Acerca de Jordi Graupera

Periodista

Bajo la lupa de ‘The New Yorker’

© Òscar Julve

El semanario The New Yorker se asocia a un periodismo antiguo, pausado, de artículos largos y minuciosamente documentados. Barcelona aparece en uno de cada veinte de los 4.100 números publicados por la revista desde 1925: dos veces al año de promedio, aunque durante la dictadura franquista apenas se menciona diez veces. Algunos de los textos más destacados, tomados en conjunto, ofrecen una clara visión de las fases por las que ha pasado la ciudad y de su relación con el país, y también de los pecados que aún no hemos expiado. Y en todos los artículos se puede encontrar nítidamente un patrón: cuando un barcelonés intenta andar erguido, los newyorkers lo miran como a un igual.

La capital del reporterismo literario

Las revistas publicadas en Nueva York son la ventana al mundo cosmopolita que las leyes y las costumbres norteamericanas quieren expresar. La presencia de Barcelona en The New Yorker empieza en 1935, con una descripción del carnaval que prefigura ya la sombra de la moral de posguerra, en fuerte contraste con la alegría de vivir de la Segunda República, aún vigente.

© Pérez de Rozas / AFB
Las primeras referencias a Barcelona aparecen en ‘The New Yorker’ en un breve artículo dedicado a una rúa por el paseo de Gràcia, durante el carnaval de 1935. La imagen es del carnaval barcelonés del año siguiente: comparsa “El castillo de la torre de Jauja”.

Fundado en 1925 con la intención de ser un semanario satírico y culto, The New Yorker enseguida se vendió muy bien. Representa con absoluta exactitud la relación de hermanastros que mantiene la capital cultural de Estados Unidos con su traspaís: se quieren por la media sangre que comparten. A menudo parece que tengan que mantener encuentros incestuosos, pero se mantiene una distancia hecha de resentimiento.

Las revistas publicadas en Nueva York son la ventana al mundo cosmopolita que las leyes y las costumbres norteamericanas quieren expresar, y funcionan como un poderoso incentivo para los jóvenes artistas que sueñan con hacerse un lugar en el Olimpo literario de la lengua angloamericana y del arte en general. El periodismo es un instrumento de poder, explica con total transparencia las deudas que cada escritor tiene con su país y el precio que paga por el lugar que ocupa en el concierto de las naciones. Por eso las revistas americanas del siglo XX son portaaviones culturales. Pum-pum-pum, gran calibre.

The New Yorker se asocia a un periodismo antiguo, pausado, de artículos largos. Diez o veinte páginas sin perder las buenas formas, escritas con voluntad de apoderarse del lenguaje y las conversaciones, y minuciosamente documentadas: siempre hay anécdota y categoría. Es la capital del reporterismo literario, pagan bien. Miras a una ciudad potente, que se hace cargo de un país en pie, y enseguida ves el calibre cultural y una casta de creadores con tiempo para escribir y margen para jugársela.

La tristeza de un carnaval

Si escribes la palabra “Barcelona” en el buscador de la hemeroteca de The New Yorker aparecen 223 resultados. Desde 1925 se han publicado 4.100 números de la revista, lo que significa que Barcelona aparece en uno de cada veinte, dos veces al año. Pero ese es el promedio, ya que durante la dictadura franquista apenas hay diez menciones. La primera referencia a la ciudad es un breve articulito de 1935, en la sección “Talk of the Town”, que es el popurrí de curiosidades que se supone que circulan por las conversaciones locales. Se titula “How sad” (Qué triste) y reproduce la carta de un barcelonés que había vivido en Nueva York en la que describe una parade de carrozas de carnaval en el paseo de Gràcia. Y acaba:

