Acerca de Jordi Puntí

Escritor

Copito de Nieve en el Poble Espanyol

Kitsch BarcelonaKitsch Barcelona
Autora: Anna Pujadas
Ayuntamiento de Barcelona
Barcelona, 2016

Todo lo que el turismo toca se convierte en kitsch. Esta es quizás la principal conclusión que el lector sacará de la lectura de Kitsch Barcelona.

El volumen, publicado por el Ayuntamiento de la ciudad y coordinado por la teórica del diseño Anna Pujadas, pretende ser un catálogo exhaustivo de las expresiones estéticas más kitsch que, conscientemente o no, también conforman la personalidad de la ciudad. Pujadas hace una introducción al fenómeno y pide que no sea visto como una categoría despectiva, sino más bien festiva. Siguiendo el hilo, una treintena de diseñadores, arquitectos, antropólogos y escritores han elegido y descrito un puñado de ejemplos de este kitsch tan nuestro.

Quizás el éxito más claro es el trencadís de Gaudí, utilizado por todas partes y elevado al nivel sublime en un McDonald’s del Passeig de Gràcia. Junto a él, existe un kitsch histórico que está bien reivindicar porque ya forma parte de la tradición, desde el Poble Espanyol hasta la escultura de la Dama del paraguas y el templo del Tibidabo.

Hay otro que renace ufano de las cenizas de la Barcelona olímpica, desde las estatuas de la Rambla a la escultura de las cerillas de Claes Oldenburg. Incluso podemos considerar que son juegos de memoria kitsch el recuerdo de Copito de Nieve (aunque en realidad lo que es kitsch es que le hicieran un DNI) o los postres pijama del restaurante 7 Portes. Queda claro, pues, que las atracciones que vimos de pequeños, ahora en manos del turismo más despiadado, son banalizadas por la masa y nos las aleja de la experiencia personal. Llamémoslo kitsch, llamémoslo vergüenza ajena. Al fin y al cabo, hay elementos de kitsch que son tan universales –como, por ejemplo, las tiendas de Lladró o los anuncios de Cruji Coques– que se convierten en un metakitsch universal (casi como las obras de Carlos Pazos, que ya nacen con conciencia kitsch).

La segunda conclusión que sacamos del libro es que el kitsch es sobre todo una mirada subjetiva. Se percibe, por ejemplo, en el intento de establecer un kitsch en la imagen de Barcelona como destino turístico para foodies (palabra que ya da rabia), con ejemplos gloriosos como el bar Toc de Mar o las rocas de Montserrat de la pastelería Brunells, pero también con otros más rebuscados como el restaurante Bananas.

En fin. Cada uno pone el listón de la sensibilidad a un nivel diferente y quizás por eso, a medida que se avanza en la lectura, da la sensación de que a veces se utiliza la selección tan solo para criticar, ya sea porque es cursi, viejo o simplemente molesta. Cuesta de entender, por ejemplo, que el Hotel Camper o la Casa Planells, de Josep M. Jujol, desfilen junto al centro comercial Arenas o el grupo escultórico del tamborilero y el cuartel del Bruc. O que el barrio del Eixample sea considerado el barrio más kitsch porque es “una democracia aburrida de ruido y contaminación”. En más de un caso, pues, la falta de contexto (social, urbanístico, histórico) hace que aparezcan apuestas banales y gratuitas que desmerecen la selección.

Esta ironía elitista es también una actitud muy barcelonesa. Me hace pensar que, en realidad, la acción más kitsch, la cuadratura del círculo, es publicar un libro sobre el kitsch en Barcelona. Una antología kitsch de elementos kitsch con voluntad comercial, destinada a atraer a los turistas que aún toleramos, aquellos que saben distanciarse del fenómeno y reírse de él. Los hoteleros estarán encantados.

El pasaporte Marsé

Hay ciudades de papel que resultan más vivas que las de verdad. Pocos autores han erigido una Barcelona tan anclada en la memoria popular, tan presente en el imaginario colectivo.

