Oxford. Medio siglo de literatura y política

No hay nada como la propia experiencia para ayudarte a traducir autores con una visión poco heroica de Barcelona. Las obras de ficción catalanas disponibles en inglés ponen de relieve la vida y la historia de la ciudad con una prosa tan hábil, incisiva y original como cualquier obra de Gaudí o Picasso.

© Elisenda Llonch

“¿Le gustaría conocer a alguno de mis poetas? Tengo para todos los gustos: románticos, trágicos, surrealistas… y todos a muy buen precio”, me preguntó una elegante mujer de cabello gris en un bar de la calle Balmes mientras me iba pasando ante los ojos un librito con lo que me parecieron poemas escritos a mano por varias personas y con diferentes tintas. Corría 1970 y yo acababa de salir de una reunión clandestina con estudiantes y sindicalistas a los que había estado instruyendo sobre las virtudes del marxismo revolucionario. En aquel momento me rondaba por la cabeza un trabajador que, a mi parecer, no había salido muy convencido de la reunión. Pensaba en aquel hombre y en la seguridad, sobre todo teniendo en cuenta que llevaba la bolsa llena de panfletos subversivos y que Barcelona, por aquel entonces, era una ciudad tétrica gobernada por la policía franquista. Fijé la mirada en la mujer, con sus pendientes relucientes, y le murmuré, parpadeando, que no estaba de humor para aquel tipo de lírica. Salió del bar enfurecida.

Durante los últimos cincuenta años, tanto la literatura como la política siempre han estado vinculadas a mi experiencia de Barcelona. En 1965, todavía en Cambridge, leí historia y literatura española medieval y quedé impresionado por el poder de aquella ciudad que había sido capaz de imponer su ley marítima de un extremo al otro del Mediterráneo, la misma que en 1936 se convirtió en el centro de una revolución social incipiente para acabar siendo, más tarde, la capital de un país inexistente cuya lengua se prohibía. Incluso Cervantes dedicó los últimos capítulos de El Quijote a las maravillas de la ciudad en el siglo xvii, cuando contaba con una próspera industria editorial y un influyente puerto y moriscos como Ricote estaban a punto de ser expulsados de la única tierra que conocían.

En 1968, en una época en que mi pensamiento estaba dejando atrás la literatura para dar un giro hacia la política, finalmente tuve la oportunidad de viajar hasta Barcelona para investigar sobre la Revolución de 1868. Visité varias bibliotecas, donde te recibían hombres gruñones que te traían los libros y los periódicos viejos llenos de polvo y te los soltaban sobre la mesa como si fueran latas de alubias. Luego, al salir de la universidad o la hemeroteca, me dirigía a la oficina central de Correos para recoger mis cartas callejeando por el Barrio Chino, donde de repente te topabas con grupos de hombres apiñados en las esquinas –a un jovencito inglés como yo sacado de las marismas de Lincolnshire le parecía que tenían cara de hambrientos desesperados y que lo miraban con ojos amenazadores– y con señoras obesas embutidas en vestidos ceñidos y cortos, con los labios pintados de un rojo llamativo, que se resguardaban en las entradas de los bares –difícilmente con la intención de escribir poesía– y te solicitaban al verte pasar.

Al cabo de unos años abandoné la dialéctica y cedí la columna que tenía reservada en el Workers’ Press y que firmaba como Juan Gómez, aquel periodista ibérico omnipresente que lo mismo cubría noticias de Arequipa que de L’Hospitalet. Paralelamente, Barcelona se iba deshaciendo, poco a poco, del gris de la dictadura. Recuerdo ir bajando por la Rambla y poder comprar Mundo Obrero, del Partido Comunista, para luego subir a una golondrina y dar una vuelta por el puerto junto a trabajadores del transporte público en huelga mientras escuchaba la Oda al paper de wàter de La Trinca, al ritmo de la Quinta de Beethoven. De repente, ¡todo era posible!

Aprendí catalán en Londres con hijos de catalanes exiliados; quedábamos en cafés, pubs o parques e intercambiábamos una hora de inglés por una de catalán, que combinaba con la gramática y los ejercicios de Alan Yates. Por aquel entonces yo daba clases en un centro de secundaria y confiaba poder intercambiar mi puesto con un profesor catalán en el año 1978, pero el proyecto no salió adelante y al final terminé en Archena, en Murcia.

