Barcelona vive una eclosión de experiencias asociativas y de autogestión ciudadanas. El escenario presente plantea la duda de si estas iniciativas están reemplazando a las obligaciones de la Administración pública. Solo si esta se responsabiliza de sus funciones y da lugar a un diálogo con una ciudadanía organizada, se puede construir un dique de contención que haga frente a la desigualdad.
La Universidad de Saint Andrews, en Escocia, publicó en octubre del 2015 el informe Socio-Economic Segregation in European Capital Cities, en el que se recoge que, entre 2001 y 2011, en once de las trece ciudades más importantes de Europa se amplió la brecha entre ricos y pobres, y se expone que esto puede ser “desastroso” para la estabilidad social. No menciona Barcelona, pero muestra que Madrid es la ciudad en que más creció la desigualdad durante esta década. El estudio pone en evidencia que el fenómeno que denomina segregación tiene cuatro pilares: la globalización, la desigualdad, la reestructuración del mercado de trabajo y la especulación urbanística.
En 2015 Barcelona no se libra de ninguno de los cuatro pilares. De hecho, una de las primeras medidas del nuevo equipo de gobierno municipal, solo un mes después de llegar al Ayuntamiento, fue destinar entre 2,5 y 4 millones de euros a una partida adicional del fondo extraordinario de infancia dirigida a las familias vulnerables. Desde 2013, la Federación de Entidades de Atención y Educación a la Infancia y a la Adolescencia (Fedaia) denunciaba que el 25 % de la población infantil roza la pobreza en Barcelona.
¿Cómo se ha llegado a esta situación? Es más, la radiografía sigue agravándose. El pasado 20 de octubre, el concejal de Empleo, Empresa y Turismo, Agustí Colom, presentó un informe en el que se expone que las rentas bajas pasaron de representar el 21 % del total en 2007 a suponer el 41,8 % en 2013, mientras que la población con rentas medias era el 44,3 % ese año, 14,3 puntos porcentuales menos que en el 2007. Es decir, la crisis provoca el aumento de la parte de la población con rentas bajas y la reducción de la incidencia porcentual de las rentas medias, o lo que es lo mismo, sigue habiendo un empobrecimiento de los asalariados y un aumento de la desigualdad.
De la indignación a la protesta y la movilización
El año en que los académicos que elaboraron ese estudio europeo ponían punto final al trabajo de campo del informe, los barceloneses empezaban a indignarse. En marzo de 2011, Stéphane Hessel visitó la ciudad para presentar ¡Indignaos!, un libro breve y contundente que sirvió como una chispa para que muchos jóvenes –y otros no tan jóvenes– empezaran a ver la crisis como el negocio de un sistema financiero que favoreció, ante todo, su beneficio sin importarle los medios y que financió la corrupción política para que nada obstaculizara unas buenas perspectivas de negocio. Ese mismo mes de marzo, Ada Colau, hoy en día alcaldesa de Barcelona, respondía preguntas sobre la Plataforma de Afectados por la Hipoteca (PAH) en el comedor de su casa, con una cortina azul, de plástico, como puerta de la cocina. Colau era una activista de un movimiento que tomaba fuerza, quizá ahora el más importante en lo que llevamos de siglo en España. En su casa, Colau advertía: “Cualquier día, miles de personas que construyen alternativas a escala local pueden ocupar la calle”.
A partir del 15 de mayo de 2011 ocuparon las plazas: la de Catalunya, en Barcelona; la del Sol, en Madrid… En esas plazas se empiezan a gestar algunas de las respuestas y acciones encaminadas a hacer frente a la globalización, la desigualdad, la reestructuración del mercado de trabajo y la especulación urbanística: es el llamado Movimiento 15M.
Ancor Mesa Méndez, doctorando de Psicología Social de la Universidad Autónoma de Barcelona (UAB) en 2011, no se acuerda de cuántas veces cruzó la plaza de Catalunya durante esa acampada. Hacía un año que había entrado de lleno en el mundo del asociacionismo, como técnico de la Federación de Asociaciones de Vecinos y Vecinas de Barcelona (FAVB), en la que aún trabaja, y el 15M lo cogió en plena época de incertidumbre veinteañera. Esos días y esas noches de mayo, Ancor –como otros muchos ciudadanos– empezó a preguntarse acerca de esos movimientos colectivos, cooperativistas, autogestionados y horizontales que, de repente, emergían como una respuesta a la globalización, a la reestructuración del mercado de trabajo y a la especulación urbanística (tres de los pilares del informe de Saint Andrews). La desigualdad aún no había aparecido en el discurso público, como mínimo en España. Es más, el Partido Popular, ese 2011, la acababa de hacer desaparecer de la asignatura Educación para la Ciudadanía, sustituyéndola por la discusión de los conflictos del mundo.
