La comunicación electrónica ha aumentado enormemente la capacidad de interacción con los demás. Pero hay un elemento que marca radicalmente el tipo de relaciones que podemos establecer en el espacio virtual: la ausencia física. Faltan la posibilidad de empatía y todo el conocimiento social y personal que nos transmite el cuerpo.
La experiencia humana de la soledad tiene diversas dimensiones. Podemos estar solos de muchas maneras y la soledad, como condición personal o social, se puede vivir y valorar de maneras muy diferentes. En el mundo de las múltiples conexiones y relaciones electrónicas, la soledad sigue siendo un hecho capital en la vida de muchas personas, voluntaria o involuntariamente.
Entre las distintas formas de soledad, la más evidente seria la soledad física: estar apartado, separado o aislado de los demás. Algunas veces lo buscamos activamente; por ejemplo, cuando nos cerramos en una habitación, paseamos por lugares poco transitados o huimos voluntariamente del contacto y de la mirada de los demás. Queremos centrarnos en nosotros mismos. En otras ocasiones, esta separación se hace por necesidad, como en el caso de una enfermedad contagiosa. O como castigo, si se nos aísla en una celda o se nos aparta a la fuerza de nuestro lugar de pertenencia.
Diferente a la soledad física está lo que llamamos sentimiento de soledad. Nos sentimos solos pese a estar rodeados de gente, a vivir en familia, a formar parte de alguna comunidad o de estar constantemente conectados a múltiples redes sociales. Este es un sentimiento que comporta malestar y sufrimiento. No tenemos la implicación emocional con otras personas, no tenemos su comprensión ni su reconocimiento, echamos de menos lo que llamamos “calor humano”. Y aún podemos distinguir una tercera manera de estar solos, distinta a las anteriores, que consiste en no pertenecer a ninguna red de relaciones. Esta forma de soledad no comporta el aislamiento físico o sentirse solo, pero probablemente sea la versión más dramática de la soledad. No tener familia ni relaciones de amistad, no formar parte de una red profesional o no estar en ningún colectivo significa no tener a nadie en caso de necesidad. En definitiva, eso significa estar falto de lo más básico de la condición humana: formar parte de una comunidad de mortales que se unen para hacer frente al sufrimiento y a la muerte y, en definitiva, para dar sentido a la vida implicados en algún proyecto común. En la Grecia clásica, por ejemplo, había un castigo que era considerado mucho peor que la muerte: el ostracismo, que apartaba al individuo de la comunidad al ser expulsado de la ciudad (polis).
La autonomía personal como valor básico
En las sociedades contemporáneas valoramos enormemente la independencia personal. Autonomía moral, capacidad de decidir sobre la propia vida, libertad de acción y de expresión emocional son algunos de los logros de la modernidad. Los consideramos valores fundamentales y celebramos habernos liberado de muchas de las tiranías y sumisiones de las comunidades patriarcales del pasado. También nos gusta saber que, si queremos, podemos marcharnos del lugar en el que vivimos y buscar uno nuevo.
No obstante, en la construcción de la propia personalidad y en la conquista de la autonomía personal, el individuo moderno olvida que los espacios interiores, lo que somos, nuestros pensamientos y sentimientos y los valores que tenemos, están hechos de sustancia pública y social. De hecho, los vamos incorporando poco a poco en el trato con los demás. Aprendemos a reconocer nuestro mundo interior y lo construimos en conversación con los demás. Es conversando, hablando, como nos hacemos humanos y solo así podemos formar parte de un mundo, el “nuestro”. Estas conversaciones se pueden romper, como les pasa a muchas parejas, a hijos y padres o a los vecinos de una escalera. A veces nunca se llegan a tener o, tristemente, desaparecen las personas con quienes se habían establecido.
La imposibilidad de conversar es una forma de soledad, seguramente la más fundamental. El individuo aislado, la persona que se siente sola o que está desconectada no tiene con quien conversar. Nadie le escucha ni tiene a quien escuchar. La conversación, naturalmente, no solo está hecha de palabras, sino también de gestos, miradas, emociones sentidas y compartidas; en definitiva, es el cuerpo entero el que se implica en la conversación. Quiero subrayar esta idea del cuerpo implicado en la conversación porque nos ayudará a entender mejor el riesgo de soledad en las sociedades red y en los espacios de relación electrónica.
