“Ya no tenemos la certeza de lo que estamos viendo”

Vicenç Viaplana

Retrat de Vicenç Viaplana. © Mariona Gil

Nunca se había expuesto tanta obra y tanto al mismo tiempo del artista Vicenç Viaplana (Granollers, 1955). Alma verdaderamente libre, defensor e investigador de la pintura, esta primavera ha permitido una inusitada ruta Viaplana por el país: de la retrospectiva en los Espais Volart de la Fundació Vila Casas de Barcelona, al impresionante y magnético cuadro de grandes dimensiones expuesto en el Museu de Granollers; de la exposición en el Centre Cultural La Mercè de Girona a la de la Galeria Marc Domènech de Barcelona, que se puede visitar hasta el 4 de junio. Este viaje permite una visión privilegiada del periplo vital y artístico de Viaplana, siempre picado por la inquietud y por el afán de traspasar fronteras y explorar límites: acompañados por el artista, caminamos juntos por el territorio de lo menos obvio y más escondido, y descubrimos en él lucidez y vibración.

Con más de 40 años de trayectoria artística a sus espaldas, Viaplana ha expuesto en las galerías más importantes del país: Ciento, G, Metrònom, Bruno Facchetti Gallery, Fernando Alcolea, Antoni de Barnola, Carles Taché... Y, en cambio, no ha sido codiciado en absoluto por los museos o instituciones públicas. Enormemente influido por lecturas del sueño y el psicoanálisis, su pintura parece salpicada por la sociedad líquida proclamada por Zygmunt Bauman y por los contrastes entre el escaparate urbano y el hinterland y el estallido natural. La perseverancia y la resistencia explican un camino artístico que se ha afianzado en la pintura, pero que también le ha dejado espacio para tanteos conceptuales, al inicio, y colaboraciones con Carles Hac Mor, con videoarte, el libro Fracassart y una biografía inventada de Jordi Benito.

En alguna parte has dicho que pensabas que nunca tendrías una exposición con tanta obra como la de los Espais Volart, Los lugares de la pintura. Y después está el complemento de las otras exposiciones, con el colofón especial de la Galeria Marc Domènech, Visiones y cadencias. ¿Como has vivido todo esto?

Esta exposición en la Marc Domènech es la más extraña porque he hecho algo que no se suele hacer, al menos en vida. Encontré una carpeta de dibujos y pinturas de cuando no tenía ni veinte años, de 1974, que nunca se habían expuesto. Le dije a Marc: “¿Qué te parecería si los mostramos y al lado ponemos cosas de ahora?”. O sea, dar un salto en el tiempo de 40 años, desde un artista que empieza, que prácticamente acaba de salir de la adolescencia, hasta cosas ya mucho más acabadas. Era un riesgo brutal.

¿Todo son dibujos de los setenta?

De 1974 a 1976. Hay unas pinturas que son más psicodélicas. Una parte del arte catalán ha quedado un poco sumergida, como una psicodelia que en aquellos años se hacía mucho. Enseguida el informalismo se lo llevó todo. En aquellos tiempos había mucha gente que dibujaba de este modo, un poco herencia de Joan Ponç y por influencia también de la psicodelia del momento.

¿A qué atribuyes que esa psicodelia quedase enterrada?

Eso es interesante. Siempre he defendido que en la lectura que se ha hecho del arte catalán contemporáneo existe mucha jerarquización ideológica. Ha habido grandes corrientes de pensamiento más o menos impuestas por criterios oficiales que han escondido o han oscurecido otras corrientes tan o más potentes que habían coexistido. Por ejemplo, toda la parte del informalismo, que nace con Tàpies, crea una corriente mayoritaria que barre gran parte de esta psicodelia. O también movimientos de arte cinético muy interesantes. Aunque no lo parezca, el mundo del arte es muy jerárquico. Nos parece que es un mundo que tiene una opinión libre, pero pasa por el filtro de una cierta intelectualidad dominante. Y esta es la que finalmente hace trascender unas cosas y hace olvidar otras, hasta el punto de que muchos artistas queden al margen. Y se acaban las carreras, literalmente. Otra corriente bastante dominante es la neoconceptual. Existe un neoconceptualismo muy distinto del que había habido al principio, que era más político y más de agitación social.

Por tu trayectoria y por todo lo que condensa la antológica, da la sensación de que has sido muy consciente de este panorama y has decidido ir al margen de las corrientes pase lo que pase.

