Revolución reproductiva y crisis de los cuidados

Il·lustració. © Margarita Castaño

La evolución de la población en los próximos quince años viene marcada por el denominado envejecimiento del envejecimiento, que augura un notable incremento de las personas con más de cien años y la disminución paulatina de mujeres en edad fértil. Aunque algunos califican este contexto de “crisis demográfica”, cada vez más voces lo observan como una “revolución reproductiva”.

Tres acontecimientos han marcado el devenir demográfico de las últimas décadas: el aumento de la esperanza de vida, los cambios en las pautas reproductivas y la diversificación de los modelos familiares. En el primer caso, el aumento de la longevidad nos permite compartir, por primera vez en la historia, momentos con varias generaciones de nuestros antepasados. No debemos olvidar que en España, a comienzos del siglo xx, la esperanza de vida al nacer era de tan solo 34 años; en la actualidad se encuentra en los 82,3 años, cifra que la sitúa como uno de los países más aventajados del mundo en este terreno. Estos datos son un fiel reflejo del progreso en las condiciones sanitarias, sociales, económicas y en la mejora de los estilos de vida. Sin embargo, también vienen acompañados de nuevos desafíos sociales, ya que suponen un cambio relevante en la pirámide poblacional, donde el peso de las edades avanzadas es cada vez mayor, con perspectivas de aumento en la tercera década del siglo xxi.

Según el Instituto Nacional de Estadística, en España la población a partir de 65 años, que en 2020 representaba el 19,6% del total, alcanzará el 26,5% dentro de tan solo quince años. La tasa de dependencia (cociente, en tanto por ciento, de la suma de la población menor de 16 años y mayor de 64, entre la población de 16 a 64 años) se elevará del 53,4% actual hasta el 62,9% en 2035. Como consecuencia de este proceso surgen dos tendencias. Por una parte, el denominado envejecimiento del envejecimiento, que augura un notable incremento de las personas que superan los 100 años (18.217 en 2020), de quienes se espera que alcancen la cifra de 49.730 en apenas quince años. Por otra parte, la disminución paulatina de mujeres en edad fértil, ya que, si se mantienen las actuales tendencias demográficas, la pérdida de población en la próxima década se concentrará en los tramos etarios de 30-49 años, colectivo que se reducirá en 2,8 millones de efectivos. A esta situación habría que sumar la ya sostenida tendencia en la reducción de la natalidad que se ha venido observando desde los años noventa; el promedio de hijos por mujer (denominado índice sintético de fecundidad) se sitúa en torno a 1,31, muy lejos de la cifra de 2,1 que convencionalmente se señala para asegurar el relevo generacional. En consecuencia, la población se incrementará en la mitad superior de la pirámide de población y todos los grupos de edad de más de 50 años serán los que crecerán en número, al mismo tiempo que la generación del baby boom (nacidos en las décadas de los sesenta y setenta) iniciará su llegada a la jubilación en torno a 2024.

La “revolución reproductiva”

La combinación de ambas tendencias (la baja natalidad con la alta supervivencia) es lo que condiciona el envejecimiento de la población. Algunas aportaciones califican este contexto de “crisis demográfica” o “invierno demográfico” (Macarrón, 2010), pero cada vez se unen más voces que lo observan como una “revolución reproductiva” (MacInnes y Pérez-Díaz, 2009). En este último caso, el envejecimiento se interpreta como una “eficiencia” demográfica en donde se rebaja el esfuerzo reproductor femenino y se refuerzan los lazos familiares a través del rejuvenecimiento de todos sus miembros mediante la prolongación de las etapas vitales. El envejecimiento demográfico puede interpretarse entonces como un proceso positivo, que añade valor a las sociedades y que evoca las consecuencias de otros cambios sociales. Por ejemplo, los nuevos valores culturales han propiciado cambios en las formas familiares y en las prácticas sexuales, ahora ajenas a la reproducción. De esta manera evitamos caer en los apocalípticos pronósticos del colapso demográfico o del fin de la familia, y podemos interpretar esta transición con un enfoque que permita diseñar una organización política y económica acorde con las expectativas de la ciudadanía.

