Nuevas perspectivas sobre el espacio público

© Maria Corte

La gestión del espacio público en los quince últimos años es un reflejo de las políticas que han marcado la vida de la ciudad. Este dossier repasa algunas de las soluciones arquitectónicas y urbanísticas adoptadas que no siempre han dado una respuesta lo bastante acertada a los retos de la vivienda, la movilidad, la dispersión urbana y la desindustrialización.

El abuso del crédito hipotecario y la escasez de promociones públicas han dificultado el acceso a la vivienda a sectores importantes de la población. En algunos barrios el fenómeno de la gentrificación ha expulsado a los habitantes tradicionales.

La movilidad es clave a la hora de repensar los modelos productivos. El coche ocupa un espacio desmedido en la calle y está matando a Barcelona, que ya es una de las ciudades más contaminadas de Europa.

Barcelona vive también la polarización entre el turista y el ciudadano. Si el turismo es inevitable, la ciudad tiene que ser habitable. Los cambios del modelo productivo y sus consecuencias sobre el tejido industrial invitan a repensar cómo reindustrializar la ciudad, qué papel debe tener el espacio público en la producción y el consumo.

Los arquitectos que participan en este dossier piden que el urbanismo resuelva problemas en lugar de crear otros nuevos y apuntan propuestas que vuelvan a situar a las personas en el centro. Y reclaman que la democratización de la ciudad pase por la sostenibilidad, la memoria, la redistribución y la participación de la ciudadanía y el rendimiento de cuentas.

Por un urbanismo que sitúe a las personas en el centro

Viviendas para personas mayores en el paseo de Urrútia de Nou Barris.
© Vicente Zambrano

Barcelona expulsa a las clases populares del centro a la periferia. La gentrificación y la dispersión urbana son los dos extremos de un mismo proceso que hay que contrarrestar activamente porque nos aleja de un modelo de ciudad más mixta y compacta, es decir, más justa y sensata.

Ahora que Barcelona inicia una nueva etapa política, no podemos dejar de preguntarnos qué proyecto urbanístico necesita. A estas alturas, la “ciudad de los prodigios” urbanos debería haber aprendido que urbanismo y política son indesligables. Las etimologías de una y otra, muy arraigadas en el pavimento urbano, indican que, lejos de ser una mera cuestión estética, el urbanismo y la arquitectura tienen una dimensión ética. Demasiado a menudo, valorar la Torre Agbar o el Hotel Vela ha consistido en responder a la pregunta “¿te gusta?”. Pero la lectura política del urbanismo es tan necesaria como el balance urbanístico de la política. Transformar la ciudad puede ser tan pronto un instrumento de democratización como un arma para el abuso de poder. Y, durante décadas de luces y sombras, Barcelona ha sido modélica en ambos sentidos. Hemos comprobado que las reformas urbanas pueden estar al servicio de la corrupción, la especulación, la privatización, la segregación o el despilfarro; al mismo tiempo, son ineludibles para afrontar los retos ecológicos y económicos que nos plantea el futuro inmediato.

Durante demasiado tiempo, el urbanismo ha disimulado su naturaleza política; ahora, la política no puede despreciar su labor urbanística. Digámoslo claro: la tecnocracia ha gobernado Barcelona. Los expertos y los poderosos han tomado decisiones de arriba abajo y de espaldas a las necesidades de la gente. Ante la perplejidad de muchas instituciones, los movimientos sociales han tenido que tomar la delantera en la respuesta a desbarajustes como la burbuja inmobiliaria o la turística. Ahora, el activismo ha tomado el Ayuntamiento, según se dice, para gobernarlo “de abajo arriba” y en favor del “bien común”. Pero ¿cómo se traduce esto en una política urbanística? 

Carril bici en el paseo de Sant Joan.
© Vicente Zambrano

Para empezar, hay que tener una visión más empática del tejido social que habita el tejido urbano. Dejar de mirárselo desde arriba, como si se tratara de un tablero de ajedrez –por no decir de Monopoly– donde se entrecruzan estrategias demasiado complejas para la comprensión de sus habitantes. Esta perspectiva alejada ha impedido al urbanismo tecnocrático percibir algo que los vecinos sufren en primera persona: Barcelona expulsa a las clases populares del centro a la periferia. La gentrificación y la dispersión urbana son los dos extremos de un mismo proceso que hay que contrarrestar activamente porque nos aleja de un modelo de ciudad más mixta y compacta, es decir, más justa y sensata. Un urbanismo ejercido desde el punto de vista horizontal del peatón hubiera notado los efectos de esta centrifugación, que deteriora seriamente los cuatro ámbitos en los que transcurre la vida cotidiana de la ciudad. Saber cuáles son estos ámbitos era muy fácil, solo había que ponerse en la piel del ciudadano: cada mañana, salimos del lugar donde vivimos –vivienda– para desplazarnos –movilidad– a un lugar donde ganar o gastar dinero –producción y consumo– y, después, si todo va bien, le dedicamos un tiempo al ocio, la cultura o la participación –espacios de ciudadanía–. Vivienda, movilidad, lugares de producción y consumo y espacios de ciudadanía son cuatro ámbitos esenciales que han sido desatendidos, cuando no maltratados, por el urbanismo del que venimos. 

Con respecto a la vivienda, pocas dudas puede haber, hoy por hoy, de que las cosas se han hecho mal. Para librarse de la gris herencia del franquismo, Barcelona convirtió el espacio público en el recipiente de una joven democracia. El espacio doméstico, sin embargo, quedó en manos del mercado. El fomento activo de la compra hipotecaria y la escasez de promociones públicas –céntricas y de alquiler– nos han dejado un paisaje repleto de gente sin casa y de casas sin gente. La capital catalana no solo está lejos de garantizar el derecho a la vivienda, sino que se encuentra ante una emergencia habitacional que atenta contra el derecho a la ciudad. Paradójicamente, el embellecimiento de plazas y calles ha encarecido los pisos de los alrededores, expulsando a los vecinos que más merecían el efecto redistributivo de la acción pública. Quedarse en la calle y no penetrar en los umbrales de las casas ha sido un error que puede salir tan caro como “ponerse guapa” sin pensar en abrigarse. 

El frente de la movilidad tampoco sale bien parado de la revisión. Destinamos la partida más cara de la factura olímpica a las rondas, una infraestructura faraónica que permite que cada día entren en Barcelona más coches que en Manhattan y que nos ha convertido en una de las ciudades más contaminadas de Europa. Una vez expropiada y excavada, esta zanja pública dedicada en exclusiva al vehículo privado desperdició la oportunidad de disponer de un metro de circunvalación. Eso nos llevó, años más tarde, a iniciar la línea 9, una obra aún más faraónica que no sabemos si podremos terminar ni acabar de pagar. Al fin y al cabo, la densidad que caracteriza a Barcelona y que facilita los recorridos a pie o en transporte público provoca, a la vez, que sea más vulnerable al impacto del coche y que más gente deserte de la ciudad y huya, motorizada, a los suburbios ajardinados. 

