Construir la ciudad a partir de la gente

Muestra de diferentes de usos del espacio público: actividades familiares y de ocio en la Fabra i Coats de Sant Andreu.
Foto: Vicente Zambrano

El debate sobre el espacio público en la ciudad sigue tan vivo como siempre o más. En definitiva, se trata de encontrar soluciones colectivas en las que participen mano a mano la ciudadanía y la Administración pública. Construir la ciudad a partir de la gente.

Las personas se encuentran en los espacios públicos más que en su casa. Lo percibió y se sorprendió Ana María Dávila, periodista chilena, cuando llegó a Barcelona a principios de los años ochenta. Como ella misma explica en la sección “Visiones de Barcelona”, aterrizó en un espacio público que todavía era el de la Barcelona preolímpica, con grandes áreas por urbanizar y transformar.

Ahora, cuarenta años después, el debate sobre el espacio público en la ciudad sigue tan vivo como siempre o más. Esto es así porque la ciudad se mantiene viva e inacabada, con espacios que periódicamente exigen ser repensados para ser habitados, transitados, trabajados y convividos de una y mil formas diferentes, de acuerdo con los cambios sociales y las nuevas necesidades de los ciudadanos.

La ciudad ha cambiado –y mucho–, y ya se han ejecutado grandes intervenciones urbanísticas, desde las recuperaciones del frente marítimo entre el Besòs y el Llobregat hasta la construcción de las rondas, pasando por la recuperación de barrios enteros como el Poblenou, o la construcción de otros nuevos como Diagonal Mar y la Vila Olímpica. Sin embargo, todavía hay grandes proyectos pendientes sobre la mesa, como las obras de la estación de la Sagrera y la inacabada línea 9 del metro; el entorno de la plaza de las Glòries o la reforma de la Marina del Prat Vermell.

Pero el espacio público no son solo las grandes intervenciones, sino también la red de calles, patios interiores, pasajes, parques y jardines, elementos comunes de las comunidades de vecinos y todo el entramado de equipamientos abiertos a los ciudadanos: mercados, centros cívicos, bibliotecas, museos, fábricas y centros de creación… Entre las grandes infraestructuras y estos otros espacios de paso o de participación se sitúan las viviendas. Los urbanistas y los arquitectos deben dar respuesta, simultáneamente, a las necesidades individuales y colectivas, públicas y privadas, y llegar a diferentes límites y definiciones de lo que queda dentro del espacio público y fuera de este.

Otra muestra diferente de usos del espacio público: reunión de la cooperativa de vivienda social La Borda en Can Batlló.
Fotos: La Borda

Barcelona Metròpolis ha invitado en este número a un conjunto de arquitectos y urbanistas a analizar el espacio público, y lo hacen desde los cuatro ámbitos de la vida cotidiana: vivienda, transporte, trabajo y, el cuarto, ocio, cultura y participación. Los autores del dossier proponen responder a las necesidades en estas cuatro áreas situando en el centro al ciudadano, mirando la ciudad a pie de calle y aprovechando espacios vacíos para facilitar escenarios en los que la ciudadanía participe, se implique y sea protagonista.

Entre las propuestas recogidas, las hay innovadoras y alternativas, como las que surgen desde la economía solidaria, la participación de base y la contracultura, en cuanto que terrenos de experimentación que permiten nuevas formas participativas. Urbanistas y arquitectos lanzan un llamamiento a la colaboración estrecha entre sociedad civil y Administración y coinciden en la necesidad de impulsar más vivienda pública y menos vehículos privados. La primera supone ahora el 1,6 % de todo el parque de vivienda disponible, ya sea de compra o alquiler. Y los automóviles ocupan el 60 % del espacio público, cuando solo el 15 % de los desplazamientos se realizan con este tipo de transporte.

En definitiva, se trata de encontrar soluciones colectivas en las que participen mano a mano la ciudadanía y la Administración pública. Hace veinticinco años, Manuel de Solà-Morales ya anticipó que el espacio colectivo (no hablamos solo de espacio público) constituye la riqueza futura de las ciudades. Así nos proponen construir la ciudad y el espacio público, de modo que organicen la vida en comunidad y, al mismo tiempo, sean personalmente acogedores, tanto para las personas que han nacido aquí como para las que nos visitan. Tal es el caso del escritor refugiado Bàssem an-Nabrís, que cierra la revista con una recopilación de pequeñas historias de Barcelona escritas durante su estancia como escritor acogido del PEN Català. Construir la ciudad a partir de la gente.

Marina Garcés. La ciudad siempre ha sido refugio

“Las ciudades no han existido nunca por ellas mismas: son lugares de llegada, núcleos dinámicos que se crean con gente que viene del campo, de otros países. Si les negamos estos lugares a los refugiados, los expulsamos del mundo”. Son palabras de la filósofa Marina Garcés (Barcelona, 1973), para quien la vida es una trama común de compromisos.

© Pere Virgili

Desde la óptica del compromiso, hablamos con Garcés sobre la Europa de las ciudades, la Europa fronterizada, los refugiados sirios, las relaciones entre el mundo y el sujeto interdependiente. Y sobre Filosofía inacabada, su último ensayo, que quiere ofrecernos herramientas para reflexionar sobre el fondo común de la experiencia humana desde una concepción ambientalista del pensamiento.

Europa como unión de naciones resultó un proyecto fallido ya de entrada. Con la crisis económica también se ha colapsado la Europa de los estados. La alcaldesa Ada Colau hablaba hace poco de las ciudades en red, ¿usted cree que podrían ser un buen modelo de relaciones para Europa? 

En principio, sí. Es muy importante que la política municipal formule un planteamiento más allá de la gestión local, que las ciudades actúen como plataforma para hacer política también a otras escalas. Pero, si considero prioritario que actúen en red, no es solo para dar solución a los problemas de Europa. De hecho, hay que ir más allá de la Europa que hemos construido. El principal problema del proyecto europeo es haberse pensado única y exclusivamente desde sí mismo. No tiene sentido repetir una Europa de ciudades con los mismos defectos que la actual Europa de los estados: fronterizada, unificada y recluida en ella misma. Pensemos desde el Mediterráneo, desde la Europa sur: ¿por qué consideramos que Tánger o Túnez están políticamente más lejos que Oslo o Viena? Y pensemos también transoceánicamente: las ciudades iberoamericanas están muy vinculadas entre ellas, históricamente y también a través de redes, como la CIDEU, creada en Barcelona. Las ciudades tienen una libertad para relacionarse que no tienen los estados ni las naciones. La contrapartida es que se encuentran muy limitadas legislativamente. Una batalla importante es conquistar nuevos territorios legislativos para las ciudades.

La concepción de las ciudades en red remite a una idea de colaboración, pero en realidad parece que las ciudades compiten entre ellas.

El municipalismo contiene una ambivalencia que hay que destapar. Las redes de ciudades se han construido con dos lógicas antagónicas: de cooperación y de competencia. Barcelona tiene un doble carácter: es un referente de la tradición municipalista cooperativa y, al mismo tiempo, ha sido un ejemplo, para mí horroroso, de ciudad-marca que compite en el mercado global de las marcas, al precio del encarecimiento y de un modelo basado en un turismo extractivo. Además, las marcas no solo compiten, sino que se compran y se venden. Y Barcelona ha vivido muy bien de vender su modelo en todo el mundo.

Vayamos a la acogida de refugiados. Estamos hablando de resolver problemáticas de alcance internacional desde el municipalismo. ¿No es algo que supera a las ciudades?

En el ámbito legislativo están muy limitadas, pero en capacidad de reacción y de convicción han sido mucho más rápidas y efectivas que los estados, colapsados por su propia estructura burocrática y por sus juegos de intereses. No me extraña nada: allí donde la convivencia es más perceptible, más directa, la respuesta a las urgencias de carne y hueso es más efectiva.

Me gusta definir las ciudades como lugares de llegada. No han existido nunca por ellas mismas: son núcleos dinámicos que se crean con gente que viene del campo, de otros países. Los habitantes de las ciudades son llegantes. Si desde las ciudades les negamos los lugares de llegada a los refugiados, los estamos expulsando del mundo.

En Barcelona se habla de acoger a mil doscientos refugiados; poca cosa, si lo comparamos con el número que acogen ciudades alemanas más pequeñas.

El Ayuntamiento de Barcelona está desplegando la iniciativa en contra –o a espaldas– del Estado español, mientras que, en Alemania, la cancillera Merkel se ha puesto al frente de la operación y la ha convertido en una razón de estado, sea por los intereses que sea. Resulta además que Barcelona vive una crisis social, económica, de precariedad laboral, de problema de vivienda como pocas ciudades europeas. Y, aún más, hay que tener en cuenta la fragilidad del gobierno de Barcelona en Comú en el Ayuntamiento.

¿Qué reto nos plantean los refugiados sirios? 

Confrontan a la Unión Europea y a los estados con sus propias contradicciones. Además, en España nos abren un tema de mayor alcance todavía. Somos un país frontera que recibe continuamente inmigrantes económicos. ¿Por qué tenemos que acoger a los sirios y no a los demás? ¿Qué diferencia hay entre una guerra bélica y una guerra económica y por los recursos, que provoca que miles de personas se desplacen para tener más seguridad, más posibilidades de supervivencia? Me gustaría que Barcelona se declarara ciudad refugio también ante la valla de Ceuta y Melilla. Así la idea de ciudad refugio adquiriría una condición política más radical y honesta, que abriría una cuestión mucho más seria sobre el “nosotros”, sobre los lugares comunes de vida en un mundo cada vez más invivible, en esta guerra global del capitalismo contra la humanidad. No resolveremos nunca los problemas de Barcelona, si no situamos a Barcelona en un mundo común.

Europa ha quedado en evidencia. 

Desde luego. No solo ha quedado en evidencia la Europa de las fronteras, construida a la defensiva. Se ha destapado la absoluta falta de compromiso en una guerra que es la nuestra. Ahora llega la hora del escándalo moral, de los grandes gestos y de la urgencia, pero ¿cuántos años lleva durando esta guerra? ¿Qué países están implicados en ella? ¿Qué alianzas? ¿Qué armamento? La guerra de Siria es nuestra guerra porque es una guerra mundial en miniatura. El compromiso humanitario con los refugiados es un modo de tapar los que no se han tomado antes, lo que refuerza la idea de que no tenemos una relación previa con la problemática. Decimos que los refugiados “nos llegan”; no obstante, deberíamos cambiar de perspectiva para preguntarnos de dónde arranca la situación y qué relación tenemos con ella. Ya estábamos comprometidos con esta guerra cuando todavía no se había tomado ninguna decisión sobre los refugiados. El atentado de París fue la fatídica evidencia. No queríamos involucrarnos en ella y ahora estamos metidos del todo, a la fuerza y por las armas.

Siempre habla del compromiso como el escenario sobre el que nos movemos y no como una actitud estrictamente voluntaria.

Para mí el compromiso es nuestra condición fundamental, nuestra forma de estar en la vida. Siempre estamos comprometidos en situaciones comunes, en todos los niveles: biológico, social, político… Ontológicamente somos seres comprometidos. Lo que pasa es que lo obviamos desde diferentes ficciones que nos aíslan: el individuo, la nación, el Estado… Creamos islas, burbujas de desimplicación con nuestros auténticos compromisos y así deshacemos y neutralizamos nuestros vínculos fundamentales con los demás y con el mundo.

¿Cuáles son nuestros auténticos compromisos?

Los que nos vinculan a los demás y al mundo que compartimos. Yo defiendo que la vida no es solo tuya o mía, sino que es un problema común. El problema cobra formas particulares, pero remiten a una misma trama de compromisos. Desvincularnos de estos, romper los lazos con la condición común de la vida como problema, es cometer un acto de violencia. Comprometerse es una toma de conciencia, sí, pero no implica un posicionamiento mental, sino un posicionamiento con el cuerpo, con la vida, con los afectos.

El Yo pensante, el Mundo y Dios: estas son las tres sustancias que nos ha trasladado la tradición filosófica desde la modernidad. ¿Cómo explica su “nosotros” en este Mundo común?

Tomar posición en un mundo común nos obliga a movernos, a torcer la mirada y descubrirnos involucrados. La tradición cristiana ilustrada hacía del mundo nuestro escenario: Dios pone al hombre en el mundo desde una relación de exterioridad. Cuando Dios desaparece, la exterioridad hombremundo se mantiene y el mundo queda convertido en un objeto de consumo y explotación. Defiendo que el mundo es el conjunto de relaciones que lo conforman, y que nos hacen ser lo que somos. La condición del pensamiento político pasa por la toma en consideración del conjunto de relaciones que podemos pensar y hacer juntos. Son relaciones; por lo tanto, dinámicas: las podemos transformar juntos, no nos determinan.

¿Qué sujeto requiere este mundo de interdependencias?

Está claro que no el sujeto moderno. Toda la filosofía del siglo XX ha hecho ya una crítica profunda del sujeto basado en la idea de unidad, soberanía e identidad, un sujeto básicamente conformado por conciencia y voluntad. El sujeto de la modernidad es un individuo liberado de sus determinaciones y sujeciones con el mundo. El siglo XX, con su terrible experiencia de la destrucción, profundiza en la crisis del sujeto y decreta su muerte. Ahora nos toca atravesar esa crisis, esa muerte, y descubrir qué hay más allá; por ejemplo, la autonomía, que no es un atributo individual, sino colectivo. Autonomía es la posibilidad que nos damos a nosotros mismos de transformar las relaciones que nos conforman.

La muerte del sujeto como oportunidad. Parece contradictorio, si pensamos que, precisamente, el concepto de individuo nace como un elemento emancipatorio…

La categoría de individuo nace en el tránsito de los siglos XVI al XVIII como un movimiento de emancipación respecto de las determinaciones incuestionables de la comunidad de origen, de religión o de estamento. El individuo rompe con estos vínculos; hay un movimiento de substracción necesario para poder llevar a la práctica valores como la igualdad o la libertad. Nuestro reto es rehacer el vínculo con los demás y con las instituciones sin perder el anhelo emancipador característico de esta primera modernidad radical.

¿Emancipador por qué? ¿Qué nos subyuga en una democracia moderna?

Hemos descubierto otras formas de servidumbre y dominación. El individuo se emancipa de sus determinaciones de origen, pero se encuentra condenado a convertirse en proyecto y empresa de sí mismo para venderse en una sociedad convertida en un gran mercado. Nos encontramos con individuos completamente empresarializados compitiendo sin freno los unos con los otros. Heidegger lo decía así: el conquistador ha sido conquistado por su conquista. A mediados del siglo XX, el drama del sujeto moderno,

de esa potencia que se emancipa y que, al mismo tiempo, se descubre como destructora del mundo, se vio muy claro: nos habíamos ilustrado, nos habíamos liberado, habíamos matado a Dios…, y nos continuábamos matando los unos a los otros. Hoy por hoy, no es que nos estemos matando los unos a los otros, sino que, más bien, nos matamos juntos. Es lo que explico en Filosofía inacabada.

En la primera parte de Filosofía inacabada revisa las grandes cuestiones que la filosofía contemporánea ha dejado abiertas. ¿Cómo se aproxima a ellas?

El libro parte de la necesidad de ir más allá de la muerte de la filosofía, tan anunciada. Decidí estudiar filosofía a principios de los años noventa, justo después de la caída del muro de Berlín, cuando el fin de la historia iba de la mano del debate estético y filosófico sobre modernidad y posmodernidad. Nos formamos desde la experiencia de un final que planteaba un doble agotamiento: el del hilo de la historia y su promesa de progreso y el de los modelos sistemáticos de pensamiento. El libro propone un recorrido por una geografía del pensamiento que no pretende alargar una historia agotada, sino abrirse a otra experiencia de la relación entre el pensamiento y el mundo. No se trata de estirar el pasado de una filosofía moribunda, sino de abrirnos al presente de una filosofía inacabada.

Usted define la filosofía inacabada como una filosofía radical. ¿Cómo puede ser radical una filosofía provisional?

La radicalidad se define por la disposición a cuestionar los paradigmas y los prejuicios bajo los que funcionamos. Por lo tanto, la radicalidad necesariamente abre e inacaba las realidades que creíamos conocer y reconocer. Nos ofrece otras perspectivas y nos expone a consecuencias quizás hasta entonces imprevistas. La radicalidad no es nunca aseguradora de la realidad, sino que abre mundos provisionales.

¿Qué quiere decir cuando afirma que, para la filosofía, el cuerpo siempre ha sido un cadáver? ¿Qué relación reivindica con el cuerpo?

En Occidente ha dominado cierto dualismo que hace de la mente, el alma o la conciencia el centro de la comprensión de la realidad, del conocimiento y de la experiencia de la verdad. El cuerpo ha quedado como un soporte, una máquina o, como decía Platón en algún diálogo, una tumba, del que más nos vale escapar. Eso no quiere decir que toda la filosofía haya sido dualista y anticorporal, y aún menos en las últimas décadas. Al menos, desde Nietzsche hay un clamor por incorporar el cuerpo al pensamiento, por escuchar sus razones y por entendernos como cuerpos que piensan. Yo reivindico que este giro corporal del pensamiento no sea solo un hablar y escribir más sobre el cuerpo, sino un pensar desde el cuerpo.

De Nietzsche a Jean-Luc Nancy, la segunda parte del ensayo es un diálogo con veintiséis pensadores del siglo XX, pero todos son europeos o americanos. ¿Cómo se entiende, desde la mirada descentrada de Occidente que usted propone?