En Tenerife, donde nació, Ancor no había ni olido algo parecido a un colectivo vecinal. En Barcelona, entre tesis y hogares temporales (por el precio del alquiler, por pertenecer a una generación en riesgo, por vivir en una ciudad que se caracteriza por su movilidad poblacional), tampoco se había vinculado a ningún barrio. Esa acampada, ese “cónclave sin paredes de personas libres procedentes de lugares dispersos”, como él define el 15M, le supuso un verdadero punch. “Me empecé a preguntar acerca de cómo se podían aprovechar las energías que se estaban aunando para estimular la producción política colectiva cotidiana desde abajo y desde los barrios”, recuerda ahora en la sala de reuniones de la FAVB, detrás de la plaza Reial, metido en lo que es hoy una valiosa biblioteca de libros sobre luchas populares y de barrio de los años setenta y ochenta, cuando la lucha vecinal barcelonesa ganó centros culturales, escuelas, transporte público y hospitales.
“El actor que mejor absorbió los retos que presentó el 15M para las formas de hacer política cotidiana, fueron las asociaciones de vecinos”, sostiene. Ahora Ancor es el responsable sociológico del programa “Barrio, espacio de convivencia”, un diagnóstico sobre los barrios barceloneses elaborado con la participación transversal de todos los movimientos vecinales. El objetivo de esta investigación, asegura, implica que los colectivos “se identifiquen como actores de su entorno, se abran de miras y colectivicen los problemas”.
“Toma los barrios” fue la consigna con la que se fueron disolviendo las acampadas en las plazas. Sants, el Raval, Gràcia, el Fort Pienc, la Barceloneta, Horta, Nou Barris… se llenaron de carteles en los que se anunciaban “asambleas populares”. 2011 fue el año que explica los venideros; 2012, el año de la escasez; 2013, el de las protestas por los recortes y la austeridad y el de la democratización de la pobreza; el año 2014 cuando, incluso en Davos, se empezó a hablar de la necesidad de refundar (reshaping) el capitalismo. En primer lugar, en 2011 se visibilizan, ya en titulares, los grandes debates de la desigualdad barcelonesa: los asentamientos, los desahuciados, la reforma de la renta mínima de inserción (RMI), la pobreza infantil y el empobrecimiento de los asalariados. El Idescat publicó que 1,5 millones de catalanes eran pobres, de los que un millón habitaba en la provincia de Barcelona, y el propio Ayuntamiento informaba de que, desde 2008, todos los distritos cuya renta familiar estaba por encima de 100 puntos habían visto aumentar su riqueza, mientras que los ingresos habían caído en los que estaban por debajo.
A la calle salen, durante estos cuatro años y decenas de veces, los diferentes colectivos, las denominadas mareas: el sanitario, protestando por los recortes en la sanidad (con camisetas blancas), el educativo (amarillas), el cultural (rojas), el de servicios sociales (naranjas). Los vecinos de los barrios, o personas afines por sufrir una misma problemática, también se juntan, y llevan la protesta a plazas y calles; así nace Nou Barris Cabrejada, que agrupa a cien entidades del distrito: Apropem-nos, Quart Món, los yayoflautas, los vecinos que protestan por la muerte de la ley de dependencia, por los recortes de la RMI. En la plaza de Sant Jaume los manifestantes, incluso, deben esperar a que acabe una protesta para empezar otra.
Cooperativismos que empoderan
En segundo lugar, en 2011 empieza un movimiento de empoderamiento ciudadano que convierte a Barcelona en un laboratorio urbano del cooperativismo y la autogestión. Estas experiencias suponen situarse un paso más allá de las dicotomías clásicas entre lo público y estatal y lo privado y mercantil, y se destaca lo público como lo común. El Observatorio Metropolitano de Barcelona recoge en el estudio Comuns urbans a Barcelona medio centenar de iniciativas de autogestión repartidas por los barrios de la ciudad. “En un momento de recortes en áreas públicas de asistencia social y de reducción de derechos, queríamos ver qué tipo de modelo de ciudad se está prefigurando en las prácticas de gestión comunitaria”, se lee en el estudio.
