Se necesita liderazgo para apuntar cuáles han de ser las futuras áreas de transformación urbana, reservar el terreno y comenzar diseñando su espacio público. Este es determinante para definir la calidad de un trozo de ciudad.
La esperanza de construir una ciudad mejor no puede perderse; el mayor reto que tenemos sobre el espacio público del futuro es ser ambiciosos. Ambición en el sentido de generar una visión de futuro de la ciudad que puede no ser obvia y que, por lo tanto, será controvertida. Creo que Barcelona tiene problemas endémicos y muy importantes, pero que ni siquiera están en el orden del día de los grupos políticos municipales. Tenemos que ser ambiciosos colectivamente, y eso, por sí solo, es un reto porque, en las cuestiones urbanas, tendemos a ser extremadamente conservadores y acabamos generando consensos solo cuando nos movilizamos por el “no”. Hay que construir una inteligencia colectiva en la ciudad que proponga, que anime y que le aplique visión de futuro. A menudo se utilizan argumentos complejos y originalmente valientes para encontrar lugares comunes que banalicen la discusión y justificar, así, la inanición intelectual y la falta de prospectiva. Proponer es innovar, actuar en contra de “como se ha hecho siempre”, y eso levanta reticencias. La del urbanista es una profesión expuesta, pero el valor de los profesionales reside en ser consistente, en tener capacidad de disentir y argumentar para encontrar nuevas formas de abordar retos complejos.
Hay algunos tópicos que se repiten en las esferas urbanísticas, que se van vaciando de contenido y que incluso cobran el sentido contrario al original. Uno de ellos es el paradigma de la ciudad abierta. En Barcelona, pequeño es igual a mejor; los grandes proyectos tienen mala fama. Pero la ciudad abierta, en la concepción original de Habermas, Arendt y Sennett, es aquella que se transforma sin fin, la que convierte fronteras en bisagras y que, por lo tanto, es invasiva. La que no se acaba, la que en la indeterminación permite consolidar el paso del tiempo y se deja alterar. La cuestión del grado de apertura de una ciudad no debería ser la escala de la intervención, sino su capacidad de evolucionar en el tiempo, generar situaciones no previstas y crear interacciones nuevas; de asumir que el protagonista no es un arquitecto ni una asociación, que esa intervención tiene mucha vida más allá de quien la concibió.
Un amigo ingeniero me decía que no entiende por qué los ayuntamientos se disculpan cuando hacen obras. La reflexión es oportuna: ¿por qué, cuando hay una tuneladora que perfora medio subsuelo de la ciudad e invertimos colectivamente una fortuna, escondemos el hecho y nos centramos solo en las molestias que genera? Deberíamos quitarnos de encima los complejos: “Contemplen esta tuneladora que permitirá abrir la línea 9 del metro con el mínimo de afectaciones y dejar a las futuras generaciones una ciudad conectada con transporte público a una velocidad muy competitiva”, o “aplaudan al equipo humano que se deja la piel cada día para acortar distancias”.
En el escenario posburbuja inmobiliaria, me parece mucho más importante el ritmo de una transformación que su tamaño. Que un lugar esté en constante transformación es pesado, pero no un motivo para esconder la cabeza bajo el ala. Lo que es imperdonable es que esté cerrado y amurallado. No se puede permitir que el grado de conectividad de un lugar se rebaje por las obras, porque entonces la vida cotidiana de miles de personas acaba resintiéndose: cierran las tiendas, se crean zonas inertes y se desertizan las plantas bajas. A veces, querer “terminar” un tramo de ciudad, aunque sea pequeño, puede producir un efecto traumático.
Dicho de otra manera: el problema del proyecto de la Sagrera no es su tamaño, ni la escala, sino su estrategia de implantación, basada en un eterno “cerrado por obras, disculpen las molestias”. En el contexto actual, con la playa de vías abierta como si fuera un estómago operado, las administraciones se lanzan reproches unas a otras y esconden la cabeza bajo el ala, incapaces de convertir el espacio en una oportunidad. Existe un proyecto del equipo de arquitectos Alday-Jover y otro del estudio de arquitectura RCR para empezar a colonizar los laterales de la obra, fáciles y rápidos de ejecutar, que se han detenido con el cambio de gobierno, pero que son clave para empezar a transformar la Sagrera antes de que llegue el parque.