El siglo XX, hasta donde yo lo rastreo, representa la culminación del eurocentrismo –incluida la cultura norteamericana– y de la mirada colonial en la construcción del mundo global. Hasta finales del siglo XX no somos conscientes de la pérdida de centralidad de la cultura occidental. A partir de ahí, el mundo empieza a configurarse de manera multipolar, que no significa necesariamente que sea ni más justa ni más igualitaria. Como dicen algunos pensadores poscoloniales, Europa se ha provincializado. Lo que yo busco en el gran pensamiento del siglo XX son las críticas que la propia tradición occidental ha hecho sobre ella misma. Si lo leemos bien, el siglo XX filosófico es, al mismo tiempo, un gran grito de dolor sobre la propia herencia y una caja de herramientas muy rica para buscar nuevas alianzas con otras fuentes y paradigmas de pensamiento.

Para elaborar nuevos conceptos y ontologías desde una perspectiva del mundo común, usted dice que hay que alterar el mapa nacional-cultural, que cierra las identidades y sus concepciones del mundo en unidades bajo el dominio occidental. ¿Cómo podemos llevarlo a cabo?

En Filosofía inacabada propongo una concepción ambientalista del pensamiento que sustituya las concepciones historicista y culturalista. La primera es la que nos dice que hay una sola historia de la filosofía con un solo sentido y un solo horizonte. La segunda es la que nos dice que cada cultura étnica o nacional tiene su filosofía. Creo que el pensamiento funciona según contextos que favorecen u obstaculizan las posibilidades de una experiencia radical y creativa de la verdad. En la Península Ibérica somos más o menos europeos, pero hemos crecido en un ambiente históricamente adverso a la filosofía. ¿Cómo podemos favorecer contextos favorables al pensamiento? ¿Bajo qué condiciones? ¿Desde la riqueza ecosistémica –que no hace de la filosofía una historia, sino una diversidad inconstante– es posible pensar hoy, y juntos, el fondo común de la experiencia humana? La apuesta de Filosofía inacabada es que sí. Que no solo es posible, sino que es necesario.

Nuevas perspectivas sobre el espacio público

© Maria Corte

La gestión del espacio público en los quince últimos años es un reflejo de las políticas que han marcado la vida de la ciudad. Este dossier repasa algunas de las soluciones arquitectónicas y urbanísticas adoptadas que no siempre han dado una respuesta lo bastante acertada a los retos de la vivienda, la movilidad, la dispersión urbana y la desindustrialización.

El abuso del crédito hipotecario y la escasez de promociones públicas han dificultado el acceso a la vivienda a sectores importantes de la población. En algunos barrios el fenómeno de la gentrificación ha expulsado a los habitantes tradicionales.

La movilidad es clave a la hora de repensar los modelos productivos. El coche ocupa un espacio desmedido en la calle y está matando a Barcelona, que ya es una de las ciudades más contaminadas de Europa.

Barcelona vive también la polarización entre el turista y el ciudadano. Si el turismo es inevitable, la ciudad tiene que ser habitable. Los cambios del modelo productivo y sus consecuencias sobre el tejido industrial invitan a repensar cómo reindustrializar la ciudad, qué papel debe tener el espacio público en la producción y el consumo.

Los arquitectos que participan en este dossier piden que el urbanismo resuelva problemas en lugar de crear otros nuevos y apuntan propuestas que vuelvan a situar a las personas en el centro. Y reclaman que la democratización de la ciudad pase por la sostenibilidad, la memoria, la redistribución y la participación de la ciudadanía y el rendimiento de cuentas.

Por un urbanismo que sitúe a las personas en el centro

Viviendas para personas mayores en el paseo de Urrútia de Nou Barris.
© Vicente Zambrano

Barcelona expulsa a las clases populares del centro a la periferia. La gentrificación y la dispersión urbana son los dos extremos de un mismo proceso que hay que contrarrestar activamente porque nos aleja de un modelo de ciudad más mixta y compacta, es decir, más justa y sensata.

Ahora que Barcelona inicia una nueva etapa política, no podemos dejar de preguntarnos qué proyecto urbanístico necesita. A estas alturas, la “ciudad de los prodigios” urbanos debería haber aprendido que urbanismo y política son indesligables. Las etimologías de una y otra, muy arraigadas en el pavimento urbano, indican que, lejos de ser una mera cuestión estética, el urbanismo y la arquitectura tienen una dimensión ética. Demasiado a menudo, valorar la Torre Agbar o el Hotel Vela ha consistido en responder a la pregunta “¿te gusta?”. Pero la lectura política del urbanismo es tan necesaria como el balance urbanístico de la política. Transformar la ciudad puede ser tan pronto un instrumento de democratización como un arma para el abuso de poder. Y, durante décadas de luces y sombras, Barcelona ha sido modélica en ambos sentidos. Hemos comprobado que las reformas urbanas pueden estar al servicio de la corrupción, la especulación, la privatización, la segregación o el despilfarro; al mismo tiempo, son ineludibles para afrontar los retos ecológicos y económicos que nos plantea el futuro inmediato.

Durante demasiado tiempo, el urbanismo ha disimulado su naturaleza política; ahora, la política no puede despreciar su labor urbanística. Digámoslo claro: la tecnocracia ha gobernado Barcelona. Los expertos y los poderosos han tomado decisiones de arriba abajo y de espaldas a las necesidades de la gente. Ante la perplejidad de muchas instituciones, los movimientos sociales han tenido que tomar la delantera en la respuesta a desbarajustes como la burbuja inmobiliaria o la turística. Ahora, el activismo ha tomado el Ayuntamiento, según se dice, para gobernarlo “de abajo arriba” y en favor del “bien común”. Pero ¿cómo se traduce esto en una política urbanística? 

Carril bici en el paseo de Sant Joan.
© Vicente Zambrano

Para empezar, hay que tener una visión más empática del tejido social que habita el tejido urbano. Dejar de mirárselo desde arriba, como si se tratara de un tablero de ajedrez –por no decir de Monopoly– donde se entrecruzan estrategias demasiado complejas para la comprensión de sus habitantes. Esta perspectiva alejada ha impedido al urbanismo tecnocrático percibir algo que los vecinos sufren en primera persona: Barcelona expulsa a las clases populares del centro a la periferia. La gentrificación y la dispersión urbana son los dos extremos de un mismo proceso que hay que contrarrestar activamente porque nos aleja de un modelo de ciudad más mixta y compacta, es decir, más justa y sensata. Un urbanismo ejercido desde el punto de vista horizontal del peatón hubiera notado los efectos de esta centrifugación, que deteriora seriamente los cuatro ámbitos en los que transcurre la vida cotidiana de la ciudad. Saber cuáles son estos ámbitos era muy fácil, solo había que ponerse en la piel del ciudadano: cada mañana, salimos del lugar donde vivimos –vivienda– para desplazarnos –movilidad– a un lugar donde ganar o gastar dinero –producción y consumo– y, después, si todo va bien, le dedicamos un tiempo al ocio, la cultura o la participación –espacios de ciudadanía–. Vivienda, movilidad, lugares de producción y consumo y espacios de ciudadanía son cuatro ámbitos esenciales que han sido desatendidos, cuando no maltratados, por el urbanismo del que venimos. 

Con respecto a la vivienda, pocas dudas puede haber, hoy por hoy, de que las cosas se han hecho mal. Para librarse de la gris herencia del franquismo, Barcelona convirtió el espacio público en el recipiente de una joven democracia. El espacio doméstico, sin embargo, quedó en manos del mercado. El fomento activo de la compra hipotecaria y la escasez de promociones públicas –céntricas y de alquiler– nos han dejado un paisaje repleto de gente sin casa y de casas sin gente. La capital catalana no solo está lejos de garantizar el derecho a la vivienda, sino que se encuentra ante una emergencia habitacional que atenta contra el derecho a la ciudad. Paradójicamente, el embellecimiento de plazas y calles ha encarecido los pisos de los alrededores, expulsando a los vecinos que más merecían el efecto redistributivo de la acción pública. Quedarse en la calle y no penetrar en los umbrales de las casas ha sido un error que puede salir tan caro como “ponerse guapa” sin pensar en abrigarse. 

El frente de la movilidad tampoco sale bien parado de la revisión. Destinamos la partida más cara de la factura olímpica a las rondas, una infraestructura faraónica que permite que cada día entren en Barcelona más coches que en Manhattan y que nos ha convertido en una de las ciudades más contaminadas de Europa. Una vez expropiada y excavada, esta zanja pública dedicada en exclusiva al vehículo privado desperdició la oportunidad de disponer de un metro de circunvalación. Eso nos llevó, años más tarde, a iniciar la línea 9, una obra aún más faraónica que no sabemos si podremos terminar ni acabar de pagar. Al fin y al cabo, la densidad que caracteriza a Barcelona y que facilita los recorridos a pie o en transporte público provoca, a la vez, que sea más vulnerable al impacto del coche y que más gente deserte de la ciudad y huya, motorizada, a los suburbios ajardinados. 

La globalización se ha llevado la industria

Feria de Economía Solidaria que tuvo lugar en octubre de 2015 en el espacio de la Fabra i Coats de Sant Andreu.
© Vicente Zambrano

También se han marchado fuera la producción y el consumo que conformaban la ciudad. La globalización se ha llevado la industria a lugares lejanos donde resulta mucho más barato explotar a los trabajadores y el medio ambiente. Las fábricas, que tanta mano de obra habían atraído a Barcelona, han quedado tan desocupadas como sus trabajadores. Cuando la ciudad se preguntaba cómo ganarse la vida, pretendía ser más lista que realmente inteligente. Se le ocurría, por ejemplo, plantar casinos en los huertos del Llobregat, esperando lluvias de millones de euros y miles de puestos de trabajo. Pero ya se sabe: con este tipo de urbanismo siempre llueve sobre mojado.

Mientras tanto, la misma globalización sustituía el pequeño comercio por franquicias que no tienen nada que ofrecer a la vida diaria de los barrios. Las calles céntricas se han ido confundiendo con los pasillos de un centro comercial y, en la periferia, proliferan grandes superficies que espolean el consumo irresponsable, la generación de residuos, el uso del vehículo privado, la precariedad laboral o la concentración de riqueza en pocas manos. 

Por último, los espacios públicos donde tenían que florecer el ocio y la cultura, entendidos como vehículos de transformación social, de debate crítico y de participación democrática, se dedican a alimentar lo que parece la última industria posible: el turismo de masas. Ya hemos perdido la Rambla, el Port Vell y el Park Güell. Cada vez menos atentas con los ciudadanos que con los clientes, las calles se llenan de dispositivos espantapobres y se vuelven más exclusivas y excluyentes, más útiles al lucro y al lujo que a la igualdad de acceso y a la libertad de movimientos. La hipernormativización ahoga la expresión espontánea y criminaliza la protesta, mientras da alas a la propaganda comercial, al control social o a la representación de los poderes fácticos. Se han inaugurado museos icónicos mientras se recortaban los espacios culturales existentes; se ha cedido la gestión y el uso de equipamientos municipales a empresas privadas mientras se desalojaban y derribaban espacios sociales autogestionados. En definitiva, el clientelismo le ha ganado terreno a la ciudadanía. 

Si bien el urbanismo ha maltratado estos cuatro ámbitos esenciales, se quiera o no, constituye el principal instrumento para enderezarlos. Barcelona necesita más vivienda pública y menos vehículo privado, más espacios donde muchas manos pequeñas puedan ganarse la vida y más escenarios en los que la ciudadanía se implique, se exprese y se empodere. Y todo ello pasa, necesariamente, por un urbanismo que ponga a la gente en el centro. Ponerla en el centro, en el sentido físico, incluye permitir que las clases populares repueblen los barrios mixtos y compactos de donde las expulsa el mercado. Poner a la gente en el centro, en el sentido político, significa implicar a los ciudadanos en la toma de decisiones. Que dejen de ser afectados del urbanismo tecnocrático y pasen a ser protagonistas y beneficiarios de un urbanismo democrático. 

Si la ciudad es una paella, la vivienda es el arroz

Reunión de participantes en el proyecto cooperativo La Borda, en Can Batlló.
Cristina Gamboa / La Borda

Es el momento de combinar las aproximaciones cooperativas con la visión de género y los ensayos tipológicos, las políticas sociales y las oportunidades legales, la conciencia ambiental y las contribuciones más antinormativas.

Tenemos un problema de vivienda. De derecho a la vivienda. La casa es la inversión más importante de la vida; se lleva la mayor parte del producto de nuestro trabajo. La vivienda es indispensable en nuestra identidad porque en casa se da cobijo a los demás derechos: si no estoy empadronado, no voto; si no tengo dónde ducharme, no puedo buscar trabajo; si no tengo dónde dormir, ¿cómo voy a relacionarme socialmente? Si la casa es solo mercancía, ¿cómo es posible el derecho a la vivienda? ¿Cómo puede siquiera plantearse el derecho a la ciudad? Hay un problema de opacidad e imprecisión en los datos sobre la vivienda. La casa y nuestra capacidad de endeudarnos con ella es una de las principales medidas de la riqueza del país. La vivienda es el nuevo patrón oro. Tenemos pocos datos y datos contradictorios, pero los que tenemos son devastadores.

El proyecto cooperativo Sostre Cívic, en la calle de la Princesa, 49.
Foto: Jordi Gómez / Adriana Mas

Un tercio de las familias de Barcelona vivimos de alquiler, y dos tercios, de propiedad, pero prácticamente todos, de mercado libre; la vivienda pública no llega al 1,6 %. Esto no debería ser un problema si el mercado se autorregulase y cubriera las necesidades de los ciudadanos, pero la crisis nos ha demostrado que el mercado solo se regula a favor de los más ricos. Y cuando el mercado ejerce su voracidad, ese 1,6 % resulta insuficiente para cubrir las necesidades de todos los que se ven empujados a la exclusión.

En total, más de medio millón de desahuciados en España desde 2008; es el equivalente a los cinco millones de desahuciados por las subprimeamericanas. Barcelona encabeza los desahucios; el barrio con más desahuciados, Ciutat Meridiana. Medio millón de personas es mucha gente con las bolsas en la acera: es el tamaño de las mayores capitales de provincia españolas. Son quinientas mil unidades de dolor y desesperación, de angustia y ganas de morir. Tenemos un problema de vivienda con los servicios sociales saturados porque el asistencialismo del Estado llega tarde, cuando llega. Y tenemos los servicios sanitarios colapsados con cuadros de enfermedades vinculadas a la precariedad de la vivienda y a una salud mental acorralada por el miedo. Una sanidad en proceso de recorte y privatización. 

Tenemos un problema de vivienda en Barcelona porque hay tres mil personas durmiendo en la calle cuya única opción es un sistema de albergue voluntarioso e insuficiente. No debería ser así, Barcelona es una ciudad rica. 

Tenemos un grave problema de vivienda porque lo que tenía que ser refugio se ha convertido en naufragio. 

Las administraciones, tan diligentes para ejecutar los lanzamientos, se han mostrado letárgicas para resolver el problema. Ha sido tanto el movimiento mediático como la omisión política. Años de retórica desde patronatos, mesas, observatorios, consorcios, departamentos, direcciones, fomentos, concejalías, consejerías y hasta ministerios –que los ha habido– de la vivienda. Poco arroz y arroz movido. Arroz perdido. 

Soluciones 

Un edificio ocupado.

Pero no, no todo está perdido: existen cinco ámbitos propositivos sobre la vivienda que plantean soluciones. En primer lugar, hay propuestas desde las economías solidarias. Hay dos experiencias en marcha en Barcelona, La Borda y Sostre Cívic, en Can Batlló y la calle de la Princesa respectivamente. Proponen la cooperativa en cesión de uso como solución habitacional que permite el arraigo –matricular a los niños en el colegio, cambiar los azulejos del baño– sin dar patente al pequeño especulador que todos llevamos dentro. No es un invento. El modelo cooperativo Andel está comprobado en Escandinavia, con ratios de hasta el 30 % del parque de viviendas (Copenhague). Podría pensarse que es cosa de países riquísimos. Pues tampoco: en Montevideo, Uruguay, se aplica el modelo con una proporción del 4 %. 

Tenemos propuestas desde la participación de base y la contracultura. La okupación, con K, es un fenómeno de respuesta política a un mercado abusivo que en nuestro país ha sido violentamente reprimido. Es imposible concebir en Cataluña experiencias como las de Bonnington Square, de Londres, o Christiania, de Copenhague, porque los mecanismos represores de nuestras administraciones son inmisericordes. La legalidad española pone el derecho a la propiedad privada por encima de otros que afectan gravemente a lo colectivo. A pesar de todo, y afortunadamente, los colectivos okupas y de autogestión de la vivienda denuncian, con sus acciones, a los especuladores y a los que desprecian a la ciudad y a sus vecinos con el abandono.

El proyecto Pis Zero de la Fundació Arrels.

Existen propuestas desde las políticas sociales. El Pis Zero de la Fundació Arrels propone una respuesta a la realidad del habitante de calle crónico que supera los corsés ambulatorios de unos mecanismos asistenciales de eficacia relativa. Los Arquitectes de Capçalera recuperan la función social del arquitecto mediante un zafarrancho profesional de respuesta a situaciones de emergencia. Son propuestas que van aún más allá del Housing First estadounidense, que se sigue también en Australia, Francia, Canadá y Finlandia.

También hay propuestas desde la sostenibilidad y los materiales. La construcción con materiales sostenibles y los talleres de uso y mantenimiento energético de la edificación nos dan estrategias para luchar contra la pobreza energética. El premio internacional Solar Decathlon de 2014 marca un antes y un después en la manera de pensar la casa en su función más sustancial, el auténtico refugio. Lo más interesante del concurso en su última edición no solo es la capacidad tecnológica de la pieza ganadora de fabricarse y funcionar con una huella ecológica casi inexistente; lo mejor es que se plantea como una crítica frontal a la idea de la vivienda unifamiliar aislada como modelo de crecimiento urbano. La Escola Tècnica Superior d’Arquitectura del Vallès (ETSAV) presentaba el proyecto Ressò, que ganó el primer premio de innovación con una casa solar comunitaria para rehabilitación social. 

