Viniendo en el coche habían propuesto entrar en la Filmoteca. Raquel ha visto que ponían una de la Magnani, “que seguro que te gusta mucho, ¿verdad?”
“Esto de aquí enfrente, a la izquierda, es la Filmoteca. Y si miras a la derecha, tienes la rambla del Raval, por donde hemos entrado”. Teníamos las narices aplastadas contra el cristal de los ventanillos que permitían ver desde dentro del bar del hotel la plaza contigua, la que le habían dedicado a Vázquez Montalbán. Yo, cuando era joven, me pasaba todas las semanas por Casa Leopoldo. Los fines de semana subíamos con mis padres al pueblo y volvíamos con una barca de verduras que el lunes, yo, de camino a la academia, tenía que entrarles hasta la cocina. Entraba, la dejaba, me daban unos churros para desayunar y seguía mi camino; mi padre luego ya se acercaba a pasar cuentas con ellos.
Hoy, comiendo en casa, Raquel se ha empeñado en que volviera al barrio. “Déjale en paz”, le ha dicho mi hijo, “hace igual cuarenta años que no va”. “Pues por eso debería volver”, ha contestado ella tajante. Y como, sí, igual hacía cuarenta años que no venía, y Raquel es tan simpática y mi hijo está tan contento con ella y tan decepcionado a veces, parece, conmigo, pues he pensado que venga, que fuéramos a dar un paseo por allí los tres. Y hemos cogido el coche, lo hemos aparcado en Comte Borrell y luego, paseando juntos, hemos llegado hasta el hotel.
Y aquí estamos, con las narices aplastadas contra un cristal. Y yo ya llevo un rato que no escucho las indicaciones de Raquel porque me he puesto a darle vueltas a la idea de si esto que estamos haciendo se parece más a estar escondidos o a estar encerrados, ahí, los tres, mirando afuera desde el ventanillo de un bar. “Papá, subamos a la terraza, que hay unas vistas del barrio espectaculares”, me ha dicho mi hijo tirándome del brazo hacia atrás. Y hemos subido. Y “mira aquí abajo: a la izquierda, la Filmoteca y, a la derecha, la rambla del Raval”, ha vuelto a decir Raquel. Y yo esta vez me he quedado pensando si ahora estábamos de espías o de vigías: dentro, pero lejos de todo en cualquier caso, otra vez. Y de nuevo no lo he acabado de decidir porque entonces mi hijo ha dicho que teníamos que volver a bajar.
Viniendo en el coche habían propuesto entrar en la Filmoteca, esa misma; la de ahí, a la izquierda. Raquel ha sacado el móvil y ha visto que ponían una de la Magnani, “que seguro que te gusta mucho, ¿verdad?”, me ha preguntado. Y yo le he dicho que sí, pero que tampoco hacía falta liarnos, que con dar una vuelta ya estaba. “No seas pesado, papá”, ha dicho mi hijo. “Mira, empieza en tres cuartos de hora; nos da tiempo a ver la rambla del Raval y a entrar al hotel”, ha acabado de cuadrarlo todo, móvil en mano, Raquel. Y ahora que estamos cruzando la plaza, veo que eso de allá es la calle de En Robador y un poco más abajo Sant Pau y ahí delante Sant Ramon. Y todo me está empezando a resultar un poco más familiar cuando noto que Raquel me coge del brazo con fuerza mientras sonríe, incómoda, y me dice: “Ya, esas siempre están ahí, en sus esquinas”. Tira de mí un poco con urgencia y abre la puerta del hall. Entramos en una sala y en la pantalla veo a la Magnani despeinada, estupenda; y veo balcones con la ropa tendida y calles estrechas y escaleras torcidas y adoquines sueltos y abuelos en la calle y vecinos a la greña y críos que corren y trapicheos en las esquinas y chulos y putas y drama y vida.
Volviendo en el coche, Raquel ha ido todo el camino comentando la película; que qué cosa esta del cinéma vérité, que qué duro lo hace parecer todo, que qué personajes más extremos y que fíjate, Roma, que si realmente era así, lo poco que se parecía a la ciudad que vieron ellos el verano pasado, con esos museos, esos restaurantes, esos hoteles.
“Es bonita la Roma de la Magnani”, digo yo.
“Tú lo que eres es un nostálgico, papá”, dice mi hijo, maniobrando ya para aparcar.