El barrio ya no lo reconoce ni la madre que lo parió. Pero hay que decir que la transformación ha sido para bien.
“Estas niñas, para ser de las barracas, van muy bien arregladas”, comentaron unas mujeres en la riera de Arenys de Mar, en un tono bastante alto como para que las oyéramos el grupo de niñas de nueve años que desfilábamos bajo el estandarte del colegio de monjas del Poblenou. Era en otoño de 1959. Las monjas Misioneras de la Inmaculada Concepción, una suborden franciscana, celebraban el centenario de la creación del colegio y los actos se hicieron en Arenys, de donde era hija la fundadora, Anna Maria Ravell, una maestra que se hizo monja y que ahora está en proceso de beatificación. Yo iba tras el estandarte del colegio y, como mis compañeras, vestía de uniforme; lanita de pata de gallo, los zapatos de charol muy relucientes y los calcetinitos bien blancos. Nada que ver con los niños barraquistas. El nuestro era el cole más pijo del barrio, porque tenía patios, a diferencia de las academias de piso.
Hay que reconocer, no obstante, que en aquel Poblenou había barracas. Las había en la playa, detrás del Cementiri Vell, en el Bogatell… Veía a los niños de las barracas del Somorrostro cuando cogían el tranvía 36, el que circulaba por la avenida Icària y que siempre hacía una larga parada en el paso a nivel, pausa que aprovechaban algunas madres para aligerarse los corsés y dar el pecho a sus bebés. Pero los niños de las barracas no daban miedo. Eran espabilados como ardillas. Los que me daban lástima y a la vez temor eran los de la Prote (los internos en Protección de Menores), que iban con unas batas de rayitas y la cabeza rapada (profilaxis por los piojos, supongo) y que venían a mi parroquia, Sant Francesc d’Assís, a hacer de monaguillos. La desnudez de su cabeza hacía resaltar el duelo de sus ojos.
Veinticinco años después de Arenys, en 1984, cuando intenté vender mi pisito del Poblenou para volver a la casa en la que nací, las inmobiliarias no lo querían: “No lo tocamos, ese barrio”, me decían con desdén. Ahora me lo quitarían de las manos y las señoras que me confundieron con las barraquistas dirían que mis nietos, tan bien vestidos y rubios, parecen niños de la Vila Olímpica.
Y con la Vila Olímpica, el Poblenou empezó a cambiar. Hubo un proyecto previo, el Pla de la Ribera (1965-1968), que impulsó el alcalde Porcioles y que pretendía borrar al Poblenou y sus vecinos y convertir la zona en la Copacabana que soñaba el alcalde. Se acabó archivando, pero muchas empresas aprovecharon para trasladarse fuera de la ciudad y dejar los solares en barbecho. En este plan, tumbado por un incipiente movimiento vecinal que alcanzó un récord de impugnaciones, colaboraron Narcís Serra y Miquel Roca Junyent. Veinte años después, los impulsores del proyecto olímpico ya se encontraron el trabajo medio hecho, porque los solares estaban vacíos y solo hubo que pagar. A algunos, como a Carles Ferrer Salat, más de lo que preveía el Ayuntamiento. A otros, como a los Folch, los dejaron fuera del perímetro olímpico a petición del rey y a posteriori se vendieron los terrenos a precio de oro. Los Juegos hicieron posible la recuperación de la costa de la ciudad, se eliminó la línea del tren y se soterró el cinturón del litoral. Y Barcelona ganó su mejor patio de recreo.
Después de los Juegos vino la historia aún incomprensible del Fòrum, que sirvió, sin embargo, para ir cosiendo la brecha entre Barcelona y Sant Adrià; las urbanizaciones de las áreas ahora conocidas como Front Marítim y Diagonal Mar. Pero estos proyectos ya no fueron tan sociales como el olímpico y prevaleció, una vez más, la especulación del suelo. El remate ha sido el plan eternamente inacabado del 22@, que al menos ha liberado antiguas naves industriales. Algunas se han convertido en equipamientos monumentales. La crisis, primero, y la desaceleración de la inversión municipal, después, lo han dejado, de momento, en standby.
Ahora, el Poblenou no lo reconoce ni la madre que lo parió. Hay que decir, con todo, que la transformación ha sido para mejorar. Hemos pasado de ser el culo de la ciudad a ser el barrio más deseado que echa a sus vecinos de toda la vida, sobre todo porque los alquileres se han disparado. Es la moda. Es la gentrificación.