Imagen del proyecto de arquitectura sostenible y comunitaria Ressò, de la Escola Tècnica Superior d’Arquitectura del Vallès (ETSAV), ganadora del premio de innovación en el certamen internacional Solar Decathlon 2014.
Foto: Sandra Prat

Por último, tenemos las propuestas desde la forma arquitectónica. Francia se ha adelantado con proyectos de densificación en los polígonos de vivienda de la banlieueNo es casualidad que las iniciativas en vivienda convivan con el ensayo económico en la cultura que con mayor éxito editorial plantea las alternativas teóricas al capitalismo salvaje. Los ensayos de nueva arquitectura residencial publicados por _Export Barcelona son muy útiles para avanzar por esos caminos. La Casa sin Género de la arquitectura feminista de vanguardia pone en evidencia la engañosa racionalidad de las tipologías modernas, diseñadas por hombres y para hombres, con distribuciones espaciales hiperjerárquicas en las que se ignoran activamente las tareas domésticas con cocinas estrechas y escondidas que obligan a trabajar de espaldas a la familia y cuartos de la colada exiguos e incompatibles con la conciliación. El equipo de investigación de Rehabitar nos recuerda la conveniencia de una piel urbana gruesa y promiscua y, como los arquitectos feministas, reivindica una vivienda que fomente la equidad y la adaptabilidad a las transformaciones de la familia en el tiempo.

Otra imagen del proyecto de arquitectura sostenible y comunitaria Ressò, de la Escola Tècnica Superior d’Arquitectura del Vallès (ETSAV), ganadora del premio de innovación en el certamen internacional Solar Decathlon 2014.
Foto: Sandra Prat

Los cinco ámbitos propositivos conducen a un proyecto de ciudad que supera la distopía habitacional con situaciones reales y probadas. Ninguno cae en la trampa de la smart city, que es el equivalente urbanístico a usar desodorante sin ducharse. Se trata de cinco ingredientes consistentes. Es comida, no cosmética. Son los cinco proyectos que pegan el arroz en el fondo de la paella. 

Hay versiones sobre el significado etimológico de la palabra paella. La mayoría apuntan al latín patella, que describe una sartén de doble asa. Algunas reivindican su origen valenciano, del catalán plat, platell, platella. En el castellano profundo y en el español americano está la paila, una vasija metálica ancha y poco profunda. 

Sin embargo, la hipótesis que más se ajusta al objeto de estas líneas sostiene que el origen de la paella es la baqiyahvoz árabe que significa ‘comida del día antes’. Se ajusta porque se distancia del continente y se centra en el contenido. El contenido son las sobras, lo existente. En casa la comida no se tira, se aprovecha lo que hay; lo mismo debería pasar en la ciudad, que es la casa de todos. La ciudad del futuro ya está construida: es esta. 

Que no se nos pase el arroz

Vivienda social Torre Via Júlia. Es uno de los tres proyectos incluidos en la exposición itinerante “Export Barcelona. Habitatge social en contextos”, que recoge veinte propuestas sociales de arquitectos catalanes.
La muestra es uno de los eventos de la segunda edición del Cities Connection Project.
Foto: Vicente Zambrano

Es momento de ponerse a cocinar. De combinar las aproximaciones cooperativas con la visión de género y los ensayos tipológicos, las políticas sociales y las oportunidades legales, las posibilidades materiales, la conciencia medioambiental y las contribuciones más contraculturales y antinormativas. El urbanismo tiene en su estructura disciplinar la capacidad de articular esas combinaciones y llevarlas a la realidad física, pero necesita para ello de una voluntad política clara y de la perspectiva suficiente para afrontar lo importante sin abandonar lo urgente. Esto debería llevarse a cabo con un número de emplazamientos limitado y bien escogido. No es verosímil encarar las políticas de creación de vivienda pública solo con las lógicas del asistencialismo cuantitativo. La posición urbana es clave, y la conjugación de la vivienda con el espacio público, imprescindible.

Se trata de producir vivienda pública y de alquiler a pequeña escala, en promociones de dos, cuatro, doce unidades, en emplazamientos que aprovechen la ciudad existente con la lógica de las tres V: valor, visibilidad, viabilidad. Existen esos lugares de oportunidad en la ciudad compacta. 

Edificios estrechos contra medianeras consolidadas. Remontas que apuran la edificabilidad de un sector. Piezas de vivienda dotacional intersticiales. Aprovechamiento de los roces entre tejidos urbanos. En el contacto con las infraestructuras. Sobre los litorales marítimos y fluviales. Robándole suelo al coche.

Vivienda social de Can Travi. Uno de los tres proyectos incluidos en la exposición itinerante “Export Barcelona. Habitatge social en contextos”.
Foto: Vicente Zambrano.

Se trata también de aprovechar un tejido productivo castigado por la crisis: el del pequeño promotor, el de los oficios vinculados a la construcción, el de un cincuenta por ciento de paro juvenil. 

Se trata de hacerlo de menos a más, en clave experimental, de manera que puedan superarse corsés y contradicciones normativas. Deben ser piezas que se encajen en los barrios existentes fomentando la diversidad de rentas a través de la variedad tipológica y de distintos mecanismos de acceso y precio según las rentas y el plan de vida de sus ocupantes.

Se trata de arrancar organizando concursos vinculantes, de mínima entidad, paritarios, en los que sea imperativo que los viejos profesionales trabajen con los jóvenes. Han de ser concursos para sumar, cuyo premio es la ejecución de forma coordinada, que superen la fórmula de la “competitividad” y la “excelencia” formal a favor de la colaboración y la promiscuidad disciplinar. 

Procediendo de esa forma, con la estrategia de un equipo odontológico urbano que va a obturar, a rehabilitar, a salvar la pieza, a poner una corona o un implante como máximo, podremos ir construyendo un parque de vivienda pública de alquiler capaz de moderar los extremos del mercado. Lo otro son dentaduras postizas contra el delicado paisaje natural que rodea a la ciudad. 

Hemos hecho demasiado caparazón. Tanto molusco no es paella, es mariscada. Nos hemos dejado los dientes postizos en la pata del bogavante. Hay que volver a echar arroz, y no podemos echarlo en los márgenes, como si fuera una guarnición de arroz cocido. El arroz se apropia del sabor de los ingredientes desde el fondo de la paella y lo distribuye entre los comensales. Ahí reside su poder democrático. 

Colectivo sí, y colectivo al límite

La plaza de las Glòries, un entorno público problemático cuyo funcionamiento real mostrará si las decisiones administrativas han sido las correctas.
Foto: Vicente Zambrano

Pocas metrópolis europeas han sido capaces, como Barcelona, de asociar la renovación urbana con la transformación de su vida social y de la esfera pública. Abundante en metáforas y narrativas, el éxito de la renovación democrática se fundamentó de forma radical en la transformación de la materia prima de la ciudad donde tomaba cuerpo la vida social, sus espacios públicos y sus espacios colectivos.

Por un lado, hubo una producción ingente de espacios públicos –parques y plazas, playas y frentes– en los que construir y dar forma a significados y referentes de fácil identificación, donde la novedad del espacio y su calidad física eran fácilmente apropiables por la ciudadanía y prefiguraban la imagen material y la expectativa de la renovación urbana.

Por otra parte, la capacidad de la vida cívica de contaminar y apropiarse del carácter de los lugares privados –espacios y edificios–, dotándolos de significado colectivo, contribuía a la creación de una ciudad más rica en lugares y compleja en significados. Tal como definía canónicamente Manuel de Solà-Morales, la fuerza del binomio consistía en “urbanizar el elemento privado, es decir, convertirlo en parte del ámbito público”. El edificio de usos mixtos de L’Illa Diagonal, donde la planta baja se mezcla con las aceras urbanas y acoge los movimientos urbanos, ejemplifica esta noción.

L’Illa Diagonal, un ejemplo satisfactorio de apropiación colectiva de un espacio privado, gracias a un diseño permeable a los movimientos urbanos.
Foto: Vicente Zambrano

La capacidad transformadora del binomio espacios públicos – espacios colectivos ha sido desigual, puesto que ni la disponibilidad del espacio físico ni los objetivos urbanos han sido constantes a lo largo del tiempo. La generación de plazas y parques que caracterizó los primeros años democráticos surgió de la oportunidad y de la disponibilidad de espacios donde materializar la transformación –fábricas obsoletas y grandes piezas desplazadas a la periferia, espacios derivados del planeamiento administrativo y lugares existentes por rediseñar.

En ausencia de un modelo general, la coherencia del lenguaje arquitectónico dotó de cohesión a la imagen de renovación urbana del espacio público por encima de las especificidades de los contextos y las ambiciones particulares de los lugares, y se creó lo que la literatura arquitectónica canonizó como “espacio público Barcelona”.

Simplificación del proyecto

Sin embargo, la evolución de la estructura municipal y la progresiva subdivisión administrativa durante las últimas dos décadas, de manera combinada con el despliegue del mosaico metropolitano (“ciudad de ciudades”, “la ciudad de barrios”) y la nueva sensibilidad hacia las comunidades, la vecindad y la ciudadanía, han comportado muy a menudo una simplificación del proyecto del espacio público, paradójicamente a favor de la arquitectura del plano del suelo. La proliferación de rincones, interiores de manzana y plazas cargados de subjetividad y personalidad ejemplifican un nuevo protagonismo arquitectónico. En estos espacios, el factor que les da ese tono diferente no es su condición diseñada y particular, ni la inherente y necesaria sensibilidad ciudadana y vecinal, sino la autonomía del suelo, en detrimento de la relación entre las cosas.

Agotados los resquicios, colmados los vacíos metropolitanos, las transformaciones infraestructurales posibilitan mayores oportunidades urbanas en las que la distancia entre la infraestructura y el proyecto de espacio público se ha evidenciado aún más.

Las coberturas lineales de la ronda del Mig o la Travessera de Dalt y la reciente renovación de la plaza de Lesseps ilustran estas limitaciones metodológicas. La aportación al dinamismo urbano y el éxito social se vuelven “suburbanos” en concepto, pues minimizan la capacidad para crear significados urbanos generales y para  incorporarse al imaginario colectivo general barcelonés. La comparación con las grandes transformaciones infraestructurales de los ochenta –Moll de la Fusta, ronda de Dalt, Trinitat–, donde infraestructura y espacio público eran objeto de reflexión simultánea, endurece más esta percepción. 

La transformación de la plaza de las Glòries contribuye al debate de forma directa. A pesar del titánico esfuerzo administrativo y el trabajo ejemplar de arquitectos e ingenieros, la radical falta de relación entre el frenético subsuelo –repleto de metros, ferrocarriles y túneles viarios– y la plaza reduce la conciencia recíproca entre la superficie y el subsuelo.

¿Ámbito central o espacio de enlace? Quizás los dos, quizás ninguno a la vez. El comportamiento definitivo del espacio construido determinará el acierto o no de las decisiones administrativas. 

Una nueva reflexión sobre el elemento colectivo

Ante este panorama, el elemento colectivo reaparece como un nuevo territorio de exploración, de límites desdibujados y de gran ambigüedad, y falto todavía de un modelo preciso. Si en los años noventa la noción de espacio colectivo había anticipado la apropiación cívica del mundo privado como acto civilizador, el cambio de siglo ha aportado una noción más expansiva que aborda la naturaleza exclusiva del ámbito público.

Paralelamente, la aparición de un conjunto significante de nuevas piezas urbanas, tanto en cuanto a equipamientos como a edificaciones privadas, propone modelos donde deliberadamente se cuestiona la delimitación estricta entre el ámbito público y el privado. Algunos toman la forma de edificaciones de origen público, como las fábricas de creación –Fabra i Coats en Barcelona, Matadero en Madrid, Kaapeli en Helsinki o Space en Londres–, donde ámbitos cooperativos de producción artística se mezclan con viviendas y comunidades, y el ciudadano deja de ser un actor pasivo y lúdico para convertirse, en colectividad, en protagonista vivo de los espacios. 

En el territorio privado, las mutaciones del espacio productivo –Campus Repsol en Madrid, Redbull en Londres– anuncian formas de producción flexibles y sin lugares estables, donde las estructuras básicas de trabajo se definen a partir de criterios de colaboración y cooperación. Conforme a su condición más urbana, las iniciativas del muelle NDSM, del distrito Hallen o del KromHout Hall de Ámsterdam llevan a los barrios, a las casas y a los espacios libres la idea de participación permanente, en la que la mezcla y la creatividad desdibujan el marco comunitario inicial para dotarlo de un carácter colectivo superior. 

Los resultados tienen características singulares. El dominio del espacio es ambiguo –ni decididamente público ni privado–, y se lleva a efecto una combinación promiscua de usos y espacios. La trasposición de los cambios sociales –en el trabajo, en las formas de agrupación– al espacio público, como lugar urbano de acceso universal, lo transforma en un ámbito de intercambio, de relación y de producción que rompe su imagen pacificadora y neutral. Heterogéneos en composición, individuos y colectivos se agrupan en el espacio público rompiendo su bucólico destino como espacialización del ocio y convirtiéndolo en un lugar para hacer cosas y para hacerlas juntos.

Superar la visión comunitarista

Aquí se evoca un nuevo marco reflexivo y propositivo que recupera las mejores dimensiones del espacio público y las condiciones contemporáneas para reforzar su apropiación ciudadana, superando la visión comunitarista (el espacio como soporte de comunidades subjetivas) mediante la intensificación colectiva (el espacio como soporte de individuos anónimos y diferentes). Es decir, lo que la teoría urbana reciente define como capacidad informativa, productiva y participativa del espacio. En este espacio redefinido, el sujeto necesariamente abandona la condición de espectador pasivo para convertirse en actor. 

Como anticipó hace veinticinco años Manuel de Solà-Morales, el espacio colectivo constituye la riqueza futura de las ciudades. El giro social, la necesidad de definir nuevos modelos productivos y los cambios de los modelos urbanos –desde la vivienda hasta los equipamientos– anuncian una fuerte entrada del factor colectivo como argumento central de la ciudad futura. Sin embargo, no solo como contaminación recíproca de ámbitos y dominios, sino como multiplicación e intensificación profunda de un cambio social. 

Colectivo sí, y colectivo al límite. 

Superar las fronteras de la calle

El Park Güell, un ejemplo de cómo la museización de la ciudad puede llegar a expulsar la vida cotidiana de sus espacios.
Foto: Vicente Zambrano

Museizar la ciudad significa que el espacio ordinario del día a día y de la vida en comunidad se convierte en un territorio en el que todo es objeto de espectáculo y consumo. Pero la cotidianeidad y la excepcionalidad no son obligatoriamente excluyentes; se impone recuperar un equilibrio.

En 1748, Giambattista Nolli publicó la Pianta Grande di Roma, una cartografía de la ciudad diferente a las que se habían hecho hasta el momento, que solían ser un conjunto de representaciones pictóricas de los edificios importantes (algo muy similar a los planos para turistas de hoy en día). Lo que fascina del plano de Nolli no es implemente su exactitud, sino cómo muestra la ciudad. Nolli cubre todos los edificios privados de una trama rayada para diferenciarlos del espacio público, que es dejado en blanco; de esta manera, calles y plazas aparecen perfectamente definidas en la estructura urbana. Además, a este espacio en blanco añade las plantas detalladamente dibujadas de todas las iglesias, las capillas y los claustros, así como los patios interiores, los pasajes y los pórticos. De este modo, Nolli extiende la idea de espacio público al incluir en él todos aquellos lugares de reunión y culto y las zonas semipúblicas que permiten la libre circulación. Este gesto coloca los edificios públicos en un contexto y facilita entender la ciudad como un sistema orgánico de piezas.

Pensemos por un momento en cómo quedaría Barcelona si utilizásemos el mismo método de Nolli. En este caso, a avenidas, ramblas y plazas les sumaríamos los otros espacios de socialización: los equipamientos públicos. Las bibliotecas municipales, los mercados públicos, los centros cívicos, los culturales y los deportivos, las escuelas públicas (y sus patios) y las fábricas de creación. Así, entenderíamos lo público en la ciudad no simplemente como el residuo no edificado, sino como una estructura mucho más compleja que organiza y activa la vida en comunidad. Tomemos prestada la metáfora biológica: las calles y avenidas son las arterias y venas, pero los equipamientos públicos son los órganos motores que activan la circulación, el movimiento y la vida de la ciudad. A través de este dibujo se podría apreciar la distribución de los equipamientos en el territorio y observar cómo las calles y plazas son, en realidad, los vestíbulos y umbrales que vinculan los espacios de la vida en común.

Quizá puede parecer un poco trivial utilizar una metodología del siglo XVIII para estudiar la forma urbana de Barcelona, pero es un clásico en los análisis urbanísticos. En los años setenta, los arquitectos americanos Robert Venturi y Denise Scott Brown utilizaron la metodología de Nolli para analizar la riqueza espacial del Strip de Las Vegas. En este caso, a la vía principal de la ciudad se le añaden los vestíbulos de los hoteles y casinos por los que los visitantes de la ciudad pueden circular libremente sin importar si están alojados en ellos. De este modo la calle se dilata y, en lugar de entenderse como un espacio de circulación limitado por planos verticales, se extiende por las plantas bajas que están en contacto con ella.

La Pianta Grande di Roma de Giambattista Nolli, una cartografía que por primera vez presenta la ciudad como un sistema orgánico, revelando las relaciones entre las áreas privadas y las públicas.
Foto: Wikimedia

A diferencia del mapa que se dibujaría en Barcelona, que pretende demostrar la estructura comunitaria, el de Las Vegas mostraría que es un espacio que se construye para atraer al turista, pensando en el consumo. La ciudad americana despliega todo su potencial de elementos simbólicos, carteles y luces de neón para persuadir a los visitantes, como si se tratase de una gran feria repleta de atracciones. 

