Para hacer frente a la expulsión del vecindario de sus barrios, Barcelona tiene que seguir tres recetas: civilizar el mercado inmobiliario, reforzar el parque público y dotarlo de una buena distribución territorial, y contar con la coproducción social de soluciones residenciales mixtas.
En Viena, un tercio de las viviendas son públicas, otro tercio pertenece a cooperativas sin ánimo de lucro y solo un último tercio está en manos del mercado privado. Esta distribución de fuerzas, fruto de cerca de un siglo de políticas residenciales con vocación social, hace que la capital austríaca esté bien protegida del fenómeno de la gentrificación. Muy lejos queda Barcelona. Con un parque público de vivienda que a duras penas supera el 1 %, una cultura cooperativista exigua y un mercado inmobiliario altamente desregulado, la capital catalana se enfrenta desvalida a la tempestad gentrificadora. A la vez, pese a ser una ciudad relativamente pequeña, sus atractivos tienen un alcance global. No solo es uno de los principales destinos turísticos de Europa, sino que, además, está ingresando en el club de las ciudades que atraen a más congresistas, más estudiantes de másteres internacionales, más ejecutivos de multinacionales o más inversores globales.
Tras la gentrificación se encuentra una dolorosa paradoja: “la mejora empeora”. O, como mínimo, la mejora urbana no beneficia a todo el mundo por igual. Mientras Barcelona dedicaba a los espacios públicos, a los equipamientos o a las infraestructuras de transporte unos niveles de acabado que no se podían permitir urbes tan opulentas como Nueva York, Londres o París, la vivienda se dejaba en manos del mercado. En estas condiciones, el esfuerzo colectivo por renovar el espacio público acaba hinchando las plusvalías de los grandes propietarios, encareciendo los alquileres y centrifugando a las clases populares. ¿Esto significa que hay que detener cualquier mejora urbana?, ¿que son más inclusivos los barrios degradados y mal equipados? De ningún modo. Simplemente, significa que el urbanismo barcelonés necesita un cambio de paradigma. Cada actuación de mejora urbana debe acompañarse de políticas que garanticen la asequibilidad de la vivienda, la pertenencia al barrio y la igualdad de acceso a los beneficios que comporta el esfuerzo colectivo de mejorar la ciudad. La Barcelona contemporánea no puede hacer otra cosa que procurar parecerse a Viena. Es evidente que tardará décadas en tener una repartición de regímenes de tenencia como el de la capital austríaca. Pero ha de encaminarse a ello y apresurarse al máximo. Con este objetivo deberíamos seguir tres recetas calificables como “la estrategia vienesa”.
Civilizar el mercado privado
Sería muy útil que el Ayuntamiento dispusiera de competencias que están en manos de administraciones supramunicipales. Una buena reforma de la Ley de Arrendamientos Urbanos (LAU) sería una de las mejores maneras de defender el arraigo de los inquilinos en sus barrios. El Ayuntamiento se coordina con otras grandes ciudades del estado para reclamar conjuntamente al gobierno central este tipo de modificaciones del marco legal. Entre otras reclamaciones se cuenta la derogación de las políticas que reciben a los especuladores con alfombras rojas. Son prebendas como la Golden Visa o las exenciones fiscales a las sociedades cotizadas anónimas de inversión en el mercado inmobiliario (SOCIMI), que calientan el mercado con la llegada masiva de capitales extranjeros y fomentan el vaciado sistemático de edificios. Más allá de las tareas de acompañamiento y mediación que desarrollan la red de oficinas de vivienda o la Unidad Contra la Exclusión Residencial (UCER), con la ley en la mano poco margen tiene el Ayuntamiento para actuar con contundencia contra las prácticas barricidas de los “fondos buitre”.
Afortunadamente, no todo está en manos de las otras administraciones. Con el despliegue del Plan Especial Urbanístico de Alojamientos Turísticos (PEUAT), la ciudad se ha dotado de un buen instrumento para ordenar su implantación. De la mano de plataformas digitales como Airbnb, la masificación de este fenómeno provoca la sustitución descontrolada de los usos habitacionales por las actividades turísticas, lo que pervierte los equilibrios previstos por el planeamiento y altera el ecosistema social de los barrios. Otro ejemplo de regulación es la modificación de la Ordenanza reguladora de los procedimientos de intervención municipal en las obras (ORPIMO), que obliga a los promotores de la rehabilitación de edificios a garantizar la permanencia de sus ocupantes. Otras reformas están en camino, como el índice de referencia de los precios del alquiler que está confeccionando el nuevo Observatorio Metropolitano de la Vivienda (O-HB) o una serie de modificaciones parciales del Plan General Metropolitano (MPGM) enfocadas a democratizar las reglas de juego del urbanismo, favorecer las buenas prácticas y evitar la impunidad de quienes ven la ciudad como un tablero de Monopoly.
