Acerca de David Bravo

Arquitecto

La estrategia vienesa: defender los barrios

Para hacer frente a la expulsión del vecindario de sus barrios, Barcelona tiene que seguir tres recetas: civilizar el mercado inmobiliario, reforzar el parque público y dotarlo de una buena distribución territorial, y contar con la coproducción social de soluciones residenciales mixtas.

Foto: Dani Codina

El Ayuntamiento ha adquirido patrimonio que ha convertido fincas amenazadas por la voracidad inmobiliaria –como el antiguo complejo industrial de La Escocesa, en la foto– en activo del parque público de vivienda.
Foto: Dani Codina

En Viena, un tercio de las viviendas son públicas, otro tercio pertenece a cooperativas sin ánimo de lucro y solo un último tercio está en manos del mercado privado. Esta distribución de fuerzas, fruto de cerca de un siglo de políticas residenciales con vocación social, hace que la capital austríaca esté bien protegida del fenómeno de la gentrificación. Muy lejos queda Barcelona. Con un parque público de vivienda que a duras penas supera el 1 %, una cultura cooperativista exigua y un mercado inmobiliario altamente desregulado, la capital catalana se enfrenta desvalida a la tempestad gentrificadora. A la vez, pese a ser una ciudad relativamente pequeña, sus atractivos tienen un alcance global. No solo es uno de los principales destinos turísticos de Europa, sino que, además, está ingresando en el club de las ciudades que atraen a más congresistas, más estudiantes de másteres internacionales, más ejecutivos de multinacionales o más inversores globales.

Tras la gentrificación se encuentra una dolorosa paradoja: “la mejora empeora”. O, como mínimo, la mejora urbana no beneficia a todo el mundo por igual. Mientras Barcelona dedicaba a los espacios públicos, a los equipamientos o a las infraestructuras de transporte unos niveles de acabado que no se podían permitir urbes tan opulentas como Nueva York, Londres o París, la vivienda se dejaba en manos del mercado. En estas condiciones, el esfuerzo colectivo por renovar el espacio público acaba hinchando las plusvalías de los grandes propietarios, encareciendo los alquileres y centrifugando a las clases populares. ¿Esto significa que hay que detener cualquier mejora urbana?, ¿que son más inclusivos los barrios degradados y mal equipados? De ningún modo. Simplemente, significa que el urbanismo barcelonés necesita un cambio de paradigma. Cada actuación de mejora urbana debe acompañarse de políticas que garanticen la asequibilidad de la vivienda, la pertenencia al barrio y la igualdad de acceso a los beneficios que comporta el esfuerzo colectivo de mejorar la ciudad. La Barcelona contemporánea no puede hacer otra cosa que procurar parecerse a Viena. Es evidente que tardará décadas en tener una repartición de regímenes de tenencia como el de la capital austríaca. Pero ha de encaminarse a ello y apresurarse al máximo. Con este objetivo deberíamos seguir tres recetas calificables como “la estrategia vienesa”.

Civilizar el mercado privado

Sería muy útil que el Ayuntamiento dispusiera de competencias que están en manos de administraciones supramunicipales. Una buena reforma de la Ley de Arrendamientos Urbanos (LAU) sería una de las mejores maneras de defender el arraigo de los inquilinos en sus barrios. El Ayuntamiento se coordina con otras grandes ciudades del estado para reclamar conjuntamente al gobierno central este tipo de modificaciones del marco legal. Entre otras reclamaciones se cuenta la derogación de las políticas que reciben a los especuladores con alfombras rojas. Son prebendas como la Golden Visa o las exenciones fiscales a las sociedades cotizadas anónimas de inversión en el mercado inmobiliario (SOCIMI), que calientan el mercado con la llegada masiva de capitales extranjeros y fomentan el vaciado sistemático de edificios. Más allá de las tareas de acompañamiento y mediación que desarrollan la red de oficinas de vivienda o la Unidad Contra la Exclusión Residencial (UCER), con la ley en la mano poco margen tiene el Ayuntamiento para actuar con contundencia contra las prácticas barricidas de los “fondos buitre”.

Afortunadamente, no todo está en manos de las otras administraciones. Con el despliegue del Plan Especial Urbanístico de Alojamientos Turísticos (PEUAT), la ciudad se ha dotado de un buen instrumento para ordenar su implantación. De la mano de plataformas digitales como Airbnb, la masificación de este fenómeno provoca la sustitución descontrolada de los usos habitacionales por las actividades turísticas, lo que pervierte los equilibrios previstos por el planeamiento y altera el ecosistema social de los barrios. Otro ejemplo de regulación es la modificación de la Ordenanza reguladora de los procedimientos de intervención municipal en las obras (ORPIMO), que obliga a los promotores de la rehabilitación de edificios a garantizar la permanencia de sus ocupantes. Otras reformas están en camino, como el índice de referencia de los precios del alquiler que está confeccionando el nuevo Observatorio Metropolitano de la Vivienda (O-HB) o una serie de modificaciones parciales del Plan General Metropolitano (MPGM) enfocadas a democratizar las reglas de juego del urbanismo, favorecer las buenas prácticas y evitar la impunidad de quienes ven la ciudad como un tablero de Monopoly.

