El cambio climático y la contaminación llevan las grandes ciudades a un cambio de paradigma. Tras un siglo en que el coche ha sido el rey de las calles, las principales metrópolis apuestan por restringirlo. Esta revolución urbana, ya iniciada en París o Londres, quiere recuperar para el peatón un lugar central y pensar unas ciudades más vivibles, con menos asfalto y más espacios verdes.
Ámsterdam o Copenhague, los grandes paraísos de la bicicleta, también pueden enseñarnos cómo avanzar hacia una ciudad sostenible, que priorice el transporte público, los desplazamientos a pie o en bicicleta y el comercio de proximidad.
Barcelona avanza hacia un modelo de vecindarios pacificados con la implantación de las supermanzanas, la extensión del carril bici y nuevas inversiones en transporte público. Pero ¿cómo reducir el millón de coches que circulan cada día y los problemas asociados a este tráfico? ¿Se trata de concienciar a la población o se requieren políticas más agresivas? ¿Habría que limitar el uso del automóvil con prohibiciones, tal como ya hicimos con el tabaco?
Lo sentimos, conductores, pero no es una pesadilla verde ni una utopía ecologista: las principales capitales del mundo ya trabajan para eliminar los coches de sus calles. En París, la alcaldesa Anne Hidalgo quiere convertir la ciudad impulsora del último gran acuerdo climático en la primera metrópoli poscoche de la historia. Para hacerlo prohibirá la circulación de los coches diesel en 2024 –son cuatro veces más contaminantes que el resto– y estudia prohibir el resto de automóviles contaminantes para el año 2030, de modo que solo podrán circular los vehículos eléctricos. Para poder pacificar el centro, la capital francesa está llevando a cabo una importantísima inversión en infraestructuras –con unas sesenta estaciones de metro nuevas– coincidiendo con la preparación de los Juegos Olímpicos del 2024, que mejorará aún más una de las mejores redes de transporte público del mundo. El ayuntamiento socialista también ha duplicado la red de carriles bici, y ya prueba los primeros autobuses automáticos que circulan sin conductor.
¿Por qué todos estos cambios en la capital de Francia? “El reto incomparable de la contaminación del aire requiere acciones sin precedentes”, dice la alcaldesa Hidalgo, y cita la cifra de los 6.500 parisinos muertos cada año por la contaminación. Y no hay que ir tan lejos para comprobar los efectos del humo: en el área metropolitana de Barcelona, la contaminación atmosférica causa unas 3.500 muertes anuales. La alcaldesa de París confía en que, con menos coches, la ciudad será más habitable, y en su sueño verde las miles de plazas de parking actuales se habrán convertido en carriles bici, terrazas de cafetería y parques infantiles. La prueba de este incremento de habitabilidad la constituyen los nuevos paseos a la orilla del Sena: por ellos circulaban hasta cuarenta mil vehículos diarios, y ahora que se han hecho exclusivos para peatones son la nueva zona de moda.
¿Más capitales que limitarán al automóvil? Londres, donde desde 2008 funciona una tasa que grava aquellos vehículos contaminantes que circulan por el centro, similar al Ecopass milanés. El resultado ha sido un descenso del número de coches que ha de soportar la City, pero el alcalde Sadiq Khan quiere ir más allá, y promoverá que los nuevos edificios de viviendas y oficinas se construyan sin parking. En Barcelona, los últimos intentos de limitar el número de aparcamientos subterráneos han topado con las críticas de la oposición y del gremio de los agentes de la propiedad inmobiliaria, que lo encuentran “demencial”.
