Por un urbanismo que sitúe a las personas en el centro

Viviendas para personas mayores en el paseo de Urrútia de Nou Barris.
© Vicente Zambrano

Barcelona expulsa a las clases populares del centro a la periferia. La gentrificación y la dispersión urbana son los dos extremos de un mismo proceso que hay que contrarrestar activamente porque nos aleja de un modelo de ciudad más mixta y compacta, es decir, más justa y sensata.

Ahora que Barcelona inicia una nueva etapa política, no podemos dejar de preguntarnos qué proyecto urbanístico necesita. A estas alturas, la “ciudad de los prodigios” urbanos debería haber aprendido que urbanismo y política son indesligables. Las etimologías de una y otra, muy arraigadas en el pavimento urbano, indican que, lejos de ser una mera cuestión estética, el urbanismo y la arquitectura tienen una dimensión ética. Demasiado a menudo, valorar la Torre Agbar o el Hotel Vela ha consistido en responder a la pregunta “¿te gusta?”. Pero la lectura política del urbanismo es tan necesaria como el balance urbanístico de la política. Transformar la ciudad puede ser tan pronto un instrumento de democratización como un arma para el abuso de poder. Y, durante décadas de luces y sombras, Barcelona ha sido modélica en ambos sentidos. Hemos comprobado que las reformas urbanas pueden estar al servicio de la corrupción, la especulación, la privatización, la segregación o el despilfarro; al mismo tiempo, son ineludibles para afrontar los retos ecológicos y económicos que nos plantea el futuro inmediato.

Durante demasiado tiempo, el urbanismo ha disimulado su naturaleza política; ahora, la política no puede despreciar su labor urbanística. Digámoslo claro: la tecnocracia ha gobernado Barcelona. Los expertos y los poderosos han tomado decisiones de arriba abajo y de espaldas a las necesidades de la gente. Ante la perplejidad de muchas instituciones, los movimientos sociales han tenido que tomar la delantera en la respuesta a desbarajustes como la burbuja inmobiliaria o la turística. Ahora, el activismo ha tomado el Ayuntamiento, según se dice, para gobernarlo “de abajo arriba” y en favor del “bien común”. Pero ¿cómo se traduce esto en una política urbanística? 

Carril bici en el paseo de Sant Joan.
© Vicente Zambrano

Para empezar, hay que tener una visión más empática del tejido social que habita el tejido urbano. Dejar de mirárselo desde arriba, como si se tratara de un tablero de ajedrez –por no decir de Monopoly– donde se entrecruzan estrategias demasiado complejas para la comprensión de sus habitantes. Esta perspectiva alejada ha impedido al urbanismo tecnocrático percibir algo que los vecinos sufren en primera persona: Barcelona expulsa a las clases populares del centro a la periferia. La gentrificación y la dispersión urbana son los dos extremos de un mismo proceso que hay que contrarrestar activamente porque nos aleja de un modelo de ciudad más mixta y compacta, es decir, más justa y sensata. Un urbanismo ejercido desde el punto de vista horizontal del peatón hubiera notado los efectos de esta centrifugación, que deteriora seriamente los cuatro ámbitos en los que transcurre la vida cotidiana de la ciudad. Saber cuáles son estos ámbitos era muy fácil, solo había que ponerse en la piel del ciudadano: cada mañana, salimos del lugar donde vivimos –vivienda– para desplazarnos –movilidad– a un lugar donde ganar o gastar dinero –producción y consumo– y, después, si todo va bien, le dedicamos un tiempo al ocio, la cultura o la participación –espacios de ciudadanía–. Vivienda, movilidad, lugares de producción y consumo y espacios de ciudadanía son cuatro ámbitos esenciales que han sido desatendidos, cuando no maltratados, por el urbanismo del que venimos. 

Con respecto a la vivienda, pocas dudas puede haber, hoy por hoy, de que las cosas se han hecho mal. Para librarse de la gris herencia del franquismo, Barcelona convirtió el espacio público en el recipiente de una joven democracia. El espacio doméstico, sin embargo, quedó en manos del mercado. El fomento activo de la compra hipotecaria y la escasez de promociones públicas –céntricas y de alquiler– nos han dejado un paisaje repleto de gente sin casa y de casas sin gente. La capital catalana no solo está lejos de garantizar el derecho a la vivienda, sino que se encuentra ante una emergencia habitacional que atenta contra el derecho a la ciudad. Paradójicamente, el embellecimiento de plazas y calles ha encarecido los pisos de los alrededores, expulsando a los vecinos que más merecían el efecto redistributivo de la acción pública. Quedarse en la calle y no penetrar en los umbrales de las casas ha sido un error que puede salir tan caro como “ponerse guapa” sin pensar en abrigarse. 