“En la calle, centenares de personas disfrazadas casi exclusivamente de Charlot o Gandhi pasean e intentan convencerse de que se lo pasan bien […] Patrullas de la policía a caballo, fuertemente armadas, les recuerdan a todos las drásticas prohibiciones vigentes, como la de no llevar máscara ni banderolas de colores que puedan ofender la moral, los sentimientos políticos o los religiosos. Me apresuro hacia el American Bar.” La imagen es elocuente: barceloneses disfrazados de Charlot y Gandhi, es decir, de payaso o de pacifista (o, para decirlo elogiosamente, de antifascista o independentista), rodeados de patrullas armadas. Han pasado cinco meses desde el 6 de octubre y falta un año y medio para el estallido de la Guerra Civil. ¿Qué colores debe tener una banderola para ofender los sentimientos políticos? La reacción del cronista, que se precipita al American Bar, también es premonitoria: el hedonismo como salida a la tristeza, el cosmopolitismo de cóctel como ascetismo. Prefigura ya la sombra de la moral de posguerra y contrasta con la alegría de vivir y la agitación mítica de la República, aún legalmente vigente.

El resto de los artículos centrados en Barcelona son ya de reporteros a sueldo. Uno en 1944, dos en los años cincuenta y dos en los sesenta. A partir de la Transición, los artículos se multiplican y se vuelven más variados y concretos en sus temas: sobre todo pintura, danza, arquitectura y últimamente gastronomía y Woody Allen. Hay uno de 1992 que, aprovechando las Olimpiadas, pasa revista al catalanismo con detalles de lupa y poca visión de conjunto. Si lo colocamos junto a los cinco artículos que se publican centrados en Barcelona durante la dictadura, quedan explicadas las fases por las que ha pasado la ciudad y su relación con el país, así como los pecados que no hemos expiado.

Lejos, muy lejos de Madrid

El texto publicado en 1944 por Marya Mannes es un artículo de guerra. Los aliados hace ya seis meses que han desembarcado en Normandía, y París ha sido liberada en agosto. La pregunta implícita es si cruzar los Pirineos con el ejército aliado es una empresa aconsejable.

© Fox Photos / Getty Images
Año 1957: la calle de Pelai, descrita por la agencia fotográfica Fox como “una ajetreada calle de Barcelona, famosa ciudad española y capital de Cataluña”. Pocos años antes, todavía en plena posguerra, la escritora y crítica Marya Mannes destacaba en The New Yorker “el espíritu americano” de Barcelona”, una ciudad enérgica, progresiva, culta y cosmopolita.

El tema del artículo, publicado en forma de “Letter from Barcelona”, era candente: guardo en casa una portada de la revista Time, también de 1944, en la que se ve un mapa de la península con la cara de Franco sobreimpresa, y en ella se lee: “Franco de Iberia. Un avance contra él es un avance contra Hitler.”

Mannes pone en relación las virtudes y los defectos de los catalanes con los intereses americanos. El artículo no puede desprenderse de un aire de informe para el Departamento de Estado, hasta llevarlo al extremo: “Los catalanes de todas las facciones estarían en la primera oleada en una revuelta”, dice al final. Aunque hay un pero: no se sabe si son lo bastante serios. El párrafo de apertura ya deja claro que Barcelona es Cataluña, y Madrid es Franco, y a partir de aquí el resto del texto profundizará en la dicotomía:

“Barcelona está muy, muy lejos de Madrid. Barcelona es catalana y Madrid es castellana, y las montañas que separan Cataluña de Francia no son tan altas como la barrera invisible entre Cataluña y Castilla. Madrid es el pasado y Barcelona el futuro de la que fue una gran nación. Como todos los puertos, Barcelona es una ciudad natural, que ha crecido a partir de la geografía. Madrid es una ciudad artificial, una capital arbitraria.” La razón por la que Barcelona puede ser una aliada es la existencia de una nación detrás, una nación oprimida por los fascistas españoles –son los años dorados de los falangistas. El tema no podía serle extraño al lector que hubiera seguido la Guerra Mundial en la prensa americana. Los catalanes vistos como si fuesen franceses o austriacos dibujan un mapa de alianzas transparente, y una conclusión inevitable.