El nombre de su web no deja lugar a dudas sobre el carácter reivindicativo: Stupid city, una ironía para nombrar un proyecto que estudia la ciudad que nace de la inteligencia colectiva, en contraposición a la smart city, que, a sus ojos, excluye a muchos de los vecinos.
Estas experiencias cooperativistas, autogestionadas o ciudadanas se ocupan de temas como la energía (Som Energia), la apropiación vecinal del espacio público (Germanetes, en la Esquerra de l’Eixample; la plaza de la Farigola, en Vallcarca; o el Pou de la Figuera, en el Born), la salud (el Espacio del Inmigrante), las telecomunicaciones (Guifi.net), la vivienda (los edificios ocupados por la obra social de la PAH, o La Borda, en Can Batlló), los equipamientos (Can Batlló y el Ateneu de Nou Barris), los cuidados y también las finanzas.
Coop57 se define como una “cooperativa de servicios financieros éticos y solidarios”, una entidad parabancaria al margen del Banco de España que invierte los ahorros de sus socios en proyectos sociales: asociaciones vecinales, proyectos de vivienda cooperativa, fundaciones culturales, etcétera. Guillem Fernàndez, del área de créditos, enumera los requisitos que tiene que reunir una entidad para que Coop57 la financie y parece que esté elaborando un decálogo de la indignación. “Los proyectos deben cumplir principios sociales, estar arraigados en el territorio, disponer de un nivel alto de red colectiva y que la diferencia entre niveles salariales no supere la relación de 1 a 2 entre el más bajo y el más alto”.
Que no es una entidad financiera convencional salta a la vista nada más llegar a su local en la calle de Premià, en el barrio de Sants: no hay mostradores de cristal blindado, ni la maquinilla roja para coger turno, y no atienden trabajadores en traje y corbata. Su filosofía tiene como pilares el funcionamiento asambleario y horizontal, y una forma de organización basada en comisiones, puntos que comparten la mayoría de las experiencias nacidas con el 15M.
Para Coop57, fundada por los trabajadores de la extinta editorial Bruguera, la acampada de 2011 no supuso un comienzo, sino un pico de actividad. Acudieron ahorradores hartos de desahucios y asqueados por las preferentes que llevaron su dinero a otras formas de organización financiera, como ya había sucedido en 2003 durante las protestas por la guerra de Irak. En siete años de crisis, Coop57 ha movilizado más de 43 millones de euros para proyectos de economía social y solidaria en 1.160 operaciones.
Fernàndez asegura que las iniciativas y entidades que llegan últimamente a Coop57 están relacionadas con la desarticulación del estado de bienestar. Enumera experiencias del mundo educativo, de la vivienda, de la salud y de la alimentación. “¿Hasta qué punto debemos financiar proyectos que no sabemos si pueden contribuir a consolidar esferas donde no entra el Estado o acabar por deshacer lo que queda de estado de bienestar?”, se pregunta. No es el único. ¿Hasta qué punto estos movimientos de ciudadanos están sustituyendo al Estado en el cumplimiento de sus obligaciones? Esta es la cuestión que ya suena en 2015.
El antropólogo Manuel Delgado tiene un discurso muy crítico sobre el espacio que ocupan tales iniciativas. “Si yo fuera el Estado, preguntaría: ¿para qué queréis lo público si tanto confiáis en lo común?”. En su opinión, no hay duda de que todas estas experiencias de autogestión permiten que la sociedad exista sin el respaldo del Estado, de forma que se acaban convirtiendo en una especie de sustituto que se olvida de reclamar a la Administración pública, mediante las luchas sociales, que sea “realmente pública”. ¿Hay otro escenario posible? “Actuaciones decididas y claras, por ejemplo, en materia de vivienda –afirma–. Es complicado porque básicamente requiere hacer lo contrario de lo que se ha hecho hasta ahora: vender suelo, en vez de comprarlo. Y lo mismo con la pobreza energética”.