La globalización se ha llevado la industria

Feria de Economía Solidaria que tuvo lugar en octubre de 2015 en el espacio de la Fabra i Coats de Sant Andreu.
© Vicente Zambrano

También se han marchado fuera la producción y el consumo que conformaban la ciudad. La globalización se ha llevado la industria a lugares lejanos donde resulta mucho más barato explotar a los trabajadores y el medio ambiente. Las fábricas, que tanta mano de obra habían atraído a Barcelona, han quedado tan desocupadas como sus trabajadores. Cuando la ciudad se preguntaba cómo ganarse la vida, pretendía ser más lista que realmente inteligente. Se le ocurría, por ejemplo, plantar casinos en los huertos del Llobregat, esperando lluvias de millones de euros y miles de puestos de trabajo. Pero ya se sabe: con este tipo de urbanismo siempre llueve sobre mojado.

Mientras tanto, la misma globalización sustituía el pequeño comercio por franquicias que no tienen nada que ofrecer a la vida diaria de los barrios. Las calles céntricas se han ido confundiendo con los pasillos de un centro comercial y, en la periferia, proliferan grandes superficies que espolean el consumo irresponsable, la generación de residuos, el uso del vehículo privado, la precariedad laboral o la concentración de riqueza en pocas manos. 

Por último, los espacios públicos donde tenían que florecer el ocio y la cultura, entendidos como vehículos de transformación social, de debate crítico y de participación democrática, se dedican a alimentar lo que parece la última industria posible: el turismo de masas. Ya hemos perdido la Rambla, el Port Vell y el Park Güell. Cada vez menos atentas con los ciudadanos que con los clientes, las calles se llenan de dispositivos espantapobres y se vuelven más exclusivas y excluyentes, más útiles al lucro y al lujo que a la igualdad de acceso y a la libertad de movimientos. La hipernormativización ahoga la expresión espontánea y criminaliza la protesta, mientras da alas a la propaganda comercial, al control social o a la representación de los poderes fácticos. Se han inaugurado museos icónicos mientras se recortaban los espacios culturales existentes; se ha cedido la gestión y el uso de equipamientos municipales a empresas privadas mientras se desalojaban y derribaban espacios sociales autogestionados. En definitiva, el clientelismo le ha ganado terreno a la ciudadanía. 

Si bien el urbanismo ha maltratado estos cuatro ámbitos esenciales, se quiera o no, constituye el principal instrumento para enderezarlos. Barcelona necesita más vivienda pública y menos vehículo privado, más espacios donde muchas manos pequeñas puedan ganarse la vida y más escenarios en los que la ciudadanía se implique, se exprese y se empodere. Y todo ello pasa, necesariamente, por un urbanismo que ponga a la gente en el centro. Ponerla en el centro, en el sentido físico, incluye permitir que las clases populares repueblen los barrios mixtos y compactos de donde las expulsa el mercado. Poner a la gente en el centro, en el sentido político, significa implicar a los ciudadanos en la toma de decisiones. Que dejen de ser afectados del urbanismo tecnocrático y pasen a ser protagonistas y beneficiarios de un urbanismo democrático. 

Si la ciudad es una paella, la vivienda es el arroz

Reunión de participantes en el proyecto cooperativo La Borda, en Can Batlló.
Cristina Gamboa / La Borda

Es el momento de combinar las aproximaciones cooperativas con la visión de género y los ensayos tipológicos, las políticas sociales y las oportunidades legales, la conciencia ambiental y las contribuciones más antinormativas.

Tenemos un problema de vivienda. De derecho a la vivienda. La casa es la inversión más importante de la vida; se lleva la mayor parte del producto de nuestro trabajo. La vivienda es indispensable en nuestra identidad porque en casa se da cobijo a los demás derechos: si no estoy empadronado, no voto; si no tengo dónde ducharme, no puedo buscar trabajo; si no tengo dónde dormir, ¿cómo voy a relacionarme socialmente? Si la casa es solo mercancía, ¿cómo es posible el derecho a la vivienda? ¿Cómo puede siquiera plantearse el derecho a la ciudad? Hay un problema de opacidad e imprecisión en los datos sobre la vivienda. La casa y nuestra capacidad de endeudarnos con ella es una de las principales medidas de la riqueza del país. La vivienda es el nuevo patrón oro. Tenemos pocos datos y datos contradictorios, pero los que tenemos son devastadores.

El proyecto cooperativo Sostre Cívic, en la calle de la Princesa, 49.
Foto: Jordi Gómez / Adriana Mas

Un tercio de las familias de Barcelona vivimos de alquiler, y dos tercios, de propiedad, pero prácticamente todos, de mercado libre; la vivienda pública no llega al 1,6 %. Esto no debería ser un problema si el mercado se autorregulase y cubriera las necesidades de los ciudadanos, pero la crisis nos ha demostrado que el mercado solo se regula a favor de los más ricos. Y cuando el mercado ejerce su voracidad, ese 1,6 % resulta insuficiente para cubrir las necesidades de todos los que se ven empujados a la exclusión.

En total, más de medio millón de desahuciados en España desde 2008; es el equivalente a los cinco millones de desahuciados por las subprimeamericanas. Barcelona encabeza los desahucios; el barrio con más desahuciados, Ciutat Meridiana. Medio millón de personas es mucha gente con las bolsas en la acera: es el tamaño de las mayores capitales de provincia españolas. Son quinientas mil unidades de dolor y desesperación, de angustia y ganas de morir. Tenemos un problema de vivienda con los servicios sociales saturados porque el asistencialismo del Estado llega tarde, cuando llega. Y tenemos los servicios sanitarios colapsados con cuadros de enfermedades vinculadas a la precariedad de la vivienda y a una salud mental acorralada por el miedo. Una sanidad en proceso de recorte y privatización. 

Tenemos un problema de vivienda en Barcelona porque hay tres mil personas durmiendo en la calle cuya única opción es un sistema de albergue voluntarioso e insuficiente. No debería ser así, Barcelona es una ciudad rica. 

Tenemos un grave problema de vivienda porque lo que tenía que ser refugio se ha convertido en naufragio. 

Las administraciones, tan diligentes para ejecutar los lanzamientos, se han mostrado letárgicas para resolver el problema. Ha sido tanto el movimiento mediático como la omisión política. Años de retórica desde patronatos, mesas, observatorios, consorcios, departamentos, direcciones, fomentos, concejalías, consejerías y hasta ministerios –que los ha habido– de la vivienda. Poco arroz y arroz movido. Arroz perdido. 

Soluciones 

Un edificio ocupado.

Pero no, no todo está perdido: existen cinco ámbitos propositivos sobre la vivienda que plantean soluciones. En primer lugar, hay propuestas desde las economías solidarias. Hay dos experiencias en marcha en Barcelona, La Borda y Sostre Cívic, en Can Batlló y la calle de la Princesa respectivamente. Proponen la cooperativa en cesión de uso como solución habitacional que permite el arraigo –matricular a los niños en el colegio, cambiar los azulejos del baño– sin dar patente al pequeño especulador que todos llevamos dentro. No es un invento. El modelo cooperativo Andel está comprobado en Escandinavia, con ratios de hasta el 30 % del parque de viviendas (Copenhague). Podría pensarse que es cosa de países riquísimos. Pues tampoco: en Montevideo, Uruguay, se aplica el modelo con una proporción del 4 %. 

