La okupación del cine Princesa, en octubre de 1996, fue la primera actuación destacada que cuestionaba el modelo Barcelona. La filósofa y activista Marina Garcés traza en su último libro la historia de la amalgama de movimientos que plantearon una crítica radical al modelo y al relato histórico que lo justificaba.
Barcelona es Europa. El esfuerzo titánico que las elites han hecho desde principios del siglo XIX para asimilar Barcelona a la modernidad europea ha tenido éxito. Desde la invención del Barrio Gótico hasta el Fórum de las Culturas de 2004. Pero Europa actualmente nos muestra las largas sombras que siempre ha habido y que se proyectan, por ejemplo, sobre el mar Mediterráneo, nuestro mare mortum. La crisis y el colapso del relato histórico europeo también lo son de la marca o modelo Barcelona. Ya han caído todos los velos, el hechizo ha desaparecido y sí, somos, entre otras cosas, terriblemente europeos.
Ha habido una generación de personas, de espacios y luchas que han acompañado, reflexionado y actuado en esta crisis. Marina Garcés nos habla en su libro Ciudad Princesa (Galaxia Gutenberg, 2018) de esta fuerza, intermitente, contradictoria, viva y radical en la que aún participa hoy. Se trata de la historia poco explicada de una amalgama de movimientos sociales, culturales, artísticos que han sido okupas, autónomos, que han protestado contra el Banco Mundial y las guerras. Garcés nos explica esta generación: “Con los zapatistas, aprendimos a decir que queríamos crear muchos mundos en este mundo, con los okupas aprendimos a abrir espacios de vida en nuestros pueblos y ciudades, con la antiglobalización pusimos palabras y colores a otro mundo posible, con el movimiento contra la guerra recordamos que, como siempre, los muertos los ponemos nosotros mientras que las guerras siguen siendo suyas, y con el 15M inventamos la expresión más simple de la radicalidad democrática: ‘No nos representan’O”.
Barcelona, ciudad marca
El modelo Barcelona, más tarde la marca Barcelona, consistía en un proyecto utópico, quizás mesiánico, que pretendía poner a Barcelona “al nivel que se merecía”. La ciudad había pasado cuarenta años de dictadura en la sombra. Una ciudad gris de posguerra que tenía que purgar los pecados de su historia disidente y revolucionaria. El modelo Barcelona, con las Olimpíadas, tuvo la oportunidad de transformar de la cabeza a los pies la ciudad y borrar, así, su ominoso pasado. Pese a ello, el buldócer de la modernización no arrasó solo la Barcelona gris e insensible, sino también muchos ecosistemas de vida, frágiles y al mismo tiempo resistentes, que habitaban la ciudad. Por otro lado, esta nueva propuesta no dejaba de tener un regusto de penitencia. Una redención del complejo de inferioridad de no ser lo bastante europeos, de no ser lo bastante modernos e ilustrados. Dos modelos de ciudad antagónicos, el franquista y el posmoderno, coincidían en una cosa, cada uno desde sus propios traumas: redimir un pasado, derribar y allanar la memoria. Volver a empezar haciendo una plaza dura de cemento, aséptica y con cuatro plantas de parking subterráneas. Ciudad Princesa es el relato y Marina Garcés una voz de las malas hierbas que persistieron y se conjuraron para deshacer este modelo de ciudad y este relato histórico.
Todo empieza en la Via Laietana el 28 de octubre de 1996. Un movimiento alternativo y minoritario como la okupación apareció en todos los medios de comunicación. En 1992 ya había habido movimientos contra la Barcelona olímpica, pero esta era la primera aparición destacada de una crítica al modelo de ciudad. Hubo una gran resistencia contra el desalojo policial del antiguo cine Princesa. El apoyo de tanta gente fue la novedad y la sorpresa. A partir de aquí se empezó a tejer un sentido de la ciudad, unas complicidades que iban más allá de los círculos estrictamente militantes. Fue un contagio lento, a contracorriente. Mientras que “Barcelona posa’t guapa” [Barcelona ponte guapa], “La mejor tienda del mundo” o “Barcelona smart city” iban sonando desde los poderes de la ciudad, una serie de movimientos –algunos intermitentes, otros persistentes– crecían. Cada desalojo suponía una nueva okupación. “Que nos quiten lo bailao”, quedó pintado dentro del cine Princesa, demostrando que había una descarada voluntad de vivir. Las casas okupas eran espacios, forzosamente nómadas, que aglutinaban formas de vida desafiantes con lo establecido. “Un poco de imposible o me ahogo”. Un presentimiento del colectivo de pensamiento en el que Garcés participa, Espai en Blanc [Espacio en Blanco], que refleja este momento.
Había colectivos políticos tradicionales (anarquistas, asociaciones de vecinos…) que interactuaban con todo este movimiento, pero su fuerza radicaba en la alianza de personas, en algunos casos de amigos, que querían vivir una vida radicalmente política. Ciudad Princesa nos habla de la experiencia de okupar: “Abrir una puerta con una radial y entrar en un espacio público cerrado y abandonado es una sensación que marca un antes y un después en la relación con la ciudad y con las personas que viven allí”, escribe, y añade: “Entrar en un espacio en el que no hay nada previsto descubre un mundo de posibilidades y de conocimientos que empiezan, de repente, a relacionarse libremente”.
