Tres encuentros, y en espera del cuarto

Ko Tazawa vino por primera vez a Barcelona en el año 1978, enviado por su banco para que aprendiera castellano. Su contacto con la sociedad catalana le llevaría a convertirse en un enamorado del país, de su cultura y de su lengua. Y aún volvería dos veces más, la última de ellas en 1993, con su mujer y sus dos hijos, para doctorarse en Filología Catalana.

© Ko Tazawa

Soy japonés. Tengo 59 años. Vivo en Kobe, Japón. Soy profesor universitario y catalanófilo. Me dedico principalmente a traducir obras catalanas al japonés y viceversa, y a escribir libros para presentar la cultura catalana al pueblo japonés y viceversa. Ya hace más de treinta años que me relaciono con Barcelona. Pese a estas condiciones, quizás no soy la persona más indicada para escribir un artículo sobre cómo se ve Barcelona desde Japón. Me explicaré. Para hacerlo tendría que haber cierta distancia entre esta ciudad y yo. Es cierto que vivo en Japón físicamente, pero emocionalmente hay menos distancia entre Barcelona y yo que entre Tokio (que está a unos 600 km de Kobe) y yo. Lo que expondré a continuación será, por lo tanto, una visión muy personal de la ciudad…

Me he encontrado con tres Barcelonas diferentes en tres momentos cruciales de mi vida.

© Ana Yael Zareceansky

El primer encuentro se produjo hacia el año 1978. Entonces trabajaba en un banco japonés. Me enviaron a Barcelona para que aprendiera castellano (!). La Barcelona de antes de los Juegos Olímpicos era una ciudad oscura, en una palabra. Quizás esta impresión la causó mi estado de ánimo, mi angustia, porque tenía que aprender el castellano, idioma que no había estudiado nunca, y empezar a trabajar al cabo de medio año en una oficina de Madrid.

Era la época del referéndum del Estatuto de Autonomía de Cataluña. En las calles se veía y se oía mucho el catalán. No solo eso. Los nombres de las calles se cambiaban del castellano al catalán de un día para otro. A veces se pegaba el papel con el nombre catalán de la calle encima del mármol en el que estaba el nombre antiguo. Estas escenas me fascinaron. “¡Aquí se puede observar de cerca lo estrechas que son las relaciones entre la lengua y la sociedad!”, pensé. Aquella experiencia me cambió el rumbo de la vida, porque me hizo darme cuenta de que lo que realmente me interesaba no era el trabajo del banco, sino las lenguas.

La intención del banco de tener a un empleado más con conocimiento del castellano fracasó, porque al cabo de un año de volver a Japón dejé de trabajar en él. Accedí al curso de posgraduado de una universidad. El tema de estudio lo tenía muy claro: sociolingüística catalana.

© Ana Yael Zareceansky

El segundo contacto con Barcelona se produjo cuando ya tenía un cierto conocimiento del catalán. Lo había estudiado con libros y casetes, pero no había estado nunca en Cataluña hablándolo. Estaba suscrito al diario Avui y leía con mucho interés “A la vora de…”, de Josep Maria Espinàs. Un día se me ocurrió escribirle y pedirle su colaboración para tener la oportunidad de vivir con una familia barcelonesa, y así entrar en contacto directo con el catalán. La verdad es que no esperaba que me contestase, un escritor tan importante. Efectivamente, pasaron una semana, dos semanas… nada. Sin embargo, cuando abrí el periódico del día 13 de marzo del 1990, vi mi nombre en su artículo. Y no solo mi nombre, sino que también estaba reproducida mi carta entera. El señor Espinàs les pedía a los lectores que me permitieran estar en su casa. Después de unos días me llegaron una veintena de cartas ofreciéndome casa. ¡Incluso había una del propietario de un restaurante que me invitaba a comer en su establecimiento todos los días!

