialización. A diferencia del tradicional corte de la transmisión intergeneracional (el sistema de toda la vida: Comunidad Valenciana, Galicia, Cerdeña, Sicilia…), el abandono de la lengua materna por parte de los hijos es un fenómeno nuevo y dramático, porque, además del arrinconamiento social que implica, de la invisibilidad pública, también comporta una pérdida progresiva, e irrecuperable, de calidad. Si alguna vez habéis estudiado una lengua extranjera que después habéis usado poco, entenderéis a lo que me refiero; a eso que decimos de “que se oxida”. En términos colectivos, un fenómeno que la aboca a la minorización y a la descomposición.

Las piezas del cambio
¿Cuál es, pues, el conjunto de factores que reman ahora mismo en esta dirección? ¿Las piezas que hacen funcionar el “motor de cambio” de la descatalanización acelerada?:

Economía global y mercados mundiales. Sin ninguna duda, el agente más poderoso y más eficaz. A medida que los flujos del comercio van desbordando las fronteras estatales, el antiguo mercado callejero (de origen medieval) se va convirtiendo en mercado planetario. Virtualidad, inmaterialidad: la presencia física ya no es necesaria, lo que dinamita uno de los mejores activos de las culturas minoritarias, el trato personal, el vínculo humano. Adquirimos bienes de consumo de todo el mundo, y hacemos intercambios comerciales y laborales con gente de todo el globo. Y del mismo modo que los medios de comunicación tienen que reducir el léxico local a medida que amplían audiencia (la televisión de Vic puede usar el insulto malxinat, pero cuando se convierta en televisión de toda Cataluña lo deberá rebajar al estándar malparit), los intercambios comerciales precisan de una lengua franca.

Expats. Cuelga directamente de lo anterior. Denominamos con este término (apócope de expatriados) a los trabajadores de grandes empresas y multinacionales que residen en el extranjero. Teletrabajo a larga distancia. Lingüísticamente hablando, los expats son la fuerza de choque de la globalización, porque el escaso contacto que necesitan con los autóctonos les permite vivir prácticamente solo en inglés. Confirman el modelo gravitacional de Calvet: arrogancia e ignorancia como garantías del monolingüismo de los poderosos. De hecho, la presencia de una lengua minorizada como el catalán solo les representa una molestia y, salvo pocas excepciones, muestran frente a ella una actitud muy contraria.

Turismo masificado. La “lloretización” de la capital necesita reducir los rasgos identitarios al mero folclore decorativo: Barça y Sagrada Familia, sí; lengua, no. Pretender, por ejemplo, que los trabajadores de la restauración sean capaces de atender a la población autóctona en el idioma local va en contra de otro principio básico de la era moderna: la movilidad y la inestabilidad laboral. ¿Qué hace Amazon frente a las denuncias?: “No aceptamos comunicaciones en catalán”. Porque saben que no les pasará nada.

Un modelo económico de país tercermundista, con trabajos precarios e inseguridad permanente. Sueldos bajos, guetización del neoploretariado. Así es imposible cohesionar nada.

Los jóvenes incorporan constantemente léxico de culturas dominantes, como la inglesa. © Imatges Barcelona / Paola de Grenet Los jóvenes incorporan constantemente léxico de culturas dominantes, como la inglesa. © Imatges Barcelona / Paola de Grenet

Nueva inmigración y mano de obra barata. El agente más frágil (entendido en términos de responsabilidad) y en consecuencia el más delicado de afrontar. No en vano es objeto de discusión (y algo más) en todo el mundo occidental. Por ceñirnos a los efectos estrictamente lingüísticos, en nuestro caso se puede analizar sencillamente atendiendo a las cifras, que se encuentran entre las más elevadas del mundo (junto con Alemania y Singapur): un 25% en Cataluña, un 40% en la capital. Y subiendo. La paradoja (o la virtud) de la nueva inmigración es que pone al descubierto la debilidad inducida de los autóctonos: el discurso oficial asegura que los necesitamos (dimensión colectiva) para que funcione la economía, pero a su vez los tratamos como extranjeros (dimensión individual) negándoles sistemáticamente la lengua. Los mandamos a aprenderla al Consorci de Normalització y después les hacemos olvidarla porque no la queremos compartir con ellos. Nosotros mismos impedimos la catalanización de los futuros catalanes.

Nativos digitales. Que sería como decir jóvenes. La generación TikTok vive en su propia piel un cambio descomunal: de tener como interlocutora a la propia comunidad a tener a toda la humanidad. Cuando sabes que estás en condiciones de interactuar con absolutamente todos los habitantes del planeta (o, por lo menos, con todos los que tienen acceso a dispositivos electrónicos), la idea de lengua no marcada se multiplica hasta el infinito. Si tantos catalanes ya se ponían el abrigo del español en cuanto salían de casa “por si acaso”, imagínate cuando saben positivamente que el que hay al otro lado de la pantalla (el jugador de Fortnite, los que comentan la publicación…) seguramente debe estar en el quinto pino. No hace falta ni salir de casa. El eslogan “hago contenido en español porque así llego a más gente” es ahora paradigma y caricatura de los nuevos tiempos: las grandes lenguas hegemónicas se expanden, y simultáneamente, inglesa excluida, pugnan entre ellas por el segundo puesto del podio. Las pequeñas, simplemente, van quedando arrinconadas, mientras malgastan el presupuesto mendigando migajas de inteligencias artificiales y similares para mantener la ilusión de que todavía existen.

Vamos rematando. El descafeinamiento identitario de Barcelona (otro eslogan cínico de nuestro tiempo: las identidades son múltiples) hace más verosímil la dolorosa hipótesis del exrector de la Universidad de Girona Pep Nadal: “Las formas de vida modernas que se vehiculan a través de las lenguas hegemónicas impiden, por su propia naturaleza, que las lenguas minorizadas se incorporen a ellas, de modo que obligan a sus hablantes a asimilarse a las dominantes si quieren vivir en el mundo moderno” (si pensáis en el Parlamento Europeo o en las plataformas audiovisuales, se entiende mejor). Simplificado: incorporarse a la modernidad sin abandonar la lengua de la tribu comporta unas dificultades y un sobreesfuerzo que casi nadie está dispuesto a asumir.

¿Un ejemplo de este sobreesfuerzo agotador y, a menudo, estéril? Ya que hablábamos de jóvenes: la permanente necesidad de adaptar el léxico nuevo al repertorio de la propia lengua. Como toda la innovación proviene de las culturas dominantes (random, chill, bro, sí o sí, quepasaneng…), seguirles el ritmo a base de material propio (existente o creado de nuevo) acaba convirtiéndose en un espejismo. El resistencialismo te excluye. Y si no quieres quedar fuera de juego, te acabas dando por vencido.

Ahora sí que termino. La Barcelona catalana aún existe, sí, pero cada día es menos pública: ciertos sectores empresariales, el tejido de la cultura popular, parte de la enseñanza… La más visible es la cultural a la vez símbolo del naufragio: ni teatro ni literatura, siempre vigorosos, atraen a la gran masa hispanohablante, de gustos mucho más, ejem, populares. Y la institucional, claro, aún resulta menos atractiva: las multas, los trámites molestos, se hacen en catalán. En un mundo que galopa desbocado hacia la cultura oral y el entretenimiento de masas, el futuro más previsible para la lengua es la latinización. Y no la de las motomamis, precisamente.

El boletín

Suscríbete a nuestro boletín para estar informado de las novedades de Barcelona Metròpolis