Tenemos propuestas desde la participación de base y la contracultura. La okupación, con K, es un fenómeno de respuesta política a un mercado abusivo que en nuestro país ha sido violentamente reprimido. Es imposible concebir en Cataluña experiencias como las de Bonnington Square, de Londres, o Christiania, de Copenhague, porque los mecanismos represores de nuestras administraciones son inmisericordes. La legalidad española pone el derecho a la propiedad privada por encima de otros que afectan gravemente a lo colectivo. A pesar de todo, y afortunadamente, los colectivos okupas y de autogestión de la vivienda denuncian, con sus acciones, a los especuladores y a los que desprecian a la ciudad y a sus vecinos con el abandono.

El proyecto Pis Zero de la Fundació Arrels.

Existen propuestas desde las políticas sociales. El Pis Zero de la Fundació Arrels propone una respuesta a la realidad del habitante de calle crónico que supera los corsés ambulatorios de unos mecanismos asistenciales de eficacia relativa. Los Arquitectes de Capçalera recuperan la función social del arquitecto mediante un zafarrancho profesional de respuesta a situaciones de emergencia. Son propuestas que van aún más allá del Housing First estadounidense, que se sigue también en Australia, Francia, Canadá y Finlandia.

También hay propuestas desde la sostenibilidad y los materiales. La construcción con materiales sostenibles y los talleres de uso y mantenimiento energético de la edificación nos dan estrategias para luchar contra la pobreza energética. El premio internacional Solar Decathlon de 2014 marca un antes y un después en la manera de pensar la casa en su función más sustancial, el auténtico refugio. Lo más interesante del concurso en su última edición no solo es la capacidad tecnológica de la pieza ganadora de fabricarse y funcionar con una huella ecológica casi inexistente; lo mejor es que se plantea como una crítica frontal a la idea de la vivienda unifamiliar aislada como modelo de crecimiento urbano. La Escola Tècnica Superior d’Arquitectura del Vallès (ETSAV) presentaba el proyecto Ressò, que ganó el primer premio de innovación con una casa solar comunitaria para rehabilitación social. 

Imagen del proyecto de arquitectura sostenible y comunitaria Ressò, de la Escola Tècnica Superior d’Arquitectura del Vallès (ETSAV), ganadora del premio de innovación en el certamen internacional Solar Decathlon 2014.
Foto: Sandra Prat

Por último, tenemos las propuestas desde la forma arquitectónica. Francia se ha adelantado con proyectos de densificación en los polígonos de vivienda de la banlieueNo es casualidad que las iniciativas en vivienda convivan con el ensayo económico en la cultura que con mayor éxito editorial plantea las alternativas teóricas al capitalismo salvaje. Los ensayos de nueva arquitectura residencial publicados por _Export Barcelona son muy útiles para avanzar por esos caminos. La Casa sin Género de la arquitectura feminista de vanguardia pone en evidencia la engañosa racionalidad de las tipologías modernas, diseñadas por hombres y para hombres, con distribuciones espaciales hiperjerárquicas en las que se ignoran activamente las tareas domésticas con cocinas estrechas y escondidas que obligan a trabajar de espaldas a la familia y cuartos de la colada exiguos e incompatibles con la conciliación. El equipo de investigación de Rehabitar nos recuerda la conveniencia de una piel urbana gruesa y promiscua y, como los arquitectos feministas, reivindica una vivienda que fomente la equidad y la adaptabilidad a las transformaciones de la familia en el tiempo.

Otra imagen del proyecto de arquitectura sostenible y comunitaria Ressò, de la Escola Tècnica Superior d’Arquitectura del Vallès (ETSAV), ganadora del premio de innovación en el certamen internacional Solar Decathlon 2014.
Foto: Sandra Prat

Los cinco ámbitos propositivos conducen a un proyecto de ciudad que supera la distopía habitacional con situaciones reales y probadas. Ninguno cae en la trampa de la smart city, que es el equivalente urbanístico a usar desodorante sin ducharse. Se trata de cinco ingredientes consistentes. Es comida, no cosmética. Son los cinco proyectos que pegan el arroz en el fondo de la paella. 

Hay versiones sobre el significado etimológico de la palabra paella. La mayoría apuntan al latín patella, que describe una sartén de doble asa. Algunas reivindican su origen valenciano, del catalán plat, platell, platella. En el castellano profundo y en el español americano está la paila, una vasija metálica ancha y poco profunda. 

Sin embargo, la hipótesis que más se ajusta al objeto de estas líneas sostiene que el origen de la paella es la baqiyahvoz árabe que significa ‘comida del día antes’. Se ajusta porque se distancia del continente y se centra en el contenido. El contenido son las sobras, lo existente. En casa la comida no se tira, se aprovecha lo que hay; lo mismo debería pasar en la ciudad, que es la casa de todos. La ciudad del futuro ya está construida: es esta. 

Que no se nos pase el arroz

Vivienda social Torre Via Júlia. Es uno de los tres proyectos incluidos en la exposición itinerante “Export Barcelona. Habitatge social en contextos”, que recoge veinte propuestas sociales de arquitectos catalanes.
La muestra es uno de los eventos de la segunda edición del Cities Connection Project.
Foto: Vicente Zambrano

Es momento de ponerse a cocinar. De combinar las aproximaciones cooperativas con la visión de género y los ensayos tipológicos, las políticas sociales y las oportunidades legales, las posibilidades materiales, la conciencia medioambiental y las contribuciones más contraculturales y antinormativas. El urbanismo tiene en su estructura disciplinar la capacidad de articular esas combinaciones y llevarlas a la realidad física, pero necesita para ello de una voluntad política clara y de la perspectiva suficiente para afrontar lo importante sin abandonar lo urgente. Esto debería llevarse a cabo con un número de emplazamientos limitado y bien escogido. No es verosímil encarar las políticas de creación de vivienda pública solo con las lógicas del asistencialismo cuantitativo. La posición urbana es clave, y la conjugación de la vivienda con el espacio público, imprescindible.

Se trata de producir vivienda pública y de alquiler a pequeña escala, en promociones de dos, cuatro, doce unidades, en emplazamientos que aprovechen la ciudad existente con la lógica de las tres V: valor, visibilidad, viabilidad. Existen esos lugares de oportunidad en la ciudad compacta. 

Edificios estrechos contra medianeras consolidadas. Remontas que apuran la edificabilidad de un sector. Piezas de vivienda dotacional intersticiales. Aprovechamiento de los roces entre tejidos urbanos. En el contacto con las infraestructuras. Sobre los litorales marítimos y fluviales. Robándole suelo al coche.

