Pocas metrópolis europeas han sido capaces, como Barcelona, de asociar la renovación urbana con la transformación de su vida social y de la esfera pública. Abundante en metáforas y narrativas, el éxito de la renovación democrática se fundamentó de forma radical en la transformación de la materia prima de la ciudad donde tomaba cuerpo la vida social, sus espacios públicos y sus espacios colectivos.
Por un lado, hubo una producción ingente de espacios públicos –parques y plazas, playas y frentes– en los que construir y dar forma a significados y referentes de fácil identificación, donde la novedad del espacio y su calidad física eran fácilmente apropiables por la ciudadanía y prefiguraban la imagen material y la expectativa de la renovación urbana.
Por otra parte, la capacidad de la vida cívica de contaminar y apropiarse del carácter de los lugares privados –espacios y edificios–, dotándolos de significado colectivo, contribuía a la creación de una ciudad más rica en lugares y compleja en significados. Tal como definía canónicamente Manuel de Solà-Morales, la fuerza del binomio consistía en “urbanizar el elemento privado, es decir, convertirlo en parte del ámbito público”. El edificio de usos mixtos de L’Illa Diagonal, donde la planta baja se mezcla con las aceras urbanas y acoge los movimientos urbanos, ejemplifica esta noción.
La capacidad transformadora del binomio espacios públicos – espacios colectivos ha sido desigual, puesto que ni la disponibilidad del espacio físico ni los objetivos urbanos han sido constantes a lo largo del tiempo. La generación de plazas y parques que caracterizó los primeros años democráticos surgió de la oportunidad y de la disponibilidad de espacios donde materializar la transformación –fábricas obsoletas y grandes piezas desplazadas a la periferia, espacios derivados del planeamiento administrativo y lugares existentes por rediseñar.
En ausencia de un modelo general, la coherencia del lenguaje arquitectónico dotó de cohesión a la imagen de renovación urbana del espacio público por encima de las especificidades de los contextos y las ambiciones particulares de los lugares, y se creó lo que la literatura arquitectónica canonizó como “espacio público Barcelona”.
Simplificación del proyecto
Sin embargo, la evolución de la estructura municipal y la progresiva subdivisión administrativa durante las últimas dos décadas, de manera combinada con el despliegue del mosaico metropolitano (“ciudad de ciudades”, “la ciudad de barrios”) y la nueva sensibilidad hacia las comunidades, la vecindad y la ciudadanía, han comportado muy a menudo una simplificación del proyecto del espacio público, paradójicamente a favor de la arquitectura del plano del suelo. La proliferación de rincones, interiores de manzana y plazas cargados de subjetividad y personalidad ejemplifican un nuevo protagonismo arquitectónico. En estos espacios, el factor que les da ese tono diferente no es su condición diseñada y particular, ni la inherente y necesaria sensibilidad ciudadana y vecinal, sino la autonomía del suelo, en detrimento de la relación entre las cosas.
Agotados los resquicios, colmados los vacíos metropolitanos, las transformaciones infraestructurales posibilitan mayores oportunidades urbanas en las que la distancia entre la infraestructura y el proyecto de espacio público se ha evidenciado aún más.
Las coberturas lineales de la ronda del Mig o la Travessera de Dalt y la reciente renovación de la plaza de Lesseps ilustran estas limitaciones metodológicas. La aportación al dinamismo urbano y el éxito social se vuelven “suburbanos” en concepto, pues minimizan la capacidad para crear significados urbanos generales y para incorporarse al imaginario colectivo general barcelonés. La comparación con las grandes transformaciones infraestructurales de los ochenta –Moll de la Fusta, ronda de Dalt, Trinitat–, donde infraestructura y espacio público eran objeto de reflexión simultánea, endurece más esta percepción.
La transformación de la plaza de las Glòries contribuye al debate de forma directa. A pesar del titánico esfuerzo administrativo y el trabajo ejemplar de arquitectos e ingenieros, la radical falta de relación entre el frenético subsuelo –repleto de metros, ferrocarriles y túneles viarios– y la plaza reduce la conciencia recíproca entre la superficie y el subsuelo.
¿Ámbito central o espacio de enlace? Quizás los dos, quizás ninguno a la vez. El comportamiento definitivo del espacio construido determinará el acierto o no de las decisiones administrativas.
Una nueva reflexión sobre el elemento colectivo
Ante este panorama, el elemento colectivo reaparece como un nuevo territorio de exploración, de límites desdibujados y de gran ambigüedad, y falto todavía de un modelo preciso. Si en los años noventa la noción de espacio colectivo había anticipado la apropiación cívica del mundo privado como acto civilizador, el cambio de siglo ha aportado una noción más expansiva que aborda la naturaleza exclusiva del ámbito público.
Paralelamente, la aparición de un conjunto significante de nuevas piezas urbanas, tanto en cuanto a equipamientos como a edificaciones privadas, propone modelos donde deliberadamente se cuestiona la delimitación estricta entre el ámbito público y el privado. Algunos toman la forma de edificaciones de origen público, como las fábricas de creación –Fabra i Coats en Barcelona, Matadero en Madrid, Kaapeli en Helsinki o Space en Londres–, donde ámbitos cooperativos de producción artística se mezclan con viviendas y comunidades, y el ciudadano deja de ser un actor pasivo y lúdico para convertirse, en colectividad, en protagonista vivo de los espacios.
En el territorio privado, las mutaciones del espacio productivo –Campus Repsol en Madrid, Redbull en Londres– anuncian formas de producción flexibles y sin lugares estables, donde las estructuras básicas de trabajo se definen a partir de criterios de colaboración y cooperación. Conforme a su condición más urbana, las iniciativas del muelle NDSM, del distrito Hallen o del KromHout Hall de Ámsterdam llevan a los barrios, a las casas y a los espacios libres la idea de participación permanente, en la que la mezcla y la creatividad desdibujan el marco comunitario inicial para dotarlo de un carácter colectivo superior.
Los resultados tienen características singulares. El dominio del espacio es ambiguo –ni decididamente público ni privado–, y se lleva a efecto una combinación promiscua de usos y espacios. La trasposición de los cambios sociales –en el trabajo, en las formas de agrupación– al espacio público, como lugar urbano de acceso universal, lo transforma en un ámbito de intercambio, de relación y de producción que rompe su imagen pacificadora y neutral. Heterogéneos en composición, individuos y colectivos se agrupan en el espacio público rompiendo su bucólico destino como espacialización del ocio y convirtiéndolo en un lugar para hacer cosas y para hacerlas juntos.
Superar la visión comunitarista
Aquí se evoca un nuevo marco reflexivo y propositivo que recupera las mejores dimensiones del espacio público y las condiciones contemporáneas para reforzar su apropiación ciudadana, superando la visión comunitarista (el espacio como soporte de comunidades subjetivas) mediante la intensificación colectiva (el espacio como soporte de individuos anónimos y diferentes). Es decir, lo que la teoría urbana reciente define como capacidad informativa, productiva y participativa del espacio. En este espacio redefinido, el sujeto necesariamente abandona la condición de espectador pasivo para convertirse en actor.
Como anticipó hace veinticinco años Manuel de Solà-Morales, el espacio colectivo constituye la riqueza futura de las ciudades. El giro social, la necesidad de definir nuevos modelos productivos y los cambios de los modelos urbanos –desde la vivienda hasta los equipamientos– anuncian una fuerte entrada del factor colectivo como argumento central de la ciudad futura. Sin embargo, no solo como contaminación recíproca de ámbitos y dominios, sino como multiplicación e intensificación profunda de un cambio social.
Colectivo sí, y colectivo al límite.