La sombra generacional se hace presente

Il·lustració © Joan Alturo

Cuarenta años después de la transición a la democracia, la composición generacional de nuestra sociedad está mutando. Los hijos de aquel periodo son ya la mitad de la población y protagonizan los cambios que vivimos en la actualidad. Son una generación definida por el individualismo y la impaciencia, pero no son un grupo antipolítico ni mucho menos. Simplemente tienen una manera de vivir la política bastante diferente de la de sus predecesores.​

En los últimos meses hemos sido testigos de revueltas en todo el mundo. Una de las que ha recibido más atención ha sido la que ha tenido lugar en Chile, con manifestaciones masivas lideradas por la juventud en las calles de Santiago. No es casual. Los jóvenes chilenos son precisamente los representantes de la generación de la democracia, aquellos que han nacido y han crecido después del referéndum de 1988 que echó del poder (político, que no militar) al dictador Augusto Pinochet. Han pasado exactamente treinta años desde aquel acontecimiento crucial en la historia del país. Eso quiere decir que todos los chilenos y chilenas de treinta años o menos no han conocido la dictadura ni han vivido el periodo de transición que permitió el establecimiento de un sistema democrático.

Es precisamente ese grupo el que lidera un movimiento que exige la eliminación de las rémoras de la dictadura que todavía perviven en el Chile actual, encarnadas en la constitución pinochetista de 1980, que todavía está vigente. Se manifiestan no tanto como jóvenes, sino como miembros de una generación; es decir, como ciudadanos que han nacido y se han formado en un contexto histórico determinado, diferente del de sus padres y madres. Esa es la clave que explica el relevo generacional, un movimiento continuo de la sociedad, una cadencia de nacimientos y defunciones que cambia su composición en función del momento histórico en el que se produce.

El tiempo imprime su huella en las personas. Los individuos somos tiempo, somos la expresión del tiempo que nos ha tocado vivir. Y como tales, actuamos en función de ese tiempo, lo que nos hace diferentes de los que nos han precedido y de los que nos sucederán. Estas diferencias definen los grupos generacionales y de alguna manera hacen evolucionar al conjunto de las sociedades. Si no existiera el relevo generacional, no habría cambios. Son las diferencias en el contexto en el que nacemos y en el que nos formamos las que dan a las generaciones su perfil particular.

La sucesión generacional

La cadencia lenta del relevo generacional a menudo lo hace pasar desapercibido en los análisis. El relevo generacional actúa por acumulación, ya que los nacimientos y las defunciones son fenómenos constantes, que se producen a diario de forma natural. Es el tiempo el que otorga a este movimiento natural la condición específica de las generaciones, de forma que la sucesión generacional se da en intervalos largos de tiempo. Las generaciones son la expresión en los individuos de los cambios profundos, de las mutaciones históricas debidas a fenómenos extraordinarios, como por ejemplo guerras, crisis o cambios sociales.

El interés por los efectos del relevo generacional responde a algo más prosaico: la necesidad de dar respuesta a los cambios profundos que ha sufrido la sociedad española y catalana en la última década. Son transformaciones de una intensidad no vivida en las tres últimas décadas, que nos remiten a la idea de un cambio de sistema, similar en intensidad al que vivió el país entre finales de los años sesenta y mediados de los setenta del siglo pasado.

Al hilo de esta idea de cambio profundo, diríamos histórico, aparece de forma natural el relevo generacional como uno de los elementos a considerar. Tiene su lógica si consideramos a la sociedad española y catalana de entonces y la actual desde el punto de vista estrictamente generacional. Hace cuarenta años, cuatro de cada diez catalanes habían nacido antes de 1940, mientras que en 2017 casi cinco de cada diez habían nacido a partir de 1976.

Este cambio, producido poco a poco, día a día, de manera casi imperceptible, toma una dimensión enorme cuando se considera en el lapso de cuatro décadas: afecta a más de cinco millones de personas, entre nacidos y difuntos en Cataluña, casi una total transformación del contingente humano de la sociedad catalana. Estas cuatro décadas han visto desaparecer casi dos millones de personas y añadirse unos tres millones y medio.