Vivienda social de Can Travi. Uno de los tres proyectos incluidos en la exposición itinerante “Export Barcelona. Habitatge social en contextos”.
Foto: Vicente Zambrano.

Se trata también de aprovechar un tejido productivo castigado por la crisis: el del pequeño promotor, el de los oficios vinculados a la construcción, el de un cincuenta por ciento de paro juvenil. 

Se trata de hacerlo de menos a más, en clave experimental, de manera que puedan superarse corsés y contradicciones normativas. Deben ser piezas que se encajen en los barrios existentes fomentando la diversidad de rentas a través de la variedad tipológica y de distintos mecanismos de acceso y precio según las rentas y el plan de vida de sus ocupantes.

Se trata de arrancar organizando concursos vinculantes, de mínima entidad, paritarios, en los que sea imperativo que los viejos profesionales trabajen con los jóvenes. Han de ser concursos para sumar, cuyo premio es la ejecución de forma coordinada, que superen la fórmula de la “competitividad” y la “excelencia” formal a favor de la colaboración y la promiscuidad disciplinar. 

Procediendo de esa forma, con la estrategia de un equipo odontológico urbano que va a obturar, a rehabilitar, a salvar la pieza, a poner una corona o un implante como máximo, podremos ir construyendo un parque de vivienda pública de alquiler capaz de moderar los extremos del mercado. Lo otro son dentaduras postizas contra el delicado paisaje natural que rodea a la ciudad. 

Hemos hecho demasiado caparazón. Tanto molusco no es paella, es mariscada. Nos hemos dejado los dientes postizos en la pata del bogavante. Hay que volver a echar arroz, y no podemos echarlo en los márgenes, como si fuera una guarnición de arroz cocido. El arroz se apropia del sabor de los ingredientes desde el fondo de la paella y lo distribuye entre los comensales. Ahí reside su poder democrático. 

Colectivo sí, y colectivo al límite

La plaza de las Glòries, un entorno público problemático cuyo funcionamiento real mostrará si las decisiones administrativas han sido las correctas.
Foto: Vicente Zambrano

Pocas metrópolis europeas han sido capaces, como Barcelona, de asociar la renovación urbana con la transformación de su vida social y de la esfera pública. Abundante en metáforas y narrativas, el éxito de la renovación democrática se fundamentó de forma radical en la transformación de la materia prima de la ciudad donde tomaba cuerpo la vida social, sus espacios públicos y sus espacios colectivos.

Por un lado, hubo una producción ingente de espacios públicos –parques y plazas, playas y frentes– en los que construir y dar forma a significados y referentes de fácil identificación, donde la novedad del espacio y su calidad física eran fácilmente apropiables por la ciudadanía y prefiguraban la imagen material y la expectativa de la renovación urbana.

Por otra parte, la capacidad de la vida cívica de contaminar y apropiarse del carácter de los lugares privados –espacios y edificios–, dotándolos de significado colectivo, contribuía a la creación de una ciudad más rica en lugares y compleja en significados. Tal como definía canónicamente Manuel de Solà-Morales, la fuerza del binomio consistía en “urbanizar el elemento privado, es decir, convertirlo en parte del ámbito público”. El edificio de usos mixtos de L’Illa Diagonal, donde la planta baja se mezcla con las aceras urbanas y acoge los movimientos urbanos, ejemplifica esta noción.

L’Illa Diagonal, un ejemplo satisfactorio de apropiación colectiva de un espacio privado, gracias a un diseño permeable a los movimientos urbanos.
Foto: Vicente Zambrano

La capacidad transformadora del binomio espacios públicos – espacios colectivos ha sido desigual, puesto que ni la disponibilidad del espacio físico ni los objetivos urbanos han sido constantes a lo largo del tiempo. La generación de plazas y parques que caracterizó los primeros años democráticos surgió de la oportunidad y de la disponibilidad de espacios donde materializar la transformación –fábricas obsoletas y grandes piezas desplazadas a la periferia, espacios derivados del planeamiento administrativo y lugares existentes por rediseñar.

En ausencia de un modelo general, la coherencia del lenguaje arquitectónico dotó de cohesión a la imagen de renovación urbana del espacio público por encima de las especificidades de los contextos y las ambiciones particulares de los lugares, y se creó lo que la literatura arquitectónica canonizó como “espacio público Barcelona”.

Simplificación del proyecto

Sin embargo, la evolución de la estructura municipal y la progresiva subdivisión administrativa durante las últimas dos décadas, de manera combinada con el despliegue del mosaico metropolitano (“ciudad de ciudades”, “la ciudad de barrios”) y la nueva sensibilidad hacia las comunidades, la vecindad y la ciudadanía, han comportado muy a menudo una simplificación del proyecto del espacio público, paradójicamente a favor de la arquitectura del plano del suelo. La proliferación de rincones, interiores de manzana y plazas cargados de subjetividad y personalidad ejemplifican un nuevo protagonismo arquitectónico. En estos espacios, el factor que les da ese tono diferente no es su condición diseñada y particular, ni la inherente y necesaria sensibilidad ciudadana y vecinal, sino la autonomía del suelo, en detrimento de la relación entre las cosas.

Agotados los resquicios, colmados los vacíos metropolitanos, las transformaciones infraestructurales posibilitan mayores oportunidades urbanas en las que la distancia entre la infraestructura y el proyecto de espacio público se ha evidenciado aún más.

Las coberturas lineales de la ronda del Mig o la Travessera de Dalt y la reciente renovación de la plaza de Lesseps ilustran estas limitaciones metodológicas. La aportación al dinamismo urbano y el éxito social se vuelven “suburbanos” en concepto, pues minimizan la capacidad para crear significados urbanos generales y para  incorporarse al imaginario colectivo general barcelonés. La comparación con las grandes transformaciones infraestructurales de los ochenta –Moll de la Fusta, ronda de Dalt, Trinitat–, donde infraestructura y espacio público eran objeto de reflexión simultánea, endurece más esta percepción. 

La transformación de la plaza de las Glòries contribuye al debate de forma directa. A pesar del titánico esfuerzo administrativo y el trabajo ejemplar de arquitectos e ingenieros, la radical falta de relación entre el frenético subsuelo –repleto de metros, ferrocarriles y túneles viarios– y la plaza reduce la conciencia recíproca entre la superficie y el subsuelo.

¿Ámbito central o espacio de enlace? Quizás los dos, quizás ninguno a la vez. El comportamiento definitivo del espacio construido determinará el acierto o no de las decisiones administrativas. 

Una nueva reflexión sobre el elemento colectivo

Ante este panorama, el elemento colectivo reaparece como un nuevo territorio de exploración, de límites desdibujados y de gran ambigüedad, y falto todavía de un modelo preciso. Si en los años noventa la noción de espacio colectivo había anticipado la apropiación cívica del mundo privado como acto civilizador, el cambio de siglo ha aportado una noción más expansiva que aborda la naturaleza exclusiva del ámbito público.