Durante ocho años viví cerca del bar Alaska, en la esquina del paseo de Sant Joan con la calle Pare Claret. A menudo, cuando invitaba a algún amigo a tomar el vermut, le explicaba que es un bar con más leyenda de lo que aparenta. El Alaska era, por ejemplo, uno de los lugares que frecuentaba Carmen Broto. La historia dice que Broto, prostituta y entretenida de la alta sociedad, vivía justo en la otra acera de Pare Claret y muchos días, cuando volvía a casa de madrugada, tomaba la última copa en este bar. En enero de 1949 tres hombres la asesinaron y la dejaron en un descampado de la calle Legalitat, en uno de los crímenes más comentados y a la vez silenciados de la primera posguerra.

Como muchos, conocí la cabellera rubia y el perfume fatal de Carmen Broto porque Juan Marsé la convocó en Si te dicen que caí (1973), una novela que era un repaso a los paisajes de su infancia y la guerra, una mezcla de recuerdos personales y aventis que circulaban por las calles de Gràcia. Marsé hacía aparecer el Alaska, punto de reuniones subversivas y de mala vida, y trazaba en torno a Broto una trama que tenía lugar en las calles del barrio, en los cines, en las trastiendas oscuras, en los tranvías que chispeaban. Con esa primera lectura me saqué el pasaporte para el territorio Marsé, un mapa de Barcelona a la vez real, realista y mítico.

© Manel Andreu

© Manel Andreu

Los novelistas crean unos vínculos afectivos con los decorados que escogen para sus libros. Nunca es una elección aleatoria. La ciudad que se inventan, las calles y las casas que recrean, forman parte de la esencia de los personajes –los marcan– y después se integran en la memoria del lector. Hay ciudades de papel que desde su realismo resultan más vivas que las de verdad. En el caso de Marsé la identificación es especialmente intensa. Pocos autores han erigido una Barcelona tan anclada en el imaginario colectivo. De hecho, la esencia urbana de sus novelas proviene de su interés por unos personajes marginales, que saltan de una clase a otra como quien cambia de barrio, o que encuentran en la extrañeza de los lugares desconocidos una vía de escape. La oscura historia de la prima Montse, Ronda de Guinardó, Un día volveré, Rabos de lagartija… Cada nuevo título amplía el mapa y a la vez detalla sus calles ya conocidas. De las barracas del Carmel a las oscuridades del Barrio Chino, de la plaza Rovira al Ritz, del restaurante Tibet a las sombras protectoras del parque Güell, del cine Roxy al bar Delicias, del club de tenis La Salut…

Podría seguir fijando los rincones del mapa Marsé, pero su fría enumeración no conduce a nada. Me atrae más la figuración de una ciudad literaria que es compartida por otros narradores –y que acaba formando una topografía propia en el interior de la memoria de cada lector. Pondré un ejemplo. Pienso en Últimas tardes con Teresa (1966), que quizás es la novela en que la presencia de Barcelona es más determinante. Hablando del Pijoaparte, Marsé escribe: “Acaba de salir de su casa, que forma parte de un enjambre de barracas situadas bajo la última revuelta, en una plataforma colgada sobre la ciudad: desde la carretera, al acercarse, la sensación de caminar hacia el abismo […]”. Al instante mi memoria de lector se va hacia La calle de las Camelias, de Mercè Rodoreda –publicada también en 1966–, y al día en que Cecília Ce se va a vivir a las barracas con Eusebi: “La chabola sólo tenía dos paredes de ladrillo; las restantes estaban hechas con latas, maderas viejas y trozos de saco metidos por las rendijas”.

La misma operación serviría para otros casos: Marsé resuena en Blai Bonet, que resuena en Vázquez Montalbán, que resuena en Sagarra, que resuena en Josep M. Planes, que resuena en Vila-Matas, que resuena en Josep Pla, que resuena en Enrique de Hériz, que resuena en Marsé… Son miradas diferentes, a veces incluso opuestas, pero el misterio es que unas se reflejan en las otras, porque la ciudad es un gran caleidoscopio.