El futuro del automóvil en la ciudad ya centra la mayoría de los debates urbanísticos. El pasado octubre, decenas de arquitectos, expertos en movilidad y activistas a favor del transporte público se reunieron en la Universidad Pompeu Fabra (UPF) en un Urban Thinkers Campus (UTC) promovido por el Ayuntamiento de Barcelona y la World Urban Campaign (UN-HABITAT), bajo organización de la Federación Iberoamericana de Urbanistas (FIU). En el encuentro, titulado genéricamente “En transición hacia ciudades más vivibles. The Post Car City”, se debatieron las maneras de avanzar hacia ciudades “más vivibles, sostenibles, saludables y seguras a partir de la implementación de nuevos modelos de movilidad urbana”, según las palabras de presentación del evento. Lluís Brau, presidente de la Federación Iberoamericana, aseguraba en el acto de inauguración que el futuro de la vida urbana pasa por la “contención del vehículo privado” y por un modelo de calles pacificados, donde el coche ocupe un segundo plano. “La movilidad es un derecho –añadía la concejala de Movilidad del Ayuntamiento de Barcelona, Mercedes Vidal–, pero presupuestariamente no se ha tratado nunca como tal. La sanidad y la educación se financian de manera estructural, y en este caso tendría que pasar lo mismo. Ello ha generado una falta endémica de financiación del transporte público, que nos costará muy cara en términos de salud pública y de habitabilidad”.
Un problema global: del sueño a la pesadilla
Según valoró en su intervención el urbanista Jose María Ezquiaga, decano del Colegio Oficial de Arquitectos de Madrid, el problema del coche es “global”, ya que se registran los mismos problemas de tráfico en Europa que en las grandes capitales de Asia o en América Latina. Ezquiaga recordaba que, históricamente, el paradigma de ciudad había sido el modelo europeo, como Barcelona, basado en metrópolis “compactas, continuas y densas” que permiten un uso mixto de vivienda y comercio y una movilidad óptima, ya sea con transporte público o a pie. Pero con la expansión del coche se impuso el modelo contrario, cuyo paradigma sería Los Ángeles. “La ciudad se expande e inunda el territorio con vecindarios de casitas con jardín a las que solo se puede acceder en automóvil”, explicó Ezquiaga. La imagen idílica del sueño americano.
“El modelo suburbial ha originado que la gente cada vez viva más lejos del lugar en que trabaja”, puntualizó Ezquiaga: un hecho que ha impulsado la creación de ciudades dormitorio extensísimas en superficie y con una densidad muy baja, donde los servicios básicos –hospitales, escuelas, comercios– se hallan siempre alejados y se requiere coger el coche para todo. Pero, al mismo tiempo, el automóvil tampoco es la solución, porque hay tantos vehículos que en las horas punta el atasco es el pan de cada día. “El sueño americano –resumía Ezquiaga– en realidad ha resultado ser una pesadilla”.
Puede parecer aún remoto, pero este sueño –o pesadilla– americano lo tenemos muy cerca. En España, la expansión de las urbanizaciones y las ciudades dormitorio de pequeñas casas fue el modelo por antonomasia entre 1994 y 2009. En Madrid el crecimiento de población de los últimos años no se ha concentrado en el centro, sino en las afueras, donde se ha doblado la superficie de suelo construida. Y el número de coches que circulan también se ha multiplicado por dos. “Se ha construido en forma de archipiélago, con barrios y centros comerciales constituidos como células autosuficientes, rodeadas de grandes aparcamientos y erigidas en medio de ninguna parte, lo que nos condena a usar el automóvil privado para llegar a ellas”, indicó Ezquiaga. En esta nueva ciudad dispersa la dependencia de la autopista es total, y cuando esta se satura el colapso es inevitable.
Cien años conquistando mentalidades
Ahora bien, si el coche causa problemas de movilidad en medio mundo, ¿por qué lo seguimos utilizando? Decenas de expertos se lo preguntaban en una de las actividades del campus de pensadores sobre la ciudad, la mesa redonda “Disputando la hegemonía cultural al coche”. “El automóvil es un símbolo cultural muy poderoso”, empezó declarando el arquitecto David Bravo, promotor del ciclo “Adéu al cotxe!” [¡Adiós al coche!] de la Sala Beckett. Bravo lo tiene claro y asegura que nuestra dependencia del coche es inducida, fruto de una operación de ingeniería social “sin precedentes en la historia, solo comparable a la expansión del cristianismo”. De entrada parece una exageración, pero nos propone mirar cien años atrás, cuando la sociedad funcionaba sin automóviles. “El coche es el elemento que ha transformado más y más rápidamente las ciudades desde el neolítico”, añadía el arquitecto barcelonés, llamando la atención sobre el carácter omnipresente de las cuatro ruedas, presentes en nuestro imaginario desde la infancia: “¿Con qué juegan los niños? ¡Con coches!”