Habitar Barcelona de otra forma
En 2015, en Barcelona, según la PAH, se registraron 22 desahucios cada semana y la vivienda siguió siendo el tema pendiente. Había 2.591 pisos de entidades bancarias que llevaban más de 24 meses vacíos. Solo un 2 % del parque habitacional era de alquiler social. En octubre, el Ayuntamiento le dio un ultimátum a la Sociedad de Gestión de Activos Procedentes de la Reestructuración Bancaria (Sareb): o cedía 562 pisos vacíos para alquiler social, tal y como prevé la ley, o el Consistorio recurriría a los tribunales. La cesión de pisos vacíos está prevista en el artículo 7 de la ley aprobada en el Parlamento como fruto de la iniciativa legislativa popular (ILP) que impulsaron la PAH y la Alianza contra la Pobreza Energética.
Hace unas semanas, el colectivo periodístico SomAtents publicó un debate sobre Habitar, al que invitó a diferentes actores sociales relacionados con la vivienda en Barcelona. El debate tuvo lugar en la plaza de Joan Corrades, en Sants, frente a un edificio ocupado por la PAH. La charla se alargó más de una hora y empezó con las siguientes palabras de Josep Maria Montaner, concejal de Vivienda del Ayuntamiento y representante del Distrito de Sant Martí: “El segundo elemento de control de la ciudadanía con el que cuenta el capital, después de la plusvalía del trabajo, es la dificultad de acceso a la vivienda. Entendemos que, durante estos cuatro años, podremos conseguir mejorar las condiciones de la vivienda: afrontando la emergencia habitacional, haciendo que pisos vacíos pasen a un uso social, construyendo la nueva vivienda lo más sostenible e igualitariamente posible y llevando a cabo rehabilitaciones mediante planes de mejora de los barrios. Además, nuestra apuesta es la de la innovación, a partir, sobre todo, de nuevos modos de vida, de nuevas formas de propiedad”.
¿Hay otras maneras de habitar Barcelona? Carles Baiges es arquitecto y miembro de la cooperativa de arquitectos LaCol. Salió de la Universitat Politècnica de Catalunya entendiendo que la arquitectura es una forma de acción-intervención social y, desde 2014, es uno de los sesenta socios de La Borda, la cooperativa de viviendas en régimen de cesión de uso que se levantará en Can Batlló. La fórmula es la siguiente: el Ayuntamiento cede la superficie durante setenta y cinco años y el patrimonio es colectivo, de la persona jurídica cooperativa. Cada hogar (unidad de convivencia, lo llama) ha invertido 15.000 euros como capital social de la cooperativa, y posteriormente pagará una cuota de socio por debajo del precio de mercado: 450 euros por término medio y entre 500 y 600 euros los pisos más grandes. Se estima que la construcción tendrá un coste de 2,4 millones, que financiarán también de forma alternativa a través de Coop57.
La Borda parte de dos ejemplos: el modelo danés, que ya tiene un siglo de antigüedad, y la Federación Uruguaya de Cooperativas de Vivienda por Ayuda Mutua. En Dinamarca el modelo es tan exitoso que, solo en Copenhague, hay 125.000 viviendas integradas en la cooperativa. La iniciativa, explica Carles Baiges, parte de abajo, de un grupo de ciudadanos organizados que buscan alternativas al modelo de vivienda. Habla de autoconstrucción, de “vivir y no especular”, de espacios comunes, de conocer al vecino, de la conexión entre las “unidades de convivencia” y Sants, y, por supuesto, de la “replicabilidad” del modelo. Como la mayoría de los jóvenes de este país, tengo una vida bastante precaria y me cuesta acceder a una vivienda digna, pero también tenemos la voluntad de cambiar el modelo de propiedad –declara–. Yo no quiero irme al campo, y creo que en la ciudad podemos vivir de manera más comunitaria. Los pisos pueden ser más pequeños que la media, pero el objetivo es que la gente viva en el espacio público”.
¿El 15M le influye en la manera de plantearse la ciudad y la sociedad? “Somos bastantes los que creemos que todo el movimiento de Can Batlló está muy influido por lo que pasó durante el 15M, incluido aquel desalojo tan brutal. Eso de ‘no nos representan’ lo descubro, más que en la denominada nueva política, en todos los movimientos que pasan de la protesta a la acción. Quizá en su día no cristalizaron en un grupo, pero demostraron que se podían hacer cosas. Creo que eso es lo que quedó: la conciencia de que teníamos las herramientas y la capacidad de hacer las cosas”.