La Barcelona de Mannes parece Manhattan: museos de arte contemporáneo, muchas librerías, gente culta y liberal. El misticismo de Montserrat y la ligereza mediterránea “son una gran mezcla creativa”. El Liceu juega en la liga de La Scala y París, y el ballet ruso tiene aquí parada fija; Pau Casals, “el mejor violonchelista del mundo”, es catalán; e incluso hay un director de orquesta japonés que es un clásico del bar del Ritz, donde lee el Daily Mail. Los catalanes, dice, leen mucho, y puesto que casi todo está censurado, los libros de moda son una biografía de Churchill y un cómic de Mickey Mouse: ¡son de los nuestros! Los industriales son proamericanos, y todo el mundo trabaja más y está abierto al cambio y al progreso, no como en Madrid, donde viven del cuento y son cerrados.

Menciona la revista Destino, que “ha conseguido mantenerse proaliada” pese a Franco, y La Codorniz –“una revista apolítica y repleta de cartoons humorísticos”–, únicas excepciones a un periodismo plano y emocional, completamente entregado a la propaganda gubernamental. E incluso “las muchachas de Barcelona caminan seguras y libres, casi como las American girls.” Y concluye: “Barcelona tiene, en general, un espíritu americano; la energía, las ganas, la curiosidad y el sentido del humor contrastan con el oscuro y profundo nacionalismo de la España central.”

Después se centra en la situación de injusticia que sufre la ciudad y, con ella, el país. Da voz a la reivindicación catalanista por delante de la comunista o anarquista, lo que sugiere que quiere poner al público a favor de una intervención aliada en España, como la revista Time. Pero también plantea una cuestión más profunda: el futuro de Barcelona es Cataluña, y la potencia de la ciudad se sustenta en la cultura en sentido amplio, en su historia y en su ambición, más que en la ideología.

Caos, derrota y humillación

Los artículos de los años cincuenta muestran un país derrotado y vulgar, que solo se salva por el exotismo mediterráneo. Cristaliza el mito de la buena vida barcelonesa, sustentada en el desorden, el calor, la bohemia, la impuntualidad, el sexo y, en general, en un carpe diem relajado, embrutecido y sin cultura. Pero tras ello se detecta una tristeza, un silencio.

© Pérez de Rozas / AFB
Salida de una función de gala del Liceu, en noviembre de 1958. Joseph Wechsberg aseguraba en su artículo de 1955 que los barceloneses eran fanáticos del fútbol, los toros y la ópera, y aunque la mayoría no iban al Liceu, eran capaces de comentar las novedades.

El reportaje de 1955 va firmado por Joseph Wechsberg, escritor, periodista y músico checo, conocido luchador antinazi desde los años treinta. Secretario parlamentario del partido judío checo y defensor de la causa sudeta, adoptó la ciudadanía norteamericana al comienzo de la Segunda Guerra Mundial, para volver a Europa en 1943 como corresponsal de guerra. Tras el conflicto trabajó para la Comisión de Crímenes de Guerra y escribió The Murderers Among Us (1967), libro en que desenmascaraba a ex oficiales nazis ocultos en Latinoamérica o desmemoriados en Berlín. No es para bromear.

El artículo de Wechsberg, sin embargo, no tiene nada que ver con el de Mannes. No es político, ni siquiera cultural en un sentido amplio. Es una caricatura muy entretenida del viaje de una compañía de ópera vienesa que estrena un Mozart y un Wagner en el Liceu. Vale la pena consignar la diferencia entre las definiciones de Barcelona que daba Mannes y la de Wechsberg, quien afirma: “Barcelona no es tan solo la segunda ciudad más grande de España, sino que también es la más ruidosa. La parte más ruidosa es el viejo Barri Gòtic, atravesado por la Rambla, la avenida más pintoresca de la ciudad.”

El resto del largo reportaje desarrolla esta idea. Si Mannes lo leyó, debía de pensar que el proceso “de nivelación” orquestado por el régimen –como consigna en su artículo de 1944– había alcanzado sus objetivos con un éxito notable. La ciudad culta y moderna, que participaba del progreso espiritual y material de Occidente, se ha transformado ahora en un antro de corruptelas y dejadez; la habitación del hotel parece la celda de un monje, y las cotorras y las conversaciones hasta altas horas de la madrugada en medio de la Rambla no dejan dormir a las prime donne y a los directores que intentan conciliar el sueño en las habitaciones nobles del Hotel Oriente.