Foto: Dani Codina

El Ayuntamiento ha incrementado las cesiones temporales de suelo público a proyectos cooperativistas de vivienda con función social y gestión democrática, como el proyecto La Borda, en el antiguo recinto fabril de Can Batlló.
Foto: Dani Codina

Reforzar el parque público

Acercar el porcentaje de vivienda pública a la normalidad europea requerirá un esfuerzo titánico y persistente. En este frente también sería útil contar con la solidaridad de la Generalitat y del Estado. Desde 1978, la repartición del gasto público entre el gobierno central, las autonomías y los ayuntamientos ha relegado a estos últimos a una cuota de aproximadamente el 15 % –en Dinamarca, los gobiernos locales disponen del 50 %. Aun así, ahora mismo el Ayuntamiento está dedicando a la promoción pública de vivienda muchos más recursos que la Generalitat y el Estado juntos. Es necesario un compromiso de las diferentes administraciones para aumentar sustancialmente las partidas dedicadas a vivienda pública. Es preciso cultivar la idea de que, tanto como la sanidad, la educación o el transporte colectivo, la vivienda pública de alquiler es un servicio básico que hay que universalizar para que no se dirija solo a la emergencia social y puedan acceder a ella también las clases medias.

Pero la promoción de vivienda pública no puede ser una cuestión meramente cuantitativa. Es necesaria una mirada cualitativa, capaz de distribuir proporcionadamente el parque de vivienda pública en el territorio. Hay que fijar objetivos como, por ejemplo, que todos los barrios de Barcelona dispongan de un 15 % de vivienda pública de alquiler. En esta dirección van proyectos como el de Via Laietana 10, que dotará al barrio del Born de más de ciento cincuenta viviendas asequibles. También con este objetivo el Ayuntamiento ha realizado adquisiciones patrimoniales que han convertido fincas amenazadas por la voracidad inmobiliaria –los edificios de la calle Lancaster, 7, 9 y 11; el inmueble de la calle Leiva, 37; el complejo industrial de La Escocesa–  en activos del parque público de vivienda repartidos por el territorio.

Coproducir soluciones mixtas

Debemos encontrar fórmulas de acceso a la vivienda no exclusivamente gubernamentales, pero tampoco meramente especulativas. La Administración tiene que dejar atrás el paternalismo que le ha llevado a creer que, por sí sola, lo puede resolver todo. Para hacer ciudad hay que contar con el músculo del tejido asociativo y productivo de pequeño formato. Por su parte, el tejido social tiene que vacunarse contra el clientelismo y el populismo, a menudo infectados de actitudes NIMBY (Not in my backyard). Poco puede hacer la Administración si el vecindario le reclama parques, equipamientos o aparcamientos en lugar de promociones públicas de vivienda. Al mismo tiempo, la coproducción social exige la exploración de fórmulas que aún son incipientes pero que algún día deberían ser hegemónicas. Reclama, por ejemplo, extender la cultura cooperativista. El Ayuntamiento ha incrementado las cesiones temporales de suelo público a fórmulas de propiedad compartida que demuestren su función social y su gestión democrática. Pese a ello, aún se precisa seguir trabajando mucho para que los más desfavorecidos se organicen, se empoderen e inicien formas más justas de acceso a la vivienda que en otras ciudades europeas son masivas. Otro ejemplo de coproducción social es la creación de un operador metropolitano que, con la colaboración de inversores dispuestos a limitar sus beneficios, promoverá vivienda de alquiler a precios asequibles – 500 euros mensuales de media. O el impulso dado al Consejo de la Vivienda Social (CHSB), un órgano consultivo y de participación que ya integra a colectivos de la sociedad civil organizada, asociaciones vecinales, entidades del tercer sector, colegios profesionales, las diferentes fuerzas políticas del consistorio y representantes de entidades bancarias.

Por suerte, la sociedad barcelonesa está haciendo honor a su afamado inconformismo. La misma ciudad que en 2009 vio nacer la Plataforma de Afectados por la Hipoteca (PAH) sigue organizándose en torno a nuevos movimientos decididos a plantar cara a la gentrificación. Colectivos como el Sindicato de Barrio del Poble-sec, Fem Sant Antoni o Resistim al Gòtic bregan cada día a pie de calle para que el vecindario amenazado no caiga en la soledad o la frustración. A escala general, la aparición del Sindicato de Inquilinos es una gran noticia, digna de una ciudad que no está acostumbrada a esperar a que los derechos le lluevan de arriba abajo.

