El modelo Barcelona se fundamentaba en la pretensión de conseguir una ciudad más justa mejorando el espacio público y el escenario urbano. Al cabo de treinta años de su aplicación, la realidad es que bajo la brillante superficie se esconden urgencias derivadas de la dejadez en políticas de vivienda.
Barcelona es una ciudad densa, formada por la suma de pequeñas piezas, privadas y públicas, y muy diversa en la mayoría de sus barrios. El grano pequeño, la diversidad y la alta densidad son elementos que explican muchas de sus ventajas; se trata de una ciudad a escala humana, que valora la proximidad: es “la más pequeña de las grandes ciudades o la más grande de las ciudades pequeñas”. Estos elementos son también claves para explicar los retos a los que se ve enfrentada: la emergencia habitacional, los problemas ambientales, la movilidad y el predominio de lo grande sobre lo pequeño, de lo global sobre lo local, de lo especializado sobre lo diverso, de lo exclusivo –y, por lo tanto, excluyente– sobre lo inclusivo –y, por lo tanto, común y cooperativo.
El tamaño “casi grande” confiere musculatura para afrontar retos metropolitanos, regionales y de capitalidad territorial, mientras que el tamaño “casi pequeño” otorga flexibilidad, diversidad y agilidad en las políticas de proximidad. La confusión de ambas condiciones a menudo ha derivado en desequilibrios insostenibles, que se pretenden corregir con medidas que no dan soluciones ni en el aspecto cuantitativo ni en el cualitativo. Más allá de la cantidad y la calidad, el reto radica en detectar quién se beneficia y quién y qué se pone en el centro de las políticas municipales desde donde se articula el resto.
El modelo Barcelona, que ha permitido a la ciudad “ponerse guapa” o “ser la mejor tienda del mundo”, se centraba en insistir en que conseguiríamos una ciudad más justa mejorando el espacio público y el escenario urbano de comercios y fachadas. Durante los años ochenta se aseguraba que primero había que conquistar el espacio público, pavimentando plazas y limpiando fachadas, y que, poco a poco, esta “metástasis positiva” llegaría a mejorar las viviendas y las comunidades. Treinta años después la realidad es muy distinta. Con el tiempo, esta estrategia “de fuera adentro” se ha acentuado y ha ido configurando una ciudad de escaparates y fachadas limpias que esconden urgencias derivadas de la dejadez con respecto a las políticas públicas de vivienda.
Las consecuencias de esta falta de atención son alarmantes. Hoy, en Barcelona, hay más de treinta mil familias inscritas a la espera de una vivienda ajustada a su renta, tres
mil personas sin hogar –de las que novecientas duermen en la calle–, un 10 % creciente de familias que sufren pobreza energética, diez desahucios diarios, incontables pisos vacíos, una oferta tipológica de vivienda que no se adecua a la demanda, un sistema de tenencias todavía estancado en la propiedad y el alquiler y una oferta pública de vivienda –ridícula e injusta para una ciudad que exporta a los cuatro vientos su modelo urbano– que no llega ni al 4 %.
Seguimos arreglando calles, plazas y avenidas, mejorando la imagen y las prestaciones de un comercio y de un turismo que, efectivamente, salen muy beneficiados, pero que, en muchos casos, gentrifican los barrios.
A menudo decimos que Barcelona está muriendo de éxito. Un oxímoron que constata otro de difícil digestión y que pone en el centro del debate el problema de la regeneración urbana: “la mejora empeora”, o, en todo caso, este tipo de mejoras cosméticas derivan, con frecuencia, en desajustes éticos, echando a los vecinos de los barrios y empeorándoles la vida a quienes supuestamente se quería atender.
Hay quien defiende una gentrificación positiva, consistente en activar transformaciones que implican ciertos grados de infiltración social para promover una mayor diversidad. Pero una ciudad tan pequeña y frágil como Barcelona debe vigilar de cerca –o mejor, desde dentro– cuáles son los procesos económicos perversos de las mejoras, cartografiando y, sobre todo, controlando los abusos de poder que se generan. Barcelona no puede permitirse ir perdiendo barrios; pero, en los últimos cuatro años, Ciutat Vella ha visto marcharse al 45 % de sus habitantes. Y pronto, si no se le pone remedio urgente, incluso los turistas dejarán de venir a visitar una ciudad del todo adulterada, que más que nunca es un espectro y un decorado de la que preveían encontrar.