Fanáticos del fútbol, los toros y la ópera

Los barceloneses son fanáticos del fútbol y de los toros; por lo que parece, además, son grandes amantes de la ópera, y aunque no asistan al Liceu comentan la jugada. Los cantantes, acostumbrados a Viena, echan de menos el hogar –el barítono está hasta las narices de comer pescado tres veces al día– y se constipan de tanta vida nocturna y tan poco descanso. No paran de quejarse: ¡qué país más incivilizado! La ciudad es nocturna: las tiendas cierran pasada la medianoche y no abren hasta el mediodía siguiente; los espectáculos empiezan a las diez de la noche, sin apenas público en la sala, que se va llenando poco a poco; los descansos son largos para permitir largas conversaciones y que las muchachas luzcan sus coloridos vestidos; y los técnicos y los figurantes, una vez acabada la función, pasadas las dos de la madrugada, aún salen de copas hasta las seis. Los bomberos, a su vez, se pasan la función fumando entre bastidores. “Siempre son cooperativos, y jamás se irritan. Debe de ser el pescado fresco que comen”, dice el director de la compañía. Nadie diría que solo han pasado once años desde el artículo anterior.

El cuadro estético debía de parecerle muy exótico al lector de The New Yorker, y Wechsberg seguramente jugaba a exagerar, pero el resumen moral era que ni había país ni normas elementales. Bajo la costra del régimen, sin embargo, emergía una fuerza que escapaba hacia el hedonismo. No había espíritu combativo, pero sí un buen espíritu, alegre y bohemio, un poco como de siglo XIX, popular y pringoso.

De hecho, al volver a Viena, después de un éxito brillante y exquisitamente nórdico, los cantantes que tanto se quejaban echan de menos el calor de los barceloneses y la impudicia de sus girls. Es la Barcelona española y la España africana. Sol, sexo y vino. Los Pirineos son ya frontera. El hecho de que a un judío sudete, histórico combatiente, le pase Barcelona por delante y no vea nada más indica el estado de total descomposición de la ciudad, pero también un cambio en los intereses de los lectores y de los gobernantes norteamericanos. El artículo está rodeado de anuncios de trajes de baño para señoras y de whisky para señores. En esta época el precio de la entrada más cara del Liceu vale como ocho números de The New Yorker; el gobierno americano ya tiene cuatro bases en la península; España está en proceso de incorporación internacional –Unesco, ONU, pacto preferencial con la CEE– gracias a la guerra fría, y estamos a cuatro años de la intervención del FMI y a punto de empezar el gobierno de los tecnócratas del Opus. El país y la ciudad han tocado fondo y aún no ha llegado la recuperación.

El artículo del año 1956 también lo muestra. Es una extraña pieza de Frederick L. Keefe, guionista de Hollywood, sobre un viaje en coche de Madrid a Barcelona. No hay documentación, ni ninguna intención política o ideológica. Es todo descripción. Keefe va en coche y a la altura de Medinaceli recoge a un historiador catalán formado en Cambridge, con cara de pasar hambre. Después de criticar la estupidez del franquismo a lo largo del trayecto, el historiador acaba vitoreando a la comitiva de Franco ante unos guardias civiles en una escena que recuerda a Bienvenido, Mister Marshall. En una descripción que te llena de pena, Keefe explica cómo el historiador pasa el resto del viaje en una actitud taciturna e incómoda. Finalmente, cuando Keefe, muy educadamente, le pregunta qué le sucede, el historiador se disculpa por su incoherencia. Acomplejado ante el americano, solo sabe justificarse con una frase que para el licenciado de Cambridge debía significar una humillación: “En España a menudo tienes que pensar de un modo y actuar de otro. ¿Sabes a qué me refiero?” El cuadro de los años cincuenta queda, por tanto, completado: caos colectivo, derrota cultural y humillación intelectual: provincianos, cobardes y supervivientes.