Los expertos constatan que la conquista efectuada por el coche ha sido fruto de una campaña global. Sitúan el disparo de salida en la época del New Deal de los EEUU, cuando se vendía el automóvil como el modo más fácil de huir de la ciudad. Pero esta carrera por difundir la compra y el uso del coche no ha tenido un único color político: la socialdemocracia los ha fomentado tanto como lo hizo el bloque comunista, Hitler promoviendo el Volkswagen “Escarabajo” o Franco impulsando el Seat 600.
La industria automovilística ha asociado el coche a valores imbatibles como la libertad y la independencia personal. En la televisión nos lo dicen constantemente: si compras un coche, compras tu libertad. Y el cine también ha contribuido: en la película Thelma & Louise, por ejemplo, un Ford Thunderbird es el elemento liberador para las dos protagonistas, y en Casablanca, que se desarrolla en el marco temporal de la Segunda Guerra Mundial, el único momento de felicidad y amor que tienen Humphrey Bogart e Ingrid Bergman es durante una escapada en descapotable. “Más tarde, en los años ochenta, se llega al clímax con series como El coche fantástico, en que el héroe es el coche en sí mismo”, recordaba Bravo. Pero encontrar casos contrarios resulta mucho más complicado: “Solo la película Un día de furia retrata la situación más frecuente de los que cogemos el coche cada día: la histeria de quedarse atrapados en un atasco”.
Este enamoramiento global no es casual, explican los expertos en movilidad, porque el lobby del motor es uno de los anunciantes más importantes del planeta, y hace décadas que nos envía inputs continuamente. “Hay anuncios de coches por todas partes: en el cine, la tele o los periódicos, pero también los encuentras en los transportes públicos, que tendrían que ser la competencia, y se anuncian todoterrenos en el metro o en las marquesinas del autobús”, señalaba Bravo. “¡Este año [2017] incluso plantaron un coche en medio de la estación de Sants, la catedral del transporte público de Cataluña!”, añadía Ricard Riol, presidente de la asociación Promoció del Transport Públic.
En el encuentro de la UPF también recordaban que no todas las estrategias de la industria automovilística han sido limpias. Se explicaba que, en los años cuarenta del siglo pasado, antes de convertirse en la meca del automóvil y en el modelo a replicar por todo el planeta, Los Ángeles tenía una red de tranvías envidiable, que el lobby del coche se dedicó a comprar y desmantelar para forzar a la gente a decantarse por el automóvil. También existe constancia histórica, con anuncios de época interesantísimos, de campañas mediáticas que ridiculizaban al peatón arrinconándolo en las aceras. “En Latinoamérica el coche aún es un símbolo de estatus y de riqueza –añadía una urbanista de São Paulo–, y por tanto ser peatón quiere decir asumir tu fracaso profesional”.
Soluciones, pero ¿a qué precio?
Ricard Riol consideró que el debate debería centrarse en los mecanismos de que disponemos para generar un cambio social que es tan necesario. “Nadie discute ahora que el tráfico mata y nos ahoga –dijo–; el problema surge cuando las soluciones requieren cambios de conducta. Porque la gente demanda soluciones, pero no acepta los cambios”. Y ello pese a que los datos son claros: hay demasiados coches en las calles y encima disfrutan de un trato preferente. En Madrid, el 61 % de las calles es para el asfalto, cuando estas vías no resuelven ni el 38 % de los viajes. Y en Barcelona sucede lo mismo: solo uno de cada cuatro desplazamientos se lleva a cabo en coche privado, pero el automóvil sigue teniendo la hegemonía en las calles y plazas.
