Acerca de Enric Vila

Escritor. Profesor de la Facultad de Comunicación Blanquerna

Las ciudades como solución

Si els alcaldes governessin el món

[Si los alcaldes gobernasen el mundo]

Autor: Benjamin R. Barber

Ayuntamiento de Barcelona y Arcàdia Editorial

Barcelona, 2015

527 páginas

La globalización ha convertido a los viejos estados en estructuras insuficientes para desarrollar la democracia. El poder está cambiando de manos. Las viejas metrópolis ya no pueden competir a través del militarismo, la burocracia y la producción en serie.

Cada época tiene su pensamiento progre, igual que cada época tiene sus formas de hipocresía y de ocio. Podríamos decir que el progresismo es el discurso suave y complaciente que el poder establecido adopta en función de cada circunstancia para lanzar el cebo a la gente y conducirla sin violentarla. Hasta la caída del Muro de Berlín, el estado nación monopolizaba todos los ámbitos de la vida y del conocimiento y era un elemento básico en los discursos del statu quo. En España, donde la cohesión política es tan frágil, el Estado tiene todavía un papel esencial en la construcción de los discursos progresistas, pero en otras partes del mundo los imaginarios cambian más deprisa. La globalización ha convertido a los viejos estados en estructuras insuficientes para desarrollar la democracia. Ante la emergencia de naciones superpobladas –y supermotivadas– como China, la India o Indonesia, las antiguas potencias occidentales buscan soluciones para preservar su hegemonía.

El último libro de Benjamin Barber, Si els alcaldes governessin el món, debe situarse en este contexto. El poder está cambiando de manos. Occidente se siente amenazado justamente cuando los valores occidentales se están imponiendo en todas partes. Las viejas metrópolis ya no pueden competir a través del militarismo, la burocracia y la producción en serie. Como explica Pankaj Mishra en From the Ruins of Empire, cada vez hay más motivos para creer que las antiguas colonias asiáticas podrían acabar dominando a los países occidentales a través de los valores que permitieron a los europeos conquistar el mundo. Por poner un ejemplo aparentemente inofensivo, en 1991 un escritor indio tenía bastante con vender cuatro mil libros para situarse en los primeros puestos de las listas de éxito; hoy los escritores más vendidos de la India colocan tranquilamente cincuenta y cinco mil ejemplares semanales y son leídos por millones de personas.

Ante el brutal cambio de escala que afronta Occidente, las ciudades aparecen como una alternativa que permitiría a las viejas democracias continuar jugando un papel importante en el mundo. Al fin y al cabo, la cultura urbana es una creación de Europa y de Estados Unidos. Además, como explica Barber, en la cultura urbana la sofisticación, el individualismo y la creatividad tienen más importancia que la violencia y la fuerza de las masas.

Hasta hace poco estábamos convencidos de que el capitalismo y el progreso material deberían llevar indefectiblemente hacia una mayor democratización del mundo. El crecimiento de China y de otros países asiáticos ha puesto en duda este prejuicio. La propia India, que es uno de los aliados potenciales de Occidente, es una democracia inestable, con diferencias sociales extremas y amenazas interiores.

Sin este contexto no se puede explicar el libro de Barber y su propuesta –quijotesca o visionaria– de crear un parlamento mundial de alcaldes que haga de contrapeso a la ONU y trate de impulsar una cultura política más respetuosa con la gestión de las realidades empíricas. Mientras que en un mundo dominado por las ciudades Occidente tendría muchos números para mantener la hegemonía, en un mundo de estados nación la democracia se podría ver superada por modelos capitalistas de cariz autoritario. Cuando Barber detalla las limitaciones que los estados imponen al desarrollo de la democracia, de la economía y de la sostenibilidad ecológica del mundo, evidentemente habla desde el punto de vista occidental –aunque no lo especifique. Para un chino, un surcoreano o un vietnamita, el estado clásico todavía tiene un gran recorrido. No se puede ignorar la mejora del nivel de vida que está experimentando la población de estos países.