Las administraciones públicas tienen que estar a la altura de estos movimientos emergentes. Urge hacer un llamamiento a todos los agentes implicados: las administraciones supramunicipales y los demás ayuntamientos del área metropolitana, las diferentes fuerzas políticas del pleno municipal, la sociedad civil organizada, los agentes económicos y los ciudadanos particulares. Es necesario un acuerdo para defender los barrios de Barcelona. Hay que defender la Barcelona de los barrios.

Por un urbanismo que sitúe a las personas en el centro

Viviendas para personas mayores en el paseo de Urrútia de Nou Barris.
© Vicente Zambrano

Barcelona expulsa a las clases populares del centro a la periferia. La gentrificación y la dispersión urbana son los dos extremos de un mismo proceso que hay que contrarrestar activamente porque nos aleja de un modelo de ciudad más mixta y compacta, es decir, más justa y sensata.

Ahora que Barcelona inicia una nueva etapa política, no podemos dejar de preguntarnos qué proyecto urbanístico necesita. A estas alturas, la “ciudad de los prodigios” urbanos debería haber aprendido que urbanismo y política son indesligables. Las etimologías de una y otra, muy arraigadas en el pavimento urbano, indican que, lejos de ser una mera cuestión estética, el urbanismo y la arquitectura tienen una dimensión ética. Demasiado a menudo, valorar la Torre Agbar o el Hotel Vela ha consistido en responder a la pregunta “¿te gusta?”. Pero la lectura política del urbanismo es tan necesaria como el balance urbanístico de la política. Transformar la ciudad puede ser tan pronto un instrumento de democratización como un arma para el abuso de poder. Y, durante décadas de luces y sombras, Barcelona ha sido modélica en ambos sentidos. Hemos comprobado que las reformas urbanas pueden estar al servicio de la corrupción, la especulación, la privatización, la segregación o el despilfarro; al mismo tiempo, son ineludibles para afrontar los retos ecológicos y económicos que nos plantea el futuro inmediato.

Durante demasiado tiempo, el urbanismo ha disimulado su naturaleza política; ahora, la política no puede despreciar su labor urbanística. Digámoslo claro: la tecnocracia ha gobernado Barcelona. Los expertos y los poderosos han tomado decisiones de arriba abajo y de espaldas a las necesidades de la gente. Ante la perplejidad de muchas instituciones, los movimientos sociales han tenido que tomar la delantera en la respuesta a desbarajustes como la burbuja inmobiliaria o la turística. Ahora, el activismo ha tomado el Ayuntamiento, según se dice, para gobernarlo “de abajo arriba” y en favor del “bien común”. Pero ¿cómo se traduce esto en una política urbanística? 

Carril bici en el paseo de Sant Joan.
© Vicente Zambrano

Para empezar, hay que tener una visión más empática del tejido social que habita el tejido urbano. Dejar de mirárselo desde arriba, como si se tratara de un tablero de ajedrez –por no decir de Monopoly– donde se entrecruzan estrategias demasiado complejas para la comprensión de sus habitantes. Esta perspectiva alejada ha impedido al urbanismo tecnocrático percibir algo que los vecinos sufren en primera persona: Barcelona expulsa a las clases populares del centro a la periferia. La gentrificación y la dispersión urbana son los dos extremos de un mismo proceso que hay que contrarrestar activamente porque nos aleja de un modelo de ciudad más mixta y compacta, es decir, más justa y sensata. Un urbanismo ejercido desde el punto de vista horizontal del peatón hubiera notado los efectos de esta centrifugación, que deteriora seriamente los cuatro ámbitos en los que transcurre la vida cotidiana de la ciudad. Saber cuáles son estos ámbitos era muy fácil, solo había que ponerse en la piel del ciudadano: cada mañana, salimos del lugar donde vivimos –vivienda– para desplazarnos –movilidad– a un lugar donde ganar o gastar dinero –producción y consumo– y, después, si todo va bien, le dedicamos un tiempo al ocio, la cultura o la participación –espacios de ciudadanía–. Vivienda, movilidad, lugares de producción y consumo y espacios de ciudadanía son cuatro ámbitos esenciales que han sido desatendidos, cuando no maltratados, por el urbanismo del que venimos. 