Planos urbanos incompletos

La aplicación de la cartografía de Nolli a Las Vegas mostraría que es un espacio construido para atraer al turista pensando en el consumo.
Foto: Eva Guillamet

Ahora bien, a pesar de que el plano de Barcelona nos muestra la ciudad de los ciudadanos, y el de Las Vegas, la de los consumidores, ambos son planos incompletos. El de Las Vegas no nos explica cómo se vive en ella; nada sabemos del estilo de vida de sus habitantes que, suponemos, viven detrás de ese gran escaparate de luces. Del mismo modo, nuestro plano de Barcelona no nos mostraría lo que es para el resto del mundo. Es decir, la Sagrada Família, el Museo del Barça, los patios de La Pedrera o la gran mayoría de los elementos monumentales que ilustran los planos para turistas no aparecerían en nuestro dibujo. Estos mapas muestran una Barcelona paralela a la que viven sus ciudadanos; muchas veces son planos falseados en los que solo destacan los “puntos de interés”, dibujados de manera fácilmente reconocible (como aquellos mapas antiguos de Roma), mientras que el resto de la ciudad es una masa uniforme y carente de interés. 

Georg Simmel definía, a principios del siglo XX, la figura del extranjero –aquel que llega hoy y permanece mañana– para referirse al inmigrante, el que viene de fuera y se queda a vivir entre nosotros. El turismo en el siglo XXI es un fenómeno que poco tiene que ver con la inmigración; esta aparece en las estadísticas del censo –tanto la que tiene papeles como la que no–, se establece, crea vínculos con la comunidad, ya sea cerrándose entre los que les son similares o mezclándose con la gran masa de personas de nacionalidades y procedencias diversas propia de la metrópolis moderna. El turista, en cambio, llega pero no se queda, mira pero no participa. Para él, la ciudad es un espectáculo, un objeto para ser observado o para vivir un simulacro de lo que podría significar vivir en la ciudad as a local. 

El turista llega y se suma al flujo de la ciudad –con su plano lleno de iconos–, pero, como en todo ecosistema, las especies invasoras pueden integrarse o, por el contrario, romper el equilibro interno destruyendo el sistema original. 

La museización de la ciudad significa que lo que era el espacio de lo ordinario, del día a día y de la vida en comunidad, se ha convertido en un espacio ajeno a lo cotidiano en el que todo es objeto de espectáculo y consumo. Los elementos monumentales o turísticos que antes eran parte de la estructura del sistema público y urbano se descontextualizan y colocan en la categoría de lo excepcional: lo cotidiano se hace imposible. Un ejemplo ilustrativo es el Park Güell. La necesidad de limitar la afluencia de visitantes acabó imponiendo una regulación del acceso que convertía el parque en un espacio cerrado y estanco, donde la libre circulación llegó a estar prácticamente en suspenso. 

En una situación ideal, lo cotidiano y lo excepcional convivirían, con sus tensiones internas y sus pequeños desequilibrios puntuales, en un juego constante en el que las dos formas de entender el espacio urbano se complementarían. Pero lejos de coincidir con la ciudad cotidiana y ordinaria y de completarla, la ciudad del consumo y el espectáculo la ha acabado invadiendo. En Ciutat Vella, mientras disminuye el número de residentes se multiplican exponencialmente los pisos para turistas, esa llamada “población flotante”. Los turistas son los extraños que hoy están y mañana tienen otra cara y otro acento. Una población flotante no permanece ni se establece, no hay posibilidad de integración o suma y, por lo tanto, la estructura social y comunitaria resulta inútil. 

La ciudad del espectáculo reclama para sí unos lugares y unas formas que poco tienen que ver con la ciudad de lo cotidiano; sin embargo, no son obligatoriamente excluyentes. Sería necesario recuperar un equilibrio, una sostenibilidad que permita volver a ese estado de gracia en el que, literalmente, “hay lugar para todo”.

Más allá de fachadas y escaparates

© Maria Corte

El modelo Barcelona se fundamentaba en la pretensión de conseguir una ciudad más justa mejorando el espacio público y el escenario urbano. Al cabo de treinta años de su aplicación, la realidad es que bajo la brillante superficie se esconden urgencias derivadas de la dejadez en políticas de vivienda.

Barcelona es una ciudad densa, formada por la suma de pequeñas piezas, privadas y públicas, y muy diversa en la mayoría de sus barrios. El grano pequeño, la diversidad y la alta densidad son elementos que explican muchas de sus ventajas; se trata de una ciudad a escala humana, que valora la proximidad: es “la más pequeña de las grandes ciudades o la más grande de las ciudades pequeñas”. Estos elementos son también claves para explicar los retos a los que se ve enfrentada: la emergencia habitacional, los problemas ambientales, la movilidad y el predominio de lo grande sobre lo pequeño, de lo global sobre lo local, de lo especializado sobre lo diverso, de lo exclusivo –y, por lo tanto, excluyente– sobre lo inclusivo –y, por lo tanto, común y cooperativo.

El tamaño “casi grande” confiere musculatura para afrontar retos metropolitanos, regionales y de capitalidad territorial, mientras que el tamaño “casi pequeño” otorga flexibilidad, diversidad y agilidad en las políticas de proximidad. La confusión de ambas condiciones a menudo ha derivado en desequilibrios insostenibles, que se pretenden corregir con medidas que no dan soluciones ni en el aspecto cuantitativo ni en el cualitativo. Más allá de la cantidad y la calidad, el reto radica en detectar quién se beneficia y quién y qué se pone en el centro de las políticas municipales desde donde se articula el resto.

El modelo Barcelona, que ha permitido a la ciudad “ponerse guapa” o “ser la mejor tienda del mundo”, se centraba en insistir en que conseguiríamos una ciudad más justa mejorando el espacio público y el escenario urbano de comercios y fachadas. Durante los años ochenta se aseguraba que primero había que conquistar el espacio público, pavimentando plazas y limpiando fachadas, y que, poco a poco, esta “metástasis positiva” llegaría a mejorar las viviendas y las comunidades. Treinta años después la realidad es muy distinta. Con el tiempo, esta estrategia “de fuera adentro” se ha acentuado y ha ido configurando una ciudad de escaparates y fachadas limpias que esconden urgencias derivadas de la dejadez con respecto a las políticas públicas de vivienda.

Las consecuencias de esta falta de atención son alarmantes. Hoy, en Barcelona, hay más de treinta mil familias inscritas a la espera de una vivienda ajustada a su renta, tres

mil personas sin hogar –de las que novecientas duermen en la calle–, un 10 % creciente de familias que sufren pobreza energética, diez desahucios diarios, incontables pisos vacíos, una oferta tipológica de vivienda que no se adecua a la demanda, un sistema de tenencias todavía estancado en la propiedad y el alquiler y una oferta pública de vivienda –ridícula e injusta para una ciudad que exporta a los cuatro vientos su modelo urbano– que no llega ni al 4 %.

Seguimos arreglando calles, plazas y avenidas, mejorando la imagen y las prestaciones de un comercio y de un turismo que, efectivamente, salen muy beneficiados, pero que, en muchos casos, gentrifican los barrios.

A menudo decimos que Barcelona está muriendo de éxito. Un oxímoron que constata otro de difícil digestión y que pone en el centro del debate el problema de la regeneración urbana: “la mejora empeora”, o, en todo caso, este tipo de mejoras cosméticas derivan, con frecuencia, en desajustes éticos, echando a los vecinos de los barrios y empeorándoles la vida a quienes supuestamente se quería atender.

Hay quien defiende una gentrificación positiva, consistente en activar transformaciones que implican ciertos grados de infiltración social para promover una mayor diversidad. Pero una ciudad tan pequeña y frágil como Barcelona debe vigilar de cerca –o mejor, desde dentro– cuáles son los procesos económicos perversos de las mejoras, cartografiando y, sobre todo, controlando los abusos de poder que se generan. Barcelona no puede permitirse ir perdiendo barrios; pero, en los últimos cuatro años, Ciutat Vella ha visto marcharse al 45 % de sus habitantes. Y pronto, si no se le pone remedio urgente, incluso los turistas dejarán de venir a visitar una ciudad del todo adulterada, que más que nunca es un espectro y un decorado de la que preveían encontrar.

Centrarse en las personas y en lo cotidiano

Una estrategia fundamental para mejorar los barrios y controlar la gentrificación debería ser una apuesta decidida a favor de la vivienda social y de la realización de una esmerada cartografía interior. Porque construir vivienda social no es solo levantar edificios, también significa mejorar las condiciones residenciales y de vida de los vecinos, rehabilitando comunidades e incorporando fórmulas de reciclaje urbano.

Se trata de pensar la ciudad de dentro afuera, poniendo a las personas –las que ya están ahí– y lo cotidiano en el centro de las políticas municipales y promoviendo (¡esta sí!) la metástasis positiva que lo enlazará todo. Empezando por la gente y acabando en la ciudad, y no al revés, como hemos hecho últimamente.

Barcelona puede crecer, pero tiene que hacerlo desde dentro, mejorando la habitabilidad de los barrios sin echar a los que ya viven en ellos. Pero, para conseguirlo, hay que reducir urgentemente el transporte privado. Hay que repensar las desproporciones del espacio que se le dedica y recuperarlo para un uso cívico y de calidad, lo que tendrá efectos positivos en la salud de las personas y en su esperanza de vida gracias a la mejora de la calidad del aire, la disminución de la contaminación acústica, etcétera. Las decisiones que se derivan de este planteamiento obligan a cambiar de escala a la hora de planificar nuevas estrategias para disuadir al ciudadano de usar el transporte privado y apostar decididamente por un transporte público de calidad, más rápido, económico y cómodo, y que tenga en cuenta toda la ciudad y el área metropolitana.

Invertir las prioridades de la atención pública a favor de los peatones es imprescindible para impulsar una adecuada política de vivienda, basada en la consideración de que la vivienda no acaba en las cuatro paredes que su titular tiene hipotecadas. Mi casa también es el rellano de la escalera, la portería, la calle, el bar de la plaza y la parada del tranvía. Si mi casa es también la ciudad, deberíamos poder renegociar la cantidad de coches aparcados o que contaminan el barrio en su tránsito a otro lugar. Esta negociación urgente parte del dato escandaloso de que el 60 % del espacio público de la ciudad está secuestrado por el automóvil, cuando solo un 15 % de nuestros desplazamientos los efectuamos en vehículo privado.

Nuevas metodologías de participación

Detectar los qué es fundamental –vivienda y movilidad–, pero aún lo es más identificar los cómo. La ciudad debería apostar por investigar y ensayar nuevas metodologías de participación –simultáneas y complementarias– con las que se pusieran a prueba diferentes formatos de activismo, intentando establecer los acuerdos necesarios entre técnicos y ciudadanos, expertos y usuarios, agentes públicos y privados, pequeños y mayores, pasados y futuros…, incluyendo todas las dimensiones posibles. La prioridad debe ser la visión integral de los problemas: hay que crear plataformas de encuentro y acuerdo y poner en marcha proyectos piloto que den voz a colectivos en riesgo de exclusión, que son los que tienen más dificultades para hacerse escuchar. Llevamos demasiados años haciendo de la participación ciudadana un mecanismo repetitivo y adulterado para justificar procesos o, lo que es peor, para llegar a consensos con total ausencia de riesgo y profundidad. El nuevo equipo municipal está mayoritariamente formado por activistas que conocen, y que han puesto a prueba en sus plataformas, nuevas y brillantes fórmulas de empoderamiento y de participación.

Estos procesos deben ser escalables y coordinables en toda la ciudad, para demostrar que se puede “mandar obedeciendo” con creatividad y ambición.

Las urgencias son variadas y a menudo se justifican por la vía cuantitativa multiplicando las inauguraciones en periodos preelectorales. Se promete resolver las carencias y los excesos, pero, a medida que pasa el tiempo, las soluciones tienden a simplificarse y se encuentran atajos que rehúyen la complejidad y la diversidad de los problemas originales. La Barcelona del futuro ya está construida, pero el futuro de los barceloneses no. Los temas urgentes no se resuelven de una tacada, ni en un solo lugar, ni siguiendo un solo atajo. Hay que arriesgar más que nunca y poner a prueba cuanto antes mejor múltiples respuestas a múltiples retos, para superar con creatividad y energía las dificultades técnicas y las minorías políticas.

Un salto de escala en la concepción del espacio público

© Maria Corte

Se necesita liderazgo para apuntar cuáles han de ser las futuras áreas de transformación urbana, reservar el terreno y comenzar diseñando su espacio público. Este es determinante para definir la calidad de un trozo de ciudad.

La esperanza de construir una ciudad mejor no puede perderse; el mayor reto que tenemos sobre el espacio público del futuro es ser ambiciosos. Ambición en el sentido de generar una visión de futuro de la ciudad que puede no ser obvia y que, por lo tanto, será controvertida. Creo que Barcelona tiene problemas endémicos y muy importantes, pero que ni siquiera están en el orden del día de los grupos políticos municipales. Tenemos que ser ambiciosos colectivamente, y eso, por sí solo, es un reto porque, en las cuestiones urbanas, tendemos a ser extremadamente conservadores y acabamos generando consensos solo cuando nos movilizamos por el “no”. Hay que construir una inteligencia colectiva en la ciudad que proponga, que anime y que le aplique visión de futuro. A menudo se utilizan argumentos complejos y originalmente valientes para encontrar lugares comunes que banalicen la discusión y justificar, así, la inanición intelectual y la falta de prospectiva. Proponer es innovar, actuar en contra de “como se ha hecho siempre”, y eso levanta reticencias. La del urbanista es una profesión expuesta, pero el valor de los profesionales reside en ser consistente, en tener capacidad de disentir y argumentar para encontrar nuevas formas de abordar retos complejos.

Hay algunos tópicos que se repiten en las esferas urbanísticas, que se van vaciando de contenido y que incluso cobran el sentido contrario al original. Uno de ellos es el paradigma de la ciudad abierta. En Barcelona, pequeño es igual a mejor; los grandes proyectos tienen mala fama. Pero la ciudad abierta, en la concepción original de Habermas, Arendt y Sennett, es aquella que se transforma sin fin, la que convierte fronteras en bisagras y que, por lo tanto, es invasiva. La que no se acaba, la que en la indeterminación permite consolidar el paso del tiempo y se deja alterar. La cuestión del grado de apertura de una ciudad no debería ser la escala de la intervención, sino su capacidad de evolucionar en el tiempo, generar situaciones no previstas y crear interacciones nuevas; de asumir que el protagonista no es un arquitecto ni una asociación, que esa intervención tiene mucha vida más allá de quien la concibió.

Un amigo ingeniero me decía que no entiende por qué los ayuntamientos se disculpan cuando hacen obras. La reflexión es oportuna: ¿por qué, cuando hay una tuneladora que perfora medio subsuelo de la ciudad e invertimos colectivamente una fortuna, escondemos el hecho y nos centramos solo en las molestias que genera? Deberíamos quitarnos de encima los complejos: “Contemplen esta tuneladora que permitirá abrir la línea 9 del metro con el mínimo de afectaciones y dejar a las futuras generaciones una ciudad conectada con transporte público a una velocidad muy competitiva”, o “aplaudan al equipo humano que se deja la piel cada día para acortar distancias”. 

En el escenario posburbuja inmobiliaria, me parece mucho más importante el ritmo de una transformación que su tamaño. Que un lugar esté en constante transformación es pesado, pero no un motivo para esconder la cabeza bajo el ala. Lo que es imperdonable es que esté cerrado y amurallado. No se puede permitir que el grado de conectividad de un lugar se rebaje por las obras, porque entonces la vida cotidiana de miles de personas acaba resintiéndose: cierran las tiendas, se crean zonas inertes y se desertizan las plantas bajas. A veces, querer “terminar” un tramo de ciudad, aunque sea pequeño, puede producir un efecto traumático. 

Dicho de otra manera: el problema del proyecto de la Sagrera no es su tamaño, ni la escala, sino su estrategia de implantación, basada en un eterno “cerrado por obras, disculpen las molestias”. En el contexto actual, con la playa de vías abierta como si fuera un estómago operado, las administraciones se lanzan reproches unas a otras y esconden la cabeza bajo el ala, incapaces de convertir el espacio en una oportunidad. Existe un proyecto del equipo de arquitectos Alday-Jover y otro del estudio de arquitectura RCR para empezar a colonizar los laterales de la obra, fáciles y rápidos de ejecutar, que se han detenido con el cambio de gobierno, pero que son clave para empezar a transformar la Sagrera antes de que llegue el parque. 

Superar la crítica al modelo especulativo 

Para hacer comprensibles estas afirmaciones propondré tres retos sobre los que la ciudad debe reflexionar. El primer ejemplo es el mito de que en Barcelona hay miles de pisos vacíos. Los hay, pero, paradójicamente, hay muchos menos de los que se necesitarían para tener un mercado de la vivienda razonablemente sano y no inflacionado. Lo dicen los expertos: con menos de un 5 % del parque de viviendas vacías, el mercado no funciona. En Barcelona hay unas 800.000 unidades habitacionales, y parece que los bancos tienen 2.400 vacías. Para no tener un mercado de pisos inflacionario es necesario que haya oferta, y la retórica anticrecimiento solo beneficia a los actuales propietarios. 