No es extraño, pues, que el libro de Barber, y la propuesta que le da sentido, parta de los estudios que las universidades occidentales han promovido sobre el fenómeno de las ciudades y la cultura urbana en la última década. Desde el punto de vista teórico, la obra es un compendio de argumentos ya publicados sobre el individualismo, la interdependencia, los espacios transfronterizos, la contaminación, la liberación de las mujeres, la guerra o el terrorismo. Barber sigue la estela de autores como Richard Florida, Edward Glaeser, Saskia Sassen, Jane Jacobs o el japonés Kenichi Ohmae –que ya anunciaba la decadencia de los estados nación a mediados de los años noventa del siglo pasado. Desde puntos de vista muy diversos, todos estos autores ya habían explicado, antes que el mismo Barber, que las ciudades son el instrumento más eficaz para humanizar el proceso de globalización y regenerar la democracia.

© Andrew Burton / Getty Images

La originalidad de Barber es llevar este discurso hasta el final, aunque de este acto de audacia también surgen los principales defectos del libro. Quizás para defender con más fuerza la necesidad de crear un parlamento mundial de alcaldes, el autor plantea su discurso desde una fe en las ciudades que a veces resulta demasiado candorosa –como cuando afirma que los terroristas odian a Estados Unidos, pero que no tienen nada contra Nueva York. Ya está bien que Barber haga de la necesidad virtud. Pero no sabemos –porque no lo dice– hasta qué punto es consciente de que buena parte de los fenómenos que describe y las soluciones que propone parten de un hecho tan sencillo como el debilitamiento del poder occidental y su necesidad de fragmentarse para no caer en la inanidad retórica.

Quizás por ello la propuesta tiene un aire de salirse por la tangente, de brindis al sol a medio camino entre la genialidad y el infantilismo. Es significativo, en este sentido, el prólogo que Barber firma para la edición catalana, ya que lo podría haber escrito cualquier portavoz de la tercera vía –del statu quo autonómico. A menudo Barber parece olvidar que las ciudades no promueven guerras porque los estados ya las hacen –o las han hecho– por ellas. Es como si no fuera consciente de que uno de los elementos que da prestigio a las ciudades es la limitación de su poder, su poca capacidad de influir en el mundo de manera traumática y directa.

En la lógica del libro resuena ese discurso que en Cataluña hemos oído tantas veces sobre los problemas reales de la gente y la gestión entendida como una acción neutra. Es verdad que la gestión de las ciudades aporta capacidad de concreción a los políticos, pero también es innegable que esta capacidad de concreción se refugia en realidades cada vez más pequeñas y empíricas a causa de la misma decadencia del poder que la ejerce.

Barcelona o el miedo al fracaso

Il·lustració d'un ull, sobrevolat per un avió, de Stéphane Carteron.

© Stéphane Carteron

PSICÓLOGO: ¡Hacía tiempo que no venías!

BARCELONA: Es que he pasado una época buenísima, en la que todo me salía bien. Allí donde iba era la reina del baile. Era como esos pintores abstractos a los que nadie entiende, pero a los que todo el mundo elogia y cuya obra colocan con una facilidad admirable –a un precio aún más admirable, a veces incomprensible. Creo que ninguna ciudad del mundo ha estado tan mimada como yo en estos últimos veinte años. Daba igual lo que hiciera, todo el mundo me reía las gracias. Supongo que he encarnado mejor que nadie las ilusiones que despertó la caída del muro de Berlín. ¿Recuerdas el Amigos para siempre, aquella canción que cantaban Josep Carreras y Sara Brightman y después también Los Manolos, un grupo que parecía de Córdoba pero que era del Poble-sec? Pues bien, la canción no fue solo el himno oficioso de mis olimpiadas, ha sido el himno de una época. Sí, sí, ya sé que el ataque a las Torres Gemelas se produjo en el 2001, pero no son los acontecimientos los que determinan el final de una época, sino las esperanzas y los miedos.

PSICÓLOGO: ¿Has visto la última edición del Global City Index? En el 2008 no aparecías, en el 2010 estabas en el lugar 26. Ahora estás en la posición 24 de la lista, por delante de Roma, de Ámsterdam y de otras capitales de estado. Y mientras tú vas subiendo, Madrid baja del 17 al 18. Creía que estarías contenta.