De hecho, a pesar de las diversificaciones que han adquirido las pautas de convivencia, las alteraciones en cuanto a preferencias familiares no son las que han provocado un contexto de baja natalidad. Algunas investigaciones presentan sólidas argumentaciones de cómo en los países occidentales se mantienen las mismas preferencias sobre fecundidad desde hace 30 años, en los que impera de manera mayoritaria “la norma de los dos hijos” (Sobotka y Beaujouan, 2014), y España no es ajena a esta expectativa. Según la encuesta de fecundidad de 2018, casi la mitad de las mujeres de entre 18 y 55 años manifiestan el deseo de tener dos hijos en total, y el porcentaje de mujeres que quieren tener tres hijos alcanza el 26,5%. Sumando estos grupos, el resultado es que casi tres de cada cuatro mujeres quieren tener al menos dos hijos; sin embargo, una de cada cinco mujeres tiene menos hijos de los deseados (es decir, el 21,1% de las mujeres en ese tramo de edad). Siguiendo los resultados de la citada encuesta, el recorte de las expectativas de las mujeres en el número de hijos se relaciona con aspectos económicos en un 19,9% de los casos, y con el trabajo y la conciliación en un 25,9%. De esta manera, el número final de hijos estaría influido, en primer lugar, por los límites y las oportunidades que ofrecen las políticas familiares de conciliación y, en segundo lugar, por los riesgos que implica para las parejas tener hijos al mismo tiempo que ambos tienen un trabajo remunerado y mantienen el modelo familiar de doble sustentador. Por eso, en países como el nuestro, en que los servicios de cuidados son muy limitados, hombres y mujeres (y, especialmente estas últimas), utilizan la estrategia de “doble sustentador/familia extensa” (Moreno, Ortega y Gamero-Burón, 2017), según la cual la organización doméstica se mantiene gracias a la colaboración de la red familiar en las tareas de cuidados mientras ambos cónyuges trabajan.

Il·lustració. © Margarita Castaño Ilustración. © Margarita Castaño

Ni disposición ni disponibilidad

Sin embargo, los efectos de la longevidad, combinados con los cambios reproductivos, están modificando las relaciones entre generaciones. La reducción de los miembros familiares hace que exista una menor disposición y disponibilidad de las familias para cuidar, situación que choca con las mayores necesidades de cuidado de los adultos mayores y a la que se añade la insuficiencia y fragmentación de los recursos. De ahí que la institucionalización educativa de niñas y niños a edades cada vez más tempranas y la contratación de empleadas de hogar para el cuidado de personas mayores haya ido en aumento en las últimas décadas (Martínez-Buján y Moré, 2021). Según la encuesta de condiciones de vida de 2016, el 43,7% de los menores de 3 años acuden a un centro de educación infantil. Si a comienzos de los años noventa en torno al 15% de los abuelos y abuelas declaraba participar en el cuidado de sus nietos y nietas (Meil, 2011), en el año 2010 este porcentaje alcanza el 35% (Imserso, 2010). En la actualidad, las abuelas y los abuelos desarrollan aproximadamente el 90% del cuidado diario cuando la madre o el padre no están disponibles (Meil, Rogero-García, Romerso-Balsas, 2018). Por otra parte, la contratación de empleadas de hogar se ha convertido en la principal vía de privatización de los cuidados de adultos mayores, y sus tareas están cada vez más especializadas en la atención al envejecimiento. La encuesta del Centro de Investigaciones Sociológicas realizada en el año 2014 sobre cuidados a personas dependientes señala que el 30,1% de los hogares que contratan servicio doméstico lo hacen para realizar tareas de cuidados a personas. El porcentaje de mujeres migrantes entre estas trabajadoras es ya del 62,3%, y su presencia es más elevada en el régimen de interna, modalidad que también se ha revitalizado para el cuidado de las personas más frágiles (Díaz y Martínez-Buján, 2021).

