Deseo que se larguen todos. Que termine de una vez la maldita operación huida. Que el barrio se vacíe de los que viven y de los que no viven en Pedralbes.
Bruno se escapa y me desespero. Salgo a buscarlo. Es junio, viernes, fin de semana de San Juan. Me veo engullida por un atasco monumental y una alegría colectiva desatada. Todoterrenos, autocares, motos, vanettes, Renault Twizy excitados por moverse, recoger, hacer maletas, largarse quién sabe dónde. Niñas con falditas tableadas y calcetines hasta las rodillas cargadas con gordos carpesanos deformados. Chavales cazando los últimos pokémons con sus colegas del cole. Madres jóvenes, guapas, felices. Papás rebosantes de energía y orgullo. Yo soy un personaje fuera de lugar que se abre paso a contracorriente frustrada por no poder gritar “Bruno, Bruno, ven aquí”. Sorteo los coches aparcados alrededor de la Creu de Pedralbes y me meto en la plaza del Monestir. Dos turistas haciendo fotos y más niños con mochilas rojas saltando escalones con salvaje entusiasmo. Escucho el repicar de las campanas y me tuerzo el tobillo con los adoquines. Llego al parque de l’Oreneta y aquí sí me pongo a gritar y a sollozar sin ser vista. Maldigo la desobediencia de mi perro. El gen cruzado que hace que mi labrador sea tan poco labrador. Llego hasta los restos de la glorieta que antaño acogió a enamorados pudientes, abandonada y grafiteada hoy, donde Bruno acostumbra a detenerse, a olfatear hasta lamer lo que nunca quiero saber qué es, a rematar su placer levantando la pata.
Salgo del parque. Me pregunto qué hará Bruno si se tropieza con una hembra jabalí dispuesta a todo por defender a sus cachorros, una de esas mamás que bajan con su manada a buscar su cena en los contenedores.
Veo la Ronda bloqueada en los dos sentidos y me alivia saber que yo no me voy a ir. Que en este lugar soy una rara avis que no abandona el barrio cuando hay dos días de fiesta. Paso por delante de la gasolinera, del tren de lavado, del macro-Punt Verd y del garden center sin clientes. Me angustio imaginando a Bruno cruzar la calle. Recuerdo la placa con mi número de móvil grabado que nunca se intentó arrancar. Evoco su docilidad, esos lametones que me embadurnan la cara en los momentos en que yo siento que le traiciono. Cuando le limpio la oreja con otitis, le rasco la herida que le supura, lo vacunamos. Cuando nacieron mis hijos y los husmeó y supo que perdía un lugar.
Vuelvo a llorar. Pienso que tengo que regresar a casa para diseñar un póster y empapelar todo el barrio. Lo hago. La gran cabeza de Bruno mirando al frente y un “SE BUSCA” en Interestate Black Condensed cuerpo 135. Pego las impresiones alrededor de la universidad y en no sé cuántas farolas. Ando bajo los emocionantes pinos de los jardines de William Shakespeare. Recorro el riachuelo artificial en el que Bruno el Desobediente se empeña en chapotear siempre que puede. Llego hasta las caballerizas de los Güell y ante la mirada impertérrita de una pareja de japoneses pego mi DIN A4 en los ladrillos color caldera. Los ojos negros de Bruno al lado de la lengua bífida del dragón de Gaudí. Me pregunto si no estará prohibido hacer esto. Pegar pósteres de alguien amado y perdido. Me siento repentinamente abatida. Vuelvo a casa arrastrando los pies. Veo bajar a una monja y me cuestiono lo de la clausura. Me cruzo con un grupo de hombres con cara de éxito en plena happy hour. Deseo que se larguen todos. Que termine de una vez la maldita operación huida. Que el barrio se vacíe de los que viven y de los que no viven en Pedralbes. Suena mi móvil.
Bruno está bien. En la carretera de les Aigües. Con dos chicas que me piden permiso para seguir su running con él. Les doy el permiso y las gracias.
Disfruto cada segundo del largo puente de San Juan. Del vacío tras la histeria. Del dulce abandono en que queda mi barrio. Con Bruno en casa.