Ante esta situación, hay un punto en que simplemente para seguir adelante diseñas una estrategia que en mi caso pasó por el aislamiento. Abandono ese sucursalismo dominante que me hubiese llevado a hacer cosas que no me interesaban de ningún modo. Pagas un precio bastante caro, que supone una cierta resistencia, pero con la que te mantienes firme en lo que crees. Insistencia y, lo que decía Miró, persistencia.

No ha debido ser fácil...

Para un joven artista situado en la perspectiva de aquellos años setenta es muy frustrante. Viene de un pueblo, de un Granollers donde todo era muy naíf. El arte era cojonudo y todos éramos un grupo de compañeros y nos lo pasábamos bien. Y entonces viene el choque con las galerías de Barcelona. Te encuentras con unas barreras invisibles pero que están ahí, como, por ejemplo, el lenguaje. Nosotros hablábamos de una forma determinada, más de pueblo. La gente que controla en ese momento las galerías de Barcelona pertenece a cierta clase social que habla de otro modo. Son pequeños detalles, pero ahí están. Compañeros míos muy tímidos, cuando se enfrentan a esto, se echan atrás. Dicen: “¡Esta gente no me entenderá nunca!”. Entras en un mundo que piensas que te dará una libertad y te abrirá unos horizontes y te encuentras con que no es del todo así. Es un filtro que ha hecho que muchas generaciones de artistas hayan fracasado de entrada. Tan solo analizando la procedencia de clase de la gente que ha llegado y de la que no, ya hay un corte apabullante.

Si alguna vez existió el ascensor social, diría que ahora está absolutamente desvencijado. No se trata de hacerse rico sino de tener oportunidades para transitar por nuevos mundos, distintos del tuyo, de donde venías.

Yo esto lo vi bastante claro la primera vez que fui a Nueva York. Debía ser 1983 o 1984. Llevaba una trayectoria de diez años, pero me di cuenta de que allí tú ibas a una galería y aunque no te conocieran de nada, les dejabas tu dossier y el responsable de la galería se dedicaba todo un día a mirar lo que les había llegado. No importaba de quién fuese. Ni de dónde venía ni de nada. Eso era insólito aquí. O venías con unas ciertas referencias o las jerarquías eran muy fuertes.

Cuando hablabas de los años setenta pensaba en las movidas de arte conceptual que organizasteis en Granollers, con Jordi Benito y compañía. Es lo que Alexandre Cirici bautizó como Meridià Granollers, ¿verdad? ¿Esto también forma parte de las cosas que se han dejado de lado porque han pasado al margen del centro?

En aquellos años, Barcelona no era el epicentro de lo que pasaba en el mundo conceptual. Estaba repartido. Estaba Granollers, Banyoles, Reus... Es una historia que se ha explicado muy poco. En todo lo que se hizo en aquellos años en Granollers tampoco tuvimos ningún tipo de escaparate ni trascendencia, porque las cosas pasaban en Barcelona. También había menos posibilidades de difundirlo. El centralismo de Barcelona lo ha ido acaparando todo, incluso hoy en día. Y las instituciones que están en la periferia o fuera de Barcelona tampoco han tenido la dignidad de defenderlo e impulsarlo, no ya pensando en Barcelona sino en Londres o Nueva York.

Retrat de Vicenç Viaplana. © Mariona Gil © Mariona Gil

La exposición en los Espais Volart empezaba con tu retorno a la pintura a mediados de los ochenta, con paisajes urbanos. Es una pintura bastante furibunda, visceral. ¿Cómo va este proceso y por qué estas estampas suburbiales, de ciudades quemadas?

Te cuento las circunstancias personales. A veces se entienden las cosas con otras claves. Yo en ese momento estaba trabajando de diseñador en Barcelona. Y subía y bajaba de Barcelona a Granollers en tren cada día. Todo el trayecto estaba plagado de esas tierras de nadie, de ese espacio que había sido agrario, que se iba deteriorando y convirtiendo en polígonos que vertían mierda a los ríos. Se iban convirtiendo en espacios troceados por carreteras, autopistas, obras... Eso en un tiempo, en los ochenta, en que vivíamos el glamour del diseño, los grandes cambios de imagen. De día nos reuníamos para llevar a cabo limpiezas de imagen a golpe de diseño. Y cuando volvías a casa, veías que ese progreso lo estábamos pagando de algún modo y a un precio muy alto. Estábamos dilapidando todo el patrimonio natural que teníamos. Y de eso no se hablaba. Y yo no me lo podía quitar de la cabeza. Iba al estudio de noche, porque trabajaba todo el día y no me quedaba más remedio, toda mi carrera ha sido autosubvencionada, y todas esas imágenes me salían espontáneamente. Esos paisajes me salían de una manera visceral, me pintaba las manos, paseaba por encima de los cuadros y quemaba las ciudades que veía.