Kan Titella, la Hamsa, el Palomar, la Lokería, Miles de Viviendas y también El Laboratorio de Madrid crearon un nuevo mapa de resistencia. Un nuevo nosotros, cada vez más global, injertado en los excluidos del capitalismo: migrantes sin papeles, personas sin techo y todo lo que la normalidad maltrataba y negaba. Espacios en los que todo el mundo se sentía más o menos incluido.
Viejas y nuevas guerras
Los debates políticos estaban vivos. Eran tiempos de cambios profundos en las izquierdas más allá de las instituciones. El colapso de determinados discursos y prácticas políticas era evidente. La mera existencia de la okupación era una demostración indiscutible. Las viejas guardias anarquistas y comunistas no entendían ni las lecturas de Negri o Deleuze, ni la idea de que “lo que es personal también es político”. Tampoco entendían a colectivos inclasificables como Diner Gratis [Dinero Gratis], un grupo de acción a caballo entre la performance y el sabotaje en el que Marina Garcés participó. Diner Gratis era una provocación que pretendía desafiar “las formas de sumisión que el dinero reparte e impone, por medio de sus dos armas implacables: el miedo y la soledad”, tal como explicaban ellos mismos. Desde Diner Gratis se hacían descaradas y sofisticadas campañas de guerrilla de la comunicación y al mismo tiempo se practicaba la expropiación de bienes masiva a grandes supermercados con su derivada Yo Mango. Un colectivo que con sentido del humor nos interpelaba con el debate irresuelto de cuáles son los límites del compromiso político y cómo tiene que relacionarse este con el resto de la sociedad y todos sus malestares. En este sentido Diner Gratis, Yo Mango o Las Agencias eran también un experimento. Garcés nos explica la complicidad conflictiva que tuvieron con el Museo de Arte Contemporáneo de Barcelona (Macba), que les cedía espacios e infraestructuras para actuar. Finalmente, la frágil relación saltó por los aires. El museo no soportó esta tensión creativa ni los conflictos de los colectivos con la legalidad.
No todo eran colectivos vanguardistas ni de experimentación –aunque tampoco fue exactamente eso. El movimiento antiglobalización, la oposición a la guerra de Irak o al Fórum Universal de las Culturas 2004 demostraron que el espíritu del cine Princesa impregnaba una parte significativa de la ciudad. Movimientos con causas concretas pero también abiertas. Espacios que desafiaban la guerra y el modelo de ciudad al mismo tiempo. La okupación de la antigua sede de la Hacienda Municipal en el año 2003 era un ejemplo de ello. En este caso el lema era una pregunta: “¿Cuál es tu guerra?” Las respuestas eran múltiples: guerra laboral, guerra inmobiliaria, guerra humanitaria…
El Fórum de las Culturas 2004 fue la agonía del espejismo de la marca Barcelona como proyecto colectivo. El relato ya no daba más de sí. El Ayuntamiento se había entregado de manera descarada a la competencia global de las ciudades marca. Palabras como paz, diversidad y sostenibilidad pretendían justificar un urbanismo inhumano, ejecutado cada vez más pensando en el capital y menos en las personas. Las ordenanzas del civismo o la herencia arquitectónica del Fórum son un ejemplo de ello. Este último, un espacio público, otra vez de hormigón, pensado para ser privatizado, para sacar beneficio en forma de congresos, festivales y todo tipo de acontecimientos. Un espacio desangelado y desmemoriado generador de angustia donde ya nadie recuerda que bajo tierra descansa el Camp de la Bota.
Siguiendo el hilo histórico que nos propone Ciudad Princesa llegamos al clímax del 15M y del reciente 1 de octubre. Dos espacios políticos distintos pero con mucho en común. Los lemas “No nos representan” y “Las calles serán siempre nuestras” podrían intercambiarse en aquellos dos días y encajarían perfectamente. El desafío popular al poder, al orden establecido, conecta las dos fechas pese a sus diferencias.Nueva historia de Barcelona
Pero más allá de la valiosa memoria que recoge este libro, Ciudad Princesa es una declaración de principios, un posicionamiento político en sí mismo. También filosófico, también personal. Como decíamos antes, el relato de una Barcelona ligada al progreso económico y moral ha quedado desenmascarado. Hay, por tanto, una orfandad de relato común que también afecta a las personas que participaron de esta ciudad Princesa. Muchos de ellos rigen ahora mismo el gobierno municipal. ¿Qué ciudad queremos? ¿Cómo podemos luchar y vivir en una Barcelona global devorada por la industria turística y la especulación inmobiliaria? Parece que no haya respuesta, que no haya ningún proyecto colectivo. Estamos en un impasse, en un callejón sin salida y a la defensiva. Un impasse como Barcelona, como Europa y también como vidas políticas. Marina Garcés da un paso adelante para superar este bloqueo. Pone el cuerpo y la mente en forma de libro para aportar un sentido y un relato. Para explicarse y explicar un nosotros desdibujado e intermitente que puede aportar una poderosa verdad.
Garcés hace una apuesta inesperada por la historia, para profundizar en la distancia “entre el presente que es y el que podría ser”. Se trata “de la distancia entre las victorias y las derrotas, entre los que están y los ausentes, entre los olvidos y las imposiciones, entre lo que está hecho y lo que está por hacer”. La ciudad Princesa nos alienta y nos recuerda cuántos imposibles nos quedan para recorrer.