Creo que el error se halla en la concepción antigua que algunos tienen del mercado inmobiliario. Construir una ciudad no es alzar pisos, sino generar centros, crear sitios que “existen” antes de ser construidos. Esto implica diseñar espacios públicos de primera, bien conectados, verdes, atractivos y estructurados. Hacer crecer una ciudad implica poder hacerla más justa, más distribuida y acogedora del talento. Barcelona (la metrópoli) tiene mucho margen para crecer, precisamente porque en ella se vive muy bien, y tiene el reto de acoger a personas con talento o con ganas de construir un futuro colectivo mejor, innovador y emprendedor. Hay que superar la crítica al modelo especulativo previo a la burbuja inmobiliaria; hay que vencer (y combatir) el miedo al pelotazo para comenzar a imaginar una metrópoli bien conectada y mucho menos desigual. Hay que diseñar nuevos tramos de ciudad, flexibles y abiertos, y eso no es espontáneo; se necesita liderazgo público para apuntar cuáles serán las áreas de transformación, reservar el terreno y empezar diseñando su espacio público, que será determinante para que aquello se convierta en una parte importante de la ciudad.

El segundo ejemplo tiene que ver con la densidad del espacio público y del construido. La edificación en altura genera rechazo; de hecho, todo lo que sobresale molesta, pero es una forma eficiente de generar poca huella ecológica y dar luz y vistas a todos los usuarios. Estar sistemáticamente en contra del proyecto diferente aboca la ciudad a la mediocridad, a los valores seguros y a la estandarización del entorno construido en forma de pisos de Núñez i Navarro y cadenas de hoteles estériles. La falsa pretensión de hacer que nada sobresalga es contraria a la esencia de la ciudad: la identidad es un valor público en riesgo. El miedo a gestionar el riesgo no nos tiene que paralizar; por ello hacen falta técnicos solventes, políticos con argumentos, inversores responsables y creatividad ciudadana.

La mediocridad no es cuestión de escala; hay edificios fantásticos que son grandes y altos, y hay edificios grandes que no aportan nada. También hay espacios públicos grandes que desconectan, como hay sitios de paso no planificados que mágicamente encarnan la esencia del espacio público. Pero hay que superar los prejuicios. Los lugares comunes por los que todo lo que es grande, o diferente, o privado, equivale a “especulativo”, es fruto de la comodidad y las ganas de gustar. 

El tercer reto es sobre cómo debe planificarse el espacio público del futuro. En un entorno en el que todo es cambiante, ¿tiene sentido dibujar hoy lo que pasará dentro de tres generaciones? Tenemos que encontrar unos instrumentos de planificación que apunten lugares, reserven áreas y consoliden un espacio público estructurado, pero que deje margen a las futuras generaciones para repensar, redibujar y redistribuir. Esto puede significar predicar un back to basics: yo me conformaría con la definición de una ciudad policéntrica muy clara, donde los centros se consideraran “áreas de oportunidad”, bien conectadas y autosuficientes desde todos los puntos de vista (servicios, equipamientos, energía, puestos de trabajo). Y propondría que estos centros no se designaran por equidistancias ni motivos abstractos, sino basándose en las preexistencias.

También existen oportunidades políticas que hay que saber aprovechar, más allá de los partidismos rancios. El alcalde Trias era un gran partidario de preservar el carácter doméstico de los Tres Turons y de Torre Baró, y estoy segura de que la alcaldesa Colau compartirá esta visión, que sitúa a las personas en el centro de las políticas urbanas. Si hay consenso político para este urbanismo más atento, ¿seremos capaces de generar las herramientas adecuadas para desbloquear situaciones absurdas generadas por un plan general metropolitano de hace más de cuarenta años? 

Tenemos el reto de ser más incisivos y más innovadores, y exponernos a defender los valores de cada proyecto urbano a riesgo de ser calumniados por disentir. El debate real tiene que ser ciudadano, interdisciplinar y plural, para evitar que se instrumentalice por intereses partidistas. 

Eulàlia Ferrer, la directora de ‘El Brusi’ en la sombra

La confluencia de las calles de la Llibreteria y de la Freneria, donde las familias de Antoni Brusi y Eulàlia Ferrer tenían sus respectivos negocios.
Fotos: Dani Codina

Nacida en 1780 en el seno de una familia de libreros e impresores, Eulàlia Ferrer fue, primero, colaboradora de su marido, Antoni Brusi, en la gestión del Diario de Barcelona y, después, a raíz de su fallecimiento, máxima responsable del diario conocido popularmente con el apellido familiar. Ejemplo de mujer emprendedora, superó los obstáculos que la profesión, la sociedad y la ley imponían a las mujeres.

Hasta finales del siglo XIX el gremio de libreros no permitió que las mujeres fueran maestras libreras. Tenían que ceder sus negocios a un hombre y, por lo tanto, su formación en los talleres era escasa. Las leyes establecidas limitaban a las mujeres a las tareas que correspondían a su condición femenina y su destino no era trabajar en un negocio aunque lo heredaran, sino casarse con algún hombre del gremio, que sería el auténtico librero. Desde el siglo XVII los miembros de la familia Ferrer eran impresores y libreros, y eran las mujeres quienes, tradicionalmente, habían aportado el dinero y la fortuna. Por tal motivo el abuelo de Eulàlia Ferrer había adoptado el apellido de su mujer.

Eulàlia Ferrer nació en Barcelona el 12 de noviembre de 1780. Su padre era el conocido librero Josep Ferrer, que murió cuando ella todavía era una niña. El padre dejó la librería Casa Ferrer de la calle de la Llibreteria, número 22, a sus dos hijos, que también murieron sucesivamente, y fue Eulàlia quien heredó el negocio familiar a los doce años. Conoció a Antoni Brusi i Mirabent, que se dedicaba a la encuadernación y venta de libros, en la tienda que tenía en la calle de la Llibreteria, esquina con Freneria, muy cerca de la suya. El 5 de mayo de 1799 se casaron.

Seguramente fue ella quien aportó el dinero necesario para la fundación de una imprenta y la ampliación del negocio de Llibreteria y, aunque no era muy habitual en aquella época, lo inscribieron en el registro a nombre de los dos.

En 1808 estalló el conflicto bélico entre España y el Imperio Francés. Las primeras tropas napoleónicas entraron en Cataluña el 9 de febrero de 1808 y, cuatro días después, una columna de seis mil hombres llegó a Barcelona, seguida muy pronto por un nuevo contingente más numeroso. Había estallado la llamada Guerra del Francés.

Las tropas francesas toman Tarragona en junio de 1811, según un grabado de la época.
Foto: Prisma

Ante el sometimiento muchos barceloneses abandonaron la ciudad, entre ellos la familia Brusi. En compañía de los empleados del negocio, cargaron su imprenta y se marcharon a Tarragona, todavía libre del invasor. Allí Antoni Brusi ofreció a los jefes del Ejército sus servicios de impresor. Aquello les supuso sufrir los riesgos y sacrificios propios de la guerra. Gracias a su imprenta, las autoridades sublevadas de Cataluña tuvieron la gran ventaja de poder comunicar sus órdenes con rapidez y amplia difusión. También imprimieron todo tipo de proclamas para incitar a la rebelión y se hicieron cargo de la edición de la Gazeta Militarque, por urgencias de la situación bélica, imprimieron en los lugares más inverosímiles. Cuando Tarragona cayó en manos de los franceses, la familia Brusi perdió casi todo el material y la maquinaria de impresión. Embarcaron a toda prisa hacia Palma de Mallorca con sus hijos, dos hermanos y tres aprendices. En la isla disfrutaron de un periodo de cierta tranquilidad y montaron un nuevo taller, negocio que prosperó y con el que se recuperaron económicamente. En 1812 Antoni Brusi viajó varias veces a Cataluña para velar por los negocios que todavía mantenían aquí; durante estas ausencias, Eulàlia Ferrer continuó al frente de la imprenta.

En 1813, en las postrimerías de la ocupación francesa, toda la familia volvió a Barcelona para reanudar sus actividades. Además de la Gazeta imprimían numeroso material para el Ejército español –permisos, certificados, recibos y listas de reclutamiento de la tropa–, que les proporcionaba las ganancias económicas que luego invertían en nuevos proyectos. Los Brusi habían tenido seis hijos, de los que solo sobrevivieron dos niñas, Antònia y Eulàlia.

Portada del diario del 6 de junio de 1814, el primero que publicaron como propietarios una vez acabada la Guerra del Francés.
Foto: Arxiu Històric de la Ciutat

El 28 de abril de 1814 los franceses abandonaron definitivamente Barcelona y, con el retorno de Fernando VII, se restauró la monarquía absoluta con un rigurosísimo control de la prensa. En recompensa por los servicios prestados y gracias a un real privilegio que dictaba la existencia de una única publicación en Barcelona, a Antoni Brusi se le otorgó la edición y propiedad del Diario de Barcelona, periódico fundado en 1792 que, durante un corto periodo de la ocupación, se había publicado en catalán y francés. Desde ese momento Eulàlia Ferrer y su marido se dedicaron de lleno al diario. Poco después, en 1815, Eulàlia tuvo a su séptimo hijo, Antoni, pero ello no la apartó del negocio editorial y marido y mujer siguieron trabajando codo con codo.

En 1819 incorporaron una fundidora tipográfica a la imprenta y, un año después, introducían la litografía en Cataluña. Fueron muy innovadores y aplicaron en los talleres la fuerza del vapor, todavía desconocida en el país. Rompiendo con la tradición de la época, los Brusi incorporaron como colaboradores del diario a personajes destacados por su talento y su cultura, con artículos que constituyeron una novedad muy celebrada. Desgraciadamente, Antoni Brusi murió dos años después, víctima de una devastadora epidemia de fiebre amarilla. En estas tristes circunstancias, Eulàlia asumió la dirección y mantuvo firmemente los intereses de la empresa, que adoptó el nombre de Viuda e Hijos de D. Antonio Brusi.

Durante un corto periodo de tiempo el Diario de Barcelona perdió el privilegio de ser el único diario de la ciudad. Los cambios en el gobierno permitieron la libertad de prensa, lo que favoreció la proliferación de publicaciones. Pero en 1823 volvieron las severas restricciones y el diario recuperó los privilegios absolutistas, que mantendría hasta la muerte de Fernando VII en 1833.

Mientras tanto, el hijo pequeño de los Brusi, Antoni, había recibido una buena educación con la idea de que en el futuro sería el jefe del negocio familiar. Estudió en varios países europeos el arte tipográfico y la confección de diarios modernos, y en 1838 volvía a Barcelona para visitar a su madre. Percibió que el negocio familiar pasaba una mala situación financiera y decidió quedarse definitivamente en Barcelona para ponerse a su frente.

En ese momento, la viuda Eulàlia, consciente de que era a su hijo a quien le correspondía dirigir la empresa, se retiró. Antoni Brusi hijo dio al diario el impulso necesario para convertirse en la referencia periodística del conservadurismo catalán, lo que llevaría a la publicación a ser conocida popularmente como diari dels Brusi o, más corrientemente, El Brusi. El nombre de Eulàlia Ferrer dejó de constar en la documentación relacionada con el negocio, pero tuvo la satisfacción de verlo prosperar brillantemente. Murió en 1850 a la edad de setenta años.

Ilustración sobre el diario aparecida en la Guía satírica de Barcelona en 1854.
Foto: Wikimedia

Conocida como Eulàlia Brusi desde su matrimonio con Antoni Brusi, fue editora, librera, impresora y directora del Diario de Barcelona a lo largo de veinte años. Además, se vio implicada en varios pleitos interpuestos principalmente por el Colegio de Libreros por su ejercicio de la profesión. Pero lo decisivamente importante es que constituye un ejemplo de mujer emprendedora, que supo aprovechar las circunstancias que le tocó vivir y demostró una gran capacidad para superar los obstáculos que su profesión, la sociedad y la ley imponían a las mujeres.

 

La economía social, entre la utopía y el cambio posible

Transformar la economía para que la sociedad cambie: este es el objetivo que persiguen centenares de experiencias de economía social que nacen y crecen en Cataluña. Descubrimos tres ejemplos mediante Dídac Costa y la moneda alternativa ecoseny; Xavi Teis, de Coop57, y Aina Barceló, de Som Energia.

Entre la utopía y el cambio de paradigma económico hay un espacio de transformación del tejido económico que va ganando terreno porque mucha gente se siente expulsada o cansada del sistema, y decide cambiarlo desde la base. Son los protagonistas que impulsan, poco a poco, este cambio. En ámbitos diferentes y con experiencias personales y profesionales muy divergentes, son tres ejemplos de esta actitud Dídac Costa, Xavi Teis y Aina Barceló.

Dídac Costa, especialista en monedas sociales y uno de los impulsores de la red de intercambio Ecoxarxa Montseny.
Foto: Eva Guillamet

Dídac Costa era estudiante de Sociología en la Universitat Autònoma de Barcelona (UAB) en 1997, cuando oyó hablar por primera vez de experiencias con monedas sociales en América Latina y en el Reino Unido. Unas monedas que replanteaban la función del dinero y que se encontraban en el corazón de redes locales de intercambio que aspiraban a poner el dinero al servicio de las personas y no al revés. Poco después empezó a viajar para conocerlas de cerca: fue con una beca Erasmus a Londres y después recorrió América Latina, empezando por Chile, para aprender el funcionamiento de las redes de intercambio en comunidades que utilizaban una moneda física alternativa. Aquello le fascinó, estudió los diversos modelos existentes y les dio difusión. “Publiqué una edición simple de mi libro Com crear xarxes d’intercanvi a la teva comunitat [Cómo crear redes de intercambio en tu comunidad], en 2001, en Argentina, con los últimos ahorros que tenía –explica–. Con el país en bancarrota, realicé una impresión barata en Buenos Aires y fui por América Latina con un carretón vendiendo el libro”. Después, en 2002, participó activamente en una red de intercambio en São Paulo, en Brasil.

Con toda esta experiencia en la mochila volvió en 2004 a Cataluña. Introdujo un modelo de moneda local en la red de intercambio Xaingra y ayudó a poner en marcha una en el barrio. En 2009 se fue a vivir al Montseny, donde conoció a un grupo de gente que quería crear una ecovilla. Se sumó al proyecto y acabaron organizando una red que funcionaba con ecosenys como moneda propia. “Al cabo de tres meses ya teníamos una feria, con doscientas personas, y pasados ocho ya éramos unas seiscientas. De allí surgió la Ecoxarxa Montseny, que después tuvo réplicas en otros lugares”, recuerda. 

“Es una revolución silenciosa, pacífica y creativa que transforma el átomo de la sociedad, que es la moneda –considera–. La moneda social es uno de los caminos hacia la revolución. Como dicen los amigos hackers, usando las herramientas del amo nunca te librarás de él”. Y por ello pretende cambiar la herramienta. “Es una tecnología social que no tiene límites; los únicos límites los ponen la capacidad imaginativa de las personas y las prisiones mentales”.

El optimismo es un deber

Xavi Teis, economista y responsable de comunicación de Coop57.
Foto: Eva Guillamet

En los proyectos de transformación social es tan importante el objetivo como el camino. Así lo piensa Xavi Teis, de treinta y dos años, economista y responsable de comunicación de Coop57, una de las primeras cooperativas de servicios financieros del país, que en junio de 2015 cumplió veinte años y se menciona, a menudo, como paradigma de banca ética. Pero Teis nos recuerda que en ningún caso se trata de un banco. “Intentamos hablar de finanzas éticas”, comenta, tomando un café matinal en el barrio de Sants, donde Coop57 tiene su sede. Tiene el don de la palabra didáctica, de hacer entender el ámbito y el propósito de su activismo. “Se trata de aplicar criterios sociales, medioambientales, éticos, a la hora de decidir dónde invertimos los ahorros de unos para cubrir las necesidades de financiación de otros”.

Este es el funcionamiento de Coop57, nacida de la lucha de una parte de los antiguos trabajadores de la editorial Bruguera, cuando fueron despedidos a finales de los años ochenta. Con la bolsa de dinero de las indemnizaciones crearon una caja de resistencia para ayudar a impulsar proyectos de cooperativismo autogestionados. Después se abrieron al conjunto de la economía social y solidaria, y han tenido un crecimiento muy importante desde la última crisis económica. “En momentos de liquidez y financiación escasas tenemos que abrir el grifo del préstamo tanto como podamos para dar soluciones financieras a entidades que ejercen una labor social importantísima –explica–. Si quieres que cambie la economía, debes aspirar a incidir en todos los ámbitos”. Dan apoyo a cooperativas del sector de la metalurgia y de muchas otras áreas, asociaciones medioambientales comarcales, entidades culturales y educativas… Teis estudió Economía en la UAB. “Cuando acabé la carrera nadie me había hablado de la economía social y solidaria ni de las finanzas éticas”, se lamenta. Entonces descubrió la banca ética. Se interesó y se hizo voluntario de Finançament Ètic i Solidari, donde trabajó durante tres años desarrollando campañas de sensibilización, hasta 2013, cuando se fue a Coop57. “Me lo paso muy bien. Es un proyecto muy estimulante, pues intentamos ser una herramienta práctica para la construcción de cosas que, a nuestro entender, impulsan a la sociedad hacia realidades mejores”. Teis habla siempre con una media sonrisa. Reivindica la sonrisa y el optimismo. “El optimismo es un deber en este tiempo. Porque la transformación social pasa también por ser felices”.

Presumiendo de energía

La ingeniera biomédica Aina Barceló, una de las socias activistas del grupo de Barcelona de Som Energia.
Foto: Eva Guillamet

El activismo de Aina Barceló es diferente del que hemos encontrado en Dídac Costa y en Xavi Teis. Si ellos han acabado trabajando en ámbitos más o menos relacionados con su campo de estudio, ella se ha implicado en un proyecto desvinculado de su profesión. Barceló, ingeniera biomédica, es una de las socias activistas del grupo de Barcelona de Som Energia.