Centrarse en las personas y en lo cotidiano
Una estrategia fundamental para mejorar los barrios y controlar la gentrificación debería ser una apuesta decidida a favor de la vivienda social y de la realización de una esmerada cartografía interior. Porque construir vivienda social no es solo levantar edificios, también significa mejorar las condiciones residenciales y de vida de los vecinos, rehabilitando comunidades e incorporando fórmulas de reciclaje urbano.
Se trata de pensar la ciudad de dentro afuera, poniendo a las personas –las que ya están ahí– y lo cotidiano en el centro de las políticas municipales y promoviendo (¡esta sí!) la metástasis positiva que lo enlazará todo. Empezando por la gente y acabando en la ciudad, y no al revés, como hemos hecho últimamente.
Barcelona puede crecer, pero tiene que hacerlo desde dentro, mejorando la habitabilidad de los barrios sin echar a los que ya viven en ellos. Pero, para conseguirlo, hay que reducir urgentemente el transporte privado. Hay que repensar las desproporciones del espacio que se le dedica y recuperarlo para un uso cívico y de calidad, lo que tendrá efectos positivos en la salud de las personas y en su esperanza de vida gracias a la mejora de la calidad del aire, la disminución de la contaminación acústica, etcétera. Las decisiones que se derivan de este planteamiento obligan a cambiar de escala a la hora de planificar nuevas estrategias para disuadir al ciudadano de usar el transporte privado y apostar decididamente por un transporte público de calidad, más rápido, económico y cómodo, y que tenga en cuenta toda la ciudad y el área metropolitana.
Invertir las prioridades de la atención pública a favor de los peatones es imprescindible para impulsar una adecuada política de vivienda, basada en la consideración de que la vivienda no acaba en las cuatro paredes que su titular tiene hipotecadas. Mi casa también es el rellano de la escalera, la portería, la calle, el bar de la plaza y la parada del tranvía. Si mi casa es también la ciudad, deberíamos poder renegociar la cantidad de coches aparcados o que contaminan el barrio en su tránsito a otro lugar. Esta negociación urgente parte del dato escandaloso de que el 60 % del espacio público de la ciudad está secuestrado por el automóvil, cuando solo un 15 % de nuestros desplazamientos los efectuamos en vehículo privado.
Nuevas metodologías de participación
Detectar los qué es fundamental –vivienda y movilidad–, pero aún lo es más identificar los cómo. La ciudad debería apostar por investigar y ensayar nuevas metodologías de participación –simultáneas y complementarias– con las que se pusieran a prueba diferentes formatos de activismo, intentando establecer los acuerdos necesarios entre técnicos y ciudadanos, expertos y usuarios, agentes públicos y privados, pequeños y mayores, pasados y futuros…, incluyendo todas las dimensiones posibles. La prioridad debe ser la visión integral de los problemas: hay que crear plataformas de encuentro y acuerdo y poner en marcha proyectos piloto que den voz a colectivos en riesgo de exclusión, que son los que tienen más dificultades para hacerse escuchar. Llevamos demasiados años haciendo de la participación ciudadana un mecanismo repetitivo y adulterado para justificar procesos o, lo que es peor, para llegar a consensos con total ausencia de riesgo y profundidad. El nuevo equipo municipal está mayoritariamente formado por activistas que conocen, y que han puesto a prueba en sus plataformas, nuevas y brillantes fórmulas de empoderamiento y de participación.
Estos procesos deben ser escalables y coordinables en toda la ciudad, para demostrar que se puede “mandar obedeciendo” con creatividad y ambición.
Las urgencias son variadas y a menudo se justifican por la vía cuantitativa multiplicando las inauguraciones en periodos preelectorales. Se promete resolver las carencias y los excesos, pero, a medida que pasa el tiempo, las soluciones tienden a simplificarse y se encuentran atajos que rehúyen la complejidad y la diversidad de los problemas originales. La Barcelona del futuro ya está construida, pero el futuro de los barceloneses no. Los temas urgentes no se resuelven de una tacada, ni en un solo lugar, ni siguiendo un solo atajo. Hay que arriesgar más que nunca y poner a prueba cuanto antes mejor múltiples respuestas a múltiples retos, para superar con creatividad y energía las dificultades técnicas y las minorías políticas.