Recuperación y acomodamiento mental

Los dos artículos de los años 1961 y 1963, en cambio, muestran que el país ha reaparecido. Los firma un escritor americano de origen escocés, Alastair Reid. Como en 1944, son un compendio documentadísimo de tópicos catalanistas, culturales y políticos, y muestran claramente que Barcelona depende de la fuerza del país, y viceversa. Cuanto más catalana es Barcelona, cuanto más profundiza en las posibilidades de su historia, más cosmopolita es, más moderna, más europea; y más comprensible para el lector. El artículo de 1961, también titulado “Letter from Barcelona”, ocupa cuarenta páginas y es el reportaje central. Reid dice que Barcelona ha tenido dos historias diferentes: una larga y gloriosa que empieza con su fundación, puerto marítimo comercial y estratégico desde los romanos, capital de una de las grandes naciones del Mediterráneo, independiente de espíritu, industriosa y valiente; y la otra, una historia corta y brutal que empieza con la industrialización. Sobre esta base histórica describe la realidad de los sesenta, económicamente deprimida y culturalmente “castrada”. Pero se adivinan movimientos; todo respira de nuevo y permite ver en ello al país.

© Pérez de Rozas / AFB
Las bandurrias y las guitarras de la tuna universitaria amenizan la inauguración de los nuevos locales del Ministerio de Información y Turismo en Barcelona, el 20 de mayo de 1957. En el centro de los músicos, Manuel Fraga, titular del ministerio.

La España de los sesenta es fruto del crecimiento económico puesto en marcha gracias al crecimiento de Europa, la ayuda norteamericana y el Plan de Estabilización de 1959. Si el artículo del año 1961 mostraba un país pobre pero vivo, sometido al shock de las reformas de 1959, el del año 1963 muestra que las reformas han funcionado. Esto desemboca en un acomodamiento mental que acepta la fortaleza histórica del franquismo y en una entrega absoluta al mito del milagro español. Fraga es el publicista de la apertura del régimen y el candidato más plausible a la sucesión del viejo dictador. En el otro platillo de la balanza está una minuciosa descripción del estado mental de los supervivientes de la guerra, que viven entre pesadillas, angustias y silencios.

Pero de todas las explicaciones que Reid da, el catalanismo acaba siendo su tabla de salvación. Reid nos mira con simpatía y se lamenta del fracaso del Estado catalán –“una tragedia dentro de una tragedia”–, pero a la vez no se abstiene de hacer ver que políticamente es un movimiento muerto. A principios de siglo, dice, el separatismo lo tenía todo para ser un movimiento serio: cultura propia, economía e ideas políticas modernas, pero ahora es solo un cadáver que nadie reclama, ignorado en una nevera de la morgue. Como le parece que el país tiene condiciones para ser, intuye que la única respuesta al hecho de que no haya llegado a nada debe ser antropológica. Sobre la manera de vivir barcelonesa edifica un discurso que ya será definitivo: la buena vida del sur hace que los españoles no sepan siquiera qué es la más elemental responsabilidad política. Y los catalanes viven atrapados entre el régimen de un pequeño militar sádico con voz de mujer repelente y los límites mentales de su sensualidad, lo que explica la falta total de disciplina, las explosiones de ímpetu que nunca llegan a nada, el pragmatismo económico y una endémica preferencia por la congelación del instante presente, en una eterna perplejidad de sol y gozo interior, antes que la velocidad y el coste del futuro. El precio del anarquismo moral es esta vida sometida, y esta derrota permanente, que sólo se debe poder aguantar por una disposición metafísica del carácter.

Eso no significa que no se le escape cierto optimismo, como si detectase un latido. Barcelona le desconcierta porque, pese a la voz moderna y a punto para lo que sea, culta y con cuerpo, ni las elites ni el pueblo tienen ninguna musculatura o determinación para hacerlo real, más allá de una gana retórica. Dos veces usa la palabra “castrados”. El artículo daría para una tesis doctoral, y demuestra que para entender a Cataluña y Barcelona, y para explicarla, no queda más remedio que recurrir a la psicología y colocarla en un contexto histórico de siglos.