Paralelamente, la aparición de un conjunto significante de nuevas piezas urbanas, tanto en cuanto a equipamientos como a edificaciones privadas, propone modelos donde deliberadamente se cuestiona la delimitación estricta entre el ámbito público y el privado. Algunos toman la forma de edificaciones de origen público, como las fábricas de creación –Fabra i Coats en Barcelona, Matadero en Madrid, Kaapeli en Helsinki o Space en Londres–, donde ámbitos cooperativos de producción artística se mezclan con viviendas y comunidades, y el ciudadano deja de ser un actor pasivo y lúdico para convertirse, en colectividad, en protagonista vivo de los espacios. 

En el territorio privado, las mutaciones del espacio productivo –Campus Repsol en Madrid, Redbull en Londres– anuncian formas de producción flexibles y sin lugares estables, donde las estructuras básicas de trabajo se definen a partir de criterios de colaboración y cooperación. Conforme a su condición más urbana, las iniciativas del muelle NDSM, del distrito Hallen o del KromHout Hall de Ámsterdam llevan a los barrios, a las casas y a los espacios libres la idea de participación permanente, en la que la mezcla y la creatividad desdibujan el marco comunitario inicial para dotarlo de un carácter colectivo superior. 

Los resultados tienen características singulares. El dominio del espacio es ambiguo –ni decididamente público ni privado–, y se lleva a efecto una combinación promiscua de usos y espacios. La trasposición de los cambios sociales –en el trabajo, en las formas de agrupación– al espacio público, como lugar urbano de acceso universal, lo transforma en un ámbito de intercambio, de relación y de producción que rompe su imagen pacificadora y neutral. Heterogéneos en composición, individuos y colectivos se agrupan en el espacio público rompiendo su bucólico destino como espacialización del ocio y convirtiéndolo en un lugar para hacer cosas y para hacerlas juntos.

Superar la visión comunitarista

Aquí se evoca un nuevo marco reflexivo y propositivo que recupera las mejores dimensiones del espacio público y las condiciones contemporáneas para reforzar su apropiación ciudadana, superando la visión comunitarista (el espacio como soporte de comunidades subjetivas) mediante la intensificación colectiva (el espacio como soporte de individuos anónimos y diferentes). Es decir, lo que la teoría urbana reciente define como capacidad informativa, productiva y participativa del espacio. En este espacio redefinido, el sujeto necesariamente abandona la condición de espectador pasivo para convertirse en actor. 

Como anticipó hace veinticinco años Manuel de Solà-Morales, el espacio colectivo constituye la riqueza futura de las ciudades. El giro social, la necesidad de definir nuevos modelos productivos y los cambios de los modelos urbanos –desde la vivienda hasta los equipamientos– anuncian una fuerte entrada del factor colectivo como argumento central de la ciudad futura. Sin embargo, no solo como contaminación recíproca de ámbitos y dominios, sino como multiplicación e intensificación profunda de un cambio social. 

Colectivo sí, y colectivo al límite. 

Superar las fronteras de la calle

El Park Güell, un ejemplo de cómo la museización de la ciudad puede llegar a expulsar la vida cotidiana de sus espacios.
Foto: Vicente Zambrano

Museizar la ciudad significa que el espacio ordinario del día a día y de la vida en comunidad se convierte en un territorio en el que todo es objeto de espectáculo y consumo. Pero la cotidianeidad y la excepcionalidad no son obligatoriamente excluyentes; se impone recuperar un equilibrio.

En 1748, Giambattista Nolli publicó la Pianta Grande di Roma, una cartografía de la ciudad diferente a las que se habían hecho hasta el momento, que solían ser un conjunto de representaciones pictóricas de los edificios importantes (algo muy similar a los planos para turistas de hoy en día). Lo que fascina del plano de Nolli no es implemente su exactitud, sino cómo muestra la ciudad. Nolli cubre todos los edificios privados de una trama rayada para diferenciarlos del espacio público, que es dejado en blanco; de esta manera, calles y plazas aparecen perfectamente definidas en la estructura urbana. Además, a este espacio en blanco añade las plantas detalladamente dibujadas de todas las iglesias, las capillas y los claustros, así como los patios interiores, los pasajes y los pórticos. De este modo, Nolli extiende la idea de espacio público al incluir en él todos aquellos lugares de reunión y culto y las zonas semipúblicas que permiten la libre circulación. Este gesto coloca los edificios públicos en un contexto y facilita entender la ciudad como un sistema orgánico de piezas.

Pensemos por un momento en cómo quedaría Barcelona si utilizásemos el mismo método de Nolli. En este caso, a avenidas, ramblas y plazas les sumaríamos los otros espacios de socialización: los equipamientos públicos. Las bibliotecas municipales, los mercados públicos, los centros cívicos, los culturales y los deportivos, las escuelas públicas (y sus patios) y las fábricas de creación. Así, entenderíamos lo público en la ciudad no simplemente como el residuo no edificado, sino como una estructura mucho más compleja que organiza y activa la vida en comunidad. Tomemos prestada la metáfora biológica: las calles y avenidas son las arterias y venas, pero los equipamientos públicos son los órganos motores que activan la circulación, el movimiento y la vida de la ciudad. A través de este dibujo se podría apreciar la distribución de los equipamientos en el territorio y observar cómo las calles y plazas son, en realidad, los vestíbulos y umbrales que vinculan los espacios de la vida en común.

Quizá puede parecer un poco trivial utilizar una metodología del siglo XVIII para estudiar la forma urbana de Barcelona, pero es un clásico en los análisis urbanísticos. En los años setenta, los arquitectos americanos Robert Venturi y Denise Scott Brown utilizaron la metodología de Nolli para analizar la riqueza espacial del Strip de Las Vegas. En este caso, a la vía principal de la ciudad se le añaden los vestíbulos de los hoteles y casinos por los que los visitantes de la ciudad pueden circular libremente sin importar si están alojados en ellos. De este modo la calle se dilata y, en lugar de entenderse como un espacio de circulación limitado por planos verticales, se extiende por las plantas bajas que están en contacto con ella.

La Pianta Grande di Roma de Giambattista Nolli, una cartografía que por primera vez presenta la ciudad como un sistema orgánico, revelando las relaciones entre las áreas privadas y las públicas.
Foto: Wikimedia

A diferencia del mapa que se dibujaría en Barcelona, que pretende demostrar la estructura comunitaria, el de Las Vegas mostraría que es un espacio que se construye para atraer al turista, pensando en el consumo. La ciudad americana despliega todo su potencial de elementos simbólicos, carteles y luces de neón para persuadir a los visitantes, como si se tratase de una gran feria repleta de atracciones. 