¿De qué manera se puede contrarrestar la imagen ganadora del coche? Una opción consiste en hacer “sexy” el transporte público. El geógrafo Francesc Muñoz pone como ejemplo el Tram, que tiene entre los barceloneses una consideración altísima en lo que a percepción, estética y sostenibilidad se refiere. Otro camino para parar los pies al automóvil es asociarlo a la contaminación que provoca. ¿Cómo? Siguiendo el ejemplo de las leyes antitabaco. Ahora ya son cosas que empiezan a quedar lejos, pero durante décadas el humo del tabaco era tan omnipresente como el de los coches: se fumaba en las universidades, en los hospitales, en los aviones y en los restaurantes, y era imposible imaginar un mundo sin humo. El cine también fue clave en la expansión del imaginario nicotínico, y los valores de glamur y de independencia asociados al cigarrillo no se discutían. Pero la determinación mostrada por les administraciones públicas para preservar la salud de la ciudadanía ganó la batalla a las tabaqueras. Para los expertos presentes en el encuentro de la Pompeu Fabra los paralelismos son evidentes porque, como afirmaba Anne Hidalgo, el del coche también es un problema de salud global.
¿Y el coche eléctrico –podríamos preguntarnos–, soluciona estos problemas de contaminación? “Con el coche eléctrico el sector intenta hacer un greenwashing, vendernos que todo cambie para que todo siga igual”, sostenía David Bravo. En la mesa redonda en la que hizo esta valoración había consenso respecto a este giro lampedusiano: señalaron que los vehículos verdes solo “desplazan las externalidades”, es decir, en lugar de generar emisiones por el tubo de escape y dejar el humo en la ciudad, contaminan por la chimenea de la central en la que se ha producido la electricidad. Y una ciudad llena de coches, por mucho que sean eléctricos, es una ciudad de atascos, que sigue dejando al peatón en segundo plano.
Pese a que algunos de los diagnósticos y predicciones que se realizaron en el campus de pensadores sobre la ciudad pueden sonar radicales y apocalípticos, los defensores de la ciudad sin coches no se oponen al automóvil en general. La opinión más extendida entre estos expertos es que “el coche es un problema cuando está infrautilizado”, o sea, cuando va vacío, como pasa con el millón de vehículos que circulan diariamente por Barcelona, donde se registra una ocupación media de 1,14 personas por coche. “Si consiguiéramos ocupaciones de 2,5 personas, no sería necesario este debate”, aclaró Pau Noy, adjunto al consejero delegado de Transports Metropolitans de Barcelona (TMB). Noy aseguraba que el coche no desaparecerá nunca del todo porque siempre habrá necesidades logísticas y personas con necesidades especiales. De lo que se trata, según estos expertos, es de arrebatarle la centralidad actual.
Descongestionar Barcelona es posible
Los urbanistas aseguran que no existen soluciones milagrosas para la movilidad en las ciudades, y que la receta está inventada desde hace décadas: fomentar el transporte público y restringir el vehículo privado. El problema es que en Barcelona se ha hecho precisamente lo contrario. “A medida que la ciudad se congestionaba, ampliábamos su capacidad viaria”, recordaba Pau Noy. Ejemplos característicos de las intervenciones generadas por esta política serían la progresiva apertura de la ronda del Mig y la apertura de las rondas del Litoral y de Dalt en 1992, infraestructuras para el vehículo privado que se han desarrollado sin ir acompañadas de una inversión similar en la red de transporte público. Y la crisis económica aún ha tensado más la situación, con recortes presupuestarios que afectan a los servicios y no permiten la renovación y el crecimiento de las flotas. El problema es que hace falta valentía política para afrontar la movilidad sostenible, porque retirar coches de la calle supone una pérdida de votos para el político que lo intente.