Esta cooperativa de producción de servicios de energía ha tenido un crecimiento espectacular durante sus cinco años de vida, desde sus comienzos en noviembre de 2009 como iniciativa de un grupo de exalumnos y profesores de la Universitat de Girona y otros colaboradores, que se fijaron en experiencias similares en Flandes, Francia y Alemania. Som Energia ha ido creciendo con una estructura en red por toda España, pero sobre todo en Cataluña. Hoy ya cuenta prácticamente con 23.000 socios y 25.000 contratos de servicio de electricidad.

Aina Barceló habla con nosotros como portavoz de Som Energia, pero cualquiera de los activistas que forman parte de la cooperativa podría serlo. Porque Som Energia juega en una liga distinta a la de las grandes eléctricas: la de las energías renovables, del compromiso ético en los proyectos y de la organización democrática de la compañía, en que la difusión se lleva a cabo mediante el boca a boca y las campañas informativas de ámbito local.

Este es el cometido de Aina: implicarse a fondo en la difusión sobre qué es y cómo funciona Som Energia, que ofrece unos precios competitivos en el mercado con un sistema de funcionamiento, de trato al cliente y de obtención de la energía diametralmente opuesto al de las grandes eléctricas. Es una de las experiencias de economía social de mayor alcance en Cataluña: no propone nada utópico, sino una realidad tangible, verdaderamente alternativa. Tal es el motivo, expresa Barceló, de que las grandes eléctricas se inquieten. “Ahora ya les empezamos a dar miedo”.

No quise ser turista

Para el mundo exterior, los catalanes tienen fama de gente arisca, obsesionada con el trabajo y poco predispuesta a abrirse a un forastero de buen comienzo. Pero incluso huyendo del tópico, son notables las diferencias existentes con la cultura chilena, en que las amistades se consolidan antes de vaciar la primera copa de vino. A los recién llegados del otro lado del océano también les sorprende descubrir una sociedad en que las personas se encuentran más en los espacios públicos que en su casa, y esto último, cuando sucede, no sin previa invitación formal y pactada.

El terrado de la Pedrera de Gaudí en 1982, antes de la rehabilitación del edificio y del alud turístico, cuando sus plantas todavía las ocupaban despachos y viviendas particulares.
Foto: Colita

A principios de los años ochenta, en los aviones que despegaban desde el aeropuerto internacional de Santiago de Chile rumbo a Europa no viajaban solo turistas. A una década del sangriento golpe de estado que había puesto fin al gobierno de Salvador Allende, todavía eran muchos los chilenos que emprendían el largo y duro camino del exilio. Y entre ellos, un importante contingente de jóvenes que, expulsados de las aulas universitarias por su lucha en defensa de la democracia, tenían que cruzar la cordillera de los Andes para poder acabar los estudios, encontrar trabajo o, simplemente, escapar de la represión mortal de la dictadura.

Una de estas razones me hizo cambiar, en setiembre de 1982, la incipiente primavera austral por las postrimerías de un verano español aún con regusto de locura futbolística. El avión de la compañía Spantax me depositó en Madrid, donde entonces se cobijaba una numerosa y solidaria comunidad chilena. Sin embargo, mi camino tenía como destino final Barcelona, una ciudad que ya hacía tiempo que me atraía como un imán irresistible, espoleada por la resonancia dulce y todavía indescifrable de unas canciones que alguien había hecho llegar desde el otro lado del océano. Eran letras interpretadas en una lengua tan seductora como extraña y, por lo tanto, cuando llegó el momento de emprender un viaje que, en aquel momento, no tenía ninguna duda, tenía que ser de ida y vuelta, ya hacía tiempo que la decisión estaba tomada.

Llegué a Barcelona en autocar y de noche. La parte alta de la Diagonal desfiló ante mis ojos curiosos hasta que, a la altura de la que entonces era la plaza de Calvo Sotelo, lo que parecía un rodaje de cine me hizo intuir que esta tenía que ser una ciudad extraordinaria. Poco rato después, este presentimiento se convertiría en certeza cuando los amigos que cálidamente me recogieron me hicieron atravesar una Rambla tan sensual como impúdica. Libertad que en nuestro torturado, oscuro y triste Chile de entonces era imposible de concebir.

La cultura en la calle

Me instalé en una pequeña habitación en lo alto de un edificio señorial de la calle del Rosselló. Desde mi balconcito se avistaba la azotea de La Pedrera, entonces virgen de turistas, y saliendo a la calle, en dos pasos, llegaba a la mítica Puñalada.

Mi desembarco coincidió con las fiestas de la Mercè, que estallaban como un maravilloso desenfreno. Entonces la fiesta todavía pertenecía a los barceloneses y pude vivirla desde dentro, sumergiéndome en aquel desconocido entramado laberíntico de Ciutat Vella y tropezando, esquina tras esquina, con una inesperada explosión de músicas, baile, fuego y magia. ¡CULTURA EN LA CALLE Y AL ALCANCE DE TODOS! Imposible describir el impacto emocional que todo aquello supuso, tanto como difícil me resulta traducir en palabras el sentimiento que me sacudió el alma ante la irrepetible luz de esta ciudad que, a cada paso, parecía decirme: “¡Bienvenida, bienvenida!” Cierto es que la Barcelona de entonces aún no había empezado a “ponerse guapa” y que un gris chapucero uniformaba las fachadas del Eixample. Pero a mí la ciudad me pareció de una luminosidad milagrosa.

Pocos días después, me matriculaba en el programa de doctorado de la Facultad de Ciencias de la Información de la Universidad Autónoma, lo que me permitió entrar en contacto con la comunidad universitaria que había sido mi referente académico cuando cursaba la carrera de periodismo en la Universidad Católica de Chile. Sin embargo, aquellos estudios representaron solo un punto de partida para la que acabaría siendo la gran aventura de mi vida. Un año más tarde, empezaba a escribir en el desaparecido Noticiero Universal, el entrañable Ciero, en el inicio de una trayectoria profesional que se ha prolongado hasta el día de hoy.

El exilio se puede vivir de muchas formas, tantas como circunstancias y personas se ven abocadas a esta terrible experiencia. Se puede abordar incluso desde el rechazo más absoluto a la cultura que te acoge, como una especie de grito visceral ante la tragedia impuesta. Tengo referencias de un chileno, exiliado en la URSS, que nunca quiso aprender ruso. “¿Por qué tengo que hacerlo –me han dicho que decía– si yo lo único que quiero es volver a mi país?” Actitudes en el fondo no muy distantes a esta las vi en otros chilenos que entonces vivían en Barcelona; compatriotas empapados de una nostalgia profunda por la patria lejana, reproducida cotidianamente de tantas maneras diferentes. Yo, en cambio, quise conocer desde dentro, y sin ninguna mochila a la espalda, esta nueva tierra.

Naturalmente, el proceso no fue nada fácil. Para el mundo exterior, los catalanes tienen fama –y con esta información previa había llegado yo– de gente oscura y arisca, obsesionados con el trabajo y poco predispuestos a ofrecerte su amistad desde el principio. Y a pesar de querer escapar del tópico, las diferencias con mi cultura, en la que las amistades se consolidan antes de vaciar la primera copa de vino, eran notables. Me sorprendió, de entrada, descubrir una sociedad en la que la gente se encontraba más en los espacios públicos que en su casa, y que esto último solo se producía previa invitación formal y pactada; todo lo contrario a aquel permanente e imprevisible desfile de amigos y parientes al que yo estaba acostumbrada.

La Rambla durante el invierno de 1988.
Foto: Colita

Me sorprendía, también, la puntualidad de las citas, la formalidad de las promesas, la buena educación de la gente que se saludaba al subir y bajar de un ascensor, su sentido de la responsabilidad y el deber, el respeto a los demás y a su intimidad, la pulcritud (¡para mí!) de las calles, el civismo de los ciudadanos al pedir turno para ser atendidos o al marcar su billete de autobús sin que nadie los controlara… Y sobre todo, aquella –desgraciadamente hoy perdida– sensación de seguridad cuando paseabas por la calle.

“En esta ciudad te puedes sentar a charlar con alguien en un bar y dejar tu bolso al lado sin miedo, porque nadie te lo quitará”, le expliqué a mi familia en una carta. Naturalmente, aquella era la Barcelona de los ochenta. Una Barcelona preolímpica, estéticamente menos bella quizás, pero más auténtica. Una Barcelona hoy desaparecida, implacablemente engullida por un turismo de masas que ahora invade sus calles sin ver nada.

Conquistar la lengua 

Yo tuve el inmenso privilegio de no haber sido nunca turista. La mía fue una inmersión total y profunda en la  sociedad catalana. Y como tal, mi primera obsesión fue conquistar la lengua. Entonces el catalán acababa de emprender el arduo camino hacia su normalización. No todo el mundo lo hablaba correctamente. Y escribirlo, aún menos. Y tal circunstancia, de algún modo, ayudó a que mi proceso de aprendizaje, espontáneo y autodidacta, no resultara nada difícil. Adquirir la nueva habla fue una ganancia en todos los sentidos. De entrada, cambió mi manera de relacionarme con la gente, dotándola de una calidez y de una complicidad nueva. Naturalmente, me permitió ampliar mi patrimonio cultural, pero, por encima de todo, me ayudó a entender mejor el espíritu de un pueblo que, si bien tardaba en concederte su amistad –otro tópico en el que me gusta creer–, cuando lo hacía era con un sentimiento sincero y perdurable.

Ahora, más de treinta años después, puedo decir que me siento más de aquí que de allá. Incluso me sorprende cuando todavía alguien me pregunta de dónde soy. Sigo respondiendo que chilena, pero, a pesar de llevar mi tierra natal muy adentro, hace muchos años que rompí el billete de vuelta. Y esta decisión, no siempre fácil y sencilla, a momentos incluso dolorosa, ha comportado para mí un compromiso y un deber. Compromiso de conocimiento y respeto hacia la tierra que he hecho mía y, al mismo tiempo, deber de contribuir a su enriquecimiento tanto como me ha sido posible. Y, francamente, creo que como periodista puedo ir cumpliendo, cotidianamente, estos dos propósitos. Todo un privilegio.

El reto social. Alzar un dique de contención ante la desigualdad

Una asamblea vecinal heredera del movimiento 15M, en la plaza de la Vila del barrio de Gràcia.
Foto: Dani Codina

Barcelona vive una eclosión de experiencias asociativas y de autogestión ciudadanas. El escenario presente plantea la duda de si estas iniciativas están reemplazando a las obligaciones de la Administración pública. Solo si esta se responsabiliza de sus funciones y da lugar a un diálogo con una ciudadanía organizada, se puede construir un dique de contención que haga frente a la desigualdad.

La Universidad de Saint Andrews, en Escocia, publicó en octubre del 2015 el informe Socio-Economic Segregation in European Capital Cities, en el que se recoge que, entre 2001 y 2011, en once de las trece ciudades más importantes de Europa se amplió la brecha entre ricos y pobres, y se expone que esto puede ser “desastroso” para la estabilidad social. No menciona Barcelona, pero muestra que Madrid es la ciudad en que más creció la desigualdad durante esta década. El estudio pone en evidencia que el fenómeno que denomina segregación tiene cuatro pilares: la globalización, la desigualdad, la reestructuración del mercado de trabajo y la especulación urbanística.

En 2015 Barcelona no se libra de ninguno de los cuatro pilares. De hecho, una de las primeras medidas del nuevo equipo de gobierno municipal, solo un mes después de llegar al Ayuntamiento, fue destinar entre 2,5 y 4 millones de euros a una partida adicional del fondo extraordinario de infancia dirigida a las familias vulnerables. Desde 2013, la Federación de Entidades de Atención y Educación a la Infancia y a la Adolescencia (Fedaia) denunciaba que el 25 % de la población infantil roza la pobreza en Barcelona.

¿Cómo se ha llegado a esta situación? Es más, la radiografía sigue agravándose. El pasado 20 de octubre, el concejal de Empleo, Empresa y Turismo, Agustí Colom, presentó un informe en el que se expone que las rentas bajas pasaron de representar el 21 % del total en 2007 a suponer el 41,8 % en 2013, mientras que la población con rentas medias era el 44,3 % ese año, 14,3 puntos porcentuales menos que en el 2007. Es decir, la crisis provoca el aumento de la parte de la población con rentas bajas y la reducción de la incidencia porcentual de las rentas medias, o lo que es lo mismo, sigue habiendo un empobrecimiento de los asalariados y un aumento de la desigualdad.

De la indignación a la protesta y la movilización 

La Barcelona turística y la de la marginación social se hacen presentes en esta imagen tomada en la Rambla del Raval.
Foto: Dani Codina

El año en que los académicos que elaboraron ese estudio europeo ponían punto final al trabajo de campo del informe, los barceloneses empezaban a indignarse. En marzo de 2011, Stéphane Hessel visitó la ciudad para presentar ¡Indignaos!, un libro breve y contundente que sirvió como una chispa para que muchos jóvenes –y otros no tan jóvenes– empezaran a ver la crisis como el negocio de un sistema financiero que favoreció, ante todo, su beneficio sin importarle los medios y que financió la corrupción política para que nada obstaculizara unas buenas perspectivas de negocio. Ese mismo mes de marzo, Ada Colau, hoy en día alcaldesa de Barcelona, respondía preguntas sobre la Plataforma de Afectados por la Hipoteca (PAH) en el comedor de su casa, con una cortina azul, de plástico, como puerta de la cocina. Colau era una activista de un movimiento que tomaba fuerza, quizá ahora el más importante en lo que llevamos de siglo en España. En su casa, Colau advertía: “Cualquier día, miles de personas que construyen alternativas a escala local pueden ocupar la calle”.

A partir del 15 de mayo de 2011 ocuparon las plazas: la de Catalunya, en Barcelona; la del Sol, en Madrid… En esas plazas se empiezan a gestar algunas de las respuestas y acciones encaminadas a hacer frente a la globalización, la desigualdad, la reestructuración del mercado de trabajo y la especulación urbanística: es el llamado Movimiento 15M.

Manifestación por la educación pública y contra las políticas del ministro Wert, en octubre de 2013.
Foto: Dani Codina

Ancor Mesa Méndez, doctorando de Psicología Social de la Universidad Autónoma de Barcelona (UAB) en 2011, no se acuerda de cuántas veces cruzó la plaza de Catalunya durante esa acampada. Hacía un año que había entrado de lleno en el mundo del asociacionismo, como técnico de la Federación de Asociaciones de Vecinos y Vecinas de Barcelona (FAVB), en la que aún trabaja, y el 15M lo cogió en plena época de incertidumbre veinteañera. Esos días y esas noches de mayo, Ancor –como otros muchos ciudadanos– empezó a preguntarse acerca de esos movimientos colectivos, cooperativistas, autogestionados y horizontales que, de repente, emergían como una respuesta a la globalización, a la reestructuración del mercado de trabajo y a la especulación urbanística (tres de los pilares del informe de Saint Andrews). La desigualdad aún no había aparecido en el discurso público, como mínimo en España. Es más, el Partido Popular, ese 2011, la acababa de hacer desaparecer de la asignatura Educación para la Ciudadanía, sustituyéndola por la discusión de los conflictos del mundo.

Manifestación de la PAH contra los desahucios, en febrero del mismo año.
Foto: Dani Codina

En Tenerife, donde nació, Ancor no había ni olido algo parecido a un colectivo vecinal. En Barcelona, entre tesis y hogares temporales (por el precio del alquiler, por pertenecer a una generación en riesgo, por vivir en una ciudad que se caracteriza por su movilidad poblacional), tampoco se había vinculado a ningún barrio. Esa acampada, ese “cónclave sin paredes de personas libres procedentes de lugares dispersos”, como él define el 15M, le supuso un verdadero punch. “Me empecé a preguntar acerca de cómo se podían aprovechar las energías que se estaban aunando para estimular la producción política colectiva cotidiana desde abajo y desde los barrios”, recuerda ahora en la sala de reuniones de la FAVB, detrás de la plaza Reial, metido en lo que es hoy una valiosa biblioteca de libros sobre luchas populares y de barrio de los años setenta y ochenta, cuando la lucha vecinal barcelonesa ganó centros culturales, escuelas, transporte público y hospitales. 

Encierro en el Hospital Clínic en diciembre de 2012, contra los recortes y las privatizaciones en sanidad.
Foto: Dani Codina

“El actor que mejor absorbió los retos que presentó el 15M para las formas de hacer política cotidiana, fueron las asociaciones de vecinos”, sostiene. Ahora Ancor es el responsable sociológico del programa “Barrio, espacio de convivencia”, un diagnóstico sobre los barrios barceloneses elaborado con la participación transversal de todos los movimientos vecinales. El objetivo de esta investigación, asegura, implica que los colectivos “se identifiquen como actores de su entorno, se abran de miras y colectivicen los problemas”. 

“Toma los barrios” fue la consigna con la que se fueron disolviendo las acampadas en las plazas. Sants, el Raval, Gràcia, el Fort Pienc, la Barceloneta, Horta, Nou Barris… se llenaron de carteles en los que se anunciaban “asambleas populares”. 2011 fue el año que explica los venideros; 2012, el año de la escasez; 2013, el de las protestas por los recortes y la austeridad y el de la democratización de la pobreza; el año 2014 cuando, incluso en Davos, se empezó a hablar de la necesidad de refundar (reshaping) el capitalismo. En primer lugar, en 2011 se visibilizan, ya en titulares, los grandes debates de la desigualdad barcelonesa: los asentamientos, los desahuciados, la reforma de la renta mínima de inserción (RMI), la pobreza infantil y el empobrecimiento de los asalariados. El Idescat publicó que 1,5 millones de catalanes eran pobres, de los que un millón habitaba en la provincia de Barcelona, y el propio Ayuntamiento informaba de que, desde 2008, todos los distritos cuya renta familiar estaba por encima de 100 puntos habían visto aumentar su riqueza, mientras que los ingresos habían caído en los que estaban por debajo. 