Planos urbanos incompletos

La aplicación de la cartografía de Nolli a Las Vegas mostraría que es un espacio construido para atraer al turista pensando en el consumo.
Foto: Eva Guillamet

Ahora bien, a pesar de que el plano de Barcelona nos muestra la ciudad de los ciudadanos, y el de Las Vegas, la de los consumidores, ambos son planos incompletos. El de Las Vegas no nos explica cómo se vive en ella; nada sabemos del estilo de vida de sus habitantes que, suponemos, viven detrás de ese gran escaparate de luces. Del mismo modo, nuestro plano de Barcelona no nos mostraría lo que es para el resto del mundo. Es decir, la Sagrada Família, el Museo del Barça, los patios de La Pedrera o la gran mayoría de los elementos monumentales que ilustran los planos para turistas no aparecerían en nuestro dibujo. Estos mapas muestran una Barcelona paralela a la que viven sus ciudadanos; muchas veces son planos falseados en los que solo destacan los “puntos de interés”, dibujados de manera fácilmente reconocible (como aquellos mapas antiguos de Roma), mientras que el resto de la ciudad es una masa uniforme y carente de interés. 

Georg Simmel definía, a principios del siglo XX, la figura del extranjero –aquel que llega hoy y permanece mañana– para referirse al inmigrante, el que viene de fuera y se queda a vivir entre nosotros. El turismo en el siglo XXI es un fenómeno que poco tiene que ver con la inmigración; esta aparece en las estadísticas del censo –tanto la que tiene papeles como la que no–, se establece, crea vínculos con la comunidad, ya sea cerrándose entre los que les son similares o mezclándose con la gran masa de personas de nacionalidades y procedencias diversas propia de la metrópolis moderna. El turista, en cambio, llega pero no se queda, mira pero no participa. Para él, la ciudad es un espectáculo, un objeto para ser observado o para vivir un simulacro de lo que podría significar vivir en la ciudad as a local. 

El turista llega y se suma al flujo de la ciudad –con su plano lleno de iconos–, pero, como en todo ecosistema, las especies invasoras pueden integrarse o, por el contrario, romper el equilibro interno destruyendo el sistema original. 

La museización de la ciudad significa que lo que era el espacio de lo ordinario, del día a día y de la vida en comunidad, se ha convertido en un espacio ajeno a lo cotidiano en el que todo es objeto de espectáculo y consumo. Los elementos monumentales o turísticos que antes eran parte de la estructura del sistema público y urbano se descontextualizan y colocan en la categoría de lo excepcional: lo cotidiano se hace imposible. Un ejemplo ilustrativo es el Park Güell. La necesidad de limitar la afluencia de visitantes acabó imponiendo una regulación del acceso que convertía el parque en un espacio cerrado y estanco, donde la libre circulación llegó a estar prácticamente en suspenso. 

En una situación ideal, lo cotidiano y lo excepcional convivirían, con sus tensiones internas y sus pequeños desequilibrios puntuales, en un juego constante en el que las dos formas de entender el espacio urbano se complementarían. Pero lejos de coincidir con la ciudad cotidiana y ordinaria y de completarla, la ciudad del consumo y el espectáculo la ha acabado invadiendo. En Ciutat Vella, mientras disminuye el número de residentes se multiplican exponencialmente los pisos para turistas, esa llamada “población flotante”. Los turistas son los extraños que hoy están y mañana tienen otra cara y otro acento. Una población flotante no permanece ni se establece, no hay posibilidad de integración o suma y, por lo tanto, la estructura social y comunitaria resulta inútil. 

La ciudad del espectáculo reclama para sí unos lugares y unas formas que poco tienen que ver con la ciudad de lo cotidiano; sin embargo, no son obligatoriamente excluyentes. Sería necesario recuperar un equilibrio, una sostenibilidad que permita volver a ese estado de gracia en el que, literalmente, “hay lugar para todo”.

Más allá de fachadas y escaparates

© Maria Corte

El modelo Barcelona se fundamentaba en la pretensión de conseguir una ciudad más justa mejorando el espacio público y el escenario urbano. Al cabo de treinta años de su aplicación, la realidad es que bajo la brillante superficie se esconden urgencias derivadas de la dejadez en políticas de vivienda.

Barcelona es una ciudad densa, formada por la suma de pequeñas piezas, privadas y públicas, y muy diversa en la mayoría de sus barrios. El grano pequeño, la diversidad y la alta densidad son elementos que explican muchas de sus ventajas; se trata de una ciudad a escala humana, que valora la proximidad: es “la más pequeña de las grandes ciudades o la más grande de las ciudades pequeñas”. Estos elementos son también claves para explicar los retos a los que se ve enfrentada: la emergencia habitacional, los problemas ambientales, la movilidad y el predominio de lo grande sobre lo pequeño, de lo global sobre lo local, de lo especializado sobre lo diverso, de lo exclusivo –y, por lo tanto, excluyente– sobre lo inclusivo –y, por lo tanto, común y cooperativo.

El tamaño “casi grande” confiere musculatura para afrontar retos metropolitanos, regionales y de capitalidad territorial, mientras que el tamaño “casi pequeño” otorga flexibilidad, diversidad y agilidad en las políticas de proximidad. La confusión de ambas condiciones a menudo ha derivado en desequilibrios insostenibles, que se pretenden corregir con medidas que no dan soluciones ni en el aspecto cuantitativo ni en el cualitativo. Más allá de la cantidad y la calidad, el reto radica en detectar quién se beneficia y quién y qué se pone en el centro de las políticas municipales desde donde se articula el resto.

El modelo Barcelona, que ha permitido a la ciudad “ponerse guapa” o “ser la mejor tienda del mundo”, se centraba en insistir en que conseguiríamos una ciudad más justa mejorando el espacio público y el escenario urbano de comercios y fachadas. Durante los años ochenta se aseguraba que primero había que conquistar el espacio público, pavimentando plazas y limpiando fachadas, y que, poco a poco, esta “metástasis positiva” llegaría a mejorar las viviendas y las comunidades. Treinta años después la realidad es muy distinta. Con el tiempo, esta estrategia “de fuera adentro” se ha acentuado y ha ido configurando una ciudad de escaparates y fachadas limpias que esconden urgencias derivadas de la dejadez con respecto a las políticas públicas de vivienda.

Las consecuencias de esta falta de atención son alarmantes. Hoy, en Barcelona, hay más de treinta mil familias inscritas a la espera de una vivienda ajustada a su renta, tres

mil personas sin hogar –de las que novecientas duermen en la calle–, un 10 % creciente de familias que sufren pobreza energética, diez desahucios diarios, incontables pisos vacíos, una oferta tipológica de vivienda que no se adecua a la demanda, un sistema de tenencias todavía estancado en la propiedad y el alquiler y una oferta pública de vivienda –ridícula e injusta para una ciudad que exporta a los cuatro vientos su modelo urbano– que no llega ni al 4 %.

Seguimos arreglando calles, plazas y avenidas, mejorando la imagen y las prestaciones de un comercio y de un turismo que, efectivamente, salen muy beneficiados, pero que, en muchos casos, gentrifican los barrios.

A menudo decimos que Barcelona está muriendo de éxito. Un oxímoron que constata otro de difícil digestión y que pone en el centro del debate el problema de la regeneración urbana: “la mejora empeora”, o, en todo caso, este tipo de mejoras cosméticas derivan, con frecuencia, en desajustes éticos, echando a los vecinos de los barrios y empeorándoles la vida a quienes supuestamente se quería atender.