Superar la crítica al modelo especulativo
Para hacer comprensibles estas afirmaciones propondré tres retos sobre los que la ciudad debe reflexionar. El primer ejemplo es el mito de que en Barcelona hay miles de pisos vacíos. Los hay, pero, paradójicamente, hay muchos menos de los que se necesitarían para tener un mercado de la vivienda razonablemente sano y no inflacionado. Lo dicen los expertos: con menos de un 5 % del parque de viviendas vacías, el mercado no funciona. En Barcelona hay unas 800.000 unidades habitacionales, y parece que los bancos tienen 2.400 vacías. Para no tener un mercado de pisos inflacionario es necesario que haya oferta, y la retórica anticrecimiento solo beneficia a los actuales propietarios.
Creo que el error se halla en la concepción antigua que algunos tienen del mercado inmobiliario. Construir una ciudad no es alzar pisos, sino generar centros, crear sitios que “existen” antes de ser construidos. Esto implica diseñar espacios públicos de primera, bien conectados, verdes, atractivos y estructurados. Hacer crecer una ciudad implica poder hacerla más justa, más distribuida y acogedora del talento. Barcelona (la metrópoli) tiene mucho margen para crecer, precisamente porque en ella se vive muy bien, y tiene el reto de acoger a personas con talento o con ganas de construir un futuro colectivo mejor, innovador y emprendedor. Hay que superar la crítica al modelo especulativo previo a la burbuja inmobiliaria; hay que vencer (y combatir) el miedo al pelotazo para comenzar a imaginar una metrópoli bien conectada y mucho menos desigual. Hay que diseñar nuevos tramos de ciudad, flexibles y abiertos, y eso no es espontáneo; se necesita liderazgo público para apuntar cuáles serán las áreas de transformación, reservar el terreno y empezar diseñando su espacio público, que será determinante para que aquello se convierta en una parte importante de la ciudad.
El segundo ejemplo tiene que ver con la densidad del espacio público y del construido. La edificación en altura genera rechazo; de hecho, todo lo que sobresale molesta, pero es una forma eficiente de generar poca huella ecológica y dar luz y vistas a todos los usuarios. Estar sistemáticamente en contra del proyecto diferente aboca la ciudad a la mediocridad, a los valores seguros y a la estandarización del entorno construido en forma de pisos de Núñez i Navarro y cadenas de hoteles estériles. La falsa pretensión de hacer que nada sobresalga es contraria a la esencia de la ciudad: la identidad es un valor público en riesgo. El miedo a gestionar el riesgo no nos tiene que paralizar; por ello hacen falta técnicos solventes, políticos con argumentos, inversores responsables y creatividad ciudadana.
La mediocridad no es cuestión de escala; hay edificios fantásticos que son grandes y altos, y hay edificios grandes que no aportan nada. También hay espacios públicos grandes que desconectan, como hay sitios de paso no planificados que mágicamente encarnan la esencia del espacio público. Pero hay que superar los prejuicios. Los lugares comunes por los que todo lo que es grande, o diferente, o privado, equivale a “especulativo”, es fruto de la comodidad y las ganas de gustar.
El tercer reto es sobre cómo debe planificarse el espacio público del futuro. En un entorno en el que todo es cambiante, ¿tiene sentido dibujar hoy lo que pasará dentro de tres generaciones? Tenemos que encontrar unos instrumentos de planificación que apunten lugares, reserven áreas y consoliden un espacio público estructurado, pero que deje margen a las futuras generaciones para repensar, redibujar y redistribuir. Esto puede significar predicar un back to basics: yo me conformaría con la definición de una ciudad policéntrica muy clara, donde los centros se consideraran “áreas de oportunidad”, bien conectadas y autosuficientes desde todos los puntos de vista (servicios, equipamientos, energía, puestos de trabajo). Y propondría que estos centros no se designaran por equidistancias ni motivos abstractos, sino basándose en las preexistencias.
También existen oportunidades políticas que hay que saber aprovechar, más allá de los partidismos rancios. El alcalde Trias era un gran partidario de preservar el carácter doméstico de los Tres Turons y de Torre Baró, y estoy segura de que la alcaldesa Colau compartirá esta visión, que sitúa a las personas en el centro de las políticas urbanas. Si hay consenso político para este urbanismo más atento, ¿seremos capaces de generar las herramientas adecuadas para desbloquear situaciones absurdas generadas por un plan general metropolitano de hace más de cuarenta años?
Tenemos el reto de ser más incisivos y más innovadores, y exponernos a defender los valores de cada proyecto urbano a riesgo de ser calumniados por disentir. El debate real tiene que ser ciudadano, interdisciplinar y plural, para evitar que se instrumentalice por intereses partidistas.