Reforzar el parque público
Acercar el porcentaje de vivienda pública a la normalidad europea requerirá un esfuerzo titánico y persistente. En este frente también sería útil contar con la solidaridad de la Generalitat y del Estado. Desde 1978, la repartición del gasto público entre el gobierno central, las autonomías y los ayuntamientos ha relegado a estos últimos a una cuota de aproximadamente el 15 % –en Dinamarca, los gobiernos locales disponen del 50 %. Aun así, ahora mismo el Ayuntamiento está dedicando a la promoción pública de vivienda muchos más recursos que la Generalitat y el Estado juntos. Es necesario un compromiso de las diferentes administraciones para aumentar sustancialmente las partidas dedicadas a vivienda pública. Es preciso cultivar la idea de que, tanto como la sanidad, la educación o el transporte colectivo, la vivienda pública de alquiler es un servicio básico que hay que universalizar para que no se dirija solo a la emergencia social y puedan acceder a ella también las clases medias.
Pero la promoción de vivienda pública no puede ser una cuestión meramente cuantitativa. Es necesaria una mirada cualitativa, capaz de distribuir proporcionadamente el parque de vivienda pública en el territorio. Hay que fijar objetivos como, por ejemplo, que todos los barrios de Barcelona dispongan de un 15 % de vivienda pública de alquiler. En esta dirección van proyectos como el de Via Laietana 10, que dotará al barrio del Born de más de ciento cincuenta viviendas asequibles. También con este objetivo el Ayuntamiento ha realizado adquisiciones patrimoniales que han convertido fincas amenazadas por la voracidad inmobiliaria –los edificios de la calle Lancaster, 7, 9 y 11; el inmueble de la calle Leiva, 37; el complejo industrial de La Escocesa– en activos del parque público de vivienda repartidos por el territorio.
Coproducir soluciones mixtas
Debemos encontrar fórmulas de acceso a la vivienda no exclusivamente gubernamentales, pero tampoco meramente especulativas. La Administración tiene que dejar atrás el paternalismo que le ha llevado a creer que, por sí sola, lo puede resolver todo. Para hacer ciudad hay que contar con el músculo del tejido asociativo y productivo de pequeño formato. Por su parte, el tejido social tiene que vacunarse contra el clientelismo y el populismo, a menudo infectados de actitudes NIMBY (Not in my backyard). Poco puede hacer la Administración si el vecindario le reclama parques, equipamientos o aparcamientos en lugar de promociones públicas de vivienda. Al mismo tiempo, la coproducción social exige la exploración de fórmulas que aún son incipientes pero que algún día deberían ser hegemónicas. Reclama, por ejemplo, extender la cultura cooperativista. El Ayuntamiento ha incrementado las cesiones temporales de suelo público a fórmulas de propiedad compartida que demuestren su función social y su gestión democrática. Pese a ello, aún se precisa seguir trabajando mucho para que los más desfavorecidos se organicen, se empoderen e inicien formas más justas de acceso a la vivienda que en otras ciudades europeas son masivas. Otro ejemplo de coproducción social es la creación de un operador metropolitano que, con la colaboración de inversores dispuestos a limitar sus beneficios, promoverá vivienda de alquiler a precios asequibles – 500 euros mensuales de media. O el impulso dado al Consejo de la Vivienda Social (CHSB), un órgano consultivo y de participación que ya integra a colectivos de la sociedad civil organizada, asociaciones vecinales, entidades del tercer sector, colegios profesionales, las diferentes fuerzas políticas del consistorio y representantes de entidades bancarias.
Por suerte, la sociedad barcelonesa está haciendo honor a su afamado inconformismo. La misma ciudad que en 2009 vio nacer la Plataforma de Afectados por la Hipoteca (PAH) sigue organizándose en torno a nuevos movimientos decididos a plantar cara a la gentrificación. Colectivos como el Sindicato de Barrio del Poble-sec, Fem Sant Antoni o Resistim al Gòtic bregan cada día a pie de calle para que el vecindario amenazado no caiga en la soledad o la frustración. A escala general, la aparición del Sindicato de Inquilinos es una gran noticia, digna de una ciudad que no está acostumbrada a esperar a que los derechos le lluevan de arriba abajo.
Las administraciones públicas tienen que estar a la altura de estos movimientos emergentes. Urge hacer un llamamiento a todos los agentes implicados: las administraciones supramunicipales y los demás ayuntamientos del área metropolitana, las diferentes fuerzas políticas del pleno municipal, la sociedad civil organizada, los agentes económicos y los ciudadanos particulares. Es necesario un acuerdo para defender los barrios de Barcelona. Hay que defender la Barcelona de los barrios.