Hace ya tiempo que se ha ido produciendo una relevante literatura científica y una contestación de los movimientos sociales feministas que demuestran que este modelo de cuidados —centrado básicamente en el trabajo no remunerado de las mujeres en los hogares, con una escasa participación de los servicios sociales y con una creciente privatización a través del empleo doméstico— se encuentra en crisis. A más exigencias en el empleo, más precariedad, y a menor desarrollo de lo público y sus servicios, mayor saturación de las mujeres y más dificultades en los cuidados. El término crisis de cuidados (Pérez-Orozco, 2014) hace precisamente referencia a esa constante tensión entre el capital, el empleo y la reproducción humana y los límites que se plantean en su organización política. Esta crisis de cuidados expresa el colapso de la capacidad para cuidar de las mujeres y las familias y su repercusión en la sociedad. La respuesta de los hogares de clase media y alta ha sido la externalización del trabajo de cuidado, una demanda que en buena parte ha sido cubierta por mujeres de origen migrante, pero la mercantilización del cuidado no es una solución, porque incrementa las desigualdades socioeconómicas y no modifica los patrones de género.  Los sectores más vulnerables acumulan más problemas de salud y dependencias sin contar con la capacidad económica para recurrir al mercado.

La pandemia de COVID-19 ha visualizado más que nunca esta estratificación y ha reflejado cómo ni la mercantilización privada de la asistencia dentro de las familias ni las fórmulas públicas seguidas para su provisión estaban funcionando con eficacia. A modo de resumen, las dimensiones básicas que convendría tener en cuenta en toda posible reformulación de esta organización social del cuidado son: la escasa visibilidad y valoración social de los cuidados; la precariedad laboral de las personas empleadas en este sector; la dificultad de incorporar hombres a los trabajos de cuidados; la fragilidad del sistema residencial, que no ha podido evitar los contagios; la necesidad de reforzar los servicios de atención domiciliaria para dar respuesta al envejecimiento en casa como alternativa al recurso residencial, y las oportunidades que ofrecen las iniciativas comunitarias de apoyo mutuo.

Referencias bibliográficas
Díaz, M., y Martínez-Buján, R., “La recurrente marginación del sector del empleo del hogar y los cuidados: una difícil consecución de derechos laborales y sociales”. Gaceta Sindical, 36: 239-254 (2021).
Imserso, Encuesta mayores 2010. Instituto de Mayores y Servicios Sociales, Madrid, 2010.
Macarrón, A., “Falta el invierno demográfico en el manifiesto”. Expansión.com (25 noviembre 2010).
Macinnes, J., y Pérez-Díaz, J., “The reproductive revolution”. Sociological Review, 57: 262-284 (2009).
Martínez-Buján, R., y Moré, P., “Migraciones, trabajo de cuidados y riesgos sociales: las contradicciones del bienestar en el contexto de la COVID-19”. Migraciones, 53: 1-26 (2021).
Meil, G., Individualización y solidaridad familiar. Obra Social La Caixa, Barcelona, 2011.
Meil, G.; Rogero-García, J., y Romero-Balsas, P., “Grandparents’ role in Spanish families’ Work/life balance strategies”. Journal of Comparative Studies, 49 (2): 163-170 (2018).
Moreno, A.; Ortega, M., y Gamero-Burón, C., “Los modelos familiares en España: reflexionando sobre la ambivalencia familiar desde una aproximación teórica”, Revista Española de Sociología, 26 (2): 149-167 (2017).
Pérez-Orozco, A., Subversión feminista de la economía: aportes para un debate sobre el conflicto capital-vida. Traficantes de Sueños, Madrid, 2014.
Sobotka, T.; Beaujouan, E., “Two is best? The persistence of a two-child family ideal in Europe”, Population and Development Review, 40 (3): 391-419 (2014).

Publicaciones recomendadas

  • Cuidado, comunidad y común. Extracciones, apropiaciones y sostenimiento de la vida. Traficantes de Sueños, 2018

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