Pancarta de los “yayoflautas” en una manifestación de indignados por la sanidad, la educación y la vivienda, en mayo de 2012.
Foto: Dani Codina

A la calle salen, durante estos cuatro años y decenas de veces, los diferentes colectivos, las denominadas mareas: el sanitario, protestando por los recortes en la sanidad (con camisetas blancas), el educativo (amarillas), el cultural (rojas), el de servicios sociales (naranjas). Los vecinos de los barrios, o personas afines por sufrir una misma problemática, también se juntan, y llevan la protesta a plazas y calles; así nace Nou Barris Cabrejada, que agrupa a cien entidades del distrito: Apropem-nos, Quart Món, los yayoflautas, los vecinos que protestan por la muerte de la ley de dependencia, por los recortes de la RMI. En la plaza de Sant Jaume los manifestantes, incluso, deben esperar a que acabe una protesta para empezar otra.

Cooperativismos que empoderan

En segundo lugar, en 2011 empieza un movimiento de empoderamiento ciudadano que convierte a Barcelona en un laboratorio urbano del cooperativismo y la autogestión. Estas experiencias suponen situarse un paso más allá de las dicotomías clásicas entre lo público y estatal y lo privado y mercantil, y se destaca lo público como lo común. El Observatorio Metropolitano de Barcelona recoge en el estudio Comuns urbans a Barcelona medio centenar de iniciativas de autogestión repartidas por los barrios de la ciudad. “En un momento de recortes en áreas públicas de asistencia social y de reducción de derechos, queríamos ver qué tipo de modelo de ciudad se está prefigurando en las prácticas de gestión comunitaria”, se lee en el estudio.

Entrada a la entidad cooperativa de servicios financieros Coop57.
Foto: Dani Codina

El nombre de su web no deja lugar a dudas sobre el carácter reivindicativo: Stupid city, una ironía para nombrar un proyecto que estudia la ciudad que nace de la inteligencia colectiva, en contraposición a la smart city, que, a sus ojos, excluye a muchos de los vecinos.

Estas experiencias cooperativistas, autogestionadas o ciudadanas se ocupan de temas como la energía (Som Energia), la apropiación vecinal del espacio público (Germanetes, en la Esquerra de l’Eixample; la plaza de la Farigola, en Vallcarca; o el Pou de la Figuera, en el Born), la salud (el Espacio del Inmigrante), las telecomunicaciones (Guifi.net), la vivienda (los edificios ocupados por la obra social de la PAH, o La Borda, en Can Batlló), los equipamientos (Can Batlló y el Ateneu de Nou Barris), los cuidados y también las finanzas.

Coop57 se define como una “cooperativa de servicios financieros éticos y solidarios”, una entidad parabancaria al margen del Banco de España que invierte los ahorros de sus socios en proyectos sociales: asociaciones vecinales, proyectos de vivienda cooperativa, fundaciones culturales, etcétera. Guillem Fernàndez, del área de créditos, enumera los requisitos que tiene que reunir una entidad para que Coop57 la financie y parece que esté elaborando un decálogo de la indignación. “Los proyectos deben cumplir principios sociales, estar arraigados en el territorio, disponer de un nivel alto de red colectiva y que la diferencia entre niveles salariales no supere la relación de 1 a 2 entre el más bajo y el más alto”.

Que no es una entidad financiera convencional salta a la vista nada más llegar a su local en la calle de Premià, en el barrio de Sants: no hay mostradores de cristal blindado, ni la maquinilla roja para coger turno, y no atienden trabajadores en traje y corbata. Su filosofía tiene como pilares el funcionamiento asambleario y horizontal, y una forma de organización basada en comisiones, puntos que comparten la mayoría de las experiencias nacidas con el 15M.

Para Coop57, fundada por los trabajadores de la extinta editorial Bruguera, la acampada de 2011 no supuso un comienzo, sino un pico de actividad. Acudieron ahorradores hartos de desahucios y asqueados por las preferentes que llevaron su dinero a otras formas de organización financiera, como ya había sucedido en 2003 durante las protestas por la guerra de Irak. En siete años de crisis, Coop57 ha movilizado más de 43 millones de euros para proyectos de economía social y solidaria en 1.160 operaciones.

Pizarra con anuncios de actividades en el área del antiguo recinto fabril de Can Batlló gestionada por una plataforma vecinal.
Foto: Dani Codina

Fernàndez asegura que las iniciativas y entidades que llegan últimamente a Coop57 están relacionadas con la desarticulación del estado de bienestar. Enumera experiencias del mundo educativo, de la vivienda, de la salud y de la alimentación. “¿Hasta qué punto debemos financiar proyectos que no sabemos si pueden contribuir a consolidar esferas donde no entra el Estado o acabar por deshacer lo que queda de estado de bienestar?”, se pregunta. No es el único. ¿Hasta qué punto estos movimientos de ciudadanos están sustituyendo al Estado en el cumplimiento de sus obligaciones? Esta es la cuestión que ya suena en 2015.

El antropólogo Manuel Delgado tiene un discurso muy crítico sobre el espacio que ocupan tales iniciativas. “Si yo fuera el Estado, preguntaría: ¿para qué queréis lo público si tanto confiáis en lo común?”. En su opinión, no hay duda de que todas estas experiencias de autogestión permiten que la sociedad exista sin el respaldo del Estado, de forma que se acaban convirtiendo en una especie de sustituto que se olvida de reclamar a la Administración pública, mediante las luchas sociales, que sea “realmente pública”. ¿Hay otro escenario posible? “Actuaciones decididas y claras, por ejemplo, en materia de vivienda –afirma–. Es complicado porque básicamente requiere hacer lo contrario de lo que se ha hecho hasta ahora: vender suelo, en vez de comprarlo. Y lo mismo con la pobreza energética”. 

Habitar Barcelona de otra forma 

Espacio comunitario Germanetes, gestionado por la asociación de vecinos del Eixample y Recreant Cruïlles. Es uno de los proyectos que ya funcionan dentro de la iniciativa impulsada por el Ayuntamiento para dar un uso social y comunitario a solares municipales no utilizados.
Foto: Dani Codina

En 2015, en Barcelona, según la PAH, se registraron 22 desahucios cada semana y la vivienda siguió siendo el tema pendiente. Había 2.591 pisos de entidades bancarias que llevaban más de 24 meses vacíos. Solo un 2 % del parque habitacional era de alquiler social. En octubre, el Ayuntamiento le dio un ultimátum a la Sociedad de Gestión de Activos Procedentes de la Reestructuración Bancaria (Sareb): o cedía 562 pisos vacíos para alquiler social, tal y como prevé la ley, o el Consistorio recurriría a los tribunales. La cesión de pisos vacíos está prevista en el artículo 7 de la ley aprobada en el Parlamento como fruto de la iniciativa legislativa popular (ILP) que impulsaron la PAH y la Alianza contra la Pobreza Energética. 

Hace unas semanas, el colectivo periodístico SomAtents publicó un debate sobre Habitar, al que invitó a diferentes actores sociales relacionados con la vivienda en Barcelona. El debate tuvo lugar en la plaza de Joan Corrades, en Sants, frente a un edificio ocupado por la PAH. La charla se alargó más de una hora y empezó con las siguientes palabras de Josep Maria Montaner, concejal de Vivienda del Ayuntamiento y representante del Distrito de Sant Martí: “El segundo elemento de control de la ciudadanía con el que cuenta el capital, después de la plusvalía del trabajo, es la dificultad de acceso a la vivienda. Entendemos que, durante estos cuatro años, podremos conseguir mejorar las condiciones de la vivienda: afrontando la emergencia habitacional, haciendo que pisos vacíos pasen a un uso social, construyendo la nueva vivienda lo más sostenible e igualitariamente posible y llevando a cabo rehabilitaciones mediante planes de mejora de los barrios. Además, nuestra apuesta es la de la innovación, a partir, sobre todo, de nuevos modos de vida, de nuevas formas de propiedad”. 

¿Hay otras maneras de habitar Barcelona? Carles Baiges es arquitecto y miembro de la cooperativa de arquitectos LaCol. Salió de la Universitat Politècnica de Catalunya entendiendo que la arquitectura es una forma de acción-intervención social y, desde 2014, es uno de los sesenta socios de La Borda, la cooperativa de viviendas en régimen de cesión de uso que se levantará en Can Batlló. La fórmula es la siguiente: el Ayuntamiento cede la superficie durante setenta y cinco años y el patrimonio es colectivo, de la persona jurídica cooperativa. Cada hogar (unidad de convivencia, lo llama) ha invertido 15.000 euros como capital social de la cooperativa, y posteriormente pagará una cuota de socio por debajo del precio de mercado: 450 euros por término medio y entre 500 y 600 euros los pisos más grandes. Se estima que la construcción tendrá un coste de 2,4 millones, que financiarán también de forma alternativa a través de Coop57. 

El recinto de Can Batlló, en el barrio de la Bordeta, está pendiente de reforma desde 1976, cuando fue destinado a equipamientos, viviendas sociales y espacio verde. Los vecinos iniciaron en 2011 una experiencia de autogestión de una parte de las instalaciones, dedicadas a actividades sociales y culturales. Aquí está previsto construir las viviendas sociales promovidas por la cooperativa La Borda.
Foto: Dani Codina

La Borda parte de dos ejemplos: el modelo danés, que ya tiene un siglo de antigüedad, y la Federación Uruguaya de Cooperativas de Vivienda por Ayuda Mutua. En Dinamarca el modelo es tan exitoso que, solo en Copenhague, hay 125.000 viviendas integradas en la cooperativa. La iniciativa, explica Carles Baiges, parte de abajo, de un grupo de ciudadanos organizados que buscan alternativas al modelo de vivienda. Habla de autoconstrucción, de “vivir y no especular”, de espacios comunes, de conocer al vecino, de la conexión entre las “unidades de convivencia” y Sants, y, por supuesto, de la “replicabilidad” del modelo.  Como la mayoría de los jóvenes de este país, tengo una vida bastante precaria y me cuesta acceder a una vivienda digna, pero también tenemos la voluntad de cambiar el modelo de propiedad –declara–. Yo no quiero irme al campo, y creo que en la ciudad podemos vivir de manera más comunitaria. Los pisos pueden ser más pequeños que la media, pero el objetivo es que la gente viva en el espacio público”. 

¿El 15M le influye en la manera de plantearse la ciudad y la sociedad? “Somos bastantes los que creemos que todo el movimiento de Can Batlló está muy influido por lo que pasó durante el 15M, incluido aquel desalojo tan brutal. Eso de ‘no nos representan’ lo descubro, más que en la denominada nueva política, en todos los movimientos que pasan de la protesta a la acción. Quizá en su día no cristalizaron en un grupo, pero demostraron que se podían hacer cosas. Creo que eso es lo que quedó: la conciencia de que teníamos las herramientas y la capacidad de hacer las cosas”.

El 24 de mayo de 2011, solo tres días antes del desalojo con violencia de la plaza de Catalunya, el escritor uruguayo Eduardo Galeano (fallecido en abril de 2015) deambula por el lugar. Es de noche y su presencia pasa desapercibida. Un joven lo reconoce y, en lo que él denomina una charla, que en realidad se convierte en un monólogo de más de once minutos, reflexiona ante una cámara, quizá un móvil. “Este es un mundo de mierda que está embarazado de otro”, declara. Ese otro mundo pasa por detrás de la cámara; a veces él lo mira de reojo, a veces son los otros los que lo miran a él: hay jóvenes con sacos de dormir que llevan varios días gritando y argumentando por qué los políticos no los representan, hay camisetas amarillas que lucen en el pecho el eslogan “Toma la calle”, hay camisetas verdes de la PAH. Casi al final expone: “A menudo me preguntan qué va a pasar y qué será de esto después. Y yo, simplemente, contesto que no sé qué va a pasar ni me importa, que lo único que me importa es lo que está pasando”. 

El acceso a la sanidad

El Espacio del Inmigrante, en el pasaje de Bernardí Martorell del Raval.
Foto: Dani Codina

Ciutat Vella es un espejo en tres dimensiones de los cuatro pilares que recoge el estudio de Saint Andrews: barrio globalizado, altavoz de las desigualdades, con mafias que especulan con el suelo y gentrificado hasta en los adoquines. Durante años, el pasaje de Bernardí Martorell se ha situado al margen de la geografía transitable del Raval, a pesar del bar y de los locutorios, a pesar de que, en realidad, no es tan diferente de cualquier otra callejuela. Aquí se halla el Espacio del Inmigrante. Un colectivo de profesionales del mundo sanitario se movilizaron para hacer frente a la aprobación del Decreto 16/2012, que limitaba y restringía el acceso a la sanidad y que dejaba a 873.000 personas sin asistencia sanitaria por no tener su situación administrativa regularizada. En ese pasaje había un hotel vacío ocupado y, en ese hotel, ahora centro social, se ubica el espacio.

El Espacio del Inmigrante, en el pasaje de Bernardí Martorell del Raval.
Foto: Dani Codina

Los viernes atienden los médicos; los miércoles, los abogados, al mismo tiempo que se celebra la asamblea semanal del colectivo en la cocina comedor del piso. La estancia es, simultáneamente, una sala de espera casi convencional: pueden encontrarse el cuadro de un paisaje en la pared, las sillas, también los usuarios móvil en mano y la voz que los va llamando. Pero las paredes son fucsias, el aire no está cargado porque hay un balcón que da al pasaje y la gente habla en voz alta. El vocabulario en la sala de espera pertenece al diccionario de la indignación y la protesta: colonialismo, clasismo e integración; se habla de un festival de documentales.

Es viernes y hay médicos, pero ni llevan bata blanca ni recetan medicamentos ni piden la tarjeta sanitaria. Son médicos voluntarios que, junto con educadores sociales, psicólogos y abogados, informan a los inmigrantes en situación irregular de sus derechos y los acompañan a pedir la tarjeta sanitaria. Un trámite que, sin conocer la lengua ni el funcionamiento burocrático, se puede alargar días y hasta semanas. “Al inmigrante solo, muchas veces, no lo atienden, pero al que acude con alguien autóctono y empoderado, sí; y eso prácticamente roza el racismo”, denuncia Estefanía, una doctora. El acompañamiento comporta llevar la ley impresa, acudir al centro de atención primaria (CAP) y, a veces, discutir con el funcionario del mostrador.

Este es, dicen, el acto “más punky” que emerge del Espacio del Inmigrante. “No queremos ocupar un espacio que tiene que cubrir el Estado; solo proporcionamos a los usuarios las herramientas que les den acceso a la sanidad pública, según les corresponde por estar empadronados”, explica Elvira, doctora residente del Hospital Vall d’Hebron y voluntaria en el Espacio del Inmigrante.

El Espacio del Inmigrante, en el pasaje de Bernardí Martorell del Raval.
Foto: Dani Codina

María (este y los siguientes son nombres supuestos) es vecina del Raval y conoció el espacio como la mayoría de los que llegan aquí: por el boca a boca. Hay voluntarios que recorren el barrio cada semana en lo que denominan la brigada callejera de los jueves; así se corre la voz, aunque se quejan de que la mayoría de los usuarios acuden cuando su situación ya es grave. De este modo llegó María. Hacía meses que sabía de la existencia del espacio, pero cuando llegó lo hizo con el dedo roto: no entró por el dolor de la fractura, sino porque no tenía tarjeta sanitaria –la azul– y porque no podía pagar los “más de 200 euros” que le facturaron en urgencias por una radiografía y la colocación de una férula en un dedo. Las urgencias, repiten estos médicos, sílaba a sílaba, “no se fac-tu-ran”.

En el Espacio del Inmigrante le dijeron que tenía derecho a la tarjeta sanitaria porque está empadronada. Nadie la había informado de ello. “Los agentes políticos aseguran que la atención sanitaria es para todos y que se atiende a todo el mundo. Legislativamente es cierto, pero falta informar a los ciudadanos extranjeros sobre los procedimientos. La información no sirve para nada si el Gobierno no invierte ni lleva a cabo políticas para difundirla entre los colectivos que la necesitan”, indica Elvira. El Espacio del Inmigrante estudia cómo recurrir el pago de esos 200 euros: los miércoles atienden los abogados.

Tres Barcelonas

De lunes a domingo, la Barcelona del turismo, la de las personas sin hogar y la del trabajo precario conviven en la esquina del pasaje de Bernardí Martorell. El hotel de cuatro estrellas de la rambla del Raval, la comunidad de personas sin hogar que se junta en los bajos de Comisiones Obreras (se calcula que hay unas tres mil viviendo en la calle) y ese vaivén de gente con trabajo precario, sin trabajo o con trabajo temporal, con un carrito de chatarra a cuestas. En Ciutat Vella se han instalado muchos de los jóvenes que vivían en las naves abandonadas del Poblenou; ahora ocupan pisos vacíos de callejuelas a la sombra. 

El patio de la Facultad de Geografía e Historia de la calle Montalegre, escenario de actos contra la segregación social.
Foto: Dani Codina

En octubre, el concejal Colom destacó que la tasa de paro se sitúa en la ciudad en el 13,9 % (el 27 % entre los jóvenes). El 53 % de las personas desempleadas tiene más de cuarenta y cinco años y el 44 % lleva más de un año en el paro. La tasa se distribuye de forma desigual por los distritos, y se duplica en algunos de ellos. Los distritos con un paro por debajo de la media son Sarrià-Sant Gervasi, Eixample, Les Corts y Gràcia, mientras que Sants-Montjuïc, Horta-Guinardó, Sant Martí, Sant Andreu, Nou Barris y, por supuesto, Ciutat Vella están por encima. 