BARCELONA: Una parte de mí lo está, pero la otra está preocupada. Ahora que el mito del final de la historia ya no se lo cree ni Francis Fukuyama, me da miedo que la historia me vuelva a hundir. Estoy harta de ser una ciudad de primaveras. Desde el siglo XV estoy navegando contra el viento. A veces parece que el viento me hincha las velas, pero de repente me encuentro en medio de una tempestad y no reaparezco hasta años después, con los restos del naufragio, cuando todo el mundo ya me da por acabada. Recuerdo la primavera modernista, y enseguida el terrorismo y la dictadura de Primo de Rivera. Recuerdo la primavera republicana y el largo invierno franquista. Recuerdo el saqueo de Roma y la lección que dimos a los turcos en la batalla de Lepanto, pero también tengo en cuenta dónde instaló Felipe II la capital de España. Recuerdo la Guerra de los Segadores y cómo Madrid me impidió que diera el paso de la economía mercantil a la capitalista a la vez que Ámsterdam o Londres. Eso por no hablar de la derrota de 1714, cuando lo tenía todo a favor para convertirme en un foco de la Ilustración. O de Napoleón, que me dividió el país cuando apenas empezaba a recuperarme de la ocupación borbónica. Incluso recuerdo las pestes del siglo XIV, que me dejaron sin masa humana para consolidar un estado moderno, en el mejor momento de mi historia, de mi máxima expansión.

Representació de les Corts Catalanes reunides a Montblanc el 18 de juny de 1333 sota la presidència del rei Alfons III, en una làmina del llibre dels Usatges de Barcelona, una recopilació de drets anterior en cent anys a la Carta Magna d’Anglaterra.

© Prisma
Representación de las Cortes catalanas reunidas en Montblanc el 18 de junio de 1333 bajo la presidencia del rey Alfonso III, en una lámina del llibre dels Usatges de Barcelona, una recopilación de derechos cien años anterior a la Carta Magna de Inglaterra.

Conozco la historia y no me hace ninguna gracia ver que ha reanudado la marcha, porque siempre me la pega cuando las cosas me van bien. Seguro que mis amigas están frotándose las manos. París hace ochocientos años que me mira con recelo. Londres siempre ha traficado con mis debilidades. A Roma le da rabia que me tome la fe cristiana tan seriamente y Madrid, si pudiese, secaría el Mediterráneo. Estos últimos treinta años me han dejado hacer porque no tenían más remedio. ¿Recuerdas cuando Bill Clinton dijo que el mundo sería catalán o talibán? El mundo se me asemejaba y no podían maltratarme. Hemos vivido una época tremendamente liberal e individualista, pero, sobre todo, una época en que las grandes ciudades de Europa estaban escarmentadas por la historia. Mi éxito ha tenido más que ver con el contexto internacional que con mi fuerza objetiva. Mis amigas estaban tan jorobadas como yo, pero ellas al menos son capitales de estado. Yo soy una reina viuda; tengo carácter y encanto, pero no tengo poder. Estoy segura de que todas han pensado: “¡Habráse visto, tener que compartir el prestigio con una ciudad sin estado, sin ejército, que ni siquiera tiene una lengua propia de alcance internacional!” El mundo admira mi arquitectura, mis pintores, mi cocina, el Barça, pero casi nunca se acuerda de que el secreto de mi magia es Cataluña. Quizás es mejor así, porque cuando Cataluña me da demasiada personalidad todos corren a destruirla. Si aún estoy aquí es por la fuerza que me ha dado el recuerdo de mis libertades perdidas y porque me he mantenido ilegible a los ojos de la mayoría de los extranjeros. Los forasteros no relacionan mi gracia con mi historia y mis ambiciones. Ni siquiera mis ciudadanos son conscientes, en la mayoría de los casos, de que tengo una idea de civilización, como la pueda tener cualquier otra gran capital del mundo.

Por una parte se me trata como a una ciudad de segundo orden, pero por otra, doy miedo, porque yo, Barcelona, soy la heredera legítima de la antigua Roma. Entronco con la república romana, donde el jefe de estado era un primus inter pares. En mi casa los reyes han gobernado siempre por contrato. ¿Qué ciudad ha impuesto a sus reyes un juramento como este: “Nosotros, que somos tan buenos como vos, juramos a vuestra merced, que no sois mejor que nosotros, aceptaros como rey y señor soberano, siempre que respetéis nuestras libertades y leyes. Y si no, no”?