Lo trascendente, desde el punto de vista generacional, no son tanto las cifras, ya de por sí apabullantes, sino la naturaleza de este cambio, de las desapariciones y las incorporaciones. La gran mayoría de los que han abandonado el padrón eran nacidos antes de 1940, y los que han ido incorporándose han nacido a partir de 1976. Hay una diferencia clara en los contextos en los que han crecido ambos grupos. Los primeros lo hicieron en los primeros años del siglo xx o finales del xix, los segundos en el cambio del xx y los inicios del xxi. Podemos encontrar diferencias entre ambas épocas desde los puntos de vista económico, social y político, diferencias que han imprimido en las personas que han nacido en cada época un sello especial, diferenciado, una impronta generacional.

El peso de cada uno de estos grupos en el conjunto de la sociedad provoca que esta impronta se muestre y actúe de una manera determinada. No son los mismos los valores y las ideas que predominan en una sociedad donde la mayoría de sus componentes han nacido en los primeros años del siglo xx que los de una sociedad donde la mayoría ha nacido y ha crecido a los inicios del xxi. Por fuerza la impronta generacional dominante tiene que definir el conjunto de la sociedad.

De este modo, es posible entender nuestro tiempo como un tiempo de cambio generacional, o mejor como un tiempo de relevo de la generación dominante en nuestra sociedad. Cuarenta años después de la transición a la democracia, la composición generacional de nuestra sociedad está mutando de forma evidente y es esta mutación la que explicaría, en parte, las transformaciones a las que estamos asistiendo en los últimos diez años.

Il·lustració © Joan Alturo

El cambio cultural

La Cataluña y la España que conocemos son el fruto de una generación, la nacida después de la Guerra Civil, que llegó a la edad adulta en la década de los sesenta del siglo pasado, que protagonizó la lucha contra la dictadura y la construcción del sistema democrático. Los miembros mayores de esta generación tenían treinta y cinco años en la muerte de Franco y los más jóvenes alrededor de quince. Esta es la generación que protagoniza el cambio cultural respecto a sus padres, un cambio más evidente en las mujeres, que se incorporan masivamente al mercado laboral y ganan derechos de ciudadanía que les habían sido vedados.

Esta es también la generación que protagoniza el éxodo del campo a las ciudades y a las fábricas. También es la generación de la protesta universitaria, sindical y vecinal. La del seiscientos y el “desarrollo”, la que podrá divorciarse y la que conformará la élite política, cultural, social y económica de la nueva democracia.

Ahora, los miembros de este grupo tienen entre sesenta y ochenta años, mientras que los hijos de la democracia, los nacidos a partir de 1976, ya pasan de los cuarenta. Ese es el grupo que protagoniza el cambio de los últimos años. No solo porque ya tienen la edad suficiente para empezar a ocupar lugares de dominio en las esferas política, económica y social, sino también porque representan en su conjunto el grupo generacional mayoritario. Concretamente, ya suponen la mitad de la sociedad catalana.

Más allá de la cantidad de personas que forman este grupo y... del hecho que la mayoría ya ha llegado a la edad de madurez social, lo interesante desde el punto de vista del análisis generacional son las diferencias de esta generación con las precedentes, la impronta generacional de estos hijos de la democracia que están tomando el relevo a los hijos de la posguerra y que están llamados a liderar nuestra sociedad en las décadas que vendrán.

El dibujo de este grupo es complejo, fruto de dos elementos vitales que los diferencian de las generaciones que lo preceden. Por un lado, esta es una generación nacida en democracia; del otro, es un grupo que ha crecido en un contexto de disponibilidad casi infinita de bienes materiales.

Individuos más libres

¿Cómo influye este contexto en el comportamiento de los hijos de la democracia? Son una generación que se percibe a sí misma como más empoderada que las anteriores, en buena medida porque tiene un nivel académico superior. Son hijos de un mundo donde las jerarquías son más fluidas y donde la autoridad ha perdido buena parte del poder coercitivo que tenía anteriormente. Esto es así en parte porque los individuos ya no aceptan, como lo hacían sus padres y abuelos, la lógica “natural” del poder vertical.