Con respecto a la vivienda, pocas dudas puede haber, hoy por hoy, de que las cosas se han hecho mal. Para librarse de la gris herencia del franquismo, Barcelona convirtió el espacio público en el recipiente de una joven democracia. El espacio doméstico, sin embargo, quedó en manos del mercado. El fomento activo de la compra hipotecaria y la escasez de promociones públicas –céntricas y de alquiler– nos han dejado un paisaje repleto de gente sin casa y de casas sin gente. La capital catalana no solo está lejos de garantizar el derecho a la vivienda, sino que se encuentra ante una emergencia habitacional que atenta contra el derecho a la ciudad. Paradójicamente, el embellecimiento de plazas y calles ha encarecido los pisos de los alrededores, expulsando a los vecinos que más merecían el efecto redistributivo de la acción pública. Quedarse en la calle y no penetrar en los umbrales de las casas ha sido un error que puede salir tan caro como “ponerse guapa” sin pensar en abrigarse. 

El frente de la movilidad tampoco sale bien parado de la revisión. Destinamos la partida más cara de la factura olímpica a las rondas, una infraestructura faraónica que permite que cada día entren en Barcelona más coches que en Manhattan y que nos ha convertido en una de las ciudades más contaminadas de Europa. Una vez expropiada y excavada, esta zanja pública dedicada en exclusiva al vehículo privado desperdició la oportunidad de disponer de un metro de circunvalación. Eso nos llevó, años más tarde, a iniciar la línea 9, una obra aún más faraónica que no sabemos si podremos terminar ni acabar de pagar. Al fin y al cabo, la densidad que caracteriza a Barcelona y que facilita los recorridos a pie o en transporte público provoca, a la vez, que sea más vulnerable al impacto del coche y que más gente deserte de la ciudad y huya, motorizada, a los suburbios ajardinados. 

La globalización se ha llevado la industria

Feria de Economía Solidaria que tuvo lugar en octubre de 2015 en el espacio de la Fabra i Coats de Sant Andreu.
© Vicente Zambrano

También se han marchado fuera la producción y el consumo que conformaban la ciudad. La globalización se ha llevado la industria a lugares lejanos donde resulta mucho más barato explotar a los trabajadores y el medio ambiente. Las fábricas, que tanta mano de obra habían atraído a Barcelona, han quedado tan desocupadas como sus trabajadores. Cuando la ciudad se preguntaba cómo ganarse la vida, pretendía ser más lista que realmente inteligente. Se le ocurría, por ejemplo, plantar casinos en los huertos del Llobregat, esperando lluvias de millones de euros y miles de puestos de trabajo. Pero ya se sabe: con este tipo de urbanismo siempre llueve sobre mojado.

Mientras tanto, la misma globalización sustituía el pequeño comercio por franquicias que no tienen nada que ofrecer a la vida diaria de los barrios. Las calles céntricas se han ido confundiendo con los pasillos de un centro comercial y, en la periferia, proliferan grandes superficies que espolean el consumo irresponsable, la generación de residuos, el uso del vehículo privado, la precariedad laboral o la concentración de riqueza en pocas manos. 

Por último, los espacios públicos donde tenían que florecer el ocio y la cultura, entendidos como vehículos de transformación social, de debate crítico y de participación democrática, se dedican a alimentar lo que parece la última industria posible: el turismo de masas. Ya hemos perdido la Rambla, el Port Vell y el Park Güell. Cada vez menos atentas con los ciudadanos que con los clientes, las calles se llenan de dispositivos espantapobres y se vuelven más exclusivas y excluyentes, más útiles al lucro y al lujo que a la igualdad de acceso y a la libertad de movimientos. La hipernormativización ahoga la expresión espontánea y criminaliza la protesta, mientras da alas a la propaganda comercial, al control social o a la representación de los poderes fácticos. Se han inaugurado museos icónicos mientras se recortaban los espacios culturales existentes; se ha cedido la gestión y el uso de equipamientos municipales a empresas privadas mientras se desalojaban y derribaban espacios sociales autogestionados. En definitiva, el clientelismo le ha ganado terreno a la ciudadanía. 

Si bien el urbanismo ha maltratado estos cuatro ámbitos esenciales, se quiera o no, constituye el principal instrumento para enderezarlos. Barcelona necesita más vivienda pública y menos vehículo privado, más espacios donde muchas manos pequeñas puedan ganarse la vida y más escenarios en los que la ciudadanía se implique, se exprese y se empodere. Y todo ello pasa, necesariamente, por un urbanismo que ponga a la gente en el centro. Ponerla en el centro, en el sentido físico, incluye permitir que las clases populares repueblen los barrios mixtos y compactos de donde las expulsa el mercado. Poner a la gente en el centro, en el sentido político, significa implicar a los ciudadanos en la toma de decisiones. Que dejen de ser afectados del urbanismo tecnocrático y pasen a ser protagonistas y beneficiarios de un urbanismo democrático.