La historia no me ha dejado imponer mis ideales, pero eso no impide que atraviesen toda mi historia. Mis patrones son una mujer (santa Eulàlia) y un negro (san Cugat). Ramon Llull, que era hijo de una eminente familia barcelonesa, intentó conciliar a cristianos y musulmanes. La palabra “feudal” aquí siempre significó respeto por el pueblo bajo. Yo me inventé el feudalismo bien entendido. Cataluña fue el primer territorio europeo con una declaración escrita de derechos. Los Usatges, de 1076, se adelantaron cien años a la Carta Magna de Inglaterra. En París las masas creyeron necesario abolir el feudalismo porque los franceses eran unos bestias, pero los catalanes, hasta la derrota de 1714, fueron el pueblo más libre de Europa.

No he sido nunca la ciudad más importante del mundo, ni he pretendido serlo. Cuando conquisté a los mallorquines les di un reino; cuando conquisté a los valencianos, también. Siempre me han parecido estúpidas esas ciudades que actúan como si en el mundo solo existieran ellas. La política necesita al otro para no caer en abusos. Con una ciudad o un país puedes comerciar o declararle la guerra, pero no quitarle lo que Dios le ha dado. Los discursos de ahora sobre las redes urbanas no me dicen nada de nuevo. Mis juristas del siglo XV ya afirmaban que Cataluña era un sistema de diez ciudades. Siempre me ha gustado formar parte de una entidad superior. Pero cuando va contra mis intereses lucho por desligarme de ella, igual que una persona se desvincularía de un club o de un partido que no la representase.

PSICÓLOGO: Vamos a ver: has nacido con una combinación de virtudes y de carencias muy humana, por eso la gente te quiere tanto. Naciste de cara al Mediterráneo, que es el mar más tratable de la Tierra. Tienes un clima y un entorno espléndidos. En este sentido, haces justicia a la frase de Voltaire “Cataluña no necesita a sus vecinos, pero sus vecinos sí que necesitan a Cataluña”. Eres un punto de confluencia ideal para todas las ciudades catalanas, pero desde un punto de vista ibérico o europeo tu situación geopolítica es secundaria. Génova, Valencia, Venecia, Constantinopla son puertos mediterráneos mejor situados. Tarragona permite una penetración más fácil al interior de la Península. Madrid, Roma, París y Londres están mejor situadas que tú para ser capitales de un gran Estado. Tú tienes la virtud de encontrarte en un lugar inmejorable para recoger las sinergias del territorio catalán, que es un territorio pobre en recursos naturales pero de clima agradable y, sobre todo, fácil de defender. La geopolítica ha mediatizado tu historia, y a la vez que te ha protegido y te ha mimado y te ha permitido hacerte una idea dulce de la vida, te ha impedido concretar tus grandes ideales y eso te ha ido metiendo la duda en el cuerpo.

Cuando los ejércitos masivos pasaron a determinar las guerras, perdiste tu imperio, porque tienes más ingenio que fuerza. Pero has sobrevivido y el euro te da la oportunidad de convertirte en la capital de una gran eurorregión. Si logras conectar la península con el eje urbano que va de Londres a Milán tendrás un papel en el mundo; solo hace falta que mejores tu actitud. Debes perder el miedo a fracasar, debes sacarte de encima el temor que te han dejado las derrotas del pasado. A veces has sido demasiado idealista, pero otras has caído en la trampa de tu propio pragmatismo. Desde Felipe V la política del Estado se ha basado en el convencimiento de que tus elites se podían comprar. Y no era exactamente así. A Prim le compraron con una faja de general y después, cuando ya no pudieron comprarle más, le liquidaron. A la burguesía catalana la compraron con títulos nobiliarios y, cuando el país fue demasiado lejos, montaron una guerra civil. Para conservar el poder has cedido cuando no podías ganar. Para no quedarte fuera del círculo de las grandes ciudades, has soportado todas las vejaciones. Pero ahora que tienes el éxito muy cerca, no deberías permitir que estas vejaciones se convirtieran en tus fantasmas en lugar de las razones de peso que te hagan salir adelante.