El 24 de mayo de 2011, solo tres días antes del desalojo con violencia de la plaza de Catalunya, el escritor uruguayo Eduardo Galeano (fallecido en abril de 2015) deambula por el lugar. Es de noche y su presencia pasa desapercibida. Un joven lo reconoce y, en lo que él denomina una charla, que en realidad se convierte en un monólogo de más de once minutos, reflexiona ante una cámara, quizá un móvil. “Este es un mundo de mierda que está embarazado de otro”, declara. Ese otro mundo pasa por detrás de la cámara; a veces él lo mira de reojo, a veces son los otros los que lo miran a él: hay jóvenes con sacos de dormir que llevan varios días gritando y argumentando por qué los políticos no los representan, hay camisetas amarillas que lucen en el pecho el eslogan “Toma la calle”, hay camisetas verdes de la PAH. Casi al final expone: “A menudo me preguntan qué va a pasar y qué será de esto después. Y yo, simplemente, contesto que no sé qué va a pasar ni me importa, que lo único que me importa es lo que está pasando”.
El acceso a la sanidad
Ciutat Vella es un espejo en tres dimensiones de los cuatro pilares que recoge el estudio de Saint Andrews: barrio globalizado, altavoz de las desigualdades, con mafias que especulan con el suelo y gentrificado hasta en los adoquines. Durante años, el pasaje de Bernardí Martorell se ha situado al margen de la geografía transitable del Raval, a pesar del bar y de los locutorios, a pesar de que, en realidad, no es tan diferente de cualquier otra callejuela. Aquí se halla el Espacio del Inmigrante. Un colectivo de profesionales del mundo sanitario se movilizaron para hacer frente a la aprobación del Decreto 16/2012, que limitaba y restringía el acceso a la sanidad y que dejaba a 873.000 personas sin asistencia sanitaria por no tener su situación administrativa regularizada. En ese pasaje había un hotel vacío ocupado y, en ese hotel, ahora centro social, se ubica el espacio.
Los viernes atienden los médicos; los miércoles, los abogados, al mismo tiempo que se celebra la asamblea semanal del colectivo en la cocina comedor del piso. La estancia es, simultáneamente, una sala de espera casi convencional: pueden encontrarse el cuadro de un paisaje en la pared, las sillas, también los usuarios móvil en mano y la voz que los va llamando. Pero las paredes son fucsias, el aire no está cargado porque hay un balcón que da al pasaje y la gente habla en voz alta. El vocabulario en la sala de espera pertenece al diccionario de la indignación y la protesta: colonialismo, clasismo e integración; se habla de un festival de documentales.
Es viernes y hay médicos, pero ni llevan bata blanca ni recetan medicamentos ni piden la tarjeta sanitaria. Son médicos voluntarios que, junto con educadores sociales, psicólogos y abogados, informan a los inmigrantes en situación irregular de sus derechos y los acompañan a pedir la tarjeta sanitaria. Un trámite que, sin conocer la lengua ni el funcionamiento burocrático, se puede alargar días y hasta semanas. “Al inmigrante solo, muchas veces, no lo atienden, pero al que acude con alguien autóctono y empoderado, sí; y eso prácticamente roza el racismo”, denuncia Estefanía, una doctora. El acompañamiento comporta llevar la ley impresa, acudir al centro de atención primaria (CAP) y, a veces, discutir con el funcionario del mostrador.
Este es, dicen, el acto “más punky” que emerge del Espacio del Inmigrante. “No queremos ocupar un espacio que tiene que cubrir el Estado; solo proporcionamos a los usuarios las herramientas que les den acceso a la sanidad pública, según les corresponde por estar empadronados”, explica Elvira, doctora residente del Hospital Vall d’Hebron y voluntaria en el Espacio del Inmigrante.
María (este y los siguientes son nombres supuestos) es vecina del Raval y conoció el espacio como la mayoría de los que llegan aquí: por el boca a boca. Hay voluntarios que recorren el barrio cada semana en lo que denominan la brigada callejera de los jueves; así se corre la voz, aunque se quejan de que la mayoría de los usuarios acuden cuando su situación ya es grave. De este modo llegó María. Hacía meses que sabía de la existencia del espacio, pero cuando llegó lo hizo con el dedo roto: no entró por el dolor de la fractura, sino porque no tenía tarjeta sanitaria –la azul– y porque no podía pagar los “más de 200 euros” que le facturaron en urgencias por una radiografía y la colocación de una férula en un dedo. Las urgencias, repiten estos médicos, sílaba a sílaba, “no se fac-tu-ran”.