Hay quien defiende una gentrificación positiva, consistente en activar transformaciones que implican ciertos grados de infiltración social para promover una mayor diversidad. Pero una ciudad tan pequeña y frágil como Barcelona debe vigilar de cerca –o mejor, desde dentro– cuáles son los procesos económicos perversos de las mejoras, cartografiando y, sobre todo, controlando los abusos de poder que se generan. Barcelona no puede permitirse ir perdiendo barrios; pero, en los últimos cuatro años, Ciutat Vella ha visto marcharse al 45 % de sus habitantes. Y pronto, si no se le pone remedio urgente, incluso los turistas dejarán de venir a visitar una ciudad del todo adulterada, que más que nunca es un espectro y un decorado de la que preveían encontrar.

Centrarse en las personas y en lo cotidiano

Una estrategia fundamental para mejorar los barrios y controlar la gentrificación debería ser una apuesta decidida a favor de la vivienda social y de la realización de una esmerada cartografía interior. Porque construir vivienda social no es solo levantar edificios, también significa mejorar las condiciones residenciales y de vida de los vecinos, rehabilitando comunidades e incorporando fórmulas de reciclaje urbano.

Se trata de pensar la ciudad de dentro afuera, poniendo a las personas –las que ya están ahí– y lo cotidiano en el centro de las políticas municipales y promoviendo (¡esta sí!) la metástasis positiva que lo enlazará todo. Empezando por la gente y acabando en la ciudad, y no al revés, como hemos hecho últimamente.

Barcelona puede crecer, pero tiene que hacerlo desde dentro, mejorando la habitabilidad de los barrios sin echar a los que ya viven en ellos. Pero, para conseguirlo, hay que reducir urgentemente el transporte privado. Hay que repensar las desproporciones del espacio que se le dedica y recuperarlo para un uso cívico y de calidad, lo que tendrá efectos positivos en la salud de las personas y en su esperanza de vida gracias a la mejora de la calidad del aire, la disminución de la contaminación acústica, etcétera. Las decisiones que se derivan de este planteamiento obligan a cambiar de escala a la hora de planificar nuevas estrategias para disuadir al ciudadano de usar el transporte privado y apostar decididamente por un transporte público de calidad, más rápido, económico y cómodo, y que tenga en cuenta toda la ciudad y el área metropolitana.

Invertir las prioridades de la atención pública a favor de los peatones es imprescindible para impulsar una adecuada política de vivienda, basada en la consideración de que la vivienda no acaba en las cuatro paredes que su titular tiene hipotecadas. Mi casa también es el rellano de la escalera, la portería, la calle, el bar de la plaza y la parada del tranvía. Si mi casa es también la ciudad, deberíamos poder renegociar la cantidad de coches aparcados o que contaminan el barrio en su tránsito a otro lugar. Esta negociación urgente parte del dato escandaloso de que el 60 % del espacio público de la ciudad está secuestrado por el automóvil, cuando solo un 15 % de nuestros desplazamientos los efectuamos en vehículo privado.

Nuevas metodologías de participación

Detectar los qué es fundamental –vivienda y movilidad–, pero aún lo es más identificar los cómo. La ciudad debería apostar por investigar y ensayar nuevas metodologías de participación –simultáneas y complementarias– con las que se pusieran a prueba diferentes formatos de activismo, intentando establecer los acuerdos necesarios entre técnicos y ciudadanos, expertos y usuarios, agentes públicos y privados, pequeños y mayores, pasados y futuros…, incluyendo todas las dimensiones posibles. La prioridad debe ser la visión integral de los problemas: hay que crear plataformas de encuentro y acuerdo y poner en marcha proyectos piloto que den voz a colectivos en riesgo de exclusión, que son los que tienen más dificultades para hacerse escuchar. Llevamos demasiados años haciendo de la participación ciudadana un mecanismo repetitivo y adulterado para justificar procesos o, lo que es peor, para llegar a consensos con total ausencia de riesgo y profundidad. El nuevo equipo municipal está mayoritariamente formado por activistas que conocen, y que han puesto a prueba en sus plataformas, nuevas y brillantes fórmulas de empoderamiento y de participación.

Estos procesos deben ser escalables y coordinables en toda la ciudad, para demostrar que se puede “mandar obedeciendo” con creatividad y ambición.

Las urgencias son variadas y a menudo se justifican por la vía cuantitativa multiplicando las inauguraciones en periodos preelectorales. Se promete resolver las carencias y los excesos, pero, a medida que pasa el tiempo, las soluciones tienden a simplificarse y se encuentran atajos que rehúyen la complejidad y la diversidad de los problemas originales. La Barcelona del futuro ya está construida, pero el futuro de los barceloneses no. Los temas urgentes no se resuelven de una tacada, ni en un solo lugar, ni siguiendo un solo atajo. Hay que arriesgar más que nunca y poner a prueba cuanto antes mejor múltiples respuestas a múltiples retos, para superar con creatividad y energía las dificultades técnicas y las minorías políticas.

Un salto de escala en la concepción del espacio público

© Maria Corte

Se necesita liderazgo para apuntar cuáles han de ser las futuras áreas de transformación urbana, reservar el terreno y comenzar diseñando su espacio público. Este es determinante para definir la calidad de un trozo de ciudad.

La esperanza de construir una ciudad mejor no puede perderse; el mayor reto que tenemos sobre el espacio público del futuro es ser ambiciosos. Ambición en el sentido de generar una visión de futuro de la ciudad que puede no ser obvia y que, por lo tanto, será controvertida. Creo que Barcelona tiene problemas endémicos y muy importantes, pero que ni siquiera están en el orden del día de los grupos políticos municipales. Tenemos que ser ambiciosos colectivamente, y eso, por sí solo, es un reto porque, en las cuestiones urbanas, tendemos a ser extremadamente conservadores y acabamos generando consensos solo cuando nos movilizamos por el “no”. Hay que construir una inteligencia colectiva en la ciudad que proponga, que anime y que le aplique visión de futuro. A menudo se utilizan argumentos complejos y originalmente valientes para encontrar lugares comunes que banalicen la discusión y justificar, así, la inanición intelectual y la falta de prospectiva. Proponer es innovar, actuar en contra de “como se ha hecho siempre”, y eso levanta reticencias. La del urbanista es una profesión expuesta, pero el valor de los profesionales reside en ser consistente, en tener capacidad de disentir y argumentar para encontrar nuevas formas de abordar retos complejos.

Hay algunos tópicos que se repiten en las esferas urbanísticas, que se van vaciando de contenido y que incluso cobran el sentido contrario al original. Uno de ellos es el paradigma de la ciudad abierta. En Barcelona, pequeño es igual a mejor; los grandes proyectos tienen mala fama. Pero la ciudad abierta, en la concepción original de Habermas, Arendt y Sennett, es aquella que se transforma sin fin, la que convierte fronteras en bisagras y que, por lo tanto, es invasiva. La que no se acaba, la que en la indeterminación permite consolidar el paso del tiempo y se deja alterar. La cuestión del grado de apertura de una ciudad no debería ser la escala de la intervención, sino su capacidad de evolucionar en el tiempo, generar situaciones no previstas y crear interacciones nuevas; de asumir que el protagonista no es un arquitecto ni una asociación, que esa intervención tiene mucha vida más allá de quien la concibió.

