Museizar la ciudad significa que el espacio ordinario del día a día y de la vida en comunidad se convierte en un territorio en el que todo es objeto de espectáculo y consumo. Pero la cotidianeidad y la excepcionalidad no son obligatoriamente excluyentes; se impone recuperar un equilibrio.
En 1748, Giambattista Nolli publicó la Pianta Grande di Roma, una cartografía de la ciudad diferente a las que se habían hecho hasta el momento, que solían ser un conjunto de representaciones pictóricas de los edificios importantes (algo muy similar a los planos para turistas de hoy en día). Lo que fascina del plano de Nolli no es implemente su exactitud, sino cómo muestra la ciudad. Nolli cubre todos los edificios privados de una trama rayada para diferenciarlos del espacio público, que es dejado en blanco; de esta manera, calles y plazas aparecen perfectamente definidas en la estructura urbana. Además, a este espacio en blanco añade las plantas detalladamente dibujadas de todas las iglesias, las capillas y los claustros, así como los patios interiores, los pasajes y los pórticos. De este modo, Nolli extiende la idea de espacio público al incluir en él todos aquellos lugares de reunión y culto y las zonas semipúblicas que permiten la libre circulación. Este gesto coloca los edificios públicos en un contexto y facilita entender la ciudad como un sistema orgánico de piezas.
Pensemos por un momento en cómo quedaría Barcelona si utilizásemos el mismo método de Nolli. En este caso, a avenidas, ramblas y plazas les sumaríamos los otros espacios de socialización: los equipamientos públicos. Las bibliotecas municipales, los mercados públicos, los centros cívicos, los culturales y los deportivos, las escuelas públicas (y sus patios) y las fábricas de creación. Así, entenderíamos lo público en la ciudad no simplemente como el residuo no edificado, sino como una estructura mucho más compleja que organiza y activa la vida en comunidad. Tomemos prestada la metáfora biológica: las calles y avenidas son las arterias y venas, pero los equipamientos públicos son los órganos motores que activan la circulación, el movimiento y la vida de la ciudad. A través de este dibujo se podría apreciar la distribución de los equipamientos en el territorio y observar cómo las calles y plazas son, en realidad, los vestíbulos y umbrales que vinculan los espacios de la vida en común.
Quizá puede parecer un poco trivial utilizar una metodología del siglo XVIII para estudiar la forma urbana de Barcelona, pero es un clásico en los análisis urbanísticos. En los años setenta, los arquitectos americanos Robert Venturi y Denise Scott Brown utilizaron la metodología de Nolli para analizar la riqueza espacial del Strip de Las Vegas. En este caso, a la vía principal de la ciudad se le añaden los vestíbulos de los hoteles y casinos por los que los visitantes de la ciudad pueden circular libremente sin importar si están alojados en ellos. De este modo la calle se dilata y, en lugar de entenderse como un espacio de circulación limitado por planos verticales, se extiende por las plantas bajas que están en contacto con ella.
A diferencia del mapa que se dibujaría en Barcelona, que pretende demostrar la estructura comunitaria, el de Las Vegas mostraría que es un espacio que se construye para atraer al turista, pensando en el consumo. La ciudad americana despliega todo su potencial de elementos simbólicos, carteles y luces de neón para persuadir a los visitantes, como si se tratase de una gran feria repleta de atracciones.
Planos urbanos incompletos
Ahora bien, a pesar de que el plano de Barcelona nos muestra la ciudad de los ciudadanos, y el de Las Vegas, la de los consumidores, ambos son planos incompletos. El de Las Vegas no nos explica cómo se vive en ella; nada sabemos del estilo de vida de sus habitantes que, suponemos, viven detrás de ese gran escaparate de luces. Del mismo modo, nuestro plano de Barcelona no nos mostraría lo que es para el resto del mundo. Es decir, la Sagrada Família, el Museo del Barça, los patios de La Pedrera o la gran mayoría de los elementos monumentales que ilustran los planos para turistas no aparecerían en nuestro dibujo. Estos mapas muestran una Barcelona paralela a la que viven sus ciudadanos; muchas veces son planos falseados en los que solo destacan los “puntos de interés”, dibujados de manera fácilmente reconocible (como aquellos mapas antiguos de Roma), mientras que el resto de la ciudad es una masa uniforme y carente de interés.
Georg Simmel definía, a principios del siglo XX, la figura del extranjero –aquel que llega hoy y permanece mañana– para referirse al inmigrante, el que viene de fuera y se queda a vivir entre nosotros. El turismo en el siglo XXI es un fenómeno que poco tiene que ver con la inmigración; esta aparece en las estadísticas del censo –tanto la que tiene papeles como la que no–, se establece, crea vínculos con la comunidad, ya sea cerrándose entre los que les son similares o mezclándose con la gran masa de personas de nacionalidades y procedencias diversas propia de la metrópolis moderna. El turista, en cambio, llega pero no se queda, mira pero no participa. Para él, la ciudad es un espectáculo, un objeto para ser observado o para vivir un simulacro de lo que podría significar vivir en la ciudad as a local.
El turista llega y se suma al flujo de la ciudad –con su plano lleno de iconos–, pero, como en todo ecosistema, las especies invasoras pueden integrarse o, por el contrario, romper el equilibro interno destruyendo el sistema original.
La museización de la ciudad significa que lo que era el espacio de lo ordinario, del día a día y de la vida en comunidad, se ha convertido en un espacio ajeno a lo cotidiano en el que todo es objeto de espectáculo y consumo. Los elementos monumentales o turísticos que antes eran parte de la estructura del sistema público y urbano se descontextualizan y colocan en la categoría de lo excepcional: lo cotidiano se hace imposible. Un ejemplo ilustrativo es el Park Güell. La necesidad de limitar la afluencia de visitantes acabó imponiendo una regulación del acceso que convertía el parque en un espacio cerrado y estanco, donde la libre circulación llegó a estar prácticamente en suspenso.
En una situación ideal, lo cotidiano y lo excepcional convivirían, con sus tensiones internas y sus pequeños desequilibrios puntuales, en un juego constante en el que las dos formas de entender el espacio urbano se complementarían. Pero lejos de coincidir con la ciudad cotidiana y ordinaria y de completarla, la ciudad del consumo y el espectáculo la ha acabado invadiendo. En Ciutat Vella, mientras disminuye el número de residentes se multiplican exponencialmente los pisos para turistas, esa llamada “población flotante”. Los turistas son los extraños que hoy están y mañana tienen otra cara y otro acento. Una población flotante no permanece ni se establece, no hay posibilidad de integración o suma y, por lo tanto, la estructura social y comunitaria resulta inútil.
La ciudad del espectáculo reclama para sí unos lugares y unas formas que poco tienen que ver con la ciudad de lo cotidiano; sin embargo, no son obligatoriamente excluyentes. Sería necesario recuperar un equilibrio, una sostenibilidad que permita volver a ese estado de gracia en el que, literalmente, “hay lugar para todo”.