En el barrio del ritmo

Puede que las historias zigzagueen por el Poble-sec y se deformen en cada plaza. O que salgan del Paral·lel, esa avenida de luz y espectáculo.

En el barrio del ritmo - Miqui Otero

Il·lustració: Pedro Strukelj

Nadie quiere saber de dónde viene el ritmo, sino quién lo trae. En este barrio, los sospechosos son muchos y las pistas, pocas. Las busco desde pequeño. Tropiezo con indicios, pero se me escapa el misterio. Veo a las Mama Chicho en televisión y no sé que esas chicas de otro planeta en bikini están arruinando el negocio en El Molino. Escucho historias cruzadas entre el olor a salazón de pescado y fruta fresca del mercado. Los domingos, en el rastro, donde los libros que más valen cuestan menos. Y primero voy a cambiar cromos y luego a comprar Tintines, y más tarde a descubrir novelas. Y luego, encima, quiero escribirlas.

Sant Antoni es una flecha, casi un triángulo musical de esos que son la guinda en una orquesta: Gran Via, Paral·lel, las Rondes. Vibran los lados y estalla dentro el ritmo. Hay pósteres en las fruterías donde se anuncian gemelos con peluquín y guitarra. Hay palmeros que rondan las terrazas: avispas planeando sobre las cervezas y las carteras.

Hay esa historia de La Maña que explicaba la mujer que regalaba buñuelos en el mercado: la vedete del Paral·lel tomaba rayos UVA cerrando la cápsula del solárium (jamás se ponía morena). Esa otra del gitano de la calle de la Cera que no era gitano, sino payo: escuchó una vez al Chacho y decidió que quería ser como él, así que se bronceó con espray y engrasó su pelo y se colgó oro del cuello y montó un combo rumbero y ahora todo el mundo dice que es gitano, aunque todos saben que en realidad no lo es, pero es que ahí está la gracia y la historia que bien vale una risa y un brindis y una canción. Estaba Peret en la tragaperras de Els Tres Tombs un lunes a primerísima hora, cuando nadie sabía si iba o volvía: decían que se había arruinado con la Iglesia Evangélica, que tantas palmas y ahora tantas hostias.

Puede ser que las historias zigzagueen por los callejones del Poble-sec y se deformen cada año y por cada plaza que pasan para dar con el mercado, listas para ser leídas. O que salgan del Paral·lel, esa avenida de luz y espectáculo bautizada por un astrónomo y un vendedor de vino. Puede que surjan del Raval, que remonten la calle de la Cera para buscar a algún mindundi del Eixample que se las quiera creer, que las pueda escribir, que no las pueda olvidar.

¿De dónde ha venido todo este ritmo? ¿De los teatros copleros de la avenida o de la calle de la rumba catalana o de las salas de bailar agarrado en la Gran Via o de los locales de la calle de Aldana, donde ensayaban los rockers? No importa; solo importa quién lo ha traído. Hasta aquí, donde ahora estoy. Justo detrás de Els Tres Tombs, O Barquiño, el bar donde pasan muchas cosas, pero no el tiempo. El ritmo lo lleva una tragaperras, con su parloteo azogado y sus frutas y campanas alineándose. Lo marcan las fichas del dominó en las mesas de formica con su clac-clac-clac. Y también baja las escaleras hasta un primer piso donde el techo es bajo y el ánimo, alto. Veinte habituales engullen pulpo y lacón, ayudados por vino de pelea. Hay fotografías que muestran a los mismos de hoy, pero con treinta años menos. No esperan a un artista, porque todos lo son.

Un hombre con bigote de forzudo y sonrisa de ardilla, que organiza el bochinche y que acaso pintó estas paredes, porque además de artista es pintor (de brocha gorda), canta Trasnochador. También atrapa aplausos El Colorines, con sus chales arcoíris y su canotier arruinado, un tipo que no “canta por cantar” y que además arregla televisores. Y Antonio Linares y El Romántico y hasta Pilar Carrión salen a actuar (a ser como son) sin pedir dinero ni permiso, patrocinados por la inercia de un barrio que no existe.

Las buenas historias son dientes de oro. A veces sobreviven en bocas arruinadas y cubren huecos y brillan de noche y aparecen cuando alguien sonríe.

¿De dónde viene todo este ritmo? No lo sabe ninguno de ellos. No importa de dónde viene, sino quién lo trae. Y quién sabe conservarlo.

Miqui Otero

Escritor

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