1992 y el cenagal posmoderno

Con motivo de los Juegos Olímpicos, la revista vuelve a publicar un reportaje central dedicado a Cataluña. Barcelona aparece en él anclada en el consumismo, como paradigma de la sociedad tardocapitalista del bienestar. La ley de poner el contador de la memoria a cero da sus frutos, pero ficción y realidad acaban confundiéndose.

© AFB
Vista aérea del litoral durante la construcción de la Vila Olímpica, en una imagen tomada el mes de septiembre de 1987.

Pasada la Transición, los artículos se multiplican y se dispersan en cuanto a los temas hasta el año 1992, cuando, con la excusa de las Olimpiadas, la revista vuelve a publicar un reportaje central, esta vez titulado “Catalonia”, firmado por una de sus plumas más conocidas, William Finnegan. Es un prodigio de periodismo anglosajón, por el detalle, por la profesionalidad y por la agudeza del diagnóstico. Barcelona aparece en él como un cenagal posmoderno, anclado en el consumismo, paradigma de la sociedad tardocapitalista del bienestar. Las ideologías se han diluido a base de televisores de muchas pulgadas y la economía de los servicios. El catalanismo aparece como una corriente de fondo, burguesa y conservadora, que ha tomado la forma blanda del “cosmopolitismo socialista” de Maragall, de quien dice que es un hombre que se siente cómodo con los equilibrios impuros de la política contemporánea.

Los catalanes y especialmente los barceloneses sentimos una punzada cuando pensamos en el año 1992. Es a partir de los Juegos cuando los barceloneses descubren un nuevo orgullo y lo pasean por el mundo sin vergüenza. Ver la reacción que los extranjeros tienen cuando dices que eres de Barcelona hace evidente que sacar pecho está más que justificado; pero, en paralelo, el barcelonés puede parecer un jactancioso enamorado de sí mismo. Exageramos nuestro amor propio porque es el único amor que tenemos. Y miramos a los clientes como a amantes. Mi hermana, cuando vivía en Londres, recibió una lección al respecto. Un holandés le preguntó de dónde era, y ella contestó que “de la mejor ciudad del mundo”. “De Barcelona,” dijo el holandés. “Sí, ¿cómo lo sabes?”, inquirió mi hermana. “Solo una persona de Barcelona diría algo así”, respondió el otro.

Históricamente, los Juegos son un punto de inflexión. La ciudad se libera de algunas deficiencias obvias y construye. Se descongelan los sesenta. El mundo se enamora de ella con la codicia de los turistas termita. El artículo de 1992 es bueno precisamente porque es capaz de ver más allá del cartón piedra y describe con precisión de taxonomista el estado psicológico de un país que ha decidido concentrarse en ser una industria de servicios aprovechando su geografía. El aviso que daba Reid en el artículo de 1961 sobre la tendencia a vivir del sol encuentra una réplica perfecta en el artículo de Finnegan de 1992. En 1963 Reid citaba a un economista español que, interrogado sobre la industria turística, hablaba directamente de la prostitución del país. Y un mecánico le decía: “Hace cinco años, si hubiera sido necesario, hubiera quemado a mi abuela; ahora solo quiero trabajar.” En perfecta continuidad, en el artículo de 1992, Finnegan explica la evolución ideológica de un alcalde periférico, el de Castelldefels, que de ser comunista y representar a la inmigración obrera pasa a aprovechar la construcción del canal olímpico para repensar la ciudad como un centro de acogida de hedonistas. Sus votantes, dice, ya no son obreros, son técnicos.

La amnesia como paradigma cultural

La generación que hace las cosas en 1992, educada en el tardofranquismo, impone el paradigma cultural de la amnesia y contiene los traumas con ansiolíticos. Es un cénit psicotrópico, y todo el mundo se siente responsable del éxito. Finnegan entrevista a Rubert de Ventós, quien alerta sobre el peligro global que representa el nacionalismo, y cita a Aristóteles para decir que para organizar bien una polis hay que tener el control sobre la amnesia colectiva. Pero también aparece un periodista local de Castelldefels que dice sentirse solo porque es un catalanoparlante en medio de una ciudad castellanoparlante.