Fue durante mi época como subdirector de la Fortismere School, al norte de Londres, cuando me estrené como traductor literario con la obra de Juan Goytisolo Coto vedado, en la que cuenta, entre otras cosas, sus incursiones con Jaime Gil de Biedma por las callejuelas y los burdeles de Barcelona. De la traducción nacieron encargos para trabajar en cinco programas sobre cultura internacional de la cadena de televisión británica Channel 4. El Barrio Chino estaba cambiando para convertirse en el Raval de hoy en día, que a Goytisolo le gusta comparar con Marrakech. También escribí sobre un proceso de la Inquisición contra un morisco, que luego representamos y filmamos con actores catalanes en un sótano renacentista de la calle Canuda. Llegados a ese punto, mi interés por la historia, la literatura y la política catalanas y españolas me habían conducido a una nueva vida dedicada a la traducción literaria, primero como traductor, profesor y promotor, y finalmente, a partir de 2003, como traductor autónomo a tiempo completo establecido en Barcelona y casado con una catalana, Teresa Solana, a su vez traductora y novelista.

¿Qué me han enseñado sobre la ciudad estos últimos once años? Como la mayoría de las grandes ciudades con algo de historia, Barcelona está formada por pueblos distintos, de los que yo he vivido en cinco. Es en estos barrios –Sarrià, Sant Gervasi, Gràcia, Vallcarca y El Putxet– donde he traducido algunas de las mejores obras de la literatura catalana contemporánea. Y la exploración física ha venido acompañada de la inmersión en los mundos literarios de Quim Monzó, Empar Moliner, Najat El Hachmi, Joan Sales, Mercè Rodoreda, Josep Pla y, por supuesto, Teresa Solana.

© Pérez de Rozas / AFB
La muerte de Franco en los periódicos de los quioscos de la Rambla, el 20 de noviembre de 1975.

He respirado el aire puro de montaña subiendo por los senderos que se encuentran sobre la calle Cardedeu y que llevan hasta un tranquilo parque de barrio, elegantemente decorado con una cantera de Bohigas y Mackay coronada por una escultura de Chillida. En Pérez Galdós, en Gràcia, no podíamos abrir la ventana por el humo de los coches que se alineaban en la calzada. Menos mal que la calle tenía que quedar libre de tráfico… o por lo menos así nos lo había asegurado el promotor inmobiliario. Me planté tras la puerta el día que el vecino se puso a aporrearla a las dos de la madrugada. Maldije todas las veces que un techo se caía y que una pared temblaba; otro gasto imprevisto que sumar al desembolso de la hipoteca. He visto a mujeres mayores en la calle Hercegovina llevando brazaletes con la bandera franquista, la misma bandera del águila con que algunos motoristas se envolvían el torso la noche del clásico mientras circulaban profiriendo gritos. He visto anarquistas vestidos con ropa gótica paseando a sus mastines por la plaza del Diamant. Me he sentado en sofás de piel blancos en salas pintadas de blanco en las que se servía Moët y donde uno oía hablar de las virtudes del dinero negro.

No hay nada como la propia experiencia para ayudarte a la hora de traducir a autores de prosa irónica con una visión poco heroica de la ciudad y unas divisiones de clase que siguen vigentes para quienes no se pasan el fin de semana celebrando despedidas de soltero por la Barceloneta. Las numerosas obras de ficción catalanas disponibles ahora en inglés ponen de relieve la vida y la historia de la ciudad con una prosa tan hábil, incisiva y original como cualquier obra de Gaudí o Picasso. Y cuando tuve la oportunidad de traducir Incierta gloria, de Joan Sales, el recuerdo de las horas que había pasado estudiando los conflictos entre anarquistas y marxistas durante la década de 1870, o las horas que había dedicado a discutir con los partidarios de las corrientes trotskistas de Barcelona en los años sesenta… todo ello me inundó de nuevo la cabeza para dar vida a mi lenguaje. Esa sí fue una gran novela en la que la Guerra Civil es contada por alguien que la vivió en sus propias carnes, un relato que va más allá de los de Orwell y Hemingway. ¿Acaso un traductor puede aspirar a un mayor reto?

Peter Roland Bush

Traductor. Universidad de Oxford

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