La comunicación electrónica ha aumentado y potenciado enormemente nuestra capacidad de comunicación y de interacción. Los contactos en la agenda se multiplican y aumenta la pertinencia a diferentes y variadas redes sociales. ¿Eso significa que nos hemos vuelto más sociables? ¿Reduce el riesgo de soledad? Sí, pero no necesariamente; también comporta sus peligros.
Podríamos afirmar que la comunicación electrónica ha roto las barreras del espacio y del tiempo en lo referente a la comunicación entre personas, como cuando intentamos encontrarnos en pantalla para compartir un almuerzo/cena con la hija o el amigo que están en Sídney. Asimismo, permite generar distancias artificiales, como cuando envías un whatsapp durante una cena de amigos a la compañera de enfrente para hacerle un comentario sobre el compañero de al lado. Pero está claro que estas y otras tantas posibilidades de la comunicación electrónica no siempre pueden borrar el asilamiento o el sentimiento de soledad, ni pueden inserirnos efectivamente en un entramado de interacciones personales. A veces no podemos hablar de lazos, sino solo de contactos.
Ausencia de interacción física
Hay un elemento que suele pasar desapercibido, pero que marca radicalmente el tipo de relaciones que mantenemos y podemos mantener en el espacio virtual, al que no damos aún su auténtica importancia: la ausencia del cuerpo, de la interacción física. En la relación electrónica el cuerpo no está. En la conversación virtual, en las relaciones que establecemos con los demás en las redes sociales, el cuerpo está poco presente y juega un papel menor. La conversación, en el sentido al que antes nos hemos referido, queda radicalmente reducida. Le falta, principalmente, la posibilidad de la empatía, de las emociones que se nos pueden hacer presentes –en las entrañas– cuando tenemos delante al otro. Le falta, también, todo el conocimiento social y personal que nos transmite el cuerpo: un gesto, la manera de moverse, el saber o no saber estar, un tono de voz, un olor, una mirada, la manera de ocupar el espacio… En la comunicación electrónica solemos sustituir, por decirlo de algún modo, esta dimensión fundamental de las relaciones personales por imágenes y palabras fácilmente estereotipados. En el mundo de la imaginación, que gobierna estos espacios, es mucho más fácil modelar a nuestro gusto la imagen que queremos proyectar. Podemos decir que “editamos” nuestras vidas para decidir qué queremos poner en circulación. De hecho, las mismas herramientas nos imponen unos determinados tipos de perfiles y condicionan la forma de comunicación.
No obstante, podemos habitar durante muchas horas al día estos espacios, mantener múltiples conversaciones y tener infinitas interacciones. Puede resultar emocionante y no importa si estas emociones las suscita más la imaginación que una persona o un hecho. La virtualidad ha potenciado enormemente la capacidad de mantener las relaciones que ya tenemos e iniciar otras nuevas. Las limitaciones se hacen manifiestas cuando queremos convertir algunas interacciones virtuales en relaciones “cara a cara”. No siempre es fácil. Se generan muchas decepciones o, sencillamente, es imposible. La soledad, en cualquier versión, puede seguir estando igual de presente en la vida de les personas y una conversación efectiva puede llegar a hacerse muy difícil.
Para no menospreciar ni a los dioses ni a los animales –Aristóteles decía que el hombre solitario es una bestia o un dios–, no deberíamos olvidar que la “Sole” (la soledad) puede llegar a ser una buena amiga. Como declaró H. D. Thoreau, la compañera más sociable que cabe encontrar. Cuando la soledad es una opción personal puede ser una experiencia positiva: para reflexionar, para escuchar(nos) en silencio, para hallar la serenidad. Seguramente, no obstante, por más que sea atractiva y a veces necesaria, se trata solo de una situación artificialmente construida porque, sin los demás, “no somos nada”.