Un amigo ingeniero me decía que no entiende por qué los ayuntamientos se disculpan cuando hacen obras. La reflexión es oportuna: ¿por qué, cuando hay una tuneladora que perfora medio subsuelo de la ciudad e invertimos colectivamente una fortuna, escondemos el hecho y nos centramos solo en las molestias que genera? Deberíamos quitarnos de encima los complejos: “Contemplen esta tuneladora que permitirá abrir la línea 9 del metro con el mínimo de afectaciones y dejar a las futuras generaciones una ciudad conectada con transporte público a una velocidad muy competitiva”, o “aplaudan al equipo humano que se deja la piel cada día para acortar distancias”. 

En el escenario posburbuja inmobiliaria, me parece mucho más importante el ritmo de una transformación que su tamaño. Que un lugar esté en constante transformación es pesado, pero no un motivo para esconder la cabeza bajo el ala. Lo que es imperdonable es que esté cerrado y amurallado. No se puede permitir que el grado de conectividad de un lugar se rebaje por las obras, porque entonces la vida cotidiana de miles de personas acaba resintiéndose: cierran las tiendas, se crean zonas inertes y se desertizan las plantas bajas. A veces, querer “terminar” un tramo de ciudad, aunque sea pequeño, puede producir un efecto traumático. 

Dicho de otra manera: el problema del proyecto de la Sagrera no es su tamaño, ni la escala, sino su estrategia de implantación, basada en un eterno “cerrado por obras, disculpen las molestias”. En el contexto actual, con la playa de vías abierta como si fuera un estómago operado, las administraciones se lanzan reproches unas a otras y esconden la cabeza bajo el ala, incapaces de convertir el espacio en una oportunidad. Existe un proyecto del equipo de arquitectos Alday-Jover y otro del estudio de arquitectura RCR para empezar a colonizar los laterales de la obra, fáciles y rápidos de ejecutar, que se han detenido con el cambio de gobierno, pero que son clave para empezar a transformar la Sagrera antes de que llegue el parque. 

Superar la crítica al modelo especulativo 

Para hacer comprensibles estas afirmaciones propondré tres retos sobre los que la ciudad debe reflexionar. El primer ejemplo es el mito de que en Barcelona hay miles de pisos vacíos. Los hay, pero, paradójicamente, hay muchos menos de los que se necesitarían para tener un mercado de la vivienda razonablemente sano y no inflacionado. Lo dicen los expertos: con menos de un 5 % del parque de viviendas vacías, el mercado no funciona. En Barcelona hay unas 800.000 unidades habitacionales, y parece que los bancos tienen 2.400 vacías. Para no tener un mercado de pisos inflacionario es necesario que haya oferta, y la retórica anticrecimiento solo beneficia a los actuales propietarios. 

Creo que el error se halla en la concepción antigua que algunos tienen del mercado inmobiliario. Construir una ciudad no es alzar pisos, sino generar centros, crear sitios que “existen” antes de ser construidos. Esto implica diseñar espacios públicos de primera, bien conectados, verdes, atractivos y estructurados. Hacer crecer una ciudad implica poder hacerla más justa, más distribuida y acogedora del talento. Barcelona (la metrópoli) tiene mucho margen para crecer, precisamente porque en ella se vive muy bien, y tiene el reto de acoger a personas con talento o con ganas de construir un futuro colectivo mejor, innovador y emprendedor. Hay que superar la crítica al modelo especulativo previo a la burbuja inmobiliaria; hay que vencer (y combatir) el miedo al pelotazo para comenzar a imaginar una metrópoli bien conectada y mucho menos desigual. Hay que diseñar nuevos tramos de ciudad, flexibles y abiertos, y eso no es espontáneo; se necesita liderazgo público para apuntar cuáles serán las áreas de transformación, reservar el terreno y empezar diseñando su espacio público, que será determinante para que aquello se convierta en una parte importante de la ciudad.

El segundo ejemplo tiene que ver con la densidad del espacio público y del construido. La edificación en altura genera rechazo; de hecho, todo lo que sobresale molesta, pero es una forma eficiente de generar poca huella ecológica y dar luz y vistas a todos los usuarios. Estar sistemáticamente en contra del proyecto diferente aboca la ciudad a la mediocridad, a los valores seguros y a la estandarización del entorno construido en forma de pisos de Núñez i Navarro y cadenas de hoteles estériles. La falsa pretensión de hacer que nada sobresalga es contraria a la esencia de la ciudad: la identidad es un valor público en riesgo. El miedo a gestionar el riesgo no nos tiene que paralizar; por ello hacen falta técnicos solventes, políticos con argumentos, inversores responsables y creatividad ciudadana.

La mediocridad no es cuestión de escala; hay edificios fantásticos que son grandes y altos, y hay edificios grandes que no aportan nada. También hay espacios públicos grandes que desconectan, como hay sitios de paso no planificados que mágicamente encarnan la esencia del espacio público. Pero hay que superar los prejuicios. Los lugares comunes por los que todo lo que es grande, o diferente, o privado, equivale a “especulativo”, es fruto de la comodidad y las ganas de gustar. 

El tercer reto es sobre cómo debe planificarse el espacio público del futuro. En un entorno en el que todo es cambiante, ¿tiene sentido dibujar hoy lo que pasará dentro de tres generaciones? Tenemos que encontrar unos instrumentos de planificación que apunten lugares, reserven áreas y consoliden un espacio público estructurado, pero que deje margen a las futuras generaciones para repensar, redibujar y redistribuir. Esto puede significar predicar un back to basics: yo me conformaría con la definición de una ciudad policéntrica muy clara, donde los centros se consideraran “áreas de oportunidad”, bien conectadas y autosuficientes desde todos los puntos de vista (servicios, equipamientos, energía, puestos de trabajo). Y propondría que estos centros no se designaran por equidistancias ni motivos abstractos, sino basándose en las preexistencias.

También existen oportunidades políticas que hay que saber aprovechar, más allá de los partidismos rancios. El alcalde Trias era un gran partidario de preservar el carácter doméstico de los Tres Turons y de Torre Baró, y estoy segura de que la alcaldesa Colau compartirá esta visión, que sitúa a las personas en el centro de las políticas urbanas. Si hay consenso político para este urbanismo más atento, ¿seremos capaces de generar las herramientas adecuadas para desbloquear situaciones absurdas generadas por un plan general metropolitano de hace más de cuarenta años? 

Tenemos el reto de ser más incisivos y más innovadores, y exponernos a defender los valores de cada proyecto urbano a riesgo de ser calumniados por disentir. El debate real tiene que ser ciudadano, interdisciplinar y plural, para evitar que se instrumentalice por intereses partidistas.