¿Sería posible, técnicamente, una Barcelona sin coches? Pau Noy dispone de varios estudios de TMB que demuestran que sí, que con una inversión adecuada el transporte público podría asumir todos los desplazamientos de la ciudad. De hecho, en la actualidad el 69 % de los trayectos en coche se realizan en áreas en las que ya existen alternativas como el metro o el tranvía. Desde TMB tienen calculado que se podrían doblar las frecuencias del metro con la ayuda de los trenes automáticos, y la capacidad de las líneas de cercanías se podría aumentar con trenes más largos y utilizando el túnel del AVE, que está desaprovechado. La unión de los tranvías del Llobregat y del Besòs por la Diagonal multiplicaría por tres la oferta actual, y con la ampliación de los carriles bici –que en 2019 superarán los trescientos kilómetros– hay margen para que los trayectos en bicicleta se multipliquen por cinco, hasta llegar al 10 % de los desplazamientos. ¿Qué beneficios supondría todo esto? “De entrada, una reducción de la accidentalidad y un descenso a cero de los niveles de polución”, explicaba Pau Noy. Otra consecuencia clara de contar con unas calles más vacías sería doblar la superficie del espacio público dedicado a los ciudadanos. Esto se conseguiría no solo al reconquistarse carriles en muchas vías, sino también porque se reduciría la superficie de aparcamiento. Y no, no hablamos de un mundo de ciencia ficción: “En Europa –excluida España– ya hay un montón de ciudades sin emisiones”, aclaraba Noy. Es, por tanto, una cuestión de voluntad política. Y de tiempo, porque, según los ponentes, el agotamiento del petróleo y los efectos del cambio climático nos obligarán a cambiar la manera de vivir más pronto de lo que creemos.
Las nuevas tecnologías pueden tener un papel clave en esta evolución de la movilidad. A la hora de compartir coche, por ejemplo: cada vez hay más plataformas de carsharing, con posibilidades de crecimiento, y también se han depositado esperanzas en la llegada del coche autónomo, que circularía sin conductor y podría transportar a varias personas a la vez, a medio camino entre el taxi y el autobús urbano. Las aplicaciones móviles también pueden mejorar los desplazamientos. Rikesh Shah, jefe de innovación comercial de Transport for London, explicaba los beneficios derivados del hecho de compartir decenas de parámetros del transporte público a tiempo real, como el estado de las líneas de bus o metro, la hora exacta de llegada de un convoy a una estación o la situación de accidentes o de obras de mantenimiento. Gracias a este esfuerzo de datos abiertos, se han creado más de seiscientas aplicaciones independientes que informan del servicio a un 40 % de los usuarios, con programas que proponen automáticamente cambios de ruta cuando se registran incidencias.
En Barcelona, el despliegue de la nueva tarjeta de transporte público T-Mobilitat, prevista para el año 2019, podría representar una buena oportunidad de avanzar hacia un transporte multimodal y de provocar un cambio de la mentalidad ciudadana. “La T-Mobilitat podría fomentar las buenas prácticas de muchas maneras –avanzaba el arquitecto David Bravo–. La tarjeta podría ser más barata para quienes usan el Bicing, o también se podría fomentar un transporte público más económico para las personas que reciclan en el Punto Verde o que compran en los mercados de proximidad”. Las nuevas tecnologías también podrían mejorar el Bicing: en el simposio de la UPF se apuntaba que se podría incentivar el uso de las bicicletas y favorecer una mejor distribución por la ciudad bonificando a aquellos usuarios de los trayectos menos populares, como por ejemplo los que discurren entre la playa y los barrios más empinados.
La metáfora ciclista
La bicicleta ha acompañado la transformación de muchas ciudades de toda Europa, y con climas mucho más complicados que el catalán. “En los países nórdicos nieva y son habituales las temperaturas bajo cero, y eso no impide que el 40 % de la población pedalee cada día hasta el trabajo”, explicaba Mark Wagenbuur, fundador del blog Bicycle- Dutch.nl. Para este experto holandés, la instauración de la bicicleta es un problema de hábitos, cultural. “Pero los hábitos y la cultura se pueden modificar”.
Un ejemplo de este cambio cultural y de costumbres lo aporta Ámsterdam, uno de los paraísos ciclistas del norte. “Ahora la bicicleta es tan central que el primer ministro pedalea hasta el palacio para notificar al rey la formación de un nuevo gobierno, pero medio siglo atrás las cosas eran muy distintas”, señalaba Wagenbuur. Con la bonanza de los años cincuenta, el coche empezó a conquistar terreno físico y mental en los Países Bajos, y las presiones para construir avenidas y adaptar las ciudades al coche llevaron a derribar barrios enteros de estrechas calles medievales, y convirtieron plazas históricas en aparcamientos masivos. “Pero este destrozo del patrimonio muy pronto topó con la oposición ciudadana”, recordaba, con okupas que se oponían a la demolición de edificios históricos y familias que impulsaban el movimiento Stop de Kindermoord [Basta a los asesinatos de niños]. Este movimiento reclamaba, mediante protestas y desobediencia civil, la pacificación de un tráfico que, solo en 1971, causó cuatrocientas víctimas infantiles en el país. Finalmente, el Estado empezó a modificar sus prioridades y nacieron entonces los primeros centros urbanos exclusivos para peatones.