En este sentido hablamos de individuos más libres, más capaces de actuar según su criterio individual, menos proclives a aceptar los “deberes” y más conscientes de sus “derechos”. No obstante, eso los hace más susceptibles a la persuasión publicitaria, con la que han nacido y han crecido (son hijos de la televisión y de las nuevas tecnologías).

Políticamente, eso comporta que actúen más en función de impulsos inmediatos que de elementos a largo plazo, de aquí que se pueda hablar de una política regida por la volatilidad de los comportamientos. Cada vez hay más electores que deciden su voto en función de elementos de coyuntura y en un lapso de tiempo más corto, lo que provoca problemas en la predictibilidad. En las elecciones al Parlamento de 2017, casi una tercera parte de los hijos de la democracia decidieron su voto el día antes o el mismo día de la elección.

Esta volatilidad en la decisión electoral también los hace menos predecibles a la hora de participar. No es que sean más abstencionistas o más participativos que sus padres y madres. Lo son dependiendo del contexto. Van a votar solo si se sienten llamados, es decir, solo si se les convence de que ir a votar es importante y de que su voto, su particular e individual, es imprescindible para decidir el resultado. Si no tienen este convencimiento, es posible que no acudan al colegio. Y si lo hacen, es probable que decidan el voto allí mismo, ante la mesa donde están desplegadas las listas de las diferentes candidaturas. La suya es una opción instantánea, como son la mayoría de las sus elecciones: lo quiero, lo compro. Su mundo es el de la aceleración, como señala el filósofo alemán Hartmut Rosa.

Un voto de opinión

No votan en función de una pertenencia que les ha venido impuesta. En este sentido, no se sienten parte de un grupo por razón de nacimiento. Pertenecen porque quieren. Solo forman parte de los grupos donde han decidido formar parte. Son la generación posterior a la crisis de las clases sociales. Pueden considerarse miembros de una clase social y actuar en consecuencia, pero porque lo han elegido, no porque les haya venido definido. Así pues, no ejercen un voto “de clase”, sino de opinión, no tienen un partido propio, sino una posición propia que en cada elección pueden considerar que encarna (o sirve) una fuerza política determinada. Entienden los partidos como herramientas al servicio de sus posiciones políticas (cambiantes) y no como encarnaciones de sus ideas. Para ellos, los partidos son sus servidores, y del mismo modo que los eligen, los pueden rechazar si consideran que no han cumplido las expectativas que habían puesto en ellos.

En general, la relación con la política es utilitarista, como acostumbra a ser su relación con los productos y bienes de consumo. Si no les sirven, los descartan. De aquí la volatilidad. No quiere decir, de todas maneras, que no tengan una posición política. La tienen, y a menudo más dura que la de sus padres y madres, pero eso no presupone ni que ejerzan su derecho a voto (un derecho, no un deber) ni que voten el mismo partido. Dependerá de la capacidad que tengan las fuerzas políticas para convencerlos de que es importante hacer el esfuerzo de ir a votar. De aquí que podamos registrar grandes oscilaciones en la participación en periodos de tiempos muy cortos.

El individualismo radical en el que se ha criado esta nueva generación tampoco comporta la desaparición de las movilizaciones sociales. Al contrario. Precisamente su individualismo les hace sentir una necesidad muy fuerte de pertenecer, de ser parte de algo. Ahora bien, con dos premisas. Primera: pertenecen siempre desde su voluntad individual. Y segunda: siempre que entiendan que su participación sirve para algo y que el objetivo que se busca se consiga en un plazo de tiempo lo más breve posible.

Esta es una generación definida por el individualismo y la impaciencia. Esto no quiere decir, como podría parecer, que es un grupo antipolítico. No lo es ni mucho menos. Simplemente tienen una manera de vivir la política significativamente diferente de la de sus padres y madres. Una política rápida, volátil, efímera. El tipo de política adecuada a su vida. El tipo de política que dominará nuestra sociedad en las próximas décadas.

Publicaciones recomendadas

  • El terratrèmol silenciós. Relleu generacional i transformació del comportament electoral a Catalunya.Oriol Bartomeus. Eumo editorial, 2018

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