La imagen que desprende el artículo combina el éxito económico que ha permitido convertir a los obreros inmigrantes españoles de la dictadura en una clase media propia de las democracias occidentales, con la disección de la estirpe cultural que supone la presencia y el número de estos “andaluces, murcianos y extremeños”. En general, no obstante, la alquimia ha conseguido mantener el catalanismo en el centro de la política, que aparece como un sistema de protección mutua basado en equilibrios, no en la justicia o la dignidad. Es la seguridad y no la libertad. El ejemplo es un empresario que deambula por una recepción en el Palau de Pedralbes –“residencia de Franco en sus visitas a la ciudad”– en la que se evidencia que las elites catalanas son poca gente y se conocen todos. Pujol y Maragall han aparcado sus diferencias, y Samaranch gobierna la alegría y el consenso. El empresario en cuestión se pasea entre canapés y risas. Primero se hizo rico construyendo las viviendas con aluminosis de los inmigrantes de los sesenta y ahora es uno de los grandes patronos del nuevo museo de arte contemporáneo de Barcelona. Alehop, todos caen de pie. Las elites castellanas han desaparecido del espacio de los focos, pero son una capa finísima que está encima de todo, y la burguesía catalana, antes industrial, ahora brinda por el éxito económico de la Barcelona turística e inmobiliaria.

Unos cuantos se enriquecen, y en general todo el mundo sale beneficiado materialmente de ello. Además, la ocasión de ser el punto de fuga de todas las grandes televisiones del planeta activa las fuerzas vivas y muertas, de todos los bandos, para colar su verdad en una cuña. Pero sin alterar el tono moderado y complaciente. Incluso los críticos oficiales, como por ejemplo Vázquez Montalbán, han conseguido sacar provecho de ello, publicando artículos y novelas policíacas ambientadas en esta Barcelona nueva y desmemoriada. Y recibe en su casa de Collserola a las televisiones de todo el mundo. Es el portavoz de la inteligencia local. No sin ironía, Finnegan describe a Montalbán como un comunista democrático y un gourmet.

Es la época de la guerra de Bosnia y los contrastes entre Sarajevo y Barcelona están en la balanza de todo análisis y de toda emoción. También en el artículo, como era de esperar: se ven adolescentes repartiendo panfletos de Freedom for Catalonia, pero cuesta de creer que esta sociedad satisfecha y despreocupada esté oprimida. Calma absoluta entre gesticulaciones y fajos de billetes. La ley de poner el contador de la memoria a cero da sus frutos, pero se acaba confundiendo con la realidad: como si el país y la ciudad realmente hubieran empezado de cero veinte años antes. Y la ciudad hubiera aparecido por generación espontánea.

La ciudad y el país arrastrarán las consecuencias de este vacío hasta estallar en el presente, veinte años más tarde. La ciudad renace y a la vez queda destrozada. La ingenuidad y la bondad del Amigos para siempre nos dejará solos y desarmados; imagen y resumen del Fórum de las Culturas de 2004. La emergencia del esplendor y la gloria de la Internacional Papanatas.

Un caso aparte es Samaranch, a quien el artículo dedica mucho espacio. A cada entrevistado –político, profesor, periodista, ciudadano anónimo– Finnegan le pregunta por Samaranch y su pasado falangista. El retrato resultante tiene más punta que los obituarios que hace poco le escribieron, cargados de deudas. Fue más falangista de lo que le era necesario; aniquiló sus raíces catalanas; se dedicó al deporte, que es el instrumento de adoctrinamiento principal de los totalitarismos; siempre supo caer de pie; llegó a lo más alto del COI gracias al apoyo de las elites poco o nada democráticas de la antigua URSS, a quienes conoció como embajador en Moscú; se aferra al cargo con un estilo nada anglosajón, y es el principal artífice de la designación de Barcelona como sede de los Juegos. El rey le ha hecho marqués. A él y a los suyos ya les va bien la Barcelona olímpica. Y se le perdona el pasado porque el paradigma es la amnesia y porque, puestos a prostituirse, tener un chulo que sabe ponerte guapa y elegir buenos clientes es mejor que hacer la carretera. Claramente es un enemigo de los valores del lector de The New Yorker. Y Finnegan intenta entender cómo funciona un país que es capaz de perdonar un pasado fascista hasta el extremo de la gloria.