Copenhague, la otra gran capital ciclista, vivió un proceso similar: en los años setenta solo el 10 % de los trayectos se efectuaban en bicicleta y el coche era omnipresente, pero una política continuada de inversiones ha trastocado la situación, y ahora la bicicleta copa el 41 % de los trayectos. Y la construcción de infraestructura ciclista no se detiene: ahora impulsan superautopistas de cuatro carriles –en las horas punta se forman atascos de bicicletas– y hasta dieciséis nuevos puentes solo para las dos ruedas. De hecho, el debate actual en la capital danesa no es sobre la bicicleta, sino sobre los coches. El diseño urbano aún está pensado para el automóvil, y pese a que en las horas punta el 55 % de los vehículos son bicicletas, el coche aún tiene prioridad en la mayoría de calzadas. Se trata, pues, de ganar en “justicia espacial” y poner al ciudadano en el centro de la planificación urbanística.
En Barcelona, el auge de la bicicleta invita al optimismo. El Bicing ha celebrado su décimo aniversario totalmente consolidado, con más de seis mil usuarios, y ha inaugurado el año con un ambicioso cambio de operador que garantizará el servicio durante las veinticuatro horas, ampliará el número de estaciones y las hará todas mixtas, para bicicletas comunes y también eléctricas. Además, el crecimiento de la red de carril bici permitirá que cualquier ciudadano disponga de uno a menos de trescientos metros de su domicilio. “Pocas inversiones son tan rentables como las asociadas a la bicicleta en cuanto a la relación entre coste y poder transformador”, explicaba la concejala Mercedes Vidal.
En Dinamarca y los Países Bajos, la fórmula de éxito es la coexistencia de tres tipos de vías: las rápidas, exclusivas para los coches; las mixtas, con calzadas segregadas, y las calles de barrio, donde los coches circulan lentos y los ciclistas y los peatones tengan siempre la prioridad. El esquema que se deriva es una ciudad en forma de retícula con varios niveles de pacificación del tráfico, un modelo urbano que en Barcelona ha generado mucha polémica: la supermanzana.
Los ciudadanos, en el centro
“Con el desarrollo de las supermanzanas pretendemos reducir del 50 % al 30 % el espacio público reservado al tráfico rodado”, explicaba Ton Salvadó, arquitecto y director de Modelo Urbano del Ayuntamiento. Volvemos a la receta de siempre: incrementar la calidad de vida de los barrios a través de la pacificación del tráfico, convirtiendo muchas de las calles actuales en vías locales o vecinales. “La ciudad está al límite de su capacidad –explicaba Salvadó–. En el área metropolitana se registran 3.500 muertes prematuras al año por la contaminación, 11.000 heridos anuales por accidentes, y problemas de salud vinculados al sedentarismo, la contaminación acústica y la falta de espacios verdes.”
Para entender el potencial del proyecto solo hay que echar un vistazo a las supermanzanas históricas, Gràcia y el Born, que son dos de los barrios mejor valorados por el mercado inmobiliario y turístico. Salvadó asegura que, cuando la implantación se haya completado, centenares de calzadas y calles se habrán convertido en espacios para los vecinos, con parques infantiles y zonas verdes. El plan prevé que el número de coches se reduzca, y que los que queden no se aparquen en superficie. “Queremos que se entienda la calle como prolongación de la vida doméstica, como un espacio de confort”, remarcó el arquitecto.
No nos encontramos ante un debate local, sino global. El siglo XX fue el del coche; ¿queremos que el XXI lo sea de los peatones?