El frente de la movilidad tampoco sale bien parado de la revisión. Destinamos la partida más cara de la factura olímpica a las rondas, una infraestructura faraónica que permite que cada día entren en Barcelona más coches que en Manhattan y que nos ha convertido en una de las ciudades más contaminadas de Europa. Una vez expropiada y excavada, esta zanja pública dedicada en exclusiva al vehículo privado desperdició la oportunidad de disponer de un metro de circunvalación. Eso nos llevó, años más tarde, a iniciar la línea 9, una obra aún más faraónica que no sabemos si podremos terminar ni acabar de pagar. Al fin y al cabo, la densidad que caracteriza a Barcelona y que facilita los recorridos a pie o en transporte público provoca, a la vez, que sea más vulnerable al impacto del coche y que más gente deserte de la ciudad y huya, motorizada, a los suburbios ajardinados. 

La globalización se ha llevado la industria

Feria de Economía Solidaria que tuvo lugar en octubre de 2015 en el espacio de la Fabra i Coats de Sant Andreu.
© Vicente Zambrano

También se han marchado fuera la producción y el consumo que conformaban la ciudad. La globalización se ha llevado la industria a lugares lejanos donde resulta mucho más barato explotar a los trabajadores y el medio ambiente. Las fábricas, que tanta mano de obra habían atraído a Barcelona, han quedado tan desocupadas como sus trabajadores. Cuando la ciudad se preguntaba cómo ganarse la vida, pretendía ser más lista que realmente inteligente. Se le ocurría, por ejemplo, plantar casinos en los huertos del Llobregat, esperando lluvias de millones de euros y miles de puestos de trabajo. Pero ya se sabe: con este tipo de urbanismo siempre llueve sobre mojado.

Mientras tanto, la misma globalización sustituía el pequeño comercio por franquicias que no tienen nada que ofrecer a la vida diaria de los barrios. Las calles céntricas se han ido confundiendo con los pasillos de un centro comercial y, en la periferia, proliferan grandes superficies que espolean el consumo irresponsable, la generación de residuos, el uso del vehículo privado, la precariedad laboral o la concentración de riqueza en pocas manos. 

Por último, los espacios públicos donde tenían que florecer el ocio y la cultura, entendidos como vehículos de transformación social, de debate crítico y de participación democrática, se dedican a alimentar lo que parece la última industria posible: el turismo de masas. Ya hemos perdido la Rambla, el Port Vell y el Park Güell. Cada vez menos atentas con los ciudadanos que con los clientes, las calles se llenan de dispositivos espantapobres y se vuelven más exclusivas y excluyentes, más útiles al lucro y al lujo que a la igualdad de acceso y a la libertad de movimientos. La hipernormativización ahoga la expresión espontánea y criminaliza la protesta, mientras da alas a la propaganda comercial, al control social o a la representación de los poderes fácticos. Se han inaugurado museos icónicos mientras se recortaban los espacios culturales existentes; se ha cedido la gestión y el uso de equipamientos municipales a empresas privadas mientras se desalojaban y derribaban espacios sociales autogestionados. En definitiva, el clientelismo le ha ganado terreno a la ciudadanía. 

Si bien el urbanismo ha maltratado estos cuatro ámbitos esenciales, se quiera o no, constituye el principal instrumento para enderezarlos. Barcelona necesita más vivienda pública y menos vehículo privado, más espacios donde muchas manos pequeñas puedan ganarse la vida y más escenarios en los que la ciudadanía se implique, se exprese y se empodere. Y todo ello pasa, necesariamente, por un urbanismo que ponga a la gente en el centro. Ponerla en el centro, en el sentido físico, incluye permitir que las clases populares repueblen los barrios mixtos y compactos de donde las expulsa el mercado. Poner a la gente en el centro, en el sentido político, significa implicar a los ciudadanos en la toma de decisiones. Que dejen de ser afectados del urbanismo tecnocrático y pasen a ser protagonistas y beneficiarios de un urbanismo democrático. 

David Bravo

Arquitecto

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