¿Cómo ha sido tu relación con Barcelona y con la ciudad en general?

De amor y odio. Es como verle las dos Barcelonas. En aquellos años Barcelona era una ciudad muy creativa y sobre todo de noche, en los bares de moda. Estamos hablando de finales de los años setenta hasta entrar en los ochenta. Veías una efervescencia muy interdisciplinaria. Artistas, diseñadores, arquitectos... Era potente. Acababas hecho polvo, porque nos quedábamos hasta las mil y al día siguiente costaba levantarse, a los que trabajábamos, claro... La famosa “movida madrileña” en realidad nace en Barcelona. Sí, porque antes de la movida madrileña toda la gente, incluso de Madrid, venía a Barcelona. Era la vanguardia de todo lo que se estaba haciendo en el Estado, conocida por los cuatro que lo vivimos. También fue un underground muy underground. El pujolismo nos dio la espalda. Solo fomentó la cultura tradicional, el tradicionalismo. Y esa modernidad tan potente se dejó de lado. Eso creó cierta aversión hacia los movimientos catalanistas.

En estos momentos que describes se puede pensar que se pierde una oportunidad más para acercar el mundo del arte...

En esos años nace una feria internacional de arte en Barcelona, que entonces fue el embrión de ARCO. Estaban de moda las ferias de arte y se organiza una potente. Pero no se valora lo suficiente y esta iniciativa se canaliza hacia ARCO. Y después el galerismo catalán será totalmente sucursalista. Depende en buena medida de Madrid o gran parte de las galerías acaban convertidas casi en franquicias internacionales. Acaban vendiendo arte que les viene de fuera. Y se pierde incluso esa cosa de los setenta de fomentar el arte de aquí, parece que no tenga suficiente valor. Es dramático lo que pasa en esos años. Yo creo que se ha estudiado poco.

Tu trayectoria es mucho más privada que pública. ¿Cómo lo explicas?

Llega un punto en que ya no te lo preguntas. Ahora ya, a esta edad, te importa un rábano. Mucha gente se pregunta qué ha pasado con los museos, las instituciones de la ciudad... Quizá deberíamos analizar quién ha estado mandando en estos espacios durante este tiempo. Alguna responsabilidad deberían tener. Lo que han hecho ha tenido una repercusión que ahora vemos que está muy deteriorada. Incluso en momentos en que ha habido dinero. Pero el mundo del arte no es crítico consigo mismo. Todo queda en una especie de abstracción en que nadie tiene idea y nadie se quiere mojar.

En la retrospectiva se veía un contraste entre las ciudades apocalípticas del inicio y el estallido vegetal del final. ¿Qué nos quieres decir con esto?

Me he dado cuenta de que estoy haciendo lo mismo. De aquellos paisajes convulsos que tenían la expresión de paisajes urbanos deteriorados, ahora estos cuadros con apariencia vegetal lo que esconden son convulsiones muy similares. Por debajo de la apariencia vegetal hay auténticas tensiones. Por debajo de la realidad más mediática, de lo que siempre sale en los periódicos, de los grandes temas, hay estas cosas personales que nunca trascienden, esos artistas que han quedado olvidados, el fracaso, nuestro fracaso, el de un país sometido a un estado autoritario. Toda esta convulsión que queda por debajo de los autoritarismos y las jerarquías no me queda más remedio que expresarla con mis medios. Submergències [la gran pieza del Museu de Granollers] era eso: esta tensión entre algo que puede tener una belleza intrínseca pero que también puede ser terrible.

Ante este cuadro acabas haciendo un ejercicio de intentar reconocer qué hay debajo de la pintura, las capas de irrealidad y de realidad. Parece que entronque muy bien con este presente, con la sensación de constante irrealidad, como si habitásemos una distopía.

En muchos cuadros hay referencias vegetales que están sacadas de reproducciones y de reproducciones de reproducciones de otras reproducciones. Los distintos estratos o capas de la realidad se van multiplicando. ¿Esto es real o me lo he imaginado? ¿O forma parte de una realidad inventada? Ya no tenemos la certeza de lo que estamos diciendo, de lo que estamos viendo. La hemos perdido y eso nos intranquiliza. Pero aunque no lo entendamos, no tenemos más remedio que vivir con ello. Tal vez somos la primera generación a la que le pasa esto.

Tu pintura posee esta mezcla de fotografía, pintura, cine... En medio de límites estéticos. ¿Puede que sea la vía que has encontrado para seguir pintando, con un punto de funambulista, entre ambigüedades?