Joan Uribe acaba de llegar de Argentina. Junto con otros veinticuatro expertos ha debatido la situación de las personas sin hogar en la International Gathering Homelessness and Human Rights. En su Twitter, palabras como la gentrificación, la exclusión, el derecho a la ciudad y a la calle o los sin hogar están en un tuit sí y en otro no. Es el director de Servicios Sociales de Sant Joan de Déu e imparte clases en la Facultad de Geografía e Historia de la Universidad de Barcelona (UB). 

En la libreta hay una pregunta necesaria para entender los años inmediatos: ¿El futuro pasa por una colaboración entre el mundo asociativo y el Estado? “Me alegro de que te hayas olvidado del mercado –responde–. Un buen escenario de futuro sería que los movimientos sociales, las organizaciones y el tejido asociativo colaboraran con el Estado. Sin duda habría fricciones, pero se podría construir un frente para alzar un dique de contención frente a las lógicas del mercado y, de este modo, construir sociedades mejores que las de ahora, cuando menos alcanzando los mínimos que teníamos hace unos años e incluso yendo más allá”. 

¿Hay ejemplos de esos diques? “En Latinoamérica, algunos grupos iniciaron trabajos organizativos en torno al derecho a la tierra, a la vivienda y a la ciudad. Después de una trayectoria de veinte, treinta o cuarenta años consiguieron no solo cambios en el marco legal, sino también estar representados en las mesas en las que se decide la implementación de políticas públicas. En Finlandia, un trabajo conjunto del ámbito asociativo y las administraciones ha terminado con el sinhogarismo”.

En el exterior de la Facultad de Geografía e Historia, UB, frente al Centro de Cultura Contemporánea (CCCB), hay un panel con información sobre las decenas de charlas que, de muchas maneras, apuntan los cimientos de ese dique. El diccionario es el mismo: autogestión, finanzas éticas, consumo responsable, cooperativismo, vivienda y, cómo no, el enemigo a combatir, la segregación social con sus cuatro pilares: la globalización, la desigualdad, la reestructuración del mercado de trabajo y la especulación urbanística. 

Una ciudad biografiada

Barcelona. Una biografía

Autor: Enric Calpena

Editorial Destino. Colección Imago Mundi

Barcelona, 2015

La historia de Barcelona puede explicarse a través de sus documentos o a través de sus personajes, sus instituciones y sus piedras. Esto es lo que se nos propone mediante una narración de más de ochocientas páginas en la que el periodista Enric Calpena entrevista a Barcelona.

El periodista Enric Calpena se ha convertido, gracias a su labor de divulgación del pasado de Barcelona y Cataluña, en uno de los nombres propios de la literatura histórica actual. Con obras como esta da continuidad a iniciativas destacadas del siglo XX, como la serie Barcelona. Divulgación histórica, de Agustí Duran i Sanpere, que del éxito de la radio pasó al papel y se convirtió en una obra de referencia.

En Barcelona, una biografía, el autor consigue dar voz a una ciudad que durante más de dos mil años ha hecho de la ambición su principal rasgo de personalidad urbana. La historia de Barcelona puede explicarse a través de sus documentos, como el Archivo Municipal propició en el libro Autobiografia de Barcelona (2013), o, asimismo, a través de sus personajes, sus instituciones y sus piedras. Esto es lo que se nos propone mediante una narración de más de ochocientas páginas en la que el periodista entrevista a Barcelona.

El resultado es un ambicioso relato literario, bien documentado, de lectura amena, rico en anécdotas y en todo momento marcado por el estilo sin complejos de Calpena, que se muestra inclinado a las comparaciones extemporáneas para esclarecer hechos históricos a veces demasiado lejanos o incluso incomprensibles para el lector de nuestros días. Y, siempre, rezumando cariño por la ciudad natal.

La Barcelona que el autor perfila es la de una ciudad con una posición geográfica privilegiada en la costa catalana y, especialmente, entre los dos hitos del Mediterráneo antiguo occidental de Ampurias y Tarraco. Un enclave urbano cuya evolución se ilustra a través de las diferentes denominaciones que ha recibido a lo largo de la historia, desde la primitiva Barkeno hasta la Barcino romana transformada en la medina Barshaluna musulmana, la Barchinona cristiana y la Barcelona de los siglos bajomedievales y modernos, que entra en la modernidad marcada por el fuego y la destrucción de las guerras de Sucesión y de la Independencia. La aventura de la Barcelona contemporánea que ocupa los últimos capítulos traslada al lector prácticamente hasta nuestros días.

El objetivo, sin duda, no es ofrecer una visión exhaustiva, sino una invitación a disfrutar de la extraordinaria complejidad de Barcelona a través de los siglos. En muchos casos, el autor, que hasta ahora había centrado sus trabajos en temáticas más contemporáneas, presta más atención a episodios lejanos de la antigua ciudad romana o medieval que a la del siglo XIX y, especialmente, la del XX. Un ejemplo: se dedica la misma atención a las cortes del año 1413 que a los cuarenta años de dictadura franquista.

El resultado es una propuesta innovadora con la que, más allá de centrarse en la historia de la ciudad, tal como han llevado a cabo con gran éxito otros periodistas historiadores como Lluís Permanyer, Jaume Fabre o el añorado Josep Maria Huertas Claveria, Calpena amplía los horizontes hasta la historia catalana y, también durante los siglos más recientes, la española. No es un libro de historia urbana en sentido estricto, pero sí una buena obra de literatura histórica sobre el papel que Barcelona ha ejercido en la historia catalana y española.

Es, efectivamente, una ciudad que se hace querer, tal como afirma el mismo Calpena en el prólogo. El libro es un acto de amor hacia la ciudad y su pasado. Disponible en catalán (Edicions 62) y castellano (Destino), los editores también deberían considerar, como mínimo, las ediciones en inglés y francés. Barcelona se lo merece, y sus lectores potenciales, no cabe duda de ello, lo agradecerán.

En la ciudad infinita

La filla estrangera

Autora: Najat El Hachmi

Edicions 62

Barcelona, 2015

Najat El Hachmi ya había narrado su experiencia en dos obras anteriores. Si en El último patriarca hablaba sobre todo de la relación con un padre, en La filla estrangera se centra en la relación maternofilial.

Najat El Hachmi tiene el mérito de haber introducido un punto de vista inédito en la literatura catalana, e incluso diría en el conjunto de las literaturas ibéricas. Se ha erigido en una voz singular, capaz de explicar la experiencia de la nueva comunidad marroquí en nuestro territorio. A diferencia de otras tradiciones, la catalana no ha segregado, por razones obvias, una literatura poscolonial, pero la globalización y las nuevas migraciones sí han permitido integrar múltiples identidades y nuevas miradas en una sociedad literaria que, de otro modo, habría ido derivando a una visión muy etnocéntrica. Autores afincados en Barcelona como el inglés Matthew Tree, la checa Monika Zgustova, la afgana Nadia Ghulam, los franceses Grégoire Poulet o Mathias Énard son, con El Hachmi, algunos ejemplos de literatos que han proyectado la ciudad internacionalmente.

Najat El Hachmi ya había narrado su experiencia en dos obras anteriores. En la novela El último patriarca (premio Ramon Llull) sacudió a la sociedad literaria con un relato turbador, tanto por el mundo que afloraba por primera vez en nuestra literatura como por su eficacia literaria. Si allí hablaba sobre todo de la relación con un padre, en La filla estrangera se centra en la relación maternofilial. La autora narra la entrada en la vida adulta de una chica nacida en Marruecos, pero trasplantada y criada en una ciudad de interior de Cataluña,  que se esfuerza por emanciparse de la tutela de su madre. Esta hija sin nombre mantiene una relación leal y, a la vez, enfermiza con la madre, con quien habla una variante bereber. Escolarizada en catalán, la protagonista de la novela vive a caballo entre dos idiomas que acaban por convertirse en el campo de una negociación entre dos mundos, un campo de fuerzas que no solo afecta al entorno social de la chica, sino también a sus vínculos familiares, la relación con su cuerpo y su sexualidad. 

La gran virtud de La filla estrangera es la equidistancia que mantiene entre dos mundos y dos culturas que se superponen sin acabar de ser nunca idénticas. El Hachmi retrata de modo implacable los prejuicios y atavismos de la comunidad marroquí, pero también la estrechez mental y el paternalismo con que los catalanes han abordado la inmigración africana. Aquí no hay buenos ni malos. Todo el mundo se afana por ser quien es y se equivoca cuando juzga al otro. La filla estrangera es, en este sentido, una prueba de la importancia del género de la novela para entender la complejidad de la identidad y transformar la mirada de los lectores. Después de leer esta novela, ya no juzgarán con el mismo rigor a la mujer musulmana que circula con pañuelo por la calle.

La pregunta que plantea La filla estrangera es: “¿qué tengo que ser yo, con relación a mi origen?”. La protagonista encuentra en Vic una sociedad notablemente acogedora que le permite integrarse. Pero su experiencia acabará convirtiendo Vic en una extensión más de su prisión materna, y se verá obligada a romper las rejas y trasladarse a Barcelona. Para la protagonista, la gran ciudad se convierte en un espacio de liberación, tras los años de reclusión de Vic o de ahogo de Marruecos. “Me recuerdo andando sin descanso por unas calles enormes, tan largas que no se acababan nunca, y ser feliz de conocer la ciudad infinita”, confiesa. En una entrevista, El Hachmi explicaba: “Hay una gran diferencia entre vivir en comarcas o en una gran ciudad. A menudo se ve la gran ciudad como una liberación, pero no siempre es así. Los inmigrantes llegan y se instalan aquí agrupados en comunidades que ya vienen de origen […] Por lo tanto, se mantiene ese control social opresivo que sufre la protagonista”. 

La época dorada del circo

La història del circ a Barcelona.
Del segle XVIII a l’any 1979
Autor: Ramon Bech i Batlle
Viena Edicions y Ayuntamiento de Barcelona
Barcelona, 2015

El Ayuntamiento de Barcelona y Viena Ediciones publican la historia sobre la época dorada del circo en Barcelona en los siglos XIX i XX, un trabajo de Ramon Bech, estudioso del circo y cofundador de la Circus Arts Foundation.

La palabra circo la veo ligada a la niñez y a la llegada, por Navidad, de los circos de mayores o menores dimensiones que cada año se anunciaban como “el mayor espectáculo del mundo” y que todavía hoy visitan la ciudad. Si me preguntan cuándo llegó el circo por primera vez a Barcelona, antes de leer este libro no lo hubiera podido responder. El autor, Ramon Bech (Figueres, 1967), descubre los antecedentes más lejanos del arte circense en las compañías de volatines o equilibristas que actuaron en el Teatro de la Santa Creu el 12 de febrero de 1722.

Barcelona fue una gran capital del circo durante los siglos XIX y XX. Vivió su época dorada gracias a los numerosos establecimientos ambulantes y a la construcción de espacios fijos. Ramon Bech realiza un inventario de estos locales y dedica la parte central del libro a los tres edificios emblemáticos situados en el centro de la ciudad: el Circo Ecuestre Barcelonés de la plaza de Catalunya (1879-1895), el Circo Ecuestre del Tívoli (1897-1907) de la calle de Casp y el Teatro Circo Olympia de la ronda de Sant Pau (1924-1947). Otros espacios relevantes fueron las plazas de toros de las Arenas, el Torín (en la Barceloneta) y la Monumental. Y también hubo circos en el Paral·lel y en una explanada situada tras la Sagrada Familia.

Más de doscientas fotos y planos inéditos de circos, los programas de mano o retratos de los empresarios y los artistas nos transportan a un tiempo y unos espacios ya desaparecidos. Los materiales proceden en gran parte del archivo de la Circus Arts Foundation, entidad con sede en Figueres cofundada por Ramon Bech y Genís Matabosch. En su fondo destacan los ocho mil negativos y las libretas con apuntes del fotógrafo e historiador Josep Vinyes, un legado indispensable para elaborar este trabajo. También ha sido primordial la recuperación de los pocos –y poco reconocidos– cronistas circenses: Jordi Elias, Sebastià Gasch, Joan Tomàs y el ya citado Josep Vinyes.

Hasta ahora no existía ninguna historia del circo en Barcelona, más allá de El circo en la vida barcelonesa (1947), un pequeño libro de Antoni Rué Dalmau que también ha sido un punto de partida en el estudio de Bech.

Para reconstruir la historia del circo y elaborar esta crónica local hasta ahora única, el autor ha dedicado más de siete años de investigación. El resultado es un exhaustivo trabajo que alterna de modo ameno el material visual con los textos propios o los procedentes de las crónicas de la época, y donde, además de la historia sobre la construcción de los circos, encontramos curiosidades. Un hecho sorprendente es que el Teatre del Liceu acogió en sus inicios espectáculos de funambulistas o que el legendario espectáculo de Buffalo Bill se instaló en 1889 entre las calles de Aribau y de Muntaner. O la curiosidad y el rechazo a partes iguales que señalan algunos artículos sobre una trapecista llamada Bella Geraldine, que desataba pasiones entre el público masculino y la envidia de muchas mujeres.

Todo con el fin de rendir homenaje y documentar de la forma más cuidadosa posible desde los primeros espectáculos de equilibristas en el barrio de la Barceloneta y en el Teatro de la Santa Creu, pasando por los números de circo en otros géneros escénicos como el teatro y el music hall –que aparecieron a finales del siglo XIX y principios del XX–, hasta llegar a los años setenta del siglo XX, cuando Barcelona fue la primera sede del Festival Mundial del Circo en el Palacio de Deportes, entendido como una competición entre compañías.

Pequeñas historias de Barcelona

© Judit Canela

Nacido en 1960 en un campo de refugiados de la Franja de Gaza, el poeta Bássem an-Nabrís llegó en 2012 a Barcelona, invitado por el PEN Català a través del programa “Escritor acogido”, que permite una estancia máxima de dos años a escritores perseguidos o amenazados de muerte.

Bássem an-Nabrís pasó cuatro años y medio en prisiones israelíes como consecuencia de sus escritos. En 2007 sufrió un atentado por parte de una milicia de Hamás. Autor de siete poemarios y dos dietarios de guerra, en 2015 ha publicado en catalán y árabe Totes les pedres [Todas las piedras], su primer libro de poemas fuera de Palestina. Reproducimos una muestra de los relatos breves que conforman su último libro pendiente de publicar, Petites històries de Barcelona [Pequeñas historias de Barcelona]. Ambas obras han sido traducidas al catalán por Valèria Macías Pagès.

Mensajes que no llegan
Los domingos, el señor Fernández hace pompas de jabón. Se le puede ver en la plaza de Espanya o en el parque de la Ciutadella. Equipado con dos cuerdas, en una postura adecuada respecto al viento, hace pompas de colores, pequeñas y grandes. Son tan bonitas que atraen antes a los mayores que a los pequeños. Algunos sonríen y otros activan la cámara del teléfono móvil.
Pero a Fernández, un aficionado que aprendió de un vagabundo rumano, le da igual si la taza que tiene al lado se llena o si se queda vacía. Le basta con ganarse lo que vale una comida y se entrega al trabajo con toda el alma. Dice:
–El creador de burbujas no necesita los sofismos de herr Hegel ni de monsieur Descartes. Solo tiene que conocer a fondo la vida.
–¿Cómo dices?

–¿No ves la verdad de la vida, amigo?
–Sí, ¿qué le pasa?
–¿No es la vida una simple pompa de jabón que enseguida estalla?
–A lo mejor sí.
–Simplemente me gusta recordar a las personas la verdad sobre sus vidas.
Después suspira, agitando la mano en el aire:
–¿Sabes? Lo peor de esto es que el mensaje no llega.
Cuando anochece, él, de piel blanca y cabello rubio con rastas, con las rodillas de los pantalones rotas, se va a buscar un bar o un café con el recipiente medio vacío y con las cuerdas y el jabón líquido en una mochila. Lo sigo.
–¡Un momento, amigo!
Acelera el paso y vuelve la cabeza, enfadado:
–¡El mensaje no llegará nunca!

Noche
Cuando tocaron las dos, bajé. En la cabeza tenía una única meta: la noche. “Pero, si la ciudad está tan iluminada, ¿cómo encontraré lo que busco? Solo me queda el parque de la Ciutadella”.
Volviendo de la playa, entro por el agujero de la reja, saltando. Escojo la palmera, me acuesto debajo, en el césped, y me calmo. Restriego la cara por los brotes cortos y húmedos. Inspiro. Me tumbo de espaldas y veo las estrellas hundidas. Inspiro. Esta es la primera noche que merece llamarse noche. Siento un aleteo cerca, y se me cruza un pájaro negruzco. “Es eso…”.
Y me adentro en la frescura del rocío y de la melancolía.

Ausencia
La rubia Mercè, de facciones minúsculas y voz coqueta, es la seducción personificada. Tiene la edad que suman los dedos de las manos y los pies. Le gusta el cava, ir en bicicleta y Lluís Llach. Cuando sabe que habrá sardanas en la plaza de la Catedral, hace lo imposible por participar.
Anteayer fui y no la vi. Pregunté a su grupo y me dijeron que se había ido a estudiar con una beca a la Universidad de Lisboa. Si bien es cierto que disfruté del baile, me sentí solo. Mercè tampoco estaba en ninguno de los corros de hoy.
Cuando ella entra en un círculo hay algo de su alma que se desprende, y ves a las personas mayores –que son las que más lo frecuentan– radiantes en su compañía. Les ha contagiado su juventud, su vivacidad y su alegría. La ausencia de esta chica bondadosa me pesa en el pecho.