Me costó muchísimo elegir. Al final me decidí por la casa más céntrica de la calle de Pau Claris. La familia que me alojó era una familia muy catalana de clase media. La señora de la casa cocinaba superbién. Se esforzaba mucho por ofrecerme la variedad más amplia de la cocina casera catalana: albóndigas, macarrones, canalones, arroz, crema catalana… El señor era un empresario con un criterio moral típico de la burguesía catalana, en el mejor sentido de la palabra: amor al trabajo bien hecho, amor a la familia y amor a Dios. Mi estancia duró unos quince días. Fue muy corta pero muy fructífera. Pude conocer mejor la lengua, la cultura y a la gente de Cataluña. Barcelona ya no me parecía tan oscura como antes. Y hubo un subproducto de este encuentro: Josep Maria Espinàs me propuso escribir un libro sobre mi trayectoria relacionada con Cataluña. El resultado es Catalunya i un japonès (La Campana), que se convirtió, para mi sorpresa, en un pequeño best seller.

© Ana Yael Zareceansky

El tercer encuentro tuvo lugar hacia 1993. Había empezado a enseñar castellano en una Universidad de Osaka. Ya estaba casado y teníamos dos hijos. La vida nos iba bastante bien, pero sentía la necesidad de conocer Cataluña aún mejor. Consideré que tendría que ir a hacer el doctorado a Barcelona. Y ello me supondría renunciar a mi trabajo en la universidad. No había sido nada fácil obtenerlo, y si lo dejaba no había ninguna garantía de poder recuperarlo.

Ya había arriesgado la estabilidad de mi vida cuando había dejado de trabajar en el banco. Entonces mi mujer había sido muy comprensiva. Pero esta vez la situación era muy diferente, con dos hijos de seis y tres años. Sabía, no obstante, que mis estudios catalanísticos no tendrían futuro sin moverme de donde estaba. Finalmente hablé de ello con mi esposa y dijo que sí. La decisión no le debió de resultar nada fácil. Aún hoy se lo sigo agradeciendo.

Destino: ¡Barcelona! Los cuatro nos lanzamos a la nueva aventura. Era un reto para mí, claro está. Pero también lo era para mis hijos, Yu y Kei. Ninguno de ellos sabía nada de catalán ni de castellano. Llevarlos con nosotros significaba apartarlos de un ambiente totalmente japonés para introducirlos en otro nuevo, el catalán. Yu, al principio, en la escuela, no sabía ni preguntar dónde estaba el lavabo, y cuando tenía necesidad seguía a algún compañero que pareciera que fuera a ir. Kei lloraba cada mañana cuando se quedaba con la señorita del parvulario. El pobrecillo no debía de entender por qué la gente que le rodeaba no tenía ojos oblicuos ni hablaba una lengua comprensible. Pero al cabo de medio año los dos ya sabían defenderse en catalán a su manera. Mi esposa, que ya sabía castellano, también hizo muchos esfuerzos para aprender catalán.

La existencia de nuestros hijos nos proporcionó oportunidades extra para ampliar nuestro radio de actividades. Trabamos amistad con los padres de muchos de sus compañeros. En Barcelona, a diferencia de lo que sucede en Japón, es habitual que la gente te invite a su casa para que los niños jueguen. Eso ayuda mucho a romper el hielo. Si tu hijo te dice que quiere ir a jugar con un amigo, tienes que relacionarte con sus padres aunque no les conozcas bien.

Gracias a la colaboración de mi esposa y de mis hijos, la estancia de tres años en Barcelona resultó todo un éxito. Pude obtener el título de doctor en Filología Catalana en la Universitat de Barcelona. Pero, principalmente, todos nosotros tuvimos unas experiencias preciosas. Si Barcelona me parecía más luminosa que antes, no debía de ser solo por la campaña de “Barcelona, posa’t guapa”.

Nuestros hijos aún conservan amistades de entonces. Y nosotros mismos tenemos más amigos en Cataluña que en Japón. Mi mujer dice que se encuentra más a gusto en Cataluña porque la gente dice lo que realmente piensa y siente. En Japón, muy a menudo, tienes que adivinar qué esconden los demás tras sus palabras. Para mi esposa, que es una persona muy sencilla, esta costumbre es difícil de asumir.

¿Cuándo será nuestro cuarto encuentro con Barcelona? Nuestros hijos ya son independientes. Nos acercamos a la jubilación. Sería ideal que nuestra vida transcurriera entre Barcelona y Kobe, publicando yo traducciones y escritos.

Ko Tazawa

Catalanófilo, profesor universitario y traductor

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