Hubo un momento en que dio la impresión de que la pintura había perdido el pulso contemporáneo. Ya no estaba hablando de lo que nos pasaba. Sentí una gran preocupación. Por eso me encerré en el estudio varios años, intentando encontrar cómo resituar lo que a mí me gustaba, que era pintar, y que también interesase a mis contemporáneos. El paisaje ya no es el del siglo XVIII, bucólico, sino que es un paisaje digital, cinematográfico, de reproducción fotográfica o científica. Pensaba que había una manera de pasarlo por la pintura y devolverlo a la sociedad de forma adecuada. Estamos constantemente reciclando imágenes que vienen de otras partes. Y la pintura había quedado un poco marginada de este reciclaje. Y si eras pintor ya no estabas en la modernidad, que representaban las performances, las instalaciones, cosas que yo había hecho veinte años atrás.

¿Este final de la pintura que aquí se dictaminaba estaba basado en...?

En una precariedad laboral de los incipientes comisarios artísticos. Hubo como un golpe de estado dentro del estatus artístico. Hasta los años setenta u ochenta es el artista el que tiene voz propia. En los años noventa aparece una nueva figura que es este comisario, que se apropia de la voz del artista, que viste el discurso. A partir de ahí todo el arte está edificado con palabras y razonamientos, lo que es estrambótico. Un gran porcentaje del arte es incomprensible, nos guste o no, pero no pasa por los esquemas racionales, pasa por otras cosas.

Retrat de Vicenç Viaplana. © Mariona Gil © Mariona Gil

Con esta inquietud por decir algo a la gente a través de la pintura, que no vea en ella una materia amorfa, ¿cómo se ha ido desarrollando tu proceso creativo?

El proceso ha sido bastante intuitivo. Hace poco leía un libro de un neurólogo americano. Explicaba que con los sueños pasa algo muy curioso, que es que las relaciones lógicas se rompen. Existe un proceso neuronal que hace que se establezcan relaciones insólitas. Las conexiones no pasan ni mucho menos por lógica, sino que se da una preferencia por relaciones inesperadas, poco previsibles. Cuando lo leía pensé: “¡Ah, el proceso de creación es precisamente eso!”. Durante el día es como si fuera almacenando detalles, ideas, puntos de luz, colores... Y lo guardase en un departamento del cerebro que no sé cómo se llama. Está allí guardado y en un momento determinado se pone en marcha un proceso automático, que supongo que debe ser parecido al de los sueños, que va elaborando sin pasar por la razón. Cuando pinté Submergències no tenía ninguna maqueta ni sabía qué iba a hacer. Me lanzo a pintar y va saliendo.

Tu última etapa creativa es la serie “Sota el Sui”, que pintas en Cànoves, al pie del Montseny, entre 2013 y 2020. Con la pandemia de por medio, ¿crees que cambiará la relación con la naturaleza?

Sí, yo creo que nos veremos forzados a ello. Hay gente que eso ya lo entiende. Pero también hay instituciones y empresas, y sobre todo el mundo que saca beneficio de toda esta explotación, a los que no tendremos más remedio que forzarlos a entenderlo. Si no, no hay futuro. Empezó por los temas más elementales que decíamos de destrozo paisajístico y está empezando a ser un caso de supervivencia para la humanidad.

¿Sabrías decir algún momento de tu trayectoria que sea “sumergido”, que no se ve pero que tú sabes que eso marca un rumbo?

Tú estás haciendo una serie determinada. Y de repente, sin saber por qué, te aparece algo que es diferente. Y lo dejas ahí porque te quedas un poco perplejo. Eso pasó con la serie pintada en Sui. Hay un cuadro que empiezo en 2013 y que doy por terminado en 2016. La evolución no es una línea recta. Es la espiral que está en algunos de mis cuadros. Me imagino mucho la evolución con esta forma helicoidal. Estás aquí y necesitas ir hacia atrás para asegurar una serie de cosas. Existe un impulso inesperado que te lleva a otra órbita. Y así vas creando esta trayectoria.

A veces necesitamos el camino más largo para volver a casa, ¿no? Esta evolución quizá no se tiene demasiado en cuenta al hablar de creación.

Cuando lees la historia del arte o historia de biografías de algún pintor, no ves este punto. Que aquí se equivoca, que tiene que volver atrás, que tiene que estar unos años en que no le sale y después sigue adelante. Supongo que, como nos inquieta y nos crea cierta incertidumbre y queremos ver las cosas más claras, le quitamos toda esta parte, que creo que es muy rica. El fracaso forma parte de todo el proceso.