En el Espacio del Inmigrante le dijeron que tenía derecho a la tarjeta sanitaria porque está empadronada. Nadie la había informado de ello. “Los agentes políticos aseguran que la atención sanitaria es para todos y que se atiende a todo el mundo. Legislativamente es cierto, pero falta informar a los ciudadanos extranjeros sobre los procedimientos. La información no sirve para nada si el Gobierno no invierte ni lleva a cabo políticas para difundirla entre los colectivos que la necesitan”, indica Elvira. El Espacio del Inmigrante estudia cómo recurrir el pago de esos 200 euros: los miércoles atienden los abogados.
Tres Barcelonas
De lunes a domingo, la Barcelona del turismo, la de las personas sin hogar y la del trabajo precario conviven en la esquina del pasaje de Bernardí Martorell. El hotel de cuatro estrellas de la rambla del Raval, la comunidad de personas sin hogar que se junta en los bajos de Comisiones Obreras (se calcula que hay unas tres mil viviendo en la calle) y ese vaivén de gente con trabajo precario, sin trabajo o con trabajo temporal, con un carrito de chatarra a cuestas. En Ciutat Vella se han instalado muchos de los jóvenes que vivían en las naves abandonadas del Poblenou; ahora ocupan pisos vacíos de callejuelas a la sombra.
En octubre, el concejal Colom destacó que la tasa de paro se sitúa en la ciudad en el 13,9 % (el 27 % entre los jóvenes). El 53 % de las personas desempleadas tiene más de cuarenta y cinco años y el 44 % lleva más de un año en el paro. La tasa se distribuye de forma desigual por los distritos, y se duplica en algunos de ellos. Los distritos con un paro por debajo de la media son Sarrià-Sant Gervasi, Eixample, Les Corts y Gràcia, mientras que Sants-Montjuïc, Horta-Guinardó, Sant Martí, Sant Andreu, Nou Barris y, por supuesto, Ciutat Vella están por encima.
Joan Uribe acaba de llegar de Argentina. Junto con otros veinticuatro expertos ha debatido la situación de las personas sin hogar en la International Gathering Homelessness and Human Rights. En su Twitter, palabras como la gentrificación, la exclusión, el derecho a la ciudad y a la calle o los sin hogar están en un tuit sí y en otro no. Es el director de Servicios Sociales de Sant Joan de Déu e imparte clases en la Facultad de Geografía e Historia de la Universidad de Barcelona (UB).
En la libreta hay una pregunta necesaria para entender los años inmediatos: ¿El futuro pasa por una colaboración entre el mundo asociativo y el Estado? “Me alegro de que te hayas olvidado del mercado –responde–. Un buen escenario de futuro sería que los movimientos sociales, las organizaciones y el tejido asociativo colaboraran con el Estado. Sin duda habría fricciones, pero se podría construir un frente para alzar un dique de contención frente a las lógicas del mercado y, de este modo, construir sociedades mejores que las de ahora, cuando menos alcanzando los mínimos que teníamos hace unos años e incluso yendo más allá”.
¿Hay ejemplos de esos diques? “En Latinoamérica, algunos grupos iniciaron trabajos organizativos en torno al derecho a la tierra, a la vivienda y a la ciudad. Después de una trayectoria de veinte, treinta o cuarenta años consiguieron no solo cambios en el marco legal, sino también estar representados en las mesas en las que se decide la implementación de políticas públicas. En Finlandia, un trabajo conjunto del ámbito asociativo y las administraciones ha terminado con el sinhogarismo”.
En el exterior de la Facultad de Geografía e Historia, UB, frente al Centro de Cultura Contemporánea (CCCB), hay un panel con información sobre las decenas de charlas que, de muchas maneras, apuntan los cimientos de ese dique. El diccionario es el mismo: autogestión, finanzas éticas, consumo responsable, cooperativismo, vivienda y, cómo no, el enemigo a combatir, la segregación social con sus cuatro pilares: la globalización, la desigualdad, la reestructuración del mercado de trabajo y la especulación urbanística.