Catalanismo y banalidad

El catalanismo aparece como una fuerza desconcertada, pasada por el filtro de la banalidad posmoderna. El texto se hace eco de las críticas de la oposición convergente al alcalde del PSC de Castelldefels, y las ridiculiza por historicistas y demagógicas –“dudo que los antiguos obreros castellanos compren un discurso sobre Carlomagno”. No hay nobleza, pero sí la pax de la abundancia. Si alguna vez se produce una gran crisis, dice Finnegan, puede emerger el tribalismo o un nacionalismo más consistente y violento. Por ahora, ni siquiera los Juegos Olímpicos muestran que las patrias sean relevantes: ni los bloques este-oeste ni las banderas; el presente son las marcas. Michael Jordan se opone a vestirse de Reebok porque es de Nike; y los jugadores cubanos de béisbol sueñan con contratos multimillonarios en la liga norteamericana.

En conjunto se consolida la Barcelona gran anfitriona, moderadamente bohemia, alegre, bonita. Todo el mundo está tan cómodo que no hay ninguna necesidad de creer en nada demasiado seriamente. Los únicos descontentos son los que no han acabado de poder meterle mano con toda tranquilidad, y son pocos. El hecho de que no haya ninguna referencia histórica emparenta el artículo con los de los cincuenta, y es también un síntoma del desinterés del lector y de los aborígenes. Y de Finnegan, for that matter. El artículo hace de contexto perfecto para otros posteriores a la Transición: gastronomía, arte, viajes y poco más.

Tenemos, pues, la Barcelona aliada de los años cuarenta, la Barcelona africana de los cincuenta, la Barcelona mito catalán y milagro español de los sesenta y la Barcelona turística de los noventa. El resto de los artículos posteriores a la Transición despliegan el detalle de la cultura: sobre todo Picasso, Dalí y Gaudí, pero también Savall, Bolaño, Ferran Adrià y Portabella. Barcelona aparece como el continente de una tradición plástica importante, pero también como un destino turístico de primer orden.

Entusiasmo matizado

En los años ochenta las críticas son graníticamente elogiosas, pero a medida que avanzan los noventa y especialmente cuando se llega a la primera década del siglo, el entusiasmo se va matizando. El extremo es la crítica de una exposición del año 2007 en el Metropolitan de Nueva York titulada “Barcelona and Modernity: Gaudí to Dalí”. El autor, después de decir que las obras de Picasso, Dalí y Gaudí hacen que te den ganas de llamar a la agencia de viajes, acaba sobresaturado. El exceso de Picassos innecesarios y de autobombo hace presagiar que Barcelona debe de ser una ciudad jactanciosa, pagada de sí misma. Picasso, Dalí y Gaudí son genios, dice, pero al fin y al cabo todo el mundo ha de ser de algún lugar. Qué importa el lugar.

Cualquier mirada extranjera sobre una ciudad está viciada por los intereses que defiende. La revista The New Yorker, aunque sea de izquierdas y en algún momento se haya querido contracultural, es un arquetipo biempensante, que se permite el humor y la crítica, pero no la autodestrucción. Una ciudad, a ojos del lector de The New Yorker, ha de ser o un sujeto político –como Londres o París– o bien un objeto de consumo –como Bali. Cuanto más sujeto político quiere ser una ciudad, con más respeto se consume; y cuanto más insignificantes son sus ambiciones, más invita a la recalada de los piratas. Así, el único patrón que se puede encontrar nítidamente en todos los artículos es este: en cada contexto, cuando un barcelonés intenta andar erguido, los newyorkers lo miran como a un igual.