Cuando hacemos traslación a la vida, a veces las trayectorias personales se explican como que has empezado a correr, has hecho una carrera de diez kilómetros, después media maratón... Y no es así. Por muchos motivos —pandemia, crisis económicas y sociales...—, ¿quizá estamos en un momento de cambio que tampoco se está leyendo?

Tampoco. Yo creo que lo más interesante queda al margen. Y también se falsea un poco la realidad, porque a la gente que empieza, a escribir o a pintar, se le dibuja un panorama que es una fantasía. No es así en absoluto.

Tu manera de pintar me lleva a pensar que también vas a la contra de un pensamiento muy establecido, que es el de compartimentar. Y en cierto modo, has sido difícilmente etiquetable. ¿Deberíamos no hablar tanto de géneros, estilos y líneas, y de que si sales de la línea ya no se puede entender?

Yo he huido siempre de mí mismo. Tal vez eso lo explicaría un poco. Tengo la sensación de que he huido de mi identidad, de la identidad como artista. Este negarte a ti mismo. Cuando tienes algo consolidado, ir a lo contrario. Sentir esa atracción inevitable por decir: “Y ahora qué pasa si hago absolutamente lo contrario de lo que he hecho”. Esta gamberrada de vamos a romperlo y a empezar de nuevo. Eso me ha motivado. Más que trayectorias personales, de consolidación profesional dentro de una marca artística, me ha divertido más el ejercicio contrario, de disolverme, de perderme, de no existir, de hacer una cosa y luego hacer otra. Cuando pintaba estos edificios en ciudades, a finales de los ochenta, era un momento de cierto boom del arte, que duró tres o cuatro años, en que realmente se vendían los cuadros. La gente me pidió más, pero dejé de hacerlos. Porque yo ya no soy ese, soy otro y me atraen otras cosas y no te voy a engañar. E hice algo absolutamente distinto. La gente no entendía nada. Una de esas críticas o comisarias me dijo: “No sé dónde etiquetarte”. Uno tiene que hacer lo que libremente le venga en gana. Si hice la apuesta por pintar fue para sentirme libre. Yo prefería pagar este precio y trabajar como una mula en otras cosas para pagarme las telas y las pinturas. Eso desconcertaba. Ahora, con la exposición de los Espais Volart, algunas de esas personas que se habían perdido pueden haber retomado el hilo.

¿Cómo crees que se relaciona ahora la gente con el arte? ¿Te ha sorprendido ver a alguien que se queda admirado por lo que ve, sin necesidad de mediación argumental?

En los años en galerías me daba cuenta de que este vínculo con la gente se había roto. La gente ya no visitaba galerías, le parecía un entorno casi hostil o que era de un ámbito religioso, donde tenía que entrar de puntillas. Hubo un momento en que quise hacer una obra que no necesitase intermediarios, ninguna palabra añadida a lo que estaba viendo. Que pudiese recoger esa reacción espontánea, libre, de cualquier persona, de cualquier cultura y educación... Que te fueses a quedar alucinado por lo que ves. Y después ya vendría quien se interesase más. Y me parece que lo he logrado. Cuando con la obra Submergències ha habido chavales que al verla han exclamado un “¡oh!”... O con gente que no los veías como habituales de galerías pero que notabas que se había producido una trascendencia con lo que hacías, trascender en el sentido de traspaso de emociones.

El confinamiento lo pasas preparando la antológica. Eso debía ser muy curioso, porque el mundo estaba parado, pero tú estabas en un movimiento muy bestia.

El año más raro ha sido el de mayor agitación, como nunca la he tenido en toda mi vida. Es una paradoja. Los días en que estábamos más confinados tenía en mente que estaba preparando toda la infraestructura y la logística de esta gran exposición, con la incertidumbre de qué iba a pasar. Se ha sumado este punto de irrealidad. Encerrado pero pensando que estarás más expuesto que nunca.

Queda mal decirlo, pero ¿esta experiencia mundial se trasladará al arte de alguna manera?

El calado de lo que ha pasado es profundo. Poco a poco iremos viendo cambios. Eso pasa a veces con los cuadros. Tomas un gran impulso, pintas lo más grande en un tiempo relativamente breve, pero te pasas meses trabajando en los pequeños detalles y estos dan un vuelco a toda la historia. La política acabará dando una fuerte sacudida. Hay cosas que no se aguantan. Existe una profunda crisis de los grandes estados, que se han visto como obsoletos, que no